Entre Naranjos by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Cuando llegaba una votación y se agitaban las oposiciones creyendo en laposibilidad de la victoria, el ministro de la Gobernación le buscaba enlos bancos con mirada ansiosa:

—A ver, Brull, traiga usted a esa gente; somos pocos.

Y Brull, orgulloso del mandato, salía como un rayo entre el estrépito delos timbres que llamaban los diputados a votar y las correrías de losujieres. Pasaba por entre los pupitres del gabinete de escritura, seasomaba a la cantina, subía a las comisiones, deshacía a codazos losgrupos de los pasillos y ensoberbecido con la autoridad conferida,empujaba rudamente el rebaño ministerial hacia el salón, refunfuñandocon el enfado de un viejo, asegurando que en sus tiempos, cuando élcomenzaba, había más disciplina. Al ganarse la votación, suspirabasatisfecho como quien acaba de salvar al gobierno y al país.

Muchas veces, lo que quedaba en él de sincero y franco, un resto delcarácter de la juventud, le sorprendía, levantando una duda cruel en supensamiento. ¿No estaban allí representando una comedia engorrosa y sinbrillo? Realmente, ¿le importaba al país cuanto hacían y decían?

Inmóvil en el corredor, sentía en torno de él el revoloteo nervioso delos periodistas, aquella juventud pobre, inteligente y simpática, que seganaba el pan duramente, y desde su tribuna les contemplaba como lospájaros miran desde el árbol las miserias de la calle; riendo ante losdisparates de las solemnes calvas, como ríe en los teatros el públicosano y alegre de la galería. Parecían traer con ellos el viento de lacalle a una atmósfera densa y viciada por muchos años de aislamiento;eran el pensamiento exterior, la idea sin padre conocido, elestremecimiento de la gran masa, que se introducía como un aire coladoen aquel ambiente denso semejante al de una habitación donde agoniza,sin llegar a morir, un enfermo crónico.

Su opinión era siempre distinta de la de los representantes del país. Elexcelentísimo señor Tal, era para ellos un congrio; el ilustre oradorCual, que ocupaba con su prosa más de una resma de papel en el Diariode Sesiones, era un percebe; cada acto del parlamento les parecía undisparate, aunque por exigencias de la vida dijeran lo contrario en susperiódicos, y lo más extraño era que el país, con misteriosaadivinación, repetía lo mismo que ellos pensaron en el primer impulso desu ardor juvenil.

¿Tendrían que bajar de su tribuna a los bancos para que por primera vezse dejase oír allí la opinión nacional?

Y el diputado acababa por reconocer que también estaba la opinión entreellos, pero como la momia está en el sarcófago; inmóvil, dormida,agarrotada por duras vendas, ungida con el ungüento de la retórica y elcorrecto bien decir que considera como pecados de mal gusto el arrebatode la fe, el tumulto de la indignación.

En realidad, todo iba bien. La nación callaba, permanecía inmóvil;luego estaba contenta. Terminada ya para siempre la era de lasrevoluciones, aquel era el sistema infalible de gobernar, con sus crisisconcertadas y sus papeles cambiados amistosamente por los partidos,marcando con toda suerte de detalles lo que cada cual había de decir enel poder y en la oposición.

En aquel palacio, de extravagante arquitectura, adornado con el mismomal gusto que la casa de un millonario improvisado, debía pasar Rafaelsu existencia para realizar el sueño de los suyos, aspirando unaatmósfera densa, cálida y entorpecedora, mientras afuera sonreía elcielo azul y se cubrían de flores los jardines. Debía pasar gran partedel año lejos de sus naranjos, pensando melancólicamente en el ambientetibio y perfumado de los huertos, mientras se subía el cuello del gabáno se envolvía en la capa, saltando de un golpe del ardor de loscaloríferos del Congreso al frío seco y cruel del invierno en las callesde Madrid.

Nada notable había ocurrido para él durante aquellos ocho años. Su vidaera un río turbio, monótono, sin brillantez ni belleza, deslizándosesordamente como el Júcar en invierno. Al repasar su existencia, laresumía en pocas palabras. Se había casado; Remedios era su mujer, donMatías su suegro. Era rico, disponía por completo de una gran fortuna,mandando despóticamente sobre el rudo padre de su esposa, el másferviente de sus admiradores. Su madre, como si los esfuerzos paraemparentar con la riqueza hubiesen agotado la fuerza de su carácter,había caído en un marasmo senil rayano en la idiotez, sin másmanifestaciones de vida que la permanencia en la iglesia hasta que ladespedían cerrando las puertas, y el rosario, continuamente murmuradopor los rincones de la casa, huyendo de los gritos y los juegos de susnietos. Don Andrés había muerto, dejando con su desaparición árbitro yseñor absoluto del partido a Rafael. El nacimiento de sus tres hijos,las enfermedades propias de la infancia, el diente que apunta conrabioso dolor, el constipado que obliga a la madre a pasar la noche envela y las estúpidas travesuras de su cuñado—aquel hermano de Remediosque le temía a él más que a su padre, influenciado por el respeto queinfundía su majestuosa persona—eran los únicos sucesos que habíanalterado un poco la monotonía de su existencia.

Todos los años adquiría nuevas propiedades; sentía el estremecimientodel orgullo contemplando desde la montaña de San Salvador—aquellaermita ¡ay! de tenaz recuerdo—los grandes pedazos de tierra aquí yallá, cercados de verdes tapias, sobre los cuales extendíanse losnaranjos en correctas filas. Todo era suyo; la dulzura de la posesión,la borrachera de la propiedad subíansele a la cabeza.

Al entrar en el antiguo caserón, rejuvenecido y transformado,experimentaba idéntica impresión de bienestar y poder. El viejo muebledonde su madre guardaba el dinero estaba en el mismo sitio; pero ya noocultaba cantidades amasadas lentamente a costa de sacrificios yprivaciones para alzar hipotecas y suprimir acreedores. Ya no llegaba aél de puntillas; palpando en la sombra; ahora lo abría a raíz de lacosecha y sus manos se perdían con temblores de felicidad en los fajosde billetes entregados por su suegro a cambio de las naranjas, y pensabacon fruición en lo que este guardaba en los Bancos y algún día vendría asu poder.

El ansia de la riqueza, el delirio de la tierra se había apoderado de élcomo una pasión deleitosa, la única que honestamente podía tener en suvida monótona, siempre igual, marcándose por la noche hora por hora todolo que haría al día siguiente. En aquella pasión por la riqueza habíaalgo de contagio matrimonial. Ocho años de dormir juntos, en castocontacto de cabeza a pies, confundiendo el sudor de sus cuerpos y larespiración de sus pulmones, habían acabado por infiltrar en Rafael unagran parte de las manías y aficiones de su esposa.

La cabrita mansa y asustadiza que correteaba perseguida por él, y lemiraba con ojos tristes en sus días de alejamiento, era una mujer contoda la firmeza imperiosa y la superioridad dominante de las hembras delos países meridionales. La limpieza y el ahorro tomaban en ella elcarácter de intolerables tiranías. Reñía a su marido si con sus piestrasladaba la más leve pella de barro de la calle al salón, y revolvíala casa haciendo ir de cabeza a todos los domésticos apenas descubría enla cocina unas gotas de aceite derramadas fuera de la vasija o un pedazode pan abandonado en un rincón.

—Una perla para la casa: ¿no lo decía yo?—murmuraba el padresatisfecho.

Su virtud era intolerable. Rafael había querido amarla en los primerostiempos de su matrimonio. Deseaba olvidar; sentía los mismos arrebatosapasionados y juguetones de aquellos días en que la perseguía por loshuertos. Pero ella, pasada la primera fiebre de amor, satisfecha sucuriosidad de doncella ante el misterio del matrimonio, opuso enadelante una pasividad fría y grave a las caricias del marido. No erauna mujer lo que encontraba; era una hembra fríamente resignada con losdeberes de la procreación.

Sobre esto tenía ella sus «ideas particulares y propias» como su maridoallá en las Cortes. El querer mucho a los hombres no era de mujeresbuenas; eso de entregarse a la caricia con estremecimientos de pasión yabandonos de locura, era propio de las malas, de las perdidas. Labuena esposa debía resignarse para tener hijos... y nada más; lo que nofuese esto eran porquerías, pecados y abominación. Estaba enterada porpersonas que sabían bien lo que se decían. Y orgullosa de aquella virtudrígida y áspera como el esparto, se ofrecía a su esposo con una frialdadque parecía pincharle, sin otro anhelo que lanzar al mundo nuevos hijosque perpetuasen el nombre de Brull y enorgulleciesen al abuelo donMatías, que veía en ellos un plantel de personajes, destinados a lasmayores grandezas.

Rafael vivía envuelto en aquel mismo ambiente tibio y suave del hogarhonrado, que una tarde, paseando por Valencia, le mostró don Andrés comoesperanza risueña si quería volver la espalda a la locura. Tenía mujer ehijos; era rico. Sus escopetas las encargaba el suegro a loscorresponsales de Inglaterra; en la cuadra tenía cada año un caballonuevo, encargándose el mismo don Matías de comprar lo mejor que seencontraba en las ferias de Andalucía. Cazaba, galopaba por los caminosdel distrito, distribuía justicia en el patio de la casa lo mismo que supadre; sus tres pequeños, intimidados por sus largos viajes a Madrid ymás familiarizados con los abuelos que con él, colocábanse cabizbajos entorno de sus rodillas, aguardando en silencio el beso paternal; todocuanto le rodeaba estaba al alcance de su deseo, y, sin embargo, no erafeliz.

De vez en cuando surgía en su memoria el recuerdo de aquella aventura dela juventud. Los ocho años transcurridos le parecían un siglo. Rafael sesentía alejado de aquellos sucesos por toda una vida. El rostro deLeonora se había esfumado poco a poco en su memoria hasta perderse. Sólorecordaba los ojos verdes, la cabellera brillante como un casco de oro.Hacía tiempo que había muerto la tía, aquella doña Pepita, sencilla ydevota, dejando sus bienes para la salvación del alma. El huerto y lacasa azul eran ahora de su suegro, que había trasladado a su domiciliotodo lo mejor, los muebles y los adornos comprados por Leonora en suépoca de aislamiento, mientras Rafael estaba en Madrid y soñaba ella enquedarse allí para siempre.

Rafael evitó con gran cuidado volver a la casa azul. Temía despertarcierta susceptibilidad de su esposa. Bastante le pesaba en ciertosmomentos el silencio de ella; su prudencia extraña que jamás lepermitió hacer la más leve alusión al pasado, mientras que en su miradafría y en la entereza con que abominaba de las locuras del amoradivinábase el recuerdo tenaz de aquella aventura que todos habíanquerido ocultar y que turbó profundamente los preparativos de tumatrimonio.

Cuando el diputado estaba solo en Madrid, libre, como en su época desoltero, el recuerdo de Leonora surgía en su memoria con enteralibertad, sin aquella coacción que parecía turbarle allá abajo, en elambiente de la familia.

¿Qué sería de ella? ¿A qué locuras se habría entregado después de aquelrompimiento que aún hacía enrojecer a Rafael, como si en su oídomurmurasen atroces insultos? Los periódicos españoles hablan poco de lascosas de fuera de casa, y sólo dos veces encontró en ellos el nombre deguerra de Leonora, al dar cuenta de sus triunfos artísticos. Habíacantado en París, como una artista francesa, asombrando la pureza de suacento; había estrenado en Roma una ópera de un joven maestro, preparadapor el reclamo editorial como un gran acontecimiento. La obra habíagustado poco, pero la artista había sido aclamada por el público,enloquecido y lacrimoso ante su patética desesperación en el acto final,al llorar el amor perdido.

Después nada: ninguna noticia; se había eclipsado, impulsada, sin duda,por el amor, dominada, por aquella vehemencia que le hacía seguir alhombre preferido como una esclava. Y Rafael, al pensar en esto, sentíacelos, cual si tuviera algún derecho sobre aquella mujer, olvidando lacrueldad con que le había dicho adiós. Aquella despedida era suremordimiento. Comprendía que Leonora había sido para él la únicapasión; el amor que pasa una sola vez en la vida al alcance de la mano.Y él en vez de apresarle, lo había espantado para siempre con un actovillano, con una despedida cruel, cuyo recuerdo le avergonzaba.

Coronado del azahar de los huertos, el amor había pasado ante él,cantando el himno de la juventud loca, sin escrúpulos ni ambiciones,invitándole a ir tras sus pasos, y él le había contestado con unapedrada en las espaldas.

Ya no volvería a pasar, lo presentía. Aquel ser misterioso, risueño yjuguetón sólo se presentaba una vez en el camino. Había que cerrar losojos y seguirle agarrado a la mano de la mujer que ofrecía. Si era unavirgen, bueno; si era una mujer como Leonora, bien; había queconformarse ciegamente, y el que se detenía como él, el que retrocedíaestaba perdido; veía en torno una noche sin fin, y jamás volvía a pasarante sus ojos el risueño amor coronado de flores, entonando esa canciónque sólo se oye una vez en la vida.

Eran vanos todos sus esfuerzos por salir de la monomanía de suexistencia, por rejuvenecerse sacudiendo la vejez de ánimo. Se convencíacon tristeza de que era imposible la repetición de la aventura.

Por dos meses fue el amante de Cora, una muchacha popular en losentresuelos de Fornos; una gallega alta, esbelta y fuerte (¡ay, como laotra!) que había pasado algunos meses en París y al volver de allá conel pelo teñido de rubio, recogiéndose el vestido con la misma graciaque si hiciera el trottoir en los boulevares, mezclando con dulzura enla conversación palabras francesas, llamando mon cher a todo el mundoy dándosela de entendida en la organización de una cena, brillaba comouna gran cocotte entre sus amigas, sin más alardes que el lamentableflamenco y la palabra desvergonzada de brutal gracia.

Pero se cansó pronto de aquellas relaciones. El labio superior de Cora,sudoroso bajo los polvos de arroz, siempre cubierto de un rocío desalud, le disgustaba como el hocico de una hermosa bestia de groseravitalidad; su empalagosa charla, siempre girando sobre las modas, losapuros pecuniarios o las ridiculeces de las amigas, acabó por causarlenáuseas. Además, en aquello no había amor, ni capricho siquiera.

Lecostaban dinero y no poco tales relaciones, y él se alarmaba en susmezquindades de rico; pensaba con remordimiento en el porvenir de sushijos como si estuviera arruinándoles, en lo que diría ante los gastosconsiderablemente aumentados aquella Remedios tan económica, tandispuesta a la defensa del céntimo, sin otros despilfarros que el mantonuevo para la virgen o la fiesta estruendosa con gran orquesta y bosquesde cirios.

Rompió sus relaciones con la gallega del boulevar, sintiendo un dulcedescanso al no tener que comparar sus recuerdos de la juventud conaquella pasión mercenaria en la que terminaban los arrebatos de amor conla presentación de alguna cuenta que había que pagar a la mañanasiguiente.

Terminó la vergonzosa alianza de la que se afrentaba Rafael, justamentecuando su partido ocupaba de nuevo el poder y volvía él a sentarse enlos escaños de la derecha, cerca del banco ministerial, en su calidad dediputado antiguo. Había llegado el momento de trabajar; a ver si de unbuen empujón lograba abrirse paso. Le nombraron de la Comisión depresupuestos y tomó sobre sí la obligación de contestar a variasenmiendas presentadas por las oposiciones al presupuesto de Gracia yJusticia.

El ministro era amigo suyo: un marqués respetable y solemneque había sido absolutista y cansado de platonismos, como él decía,acabó por reconocer el régimen liberal aunque conservando sus antiguasideas.

Le agitaba el temblor del muchacho en vísperas de exámenes. Estudiaba enla biblioteca lo que habían dicho sobre la materia innumerablesgeneraciones de diputados en un siglo de parlamentarismo.

Sus amigos del Salón de Conferencias, todos aquellos derrotados ycaídos, la bohemia parlamentaria, que le quería a cambio de papeletaspara las tribunas, animábale profetizando un triunfo. Ya no seaproximaban a él para decirle: «Cuando yo era gobernador...»embriagándose a sí mismos con el esplendor de sus glorias muertas; ya nole preguntaban sobre lo que pensaba don Francisco de esto o de aquello,para sacar locas deducciones de sus respuestas.

Le aconsejaban, dábanle indicaciones con arreglo a lo que ellos habíandicho o pensado decir al discutirse el presupuesto en tiempos deGonzález Bravo, y acababan por murmurar con una sonrisa que le causabaescalofríos:—Allá veremos: que quede usted bien.

Y todo aquel rebaño de malhumorados que esperando un acta jamás llegada,corrían como viejos caballos al olor de la pólvora a aglomerarse en dosmasas al lado de la presidencia, apenas en el salón se armaba bronca concampanillazos, no podían imaginarse que el joven diputado muchas nochesinterrumpía su lectura con la tentación de arrojar contra la pared losgruesos tomos de las sesiones, y acababa pensando con escalofríos deintensa voluptuosidad en lo que habría sido de él corriendo el mundotras unos ojos verdes cuya luz dorada creía ver temblar entre losrenglones de la amazacotada prosa parlamentaria.

II

—Orden del día: continúa la discusión del presupuesto de obligacioneseclesiásticas.

En el salón de sesiones se marcó un movimiento de fuga; el mismo pánicoque desbanda los ejércitos y disuelve las multitudes. Se levantaban losmás resueltos para escapar y les seguían en su huida grupos enteros,aclarándose por momentos los escaños.

La Cámara estaba llena desde primera hora. Era día de emociones: unadiscusión entre el jefe del gobierno y un antiguo compañero que ahoraestaba en la oposición; un antagonismo de viejos compadres, en el quesalían a luz los secretos de la intimidad, todas las antiguas artimañasen común para sostenerse en el poder. Y el silencioso público que sedeleitaba con este pugilato, los diputados que llenaban los escaños, lasdos masas que se estrujaban a ambos lados de la presidencia,emprendieron la fuga al ver terminado el incidente, sabiéndoles a pocolas dos horas de alusiones y punzantes recuerdos.

El nombre del orador que iba a hablar sobre las obligacioneseclesiásticas, contuvo un poco aquella fuga; produjo el efecto de ungran recuerdo histórico lanzado en medio de una dispersión. Algunosdiputados volvieron a sus asientos, mirando a los bancos más extremos dela izquierda, donde asomaba tras el rojo respaldo una gran cabezablanca, en la que brillaban las gafas con luz semejante a la de unasonrisa dulcemente irónica.

Púsose en pie el anciano. Era tan pequeño, tan débil de cuerpo, que aúnparecía estar sentado. Toda la fuerza de su vida se había concentrado enla cabeza, enorme, de nobles líneas, sonrosada en la cúspide, entre losblancos mechones echados atrás. Su cara pálida tenía esa transparenciade cera de una vejez sana y vigorosa, a la que añadían nueva majestadlas barbas plateadas, brillantes, luminosas como las que el arte dasiempre al Todopoderoso.

Aguardaba con los brazos cruzados a que cesase el rumor de colmenarevuelta que zumbaba en el salón y los últimos fugitivos hubiesentraspuesto las puertas de salida.

Por fin, comenzó a hablar ante laCámara casi vacía, entre los siseos de los periodistas, que asomados asu tribuna como un gran racimo de cabezas, imponían silencio para noperder palabra.

Era el patriarca de la Cámara. Representaba la revolución no sólopolítica, sino social y económica; era el enemigo de todo lo existente;sus teorías causaban profunda irritación como una música nueva eincomprensible que alterase el oído adormecido.

Pero se le escuchaba conrespeto, con la veneración que inspiraban sus años y su historiairreprochable. Su voz tenía el sonido débil y dulce de una lejanacampanilla de plata; y en el silencio del salón se desarrollaba supalabra con cierta unción evangélica, como si al hablar pasase ante susojos la visión de un mundo mejor, de la sociedad perfecta del porvenirsin opresión ni tristezas, tantas veces soñadas en la soledad de sugabinete de estudio.

Rafael estaba a la cabeza del banco de la comisión, algo separado de suscompañeros. Le dejaban espacio libre como los toreros al camarada que vaa matar.

Había apilado en su asiento legajos y volúmenes por si leocurría citar textos en su contestación al venerable orador.

Le contemplaba en silencio, admirándole. Aquel sí que era fuerte, con ladureza y la frialdad del hielo. Habría tenido sus pasiones como todos;en ciertos momentos se escapaba a través de su exterior inmutable ytranquilo un arranque de vehemencia. Sus ardores de poeta perdido en lapolítica delatábanse algunas veces, como esos volcanes ocultos bajo unasima de nieve se revelan con lejano trueno. Pero había sabido ajustar suexistencia al deber, y sin creer en Dios, sin otro apoyo que lafilosofía, la fuerza de su virtud era tal, que desarmaba a los másapasionados enemigos.

¡Y a un hombre así había de contestarle él!... Comenzaba a sentir miedo,y para recuperar el ánimo, paseaba su mirada por el salón. Lo quellamaban una media entrada los familiares de la casa. En los escañosveíanse esparcidos algunos grupos de diputados; la tribuna pública llenade gente popular quieta y en recogimiento, como si bebiese la palabradel viejo republicano. En las otras tribunas, poco antes repletas decuriosos para contemplar el pugilato de primera hora, sólo quedaban losforasteros, mirando abajo con expresión de asombro, deslumbrados por losfantásticos trajes de los maceros y con el propósito firme de no moversehasta que los despidieran. Algunas señoras de la clase de parlamentarias, que acudían todas las tardes de bronca, rumiabancaramelos y miraban con extrañeza a aquel viejo de terrible fama, cuyonombre jamás se pronunciaba en sus tertulias, admirando su aspectobondadoso y la natural distinción con que llevaba la levita. ¡Parecíaimposible!... En la tribuna diplomática sólo quedaba una señoralujosamente vestida, con un gran sombrero de plumas negras, tras el cualcasi desaparecía un joven rubio, peinado en bandós, correcto yestirado. Sería alguna extranjera. Rafael la tenía frente a su banco yveía su mano enguantada apoyándose en el antepecho de la tribuna,agitando el abanico con escandaloso crujido. El resto de su cuerpo seconfundía en la penumbra de la tribuna al echarse atrás para cuchicheary reír con su acompañante.

Distraído por aquella revista, Rafael apenas atendía al orador. Habíaadivinado todo lo que estaba diciendo y esto le satisfacía. Así noquedaba desbaratado el andamiaje de la larga contestación que traíapreparada.

Aquel hombre era inflexible e inmutable. Llevaba treinta años diciendolo mismo.

Aquel discurso lo había leído Rafael un sinnúmero de veces.Estudiando atentamente los males nacionales, los abusos imperantes en elpaís, había formulado una crítica completa y despiadada, en la queresaltaban los absurdos por el efecto del contraste.

Con la convicciónde que la verdad sólo es una y nada tan nuevo como ella, veníarepitiendo su crítica todos los años en un estilo puro, conciso, sonoro,que parecía esparcir en el ambiente el maduro perfume de los clásicos.

Hablaba en nombre de la España del porvenir, de un pueblo que no tendríareyes, porque se gobernaría por sí mismo; que no pagaría sacerdotes,porque respetando la conciencia nacional permitiría todos los cultos sinprivilegiar alguno. Y con sencilla amenidad, como si construyese yjuntase versos, emparejaba cifras, haciendo resaltar la manera absurdacon que la nación se despedía de un siglo de revoluciones, durante elcual todos los pueblos habían conseguido más que el nuestro.

En el mantenimiento de la casa real se gastaba más que en enseñanzapública. El sostenimiento de una sola familia resultaba de más valía queel despertar a la vida moderna de todo un pueblo. En Madrid, en lacapital, a la vista de todos ellos, las escuelas instaladas en inmundoszaquizamíes; iglesias y conventos surgiendo de la noche a la mañana comopalacios encantados en las principales calles. En veintitantos años derestauración, más de cincuenta edificios religiosos completamentenuevos, estrechando la capital con una cintura de construccionesflamantes; y en cambio una sola escuela moderna como la de cualquierpoblación pequeña de Inglaterra o Suiza.

La juventud débil, apagada,egoísta y devota, contrastando con sus padres, que adoraban losgenerosos ideales de la libertad y la democracia y hacían revoluciones.El hijo, envejecido, con el pecho lleno de medallas, sin más vidaintelectual que las reuniones de cofradía, confiando su porvenir y suvoluntad al jesuita introducido en la familia por la madre, mientras elpadre sonríe amargamente, reconociendo que es de otro mundo, de unageneración que se va: la que logró galvanizar la nación por un momentocon la protesta revolucionaria.

La iglesia cobrando todos sus servicios a los fieles y cobrando al mismotiempo del Estado. La Hacienda demandando economías, mientras se creannuevos obispados y las obligaciones eclesiásticas aumentan en provechodel alto clero, sin beneficio alguno para el populacho de sotana, paralos de abajo, que necesitan entregarse a la más despiadada codicia,explotando sin escrúpulos la casa de Dios. Y mientras tanto, sin dineropara las obras públicas, poblaciones sin caminos, regiones enteras sinhaber oído jamás el silbato del ferrocarril que resuena en regionessalvajes de Asia y Africa, campiñas pereciendo de sed mientras los ríospasan junto a ellas llevando al mar sus inútiles aguas.

El estremecimiento de la convicción pasaba por la Cámara silenciosa,anhelante para no perder nada de aquella voz débil, lejana, como salidade una tumba. Todos sentían en el ambiente el paso de la verdad, ycuando terminó con una invocación al porvenir, en el cual no existiríanabsurdos ni injusticias, se hizo más profundo el silencio, como si unviento glacial, una brisa de muerte hubiese aleteado sobre aquellascabezas que creían estar deliberando en el mejor de los mundos.

Al terminar el venerable orador se levantó Rafael, pálido, tirando delos puños de la camisa, dejando pasar algunos minutos para que secalmara la agitación de la Cámara, ansiosa de expansionarse, de murmurardespués del largo recogimiento a que la había obligado la palabra tenuey concisa del anciano.

Si a Rafael le había de animar la benevolencia del auditorio, buenprincipio tenía. El salón se vaciaba por momentos. Era la fuga previstaapenas se levantaba el señor de la comisión a contestar a lasoposiciones, teniendo al lado un rimero de papeles. Una lata,¡huyamos! Y pasaban por enfrente de Rafael, atravesando el hemiciclo,los grupos de compañeros; mientras arriba en las tribunas la dispersiónera general, como si el edificio se incendiase. Las señoras, mascando elúltimo caramelo y viendo terminado por aquel día el desfile de hombresilustres, abandonaban las tribunas. Abajo las aguardaba el coche paradar un paseo por la Castellana. Aquella extranjera de la tribunadiplomática también se movía para irse. Pero no; daba la mano a suacompañante, le despedía y se quedaba, moviendo aquel abanico que con surevoloteo turbaba a Rafael. Muchas gracias, señora. Aunque él, por sugusto, hubiera querido que se marchasen todos, que no quedasen en elsalón otras personas que el presidente y los maceros para hablar conmenos miedo. Le atemorizaba la tribuna pública, donde no se había movidonadie, aguardando sin duda la rectificación del venerable orador: todaaquella aglomeración de blusas blancas y pecheras sin corbata, rematadaspor cabezas morenas que le miraban con fija frialdad comodiciendo:—Ahora veremos lo que contesta ese tío.

Rafael comenzó por un elogio a la historia intachable, a la consecuenciapolítica, a la sabiduría de aquel venerable septuagenario que todavíatenía fuerzas para batallar por los ideales de su juventud. Era derúbrica un exordio como este; así lo hacía el jefe. Y al hablar, suvista se fijaba angustiosamente en el reloj. Quería ser largo, muylargo. Si no hablaba hora y media o dos horas, estaba deshonrado. Era eltiempo que correspondía a un hombre de su importancia. Había visto a losjefes de partido, a los caudillos de grupo, hablar toda una tarde, desdelas cuatro hasta las ocho, roncos y congestionados, sudando comocavadores, con el cuello de la camisa hecho un trapo sucio y mirando elgran reloj del salón con angustia de condenados.