Escenas Montañesas by José María de Pereda - HTML preview

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1880.

EL ESPÍRITU MODERNO

I

Hace doce años[20], hallándome de visita en casa de una señora respetable

(adjetivo con que se expresaba entonces en Santander cuantode finura, prosapia, posición social y talento cabía en una mujer),hablaba con ella de la vida del campo, en el cual acababa yo de pasarunos días.

—¿Es posible—me decía la culta dama—que una persona de

ciertaeducación

se resigne á vivir en la soledad de una aldea?

—Sí, señora—le respondí yo,—y encontrando en ella goces tan grandescomo los que proporciona la ciudad.

—No lo creo. Empiece usted por las malas condiciones de la habitación.

—Perdone usted, señora: la casa de una persona acomodada de aldea esmás espaciosa, y hasta más cómoda, que la mejor de la ciudad.

—¿Qué está usted diciendo?… Las casas de aldea…. ¡Jesús!, unastejavanas miserables, obscuras, lóbregas…, sin un mal balcón….

—Tres tiene la en que yo nací…, y bien grandes, por cierto.

—¿Es posible?

—Y en el menor salón de aquella casa cabe muy holgadamente ésta en queahora estamos.

—Usted se burla.

—No vendría muy al caso.

—Pues digo bien. ¿No estoy yo cansada de ver casas de aldea en Miranda,en Cueto, en San Juan?… Y eso que, según me han dicho, estas casas sonpalacios, comparadas con las de las aldeas del interior.

—Vuelvo á repetir á usted que la mía, si no tan lujosa como ésta yotras semejantes, es bastante más cómoda que todas ellas, pudiendotambién asegurar, pues las he visto, que hay casas de aldea en estaprovincia que contienen cuanto puede apetecer la persona más escrupulosay exigente.

—Yo no quiero ponerlo en duda; pero no extrañe usted que me cuestetrabajo creerlo, porque ¡me han contado tales horrores de la aldea!…

—Ya se conoce que usted no ha vivido en el campo.

—¡Yo vivir en el campo! La idea solamente me hace temblar.

—Pues crea usted, señora, que no hay motivos para ello.

—¡No diga usted que no, por Dios! Aun cuando las habitaciones seanpalacios, aquella soledad, aquella gente tan

ordinaria

…, el cencerrodel ganado, aquellos callejones llenos de

zarzas

, de charcos y bichosvenenosos…; ¡qué desconsuelo¡… Después, de noche, el bufar de laslechuzas, los ladrones…, ¡horror! ¡Pasar yo una semana en la aldea!…¡Ave María Purísima!… Mire usted, hasta el pasear por el Alta me ponede mal humor, porque se me figura que me va á faltar tiempo para bajarde día á la ciudad…. Nosotros, los que hemos nacido en ella,desengáñese usted, no podemos acostumbrarnos á salir de nuestras callesempedraditas, de nuestros paseos, de nuestras reuniones….

¡Es todo tan

ordinario

en la aldea!

—Muchas gracias por la parte que me toca.

—¡Oh, no me haga usted la injuria de creer que he queridoagraviarle!… No hay regla sin excepción….

Pero compare usted lagente del campo con la de la ciudad.

—Efectivamente: si la blancura del cutis, el esmero en el corte delvestido y otras virtudes

semejantes, son las que más realzan el méritode una persona, confieso que las que, por gusto ó por necesidad, vivenen la aldea perpetuamente, están muy por debajo de las que habitamos enla ciudad[21].

—No trataré yo de discutir ese punto; pero lo cierto es que por algo sedice de la aldea que empobrece, embrutece y envilece

.

—Ya; pero como el autor de esa barbaridad, y usted perdone lafranqueza, no se cansó en ponerla en tela de juicio….

—No le diré á usted que sea absolutamente cierto; pero algo tendrá elagua….

—Esta cuestión es de gustos, señora, y en vano nos cansaremosventilándola. Ya sé que á ustedes, los indígenas de la ciudad, no hayque hablarlos de la aldea: ser aldeano

es casi un crimen en Santander.

—No diré yo tanto; pero lo que sí aseguro es que no arrastrará usted áun santanderino legítimo á la aldea, ni por ocho días, aunque le prometaen ella la suprema felicidad.

—Me guardaré muy bien de proponérselo, porque me consta, sin géneroalguno de duda, que esa opinión es la de toda la

buena sociedad

deSantander, de la que es usted tan digno miembro.

—¿Me adula usted?

—No, señora: le hago justicia.

—Por supuesto que no me hará usted la ofensa de aplicarse nada decuanto he dicho contra la aldea.

—Crea usted, por mi palabra, que me tiene ese punto sin cuidado, máximecuando estoy convencido de que no ha de tardar usted mucho en variar deopinión.

—¿Respecto á la vida de aldea?… Le aseguro á usted que no.

—¡Bah!

—¿Y en qué confía usted para eso!

—En que hasta hoy está siendo Santander la primera aldea de laprovincia, por sus costumbres, por sus pasiones y por un sinnúmero depequeñeces y de miserias….

—¿Está usted vengándose de mí?

—Líbreme Dios de semejante tentación.

—Es que no veo yo un motivo para que de repente se cambien nuestrascostumbres, como usted lo asegura.

—¿No cree usted que solamente el ferrocarril ha de alterar notablementela fisonomía local de Santander?

—Y á propósito, ¿qué hay de ese proyecto?

—Que ha llegado á ser casi una realidad, y que muy pronto se van áempezar las obras.

—¡Dios quiera que con ellas no se ponga en un conflicto á la población!

—No comprendo….

—Por de pronto ya se nos ha llenado el pueblo de gente extraña…; ¡ay,qué tipos!

—Señora, ingleses muy decentes, la mayor parte, y muy elegantes…. Encuanto al resto de ellos, para trabajadores los encuentro bastante másaseados que los de acá.

—Sí, sí, lo que es apariencia…. Pero vaya uno á fiarse en galgos debuena traza…. Dígame usted á mí lo que son ingleses. ¡Cada vez querecuerdo la legión que vino á Santander cuando la guerra civil!…Desengáñese usted: los ingleses son hombres sin religión, y está dichotodo.

—Es verdad que no profesan la nuestra; pero tienen otra que para elloses tan buena, y leyes, educación … y conciencia, como nosotros….

—¿Sería usted capaz de admitirlos en su casa?

—Lo que le aseguro á usted es que por el solo motivo de ser ingleses nolos rechazaría.

—Pues no es esa la opinión general de Santander.

—Ya lo sé, y lo lamento.

Tal fué, en substancia, mi conversación con la respetable señora que,desgraciadamente, no puede hoy reñirme por esta delación, doce años ha,es decir, cuando en Santander era de buen tono no haber pisado jamás elcampo; cuando los que en él hemos nacido, teníamos que negar laprocedencia en estos salones para no producir entre la gente «fina»cierta prevención que, con frecuencia, rayaba en repugnancia; cuandohasta por las personas de más alta jerarquía se llamaba judío

á todoextranjero que tuviera las patillas rubias, ó la

pinta

sospechosa;cuando, en fin, entregado aún este pueblo á sus propios y naturalesrecursos, atravesaba el período más crítico de su amaneramiento.

Poco tiempo después se fueron estableciendo líneas de vapores entre estepuerto y otros de Francia é Inglaterra; las obras del ferrocarrilcomenzaron á desenvolver en su derredor el ruidoso movimiento de laindustria moderna; las máquinas, las razas, los idiomas extranjeros,invadiendo el terreno de los sacos de harina y de las clásicas carretas,lograron aclimatarse entre ellos; y ya comemos á la francesa, hablamosinglés, circulan por estas calles los géneros de comercio en pesadosexóticos carretones; el labrador de Cueto ó de Miranda arrea su ganado ála voz de

«¡allez!»

con preferencia al indígena

«¡arre!»

Los niñosde pura raza inglesa, con los brazos descubiertos hasta el hombro, malsujetas sus madejas de dorados rizos por el gracioso gorrito escocés,juegan en la alameda segunda á las canicas

con los granujillas deBecedo; y mientras éstos, para ventilar la legalidad de una jugada,detienen á los primeros con un

«stop a little, please»

, pronunciadocon la precisión más británica, los nietecillos de John Bull, para queles sea permitido

«quitar estorbos», se expresan con un

«sin féndis»

,ó manifiestan su enojo con un

«no jubo más»

que envidiaría elcallealtero de más pura raza. La moderna necesidad de los baños de mar,dejando despoblado á Madrid los veranos, llenó de madrileños nuestracapital; y su buen tono

, convencido de que para vivir á la moda erapreciso

salir

á bañarse dió en irse á Ontaneda á remojarse en susnauseabundas aguas; pues no era cosa de largarse á otro puerto de marcuando tenía uno de los mejores en su casa. El objeto era salir

; lacalidad de los baños importaba poco. Estas expediciones fueronaficionando á los santanderinos al veraneo; y este año dos familias, yel siguiente cuatro, y el siguiente ocho, y así sucesivamente, fuimos áparar á que los que pasaban julio y agosto en la ciudad, tenían vergüezade confesarlo en septiembre á los que volvían tostados por el sol denuestra campiña.

Para no cansarte, lector: hoy se cree rebajada en la opinión pública lafamilia acomodada de Santander que no tiene una casita de campo parapasar el verano en ella, ó siquiera una huertecilla en lasinmediaciones, que dé, por lo menos, espárragos y flores en laprimavera, y fruta en agosto, para poder decir al vecino:—

«¿Ustedgusta?: son de mi huerta.» El desdichado que ni esto tenga, alquila suchoza al primer labrador de la comarca, y en ella tiene que resignarse ápasar el verano, si quiere ser considerado durante el invierno comohombre de pro.

—¡Dichoso usted!—me han dicho algunos que pocos años hace me mirabancon cierta lástima, porque no era santanderino legítimo;—¡dichoso ustedque puede pasarse la mitad del año en la aldea!

Para cuando se pongan en duda estas palabras, me reservo el recurso decitar pueblos enteros, como el Astillero de Guarnizo, compuesto de casasde campo, construidas, de cinco años á esta parte, para residencia deverano de familias de Santander.

Si la señora respetable á quien me he referido más atrás resucitara hoy,no creería el cambio que han sufrido las costumbres de los de sucomunión social.

Pero vamos á cuentas. No estoy censurando esta nueva afición de mispaisanos, que ya raya en manía; consigno un hecho sencillamente.

Dos observaciones debo hacer, siempre con la mejor intención, paragobierno de mis lectores: La distancia más larga desde el centro de Santander al campo, se anda, ápie, en diez minutos.

La localidad que abandonan en verano las familias que se van al campo

,la aceptan como residencia

campestre

los que huyen de otras capitalesá la nuestra.

Aunque de la unión de estas dos verdades resulta una consecuencia que noaceptarían de buena gana los neocampestres montañeses, yo quieroprescindir de ella; pues vuelvo á repetir que estoy consignando hechos,y esto con el objeto de demostrar la gran revolución operada en lascostumbres de la sociedad de Santander en muy poco tiempo. No seextrañe, pues, que me haya detenido á apuntar algunos detalles que, áprimera vista, parecen ociosos.

FOOTNOTES:

[Footnote 20: No se olvide que esto se escribía en 1864. (

Nota del A.en 1885

.)]

[Footnote 21: Por distraído que el lector sea, habrá observado que,entre el principio y el fin de este libro, cambia bastante el modo dever y de sentir el autor la vida campestre. Tiene esta inconsecuencia sudisculpa en que las ESCENAS no se escribieron con un plan determinado nien una sola sentada, ni son obra de la madura reflexión del filósofo,sino el fruto de los ocios de un muchacho impresionable. (

Nota del A.en 1885

.)]

II

In illo tempore

, es decir, los mismos doce años ha, pasé yo unatemporada en la lindísima villa de Comillas. Camillas, lector, en lacosta, á seis leguas al Noroeste de Santander, tendida sobre el lentodeclive de un cerro, arrullada por un lado por el inquieto mar deCantabria, y protegida por los demás por una suave cordillera depintorescas colinas, era una población verdaderamente deliciosa, no porsus condiciones topográficas solamente, pues bajo este aspecto hoy esmucho más bella que entonces, sino por las especialísimas que concurríanen el carácter de su pequeña sociedad.

Empecemos por decir que sin una sola vía de verdadera comunicación conel resto del mundo, y á cinco leguas de distancia de la carreteranacional, era punto menos que inaccesible al trato de la modernacivilización.

Este aislamiento perpetuo, tratándose de familias enlazadas entre sí,como aquéllas, por vínculos de parentesco ó de una amistad íntima, habíaimpreso en su vida el carácter de unidad y de sencillez, verdaderamentepatriarcales, que seducía á los pocos forasteros que hasta allíllegaban. La clase acomodada, muy numerosa en proporción de la pequeñezde todo el vecindario, era lo suficiente ilustrada para haceragradabilísimo su trato, sin el refinamiento que hoy distingue á laculta sociedad, con grave deterioro de los puros y santos afectos; yaunque los hijos de estas familias salían á las universidades yviajaban, llevando siempre consigo tan bello recuerdo de la madrepatria, cuando á ella tornaban deponían de buen grado los resabiosadquiridos en el mundo, y volvían á ser sencillos comillanos. De estemodo, aquella sociedad era siempre apacible, cariñosa y hospitalaria.

Por mi parte, unido por estrechos lazos de parentesco á muchas de susfamilias, creo tener en esta sola circunstancia motivo sobrado paraevocar con satisfacción estos recuerdos. Para pagar con ellos las horasde verdadero placer que aquel pueblo me ha proporcionado no seríanbastante.

Una noche oí decir á una venerable mujer que ya pasaba de los sesentaaños, que su mayor satisfacción sería ver un coche.

Otra señora, tan anciana como ella, le respondió:

—Dios te libre de esas tentaciones. Yo quise una vez salir á ver unpoco el mundo; y, con intención de no parar hasta Santander, llegué áTorrelavega. Era día de mercado, y estaba la villa, ¡madre de Dios!, quedaba miedo. ¡Cuánta gente! ¡Qué ir y venir bestias, carros ydiligencias! Te aseguro que aquello me espantó; díjeme: «esto no es paramí…»; y volvíme á casa dando gracias á Dios por la paz que quisoconcedernos en este bendito rincón.

Para dar una idea del color verdaderamente local de la poblacióncomillana, bastan estos dos ejemplos.

La clase del pueblo, compuesta casi en su totalidad de marineros ypescadoras, era morigerada y nobilísima en sus instintos. Para ella elmundo era Comillas y su mar; y el mejor placer, después de una misasolemne con «el órgano nuevo», oir los relatos de algún licenciado de barco de Rey

.

Los mayores títulos de gloria de los comillanos eran haber dado la villatres Arzobispos[22], muchos notabilísimos marinos y varios capitalistasriquísimos que, aunque residentes en Filipinas, Cádiz y otros países tanapartados, demostraban á cada paso, con limosnas y presentes de todosgéneros, su amor al pueblo de su naturaleza; y sobre todo, haberseconstruído el magnífico templo que se levanta en la plaza, que, acaso,en su género, es el mejor de la provincia, á expensas de los mismoscomillanos.

Un proverbio popularísimo entre ellos acabará de dar á conocer hasta quépunto vivían dentro de sí mismos y en sus elementos naturales, y lolejos que estaban de pensar en que pudieran contagiarse algún día delcarácter moderno. Este proverbio era el siguiente:

«Comillas será Comillas por siempre jamás, amén».

He dicho

era

, porque supongo que en la actualidad no se atreverá árepetirle, con fe á lo menos, ningún hijo de aquel pueblo. Veamos en quéme fundo para creerlo así.

Seis años hace volví á Comillas. Una cómoda y ancha carretera habíasustituido á la escabrosa y angostísima senda antigua: y en lugar decabalgar sobre el peludo y escueto jamelgo que antes conducía por ellaal viajero, tomé un mullido asiento en una de las diligencias que se hanestablecido entre Torrelavega y la villa de los tres Arzobispos.

Á medida que á ella me aproximaba, iba desconociendo más y más elterreno, hallándole descarnado en muchos sitios, revuelto en otros,poblado de trabajadores y cruzado por zanjas, trainwais

y túneles ácada instante. Buscando con mis ojos la primera casa del pueblo, queantes se destacaba sola, como un centinela avanzado de él, tuve quedetener la mirada bastante más atrás, en un edificio del moderno estiloindustrial, que arrojaba á borbotones por una alta chimenea el humoespeso del carbón de piedra. Era uno de los hornos de calcinación delmineral de calamina que á la sazón se extraía (y sigue extrayéndose) delas entrañas de los cerros inmediatos.

Más adelante, caras barbudas con el sello francés más puro; otras medioocultas bajo la boina vasca, y otras indígenas, pero todas veladas porel polvillo amarillento de la calamina, pasaban rápidas por delante delas ventanillas del coche, que al cabo penetró en la primera calle de lapoblación. Aquí, como en la carretera, mil objetos que llamaban miatención por lo inesperados. En el portal en que en otros tiempos sesentaba á tejer sus redes un pescador, alisaba el mango de su azadón unfornido vizcaíno; en el balcón en que antes vi á la familia de un pobrelabrador desgranar las panojas de la última cosecha, fumaba en largapipa un belga, calzado con altas botas de cuero; y en lugar del cobertor

tradicional y las madejas de estopa, colgaban de la soga dela solana

las bridas de un caballo y ancho gabán impermeable; á lapuerta de una taberna estropeaba el castellano el tabernero paraconvencer á un alemán «cerrado», de que lo que le había vendido por gin

no era, como parecía, rescoldo; en la plaza, donde paró elcarruaje, circulaban entre la boina de los vascos y el gorro verde ycolorado de los marineros de la población, la leve pamela

de la FuenteCastellana, y entre la camiseta de bayeta verde y la blusa azul de losobreros, el brillante gabán de seda sobre el esbelto talle de las hijasdel Manzanares y del Sena. Hablábase en un grupo el vascuence, en otroel francés, aquí el alemán y allá el inglés; y para colmo de misorpresa, el sombrío palacio de los Trasierra, sobre el punto máselevado de la población, y en otro tiempo cerrado y misterioso, como sidormitara entre los recuerdos de su época, había abierto anchas puertasá la moderna luz y engalanado sus fachadas; y no descansaba como antessobre escombros y zarzales, sino sobre ameno y florido campo; cultivadopor diestro jardinero.

En los pocos días que pasé en Comillas busqué en vano lo que tanplacentera me había hecho en otro tiempo mi residencia en la mismavilla. Todo se hallaba transformado allí. El pequeño puerto, casiinaccesible antes á las lanchas pescadoras, se había reformado,penetrando ya en él buques de muchas toneladas y sobre el muelle en queúnicamente se pesaba el pescado fresco en modesta romana

, crujían lasgrúas y se revolvían con dificultad carros, básculas y trabajadores. Unacómoda carretera facilitaba la subida desde este punto á la población, ydesmontes, murallas y demarcaciones, anunciaban nuevos proyectos deconsiderables reformas.

Lo mismo que el de la villa, el carácter de su sociedad era nuevo paramí.

Touristas

madrileños, hombres políticos y altas jerarquíasmilitares, damas modeladas en el más genuino troquel del mundo moderno,invadían los salones en que ya se cantaban dúos y cavatinas

, y sebailaban lanceros y cuadrillas, y se amaba y se coqueteaba según laflamante escuela.

El Comillas clásico no existía ya: lo que yo estaba viendo era un puebloindustrial como otro cualquiera, favorecido, durante el verano, por unaescogida sociedad de forasteros que habían impuesto á la clase indígenaacomodada sus costumbres, como la industria había reducido á susexigencias los hábitos patriarcales de la masa popular.

Un francés encontró en una ocasión un pedrusco de calamina sobreaquellos terrenos; indagó con cuidado, dió con un filón poderoso,formóse una sociedad explotadora…, y he aquí la causa de tan repentinacomo radical transformación.

Y júzguese, en vista de lo que antecede, si podrá decirse hoy de buenafe, como ayer se decía, por algún comillano del antiguo régimen, que porcasualidad pareciese, desorientado entre el actual movimiento de supueblo,

«Comillas será Comillas por siempre jamás, amén».

FOOTNOTES:

[Footnote 22: Hoy, con la reciente elevación del señor don SaturninoFernández de Castro á la Silla episcopal de León, son cuatro losprelados hijos de Comillas.

(Nota del A. en 1876

.)]

III

Con el hallazgo del filón de aquella comarca, excitóse en alto grado laambición de los montañeses; y errando muchos de breña en breña y demonte en monte, cavando aquí y revolviendo allá, resultó que laprovincia entera era un verdadero tesoro de calamina, y que lo único quese necesitaba para que todos fuésemos ricos, era dinero para explotarle.Por eso desde las montañas de Liébana hasta el valle de Reocín sedenunciaron las entrañas de la madre tierra; y buscando todos en ellasriquezas á montones, perdieron muchos las que tenían, y ganaron pocos,entre litigios y peleas, bastante menos de lo que habían soñado.

Excusado es decir que los pueblos donde entró la piqueta del minero, hanperdido, aunque no en tan alto grado como Comillas, su verdaderocarácter local, y amoldádose á otras costumbres. Torrelavega, la primeray más linda villa de la provincia, aunque sobre la carretera nacional yconteniendo desde muchos años hace un comercio considerabilísimo, y, porconsiguiente, de población menos típica que otras de la Montaña, haperdido también los pocos rasgos que la distinguían, cediendo á lainfluencia minera, y más aún á la del ferrocarril que penetra en sujurisdicción. Hoy es esta culta y bonita población una digna sucursal deSantander.

Por regla general, y para no molestar al lector, conste que allí dondeel camino de hierro, ó las industrias minera y fabril han penetrado; lascostumbres clásicas montañesas no existen ya, ó existen muy ajustadas al

espíritu moderno

. Pero estas localidades son rarísimas todavía en laprovincia, por más que en toda ella corra ya cierto airecillo de

ilustración

…; y ahí está mi humildísimo pueblo, á dos brincos deSantander, que no me dejará mentir; Polanco

(que de algo le ha deservir en este caso tener el

hijo

alcalde, para darse tono); Polanco,digo, donde las mejores mozas se avergüenzan de vestir la plegada sayade paño rojo de ayer, y se ponen el desgarbado vestido de efímeraindiana, sobre ¡pásmese el orbe!, sobre barruntos de miriñaque.

Y con esto hemos llegado al verdadero asunto de estas últimas páginas.

Es muy posible que algún lector de mi libro, al distraer sus ocios porlas bellas praderas de la Montaña, quiera buscar en ellas los modelos delas escenas campestres que yo he pintado. Si no quiere cansarse en vano,si realmente desea encontrarlos, tenga presente cuanto queda dicho enlas anteriores líneas de este capítulo: huya de toda comarca en quehaya un

paso de nivel

, un

túnel

, una fábrica de tejidos

al vapor

óun

horno de calcinación

. Por allí ha pasado el espíritu moderno y seha llevado la paz y la poesía de los patriarcas.

Con esta precaución respondo de que encontrará muy pronto á tío Juan dela Llosa

y compañeros de robla, al mayorazgo

Seturas

y convecinos, yá cuantos personajes de su estofa he tenido el honor de presentarle.Pero es preciso que no tarde mucho en emprender la expedición. Al pasoque hoy caminamos, dentro de pocos años la industria habrá invadidocompletamente estos pacíficos solares, y entonces ya no habrá tipos.

Lacivilización moderna tiende á este fin, sin duda alguna. Los pueblos ilustrados

ya no tienen costumbres propias. Los de la Montaña, cuandoacaben de ilustrarse

, no han de ser menos que ellos.

En ese día alcanzará algún éxito este libro. Vivos hoy los originales delos retratos que encierra, y desprovisto de galas y de primores que lehagan, por sí solo, aceptable á los ojos del público, como depósito fielde las costumbres de un pueblo patriarcal y hospitalario, no carecerá deatractivo para la curiosidad de los nuevos explotadores del suelo virgenque me le ha dictado.

ÍNDICE

Advertencia

Santander (antaño y ogaño)

El raquero

La robla

Á las Indias

La costurera (pintada por sí misma)

La noche de Navidad

La leva

La primavera

Suum cuique

El trovador

La buena gloria

El jándalo

Arroz y gallo muerto

El día 4 de octubre

«Un marino»

Los bailes campestres

El fin de una raza

El espíritu moderno

End of Project Gutenberg's Escenas Montañesas, by D. José M. de Pereda

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