Entre Naranjos by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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el

peligro,

burlándose

de

toda

prudencia,ostentando su pasión con la insolencia de la dicha.

—Además, tu madre lo sabe todo. Estas noches ha sorprendido tusescapatorias, ha visto que no estabas en tu cuarto. La vas a matar de undisgusto.

Y con la severidad de un padre, hablaba de la desesperación de doñaBernarda; el porvenir de la casa en peligro, el compromiso con DonMatías, la palabra dada, la hija esperando la prometida boda.

Rafael callaba, caminando como un autómata, irritado por aquella charlaque le traía a la memoria todas las obligaciones molestas de su vida.Sentía el enojo del que se ve despertado por un criado torpe en mitad deun dulce ensueño. Aún llevaba en sus labios la huella de los besos deLeonora; todo su cuerpo estaba impregnado de su dulce calor; ¡y aquelviejo venía a hablarle del deber, de la familia, del qué dirán, sinacordarse para nada del amor! ¡como si el amor no fuese nada en la vida!Aquello era un complot contra su dicha, y sentía que un impulso de luchay de revuelta agitaba su voluntad.

Habían llegado frente a la gran casa de Brull. Rafael buscaba con sullave la cerradura.

—Y bien—dijo el viejo irritado,—¿qué dices tú a todo esto? ¿Quépiensas hacer?

Contesta; pareces mudo.

—Yo—repuso el joven con energía—yo haré lo que mejor me parezca.

Don Andrés se estremeció. ¡Ay, cómo le habían cambiado a su Rafael!...Aquella chispa agresiva, arrogante, belicosa, que brillaba en sus ojos,no la había visto nunca.

—Rafael, ¿así me contestas? ¡A mí, que te he visto nacer! ¡A mí, quete quiero como te quería tu padre!

—Soy ya mayor de edad. No quiero tolerar más esta comedia de serpersonaje en la calle y un chiquillo en casa. Guárdese los consejos paracuando los pida. Buenos días.

Al subir la escalera vio en el primer rellano en la penumbra de la casacerrada, sin otra luz que la de las rendijas de las ventanas, a sumadre, erguida, ceñuda, tempestuosa, como una imagen de la justicia.

Pero Rafael no vaciló. Siguió subiendo los peldaños, sin recatarse, sintemblar cual otras veces; como el señor que ha estado ausente muchotiempo y entra arrogante en la casa que es suya.

VI

—Dice usted bien, Andrés. Rafael no es mi hijo; me lo han cambiado. Esaperdida ha hecho de él otro hombre. Peor, mil veces peor que su padre.Loco por esa mujer; capaz de pasar por encima de mí si le separo deella. Usted se queja de su falta de respeto; ¿pues y yo?... Se hubieraavergonzado usted viéndole. La otra mañana al entrar en casa me tratóigual que a usted. Pocas palabras, pero buenas. El hará lo que quiera, olo que es lo mismo, seguirá con esa mujer hasta que se canse o revientede una indigestión de pecados como su padre... ¡Dios mío! ¿y para estohe sufrido yo?

¿para esto me he sacrificado años y más años queriendohacer de él un grande hombre?

La austera doña Bernarda, vencida en su autoridad por la rebeldía tenazdel hijo, lloraba hablando con su íntimo confidente. En sus lágrimas dedolor maternal había también algo del despecho de mujer autoritaria, alver en la propia casa una voluntad que se rebelaba, colocándose porencima de la suya.

Relataba a don Andrés entre suspiros la vida de su hijo en aquellosdías, desde que había adquirido su independencia. Ya no se recatabapara pasar la noche fuera de casa.

Volvía después de amanecer, y por latarde con el bocado en la boca, como ella decía, emprendía de nuevo elcamino de la casa azul apresuradamente, como si le faltase el tiempopara ver a aquella condenada.

La misma fiebre de su padre, el mismo ardor loco que consumiríarápidamente su cuerpo. No había más que verle, descolorido, con unapalidez amarillenta, tirante la piel de la cara como si fuese a marcarcon fidelidad enfermiza los relieves del hueso; sin más animación queaquel fuego que brillaba en sus ojos como una chispa de loca alegría.¡Oh familia desgraciada! ¡todos iguales!...

La madre hacía esfuerzos para ocultar la verdad a Remedios. ¡Pobremuchacha!

Triste, cabizbaja, sin poder explicarse el repentinoalejamiento de Rafael.

Convenía ocultar el suceso, y esto es lo que limitaba la cólera de doñaBernarda en sus rápidas entrevistas con el hijo.

Tal vez podría sobrevenir un arreglo, algo inesperado que deshicieseaquella maléfica influencia sobre Rafael, y con esta esperanza hacíaesfuerzos para que Remedios y su padre no se dieran cuenta de lo queocurría; fingía contento en presencia de ellos, inventaba mil pretextosde estudios, preocupaciones y hasta enfermedades para justificar laconducta de su hijo.

Pero la desconsolada señora temía a la gente que la rodeaba; aquellacuriosidad de ciudad pequeña, aburrida en su monotonía, siempre alerta,a la caza de un nuevo suceso para gozar el placer de la murmuración.

Se esparcía rápidamente la noticia de aquellos amores: circulaba de bocaen boca, considerablemente aumentado, el relato de la expedición por elrío, los paseos por entre los naranjos; las noches que pasaba Rafael enla casa de doña Pepita, entrando a obscuras y descalzo como un ladrón;las siluetas de los amantes, destacándose en la ventana del dormitorio,abrazados por el talle, contemplando la noche: todo visto por gentesdedicadas por voluntad al espionaje, para poder decir «yo lo hepresenciado» y que pasaban la noche ocultos en un ribazo, emboscadostras una cerca para sorprender al diputado, a la ida o la vuelta de suscitas de amor.

Los hombres, en los cafés o en el casino envidiaban a Rafael, comentandocon ojos brillantes su buena suerte. Aquel chico había nacido de pie.Pero luego en sus casas unían su voz severa al coro de mujeresindignadas. ¡Qué escándalo! ¡Un diputado, un personaje que debía darejemplo! Aquello era burlarse de la ciudad. Y cuando el general rumor deprotesta llegaba hasta doña Bernarda, ésta elevaba las manos condesesperación. ¿Dónde irían a parar? Su hijo quería perderse.

Don Matías, el rústico millonario, callaba, y en presencia de doñaBernarda fingía ignorarlo todo. Su interés por emparentar con la familiaBrull le hacía ser prudente. El también esperaba que pasaría aquello,una ceguera de joven, y creyéndose investido de la autoridad de padre,intentó dar algunos consejos a Rafael al encontrarle en la calle.

Perotuvo que desistir a las pocas palabras, intimidado por la mirada altivadel joven.

Creyó por un momento que aún era el pobre cultivador denaranjos de otro tiempo y que se hallaba en presencia de aquel Don Ramónmajestuoso como un gran señor.

Rafael se defendía con el silencio y la altivez. No necesitaba consejos,pero ¡ay!

cuando llegaba por la noche a la casa de su amada, cuando seveía en aquel dormitorio que parecía exhalar el mismo perfume deLeonora, como si hubiera absorbido en sus muebles y cortinas la esenciade su cuerpo, sentía los efectos de aquella murmuración encarnizada, dela curiosidad de toda una población fija en ellos.

Eran solos los dos contra mucha gente; se abandonaban con el plácidoimpudor de los antiguos idilios en medio de la monotonía de una vidaestrecha, en la que la murmuración era el más apreciado de los talentos.

Leonora estaba triste. Sonreía como siempre, le halagaba con la mismaadoración que si fuese un ídolo, se mostraba juguetona y alegre, pero enlos momentos de calma, cuando creía no ser observada, sorprendía Rafaelen su boca una contracción de amargura, veía pasar por sus ojos obscurosrelámpagos, como reflejo de penosos pensamientos.

Una noche le habló con regocijo de lo que la gente decía de ellos. Todose sabía en aquella ciudad. Hasta la casa azul llegaba el eco de lasmurmuraciones. La hortelana la había recomendado bondadosamente que nopasease mucho por el río: podía pillar unas tercianas. En el mercadosólo se hablaba de aquel paseo nocturno por el Júcar; el diputado,sudoroso, encorvado sobre los remos, y ella despertando con suscanciones extrañas a la gente de las alquerías. ¡Lo que decían aquellosmaldicientes!... Y ella reía, pero con risa ruidosa, agitada porestremecimientos nerviosos; con una risa que sonaba a falsa; sin unapalabra de queja.

Rafael sufría recordando que ya había adivinado ella esta situacióncuando se resistía a su amor. Admiraba su resignación viendo que noprofería ninguna palabra de queja, que fingía regocijo, ocultando lo quela gente decía. ¡Ah, los miserables! ¿Qué mal les había hecho aquellamujer? Amarle, entregarse a él haciéndole la regia limosna de su cuerpo.Y el diputado comenzaba a odiar su ciudad, viendo que devolvía coninfames insultos el bien y la felicidad que él gozaba.

Otra noche Leonora le recibió con una sonrisa que daba miedo. Seesforzaba por parecer alegre, intentaba aturdirse, abrumando a su amantecon una charla graciosa y ligera; pero de repente se abandonó, no pudomás, y en mitad de una caricia rompió a llorar, cayó en un diván agitadapor los sollozos.

—¿Qué tienes? ¿Qué ocurre?...

Pero ella no podía contestar, sofocada por el llanto, hasta que por fin,con las palabras sacudidas por un hipo doloroso, comenzó a hablar,abatida, inerte, ocultando en un hombro de su amante su rostro bañado enlágrimas.

No podía más; el martirio resultaba abrumador, le era imposible fingirpor más tiempo. Conocía como él lo que hablaban en la ciudad de aquellasentrevistas. Les espiaban tal vez a todas horas; en los caminosinmediatos al huerto había gente emboscada con la esperanza de ver algonuevo. Su amor, tan dulce, tan joven, era motivo de risa, tema dediversión para las malas lenguas que la escarnecían como a unamujerzuela de la acera, porque había sido buena con él, porque la habíafaltado crueldad para presenciar impasible las torturas de una juventudapasionada... Pero con ser tan molesto este odio de la gran masaescandalizada, ella no sentía miedo ni indignación: lo despreciaba.¡Ay!, pero quedaban los otros, los íntimos de Rafael, sus amigos, sufamilia... su madre.

Leonora calló un momento, como esperando el efecto de sus últimaspalabras, intimidada un poco al hablar a Rafael de su familia,mezclándola en sus lamentaciones. El joven temblaba, presintiendo algoterrible. Doña Bernarda no era capaz de permanecer inactiva y resignadaante la rebeldía de su hijo.

—Sí; mi madre—dijo sordamente.—Adivino que algo habrá hecho contranosotros.

Habla, no temas. Tú estás para mí por encima de todo el mundo.

Leonora habló de su tía, aquella pobre señora resignada y casi imbécil,que al ver a Rafael en su casa con tanta asiduidad, creía en el probablecasamiento de su sobrina.

Por la tarde una escena dolorosa entre Leonoray ella. Doña Pepa había ido a la ciudad por sus devociones, y a lasalida de la iglesia encontró a doña Bernarda. ¡Pobre vieja!

Sus ojosaterrados, su cabeza temblorosa, delataban la intensa emoción que en sualma simple había sabido despertar la madre de Rafael, a quien ellarespetaba mucho. Su sobrina, su ídolo yacía por el suelo, despojada deaquella fe entusiasta y cariñosa que hasta entonces la había inspirado.Todas las historias pasadas, los ecos de su vida de aventuras, llegadoshasta ella débilmente y que jamás quiso creer considerándolos obra de laenvidia, se los repitió doña Bernarda con su autoridad de señora formaly buena cristiana, incapaz de mentir. Y a continuación, el escándalo conque conmovían a toda la ciudad su sobrina y su hijo; las entrevistasnocturnas, los paseos a través de los campos con una audacia deldemonio, haciendo gala de su pecado; todos los atrevimientos y locurasque convertían su santa casa, la casa de doña Pepa, en un antro devicios, en una mancebía del diablo.

Y la pobre vieja lloraba como una niña en presencia de su sobrina, seesforzaba en convencerla para que «abandonase la mala senda del pecado»;estremecíase de horror pensando en su inmensa responsabilidad ante Dios.«Toda una vida de devoción para tener limpia el alma, creerse casi enestado de gracia y despertar de repente en pleno pecado sin comerlo nibeberlo, por causa de su sobrina, que convertía su santa casa en unasucursal del infierno, haciéndola vivir rodeada del pecado». Y el miedode la pobre señora, el escrúpulo y el terror de aquella alma sencilla,eran lo que más profundamente hería a Leonora.

—Me han robado mi única familia—murmuraba con desaliento.—Me hanquitado el cariño del único ser que me quedaba. Ya no soy para ella laniña de antes; no hay más que ver cómo me mira, cómo se aparta temiendomi contacto... Y todo por ti, por amarte, por no haber sido cruel. ¡Ay,aquella noche! ¡cómo la he de llorar!... ¡cómo presentía yo estastristezas!...

Rafael estaba aterrado. Sentía vergüenza y remordimiento viendo lo quesufría aquella mujer por haberse entregado a él. ¿Cómo remediarlo? Sesentía humillado; quería ser hombre fuerte, la mano enérgica que protegeen el peligro a la mujer amada.

Pero ¿sobre quién había de caer paradefenderla?...

Leonora abandonó el hombro de su amante, se desasió de sus brazos;limpiaba sus lágrimas y se erguía con la firmeza del que ha adoptado unaresolución irrevocable.

—Estoy decidida a todo. Me hace mucho daño lo que voy a decirte, perono retrocederé: será inútil que protestes. Ya no puedo estar bajo estetecho; comprendo que he acabado para mi tía: ¡pobre vieja! Mi ilusiónera verla morir entre mis brazos como una lucecita que se apaga; serpara ella lo que no fui para mi padre... Pero la venda ha caído de susojos; yo no soy más que una pecadora que con mi presencia turbo suvida... Me voy, pues. Ya he dicho a Beppa que mañana arregle losequipajes...

Rafael, dueño mío, esta es la última noche... Pasado mañanaya no me verás.

El joven retrocedió asombrado, como si repentinamente acabasen deherirle en medio del pecho.

—¿Irte? ¿Y lo haces con esa frialdad?... ¿Irte tú, así, así, en plenadicha?

Se tranquilizaba a los pocos momentos. Aquello no era más que laresolución momentánea en un arranque de indignación. No se iría,¿verdad? Debía reflexionar, ver con claridad las cosas. ¡Qué disparate!¡partir abandonando a su Rafael! Nunca: era imposible.

Leonora sonreía con tristeza. Aguardaba aquellas protestas. También ellahabía sufrido mucho, mucho, antes de decidirse a adoptar tal resolución.

Sentía frío hasta en la raíz de los cabellos al pensar que antes de dosdías se vería sola, vagabunda por Europa, cayendo de nuevo en aquellavida agitada y loca a través del arte y del amor. Después de habergozado la dulzura de la pasión más fuerte de su existencia, lo que ellacreía su primer amor, resultaba cruel lanzarse de nuevo en unanavegación sin rumbo a través de las tempestades. Le quería más quenunca: le adoraba con nuevo ardor, ahora que iba perderle.

—¿Entonces por qué te vas?—pregunta el joven.—Si me amas ¿por qué medejas?

—Porque te quiero, Rafael... Porque deseo tu tranquilidad.

Quedarse allí era perderle. Para defenderla a ella, para seguir a sulado, tendría que luchar con su madre, que era el más encarnizadoenemigo, perder su cariño, atropellarla tal vez. ¡Oh, no! ¡qué horror!Ya había bastante con aquella crueldad filial que entenebrecía supasado. ¿Era acaso un ser funesto, nacido para corromper con su nombrelo más santo, lo más puro?

—No, resígnate, corazón mío. Es preciso que parta; es imposible quesigamos amándonos aquí. Yo te escribiré, te daré cuenta exacta de mivida... todos los días sabrás de mí aunque esté en el polo; peroquédate, no desesperes a tu madre, cierra los ojos ante sus injusticias,que al fin obedecen a lo mucho que te quiere... ¿Crees que yo no sufroal dejarte? ¿Te imaginas que es poco huir dejando aquí la mayorfelicidad de mi existencia?...

Y para dar más fuerza a sus ruegos se abrazaba a Rafael, acariciaba sucabeza caída y pensativa, dentro de la cual se agitaban tempestuosas lasideas, removiendo profundamente su voluntad.

Instintivamente, las manos del joven recorrían la desnudez de su amante,marcando sus tesoros bajo la tela blanca y fina; sentía el suave calor,la palpitación misteriosa de aquella carne que había infiltrado en sucuerpo algo de su propia vida en los espasmos de la pasión, en el dulcearrobamiento de la comunión amorosa. Y los lazos que él creía eternos¿iban a romperse? ¿tan fácilmente podía perder aquel cuerpo admirado porel mundo y cuya posesión le hacía considerarse el primero de loshombres? Ella le hablaba del amor a distancia, persistente a través delos viajes y los azares de una existencia errante, le prometíaescribirle todos los días... ¡escribirle! tal vez al mismo tiempo que sucuerpo divino sentiría el contacto de otra mano que no fuese la suya...No; él no perdía aquello; estaba resuelto.

—No te irás, Leonora—afirmaba con energía.—Un amor como el nuestro nopuede terminar de este modo. La fuga sería una ofensa para mí, huir comoafrentada por la tristeza de haberme amado.

Sentía en su ánimo un afán de protesta caballeresco: se avergonzaba depensar que ella huyese por haberle querido y que él quedase allí, tristee inerte como una doncella a la que abandona su amante convencido de quecon su amor la causa grave daño. ¡Ira de Dios! El era un hombre y nopodía tolerar que aquella mujer le abandonase en un arranque deabnegación, por devolverle la tranquilidad de la familia, la calmadentro de su casa, la sonrisa satisfecha de su madre. Huían muchas veceslas muchachas, olvidando padres y hogar, cuando se sentían dominadas porel amor; y él, un hombre, un personaje ¿había de quedarse allí, viendocomo se alejaba Leonora, triste y llorando, todo porque no perdiese élel respeto de aquella ciudad en la que se ahogaba, y el afecto de unamadre que jamás había sabido bajar hasta su corazón con una sonrisa decariño? Además, ¿qué amor era el suyo que retrocedía ante una resoluciónenérgica; siempre cobarde e indeciso cuando se trataba de conservar unamujer por la cual se habían muerto o arruinado hombres más ricos, máspoderosos, ligados a la vida por atracciones que él jamás había gozadoen su monótona existencia?...

—No te irás—repetía con sorda firmeza.—Yo no pierdo mi felicidad tanfácilmente... Y si te empeñas en irte, partiremos juntos.

Leonora se irguió estremecida. Esperaba aquello; se lo decía el corazón.¿Escapar juntos los dos? ¿aparecer ella como una aventurera que se llevatras si a Rafael después de enloquecerle de amor arrancándole de losbrazos de su madre? ¡Oh, no!

muchas gracias. Ella tenía conciencia; noquería cargar su vida con la execración de todo un pueblo. Le suplicabaa Rafael con calma; le rogaba que arrastrase valientemente la desgracia.Debía partir sola; después, más adelante ya vería; buscarían ocasiónpara verse; tal vez podría ser en Madrid, cuando abiertas las Cortesestuviera allá solo, ella cantaría en el Real gratuitamente si erapreciso.

Pero Rafael se revolvía furioso contra su resistencia. ¡No verla!¡transcurrir meses y meses en mortal espera! Una sola noche sin sentirsu cuerpo confundido con el suyo, sería la desesperación. Acabaría porentregarse a la mortal tristeza de Maquia; se pegaría un tiro como elpoeta italiano.

Y lo decía con convicción, mirando al suelo con ojos extraviados, comosi se viera ya sobre el pavimento, inerte, ensangrentado, con elrevólver en la crispada diestra.

—¡Oh, no! ¡qué horror! ¡Rafael! ¡Rafael mío!—gemía Leonora abrazándosea su cuello, colgándose de él, estremecida por la sangrienta visión.

El amante seguía protestando. Era libre. Si fuese casado, si dejara trassu fuga una mujer que llorase su traición, hijos que le llamaran envano, aún comprendería aquella resistencia; la repugnancia de un corazónbueno que no quiere que su amor deje tras sí la maldición de una familiadispersa. Pero ¿a quién abandonaba en su fuga? A su madre nada más, quese consolaría al poco tiempo sabiendo que estaba sano y era feliz. A sumadre, que se oponía con ese ciego cariño maternal que no quiereencontrar rivalidades en el amor al hijo y por celos estorba muchasveces su felicidad. El mal que causase siguiéndola a ella no seríairreparable. Huirían juntos; pasearían su amor por el mundo.

Y Leonora, cabizbaja, repetía débilmente:

—No; estoy resuelta. Partiré mañana sola. No tengo fuerzas paraarrostrar el odio de una madre.

Rafael se indignaba.

—Entonces di que no me amas. Te has cansado de mí. Quieres levantar lasalas; te impulsa la locura de otros tiempos; deseas volar de nuevolocamente por tu mundo.

La artista fijaba en él sus grandes ojos empañados por las lágrimas. Sumirada era de ternura y de lástima.

—¡Cansarme de ti!... ¡Cuando jamás me he sentido tan triste como estanoche!...

Crees que ansío mi antigua vida, y al alejarme siento lo mismoque si entrase en un lugar de tormento... ¡Ay, dueño mío, mi alma!... Túno comprenderás nunca hasta donde he llegado en mi amor.

—¿Pues entonces?

Y en su afán irresistible de decirlo todo, de no perdonar el relato deninguno de los peligros que sobrevendrían tras la separación, Rafaelhabló de su madre, de lo que ocurriría al quedar solo con ella sumido enla monotonía de la ciudad. ¿Creía ella que todo era cariño en laindignada oposición de su madre? Le quería, sí; era su hijo único; peroen sus cálculos entraba por mucho la ambición, aquel afán por elengrandecimiento de la casa, que había ocupado toda su existencia. Letenía destinado, sin consultar su voluntad, a servir de rehén en laalianza que meditaba con una gran fortuna. Quería casarle: y si ellapartía, si se veía solo, abandonado, la tristeza y el tiempo que todo lopueden, morderían su voluntad, hasta hacerle caer inerte, entregándosecomo una víctima que en su aturdimiento no abarca la importancia delsacrificio.

Ella le escuchaba estremecida; con los ojos desmesuradamente abiertospor el terror.

Acudían en tropel a su memoria palabras sueltas que endías anteriores habían llegado hasta ella y la demostraban ahora lacerteza de lo que decía su amante... ¡Rafael destinado por su madre aotra mujer!... ¡encadenándose para siempre si ella partía!...

—Y yo no quiero, ¿sabes Leonora?—continuó el amante con tranquilafirmeza—Yo sólo soy tuyo, sólo te amo a ti. Prefiero seguirte por elmundo, aunque no quieras; ser tu criado, verte... hablarte, mejor queenterrar aquí mi desesperación bajo millones.

—¡Ah, niño! ¡niño mío!... ¡Cómo me quieres! ¡Cómo te adoro!

Y cayó sobre él frenética de pasión, impetuosa, loca, apresándole entresus brazos como una fiera. Rafael se sintió acariciado con un ardor quecasi le dio miedo; envuelto en una espiral de placer que no tenía fin.Estremeciose empujado, descoyuntado, arrollado por una ola tanvoluptuosa, tan inmensa que le hacía daño.

Creyó morir desmenuzado,hecho polvo sobre aquel cuerpo que le agarrotaba, absorbiéndole con lafiera voracidad de esas simas lóbregas donde desaparecen de un golpe lostorrentes sin dejar una gota de su avalancha tumultuosa. Ydesfalleciendo sus sentidos en aquel tembloroso ofuscamiento, cerró losojos.

Cuando volvió a abrirlos vio la habitación en la obscuridad, sintió ensus espaldas la blandura del lecho y bajo su nuca un brazo mórbido quele sostenía cariñosamente.

Leonora le hablaba al oído con la lentituddel cansancio.

Convenidos. Huirían juntos, irían a continuar su dúo de amor donde nadieles conociera, donde la envidia y la vulgaridad no turbasen su dulceexistencia. Leonora conocía todos los rincones del mundo. Nada de Nizani de las otras ciudades de la Costa Azul, bonitas, coquetas, empolvadasy pintadas como una dama que sale del tocador. Encontrarían en ellasdemasiada gente. Venecia les convenía más. Pasearían por los estrechoscanales, solitarios y silenciosos, tendidos en la camareta de lagóndola, acariciándose entre risas, compadeciendo a los que pasasen lospuentes sin adivinar que por bajo de sus pies se deslizaba el amor...

Pero Venecia es triste; cuando la lluvia se decide a caer, no se cansanunca. Mejor era Nápoles; sí, Nápoles. ¡Viva! Y Leonora agitaba lasmanos como queriendo aplaudir su idea. La vida al sol, la libertad,amarse con el mismo impudor sublime de los lazaronis que vivendesnudos y se reproducen en la acera. Ella tenía allá en el Posilippouna pequeña casa, un villino de color de rosa, una bicoca con unjardín de higueras nopales y pinos parasoles, que bajaba en rápidapendiente desde el promontorio hasta el mar. Pescarían en el golfo tersoy azul como un inmenso espejo, y a la caída de la tarde, mientras élvolviese los remos, ella cantaría mirando el mar inflamado por el sol alhundirse en las aguas, el penacho del Vesubio de tonos morados, lainmensa ciudad blanca con sus infinitas vidrieras como placas de oro,reflejando el crepúsculo.

Corretear como dos bohemios por los innumerables pueblecillos blancos dela ribera del golfo; besarse en pleno mar entre las barcas pescadoras,de las que salen romanzas apasionadas; pasar la noche al aire libre,abrazados sobre la arena, oyendo a lo lejos la risa de perlas de lasmandolinas como aquella noche escuchaban al ruiseñor... ¡Dios mío! ¡quéhermoso!

Y hasta el amanecer estuvieron fantaseando sobre el porvenir, arreglandotodos los detalles de la fuga.

Ella partiría cuanto antes; él iría a su encuentro dos días despuéscuando hubiese renacido la confianza y todos la creyeran lejos, muylejos. ¿Dónde se encontrarían?

Primero pensaron en Marsella, pero erademasiado lejos. Después en Barcelona.

Regateaban las horas y losminutos. Les parecía intolerable pasar varios días sin verse.

Cuantoantes se reuniesen, mejor, lo importante era salir de la ciudad. Yacabaron por decidir que se reunirían lo más cerca posible: en Valencia.El amor gusta de la audacia.

VII

Acababan de almorzar entre las maletas y las cajas, que ocupaban unagran parte de la habitación de Leonora en el hotel de Roma.

Por primera vez se sentaban en la mesa juntos en familiar intimidad, sinotro testigo que Beppa, la fiel doncella, acostumbrada por la azarosavida de su señora a toda clase de sorpresas, y que contemplaba a Rafaelcon respetuosa sonrisa, como un ídolo nuevo con el que debía compartirla devota sumisión que sentía por Leonora.

Era el primer momento de tranquilidad y alegría que había tenido eljoven en algunos días. El antiguo hotel con sus habitaciones grandes, dealto techo; sus corredores en discreta penumbra y su calma conventual,le parecía un lugar de delicias, un ameno retiro en el que seconsideraba libre ya de las murmuraciones y luchas que le habíanoprimido como un círculo infernal. Además, sentía allí ese vientoexótico que parece soplar en los puertos y las grandes estaciones deferrocarril.

Todo le hablaba de la fuga, de la incógnita y deliciosaocultación en aquel país tan calurosamente descrito por Leonora, desdelos macarrones del almuerzo y el Chianti en empajada y ventruda redoma,hasta el castellano defectuoso y musical de los dueños del hotel,carnosos hombretones con enormes bigotes que recordaban lostradicionales mostachos de la casa de Saboya.

Leonora le había citado allí, en el refugio predilecto de los artistas,que aislado de la circulación, ocupa todo un lado de una plazasolitaria, señorial y tranquila, sin más ruidos que los gritos de loscocheros de alquiler y las patadas de los caballos.

Había llegado en el primer tren de la mañana, sin equipaje alguno, comoun colegial que se fuga con solo lo puesto. Los dos días transcurridosdesde que Leonora abandonó la ciudad, habían sido de tormentos para él.La gente comentando la huida de la cantante; escandalizándose de suinmenso equipaje que, agrandado por la imaginación de los murmuradores,llenaba no se sabía cuántos carros.

Esto quien lo sabía bien era el barbero Cupido, que, cual de costumbre,había corrido con todo el servicio del equipaje. Sabía a dón