Escenas Montañesas by José María de Pereda - HTML preview

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De repente, y sin preludios, rasgando la bruma densa, un relincho se elevó hasta la celeste esfera, retumbando en las colinas cual la lúgubre trompeta llamando á juicio final al desquiciarse la tierra; y poco tiempo después, entre las zarzas espesas, vióse aparecer un hombre hacia el fin de una calleja, avanzando á grandes pasos, que marcaba con presteza sobre los duros morrillos, el son de sus almadreñas. Saltó en seguida un vallado, subió de un prado la cuesta, y en una casa fijóse de pobre y ruda apariencia. Entró luego en el corral sin aprensión ni cautela; y echando hacia atrás los codos y hacia delante la jeta, otro relincho lanzó mejor que la vez primera. Tosió dos veces seguidas, separó sus largas piernas, cargóse sobre el garrote, echó el sombrero á la izquierda; y abriendo de boca un palmo, fija la vista en la puerta, cantó con voz infinita estas sentidas ENDECHAS

«En el corral de tu casa estoy, para lo que mandes, á las once de la noche con un frío que me parte.

»Si acaso no estás dormida y escuchas estos cantares, deja rodar una lágrima de tus ojos, cuando acabe.

»En el día de San Juan hará tres años cabales que nos dimos la palabra estando Lucu delante….

»¡Mala cólera me lleve si pensé, Nela, engañarte, ni en que me salieras luego con que no quiere tu padre!

»¡La culpa me tengo yo, burro, animal y salvaje, que te tengo tanto amor que en el cuero no me cabe!

»Yo no duermo ni sosiego una noche ni un instante, ni tengo salú completa pensando en ti y en tu padre.

»Porque él me tiene la culpa, y de aquí no hay quien me saque; y él también tiene que ser el que dé conmigo al traste.

»Ya la borona no me entra, y el pan no me satisface, ni me llenan las patatas, ni me paran

los

bisanes

,

»Ni se me abre el apetito con vino blanco y panales, ni aunque me dieran á pienso garbanzos y chocolate.

»No voy el domingo al corro si tú no estás en el baile, ni me pongo otra camisa que la que tú me bordeastes.

»Á escuras vivo de día llorando á moco colgante, hasta que llega la noche y aquí me vengo á cantarte.

»Así ya se van pasando tres años, Nela, cabales, y así pasaré la vida como de mí no te apiades.

»¡Mira que no puedo más con estos pícaros males que amores llaman las gentes y yo llamo …

barrabases!

»¡Mira que ya de penar tengo el pecho tan inflante, que parece el corazón un puchero de los grandes!

»Yo bien quisiera, Neluca, darlo todo al desbarate antes que pasar la vida rodando por los bardales;

»Pero si tú no te arrojas, como no puedo olvidarte, no me queda más remedio que algún rayo que me aplané.»

Calló la voz, y al momento, con misteriosa prudencia, un ventanillo se abrió en el fondo de la puerta. —¡Nela! ¡Colás!…, ¡no seas bruto! —¿En qué te he ofendido, Nela? —Ya te he dicho que no cantes. Colás…, ¡no me comprometas! ¡Mira que cada cantar una paliza me cuesta!

—¡Una paliza, mi bien! —¿Y quien rayos te la pega? ¡Dímelo, Nela, por Dios; por Dios me lo dice, Nela! —¡Pégame, Colás, mi padre, mi padre, Colás, me pega! —Entonces….—Entonces

¿qué? —Entonces, nada, pacencia … y no me olvides, por Dios, aunque á puro darte leña se te queden las costillas como una banasta vieja. —¡Es que ya no puedo más! —No importa, puede ó revienta; que, al fin y al cabo, ha de ser…. Dame de amor otra prenda. —Toma una liga, Colás: bien caliente te la llevas….

Dijo, y le entregó un esparto que él se guardó en la chaqueta. —Ahora, por esa ventana echa los morros afuera. —¿Para qué?—Pa lo que sabes…. —No seas bárbaro.—¡Anda, Nela!

……………………………

—Ahora, vete.—No me voy. —Quiero que te largues, ¡ea! —¡Mira que entovia es trempano!

—Pues si no quieres, lo dejas. Y le dió con la ventana en la mismísima jeta. —Ascucha, Nela, otro poco…; ¡no te me encultes!…, ¡aspera!— gritaba el pobre Colás dando golpes en la puerta. —Nada más que un poquitín, ¡cinco menutos siquiera!

Y á la misma cerradura pegaba el pobre la oreja, para escuchar si volvía la su

idolatrada Nela.

Un largo rato pasó exhalando amargas quejas, llamando en todos los tonos y sacudiendo la puerta; pero fué tiempo perdido, porque ya roncaba Nela.

Entonces, desesperado, maldijo su suerte perra, calóse más el sombrero, abrochóse la chaqueta, y, requiriendo el garrote, salió del corral afuera. Echó por el prado abajo, torció luego á la derecha, un seto saltó después; y, al entrar en la calleja, antes que los matorrales por completo le cubrieran, otro relincho lanzó volviendo atrás la cabeza. Después siguió su camino; internóse en la calleja, y se apagó entre el ramaje el son de sus almadreñas.

LA BUENA GLORIA

I

Más de un lector, al pasar la vista por este cuadro, ha de pensar que esuna invención mía, ó que, cuando menos, está sacado de las viejascrónicas de la primitiva Santander. Conste que semejantes dudas ni meofenden ni me extrañan.

Yo, que estoy viendo á estos marineros, embutidos materialmente en ellaberinto de los modernos adelantos, sin reparar siquiera en ellos;descansar estoicamente sobre el remo en sus lanchas, sin dirigir unamirada de curiosidad á la rugiente locomotora que, al llegar al muelle,á veinte varas de ellos, agita el agua sobre que se columpian; rodearuna legua, por el Alta, para ir al otro extremo de la población, por noatravesar ésta por sus modernas y animadas calles; yo que sé, en unapalabra, hasta qué punto conservan las aficiones y las costumbres de susabuelos, á pesar de haber invadido sus barrios la moderna sociedad consu nuevo carácter, me he resistido á creer en uso entre ellos, en laactualidad, escenas como las que voy á referir; y sólo después dehaberlas palpado, como quien dice, he podido atreverme á asegurar, comoaseguro, que no es la

Buena Gloria

una costumbre perdida ya entre losrecuerdos de la antiquísima colonia de pescadores, favorecida …

yasustada, en una ocasión, con la presencia del rey Don Pedro I deCastilla.

El siguiente histórico

ejemplar

es recentísimo.

Acababan de celebrarse en la iglesia de San Francisco las honrasfúnebres por el alma de un pobre hombre que perteneció al Cabildo demareantes de Abajo. El cortejo, en el mismo orden en que habíaacompañado al cadáver á la iglesia, y de la iglesia al cementerio,volvió á la casa mortuoria: delante los hombres, é inmediatamentedespués las mujeres, y todos en traje de día de fiesta. El de losprimeros, compuesto de pantalón, chaleco y chaqueta de paño azul muyobscuro, corbata de seda negra, anudada sobre el pecho y medio ocultabajo el ancho cuello abierto de una camisa de lienzo sin planchar, yboina también de paño azul obscuro, con larga borla de cordoncillo deseda negra. El de las mujeres, de saya de percalina azul sobre refajode bayeta encarnada, jubón de paño obscuro, mantilla de franela negra,con anchos ribetes de panilla, media azul y zapatos de paño negro.

La reciente viuda, con una mala saya de percal, desgarrada y sucia, enmangas de camisa, desgreñada y descalza, esperaba á la fúnebre comitiva,acurrucada en un rincón de la destartalada habitación en que habíamuerto su marido: sala, alcoba, pasadizo y comedor al mismo tiempo; puesaquella pieza y otra reducidísima y obscura que servía de cocinaconstituían toda la casa. Alrededor de esta mujer había, sentados en elsuelo, dos chicos y una muchachuela, tan sucios y mal ataviados comoella, de quien eran dignos vástagos.

El cortejo fué penetrando acompasadamente en la sala. Los hombresformaron una línea contigua á las paredes, y las mujeres otra, algunospasos más al centro. La viuda ocultó la cara entre las manos y lanzó unpar de gemidos; su prole, sin cambiar de postura, miraba impasible laescena.

Como no había sillas en la casa, excusado es decir que el duelopermaneció de pie.

Una de las mujeres de él, la más autorizada por su vecindad y conexionescon aquella familia, se adelantó un paso á las demás personas de lacomitiva.

—Por el eterno descanso del defunto, «

Padre nuestro

»—dijo, con vozáspera y fuerte, aunque afectando emoción y compostura.

Á lo cual contestó la viuda con un tercer gemido, y el lúgubre cortejocon un «

que estás en los cielos, santificado sea tu nombre

», etc.,etc.

En seguida, la mujer se quitó la mantilla, la tendió en el suelo, seretiró un paso, y con la misma voz con que acababa de pedir una oraciónpara el finado,

—Para los dolientes, á cuatro cuartos—dijo, mirando á todos.

—Eso es poco—contestó un hombre.

—Somos muchos—añadió otro.

—Á rial—volvió á decir la mujer.

—Curriente—replicó el coro.

Y la que le dirigía levantó por el costado derecho su saya azul, metióla mano en una anchísima faltriquera que apareció encima del refajoencarnado, sacó cuatro piezas de á dos cuartos, y las arrojó sobre lamantilla.

En la misma operación la siguieron otras compañeras y algunoshombres; y en muy pocos instantes quedó la mantilla medio cubierta porlas monedas de cobre.

—¡Alto!—gritó la mujer;—no lo metamos á barullo: dir echándolo poco ápoco, que aquí hay anguno que va á quedar bien con el dinero de losdemás.

—Mientes—exclamaron algunas voces.

—Yo digo más verdá que todos vusotros juntos; y como sé lo que pasó enel intierro de la mujer del tío Miterio….

—Lo que allí pasó me lo sé yo mu retebién, y lo callo porque no tesalgan los colores á la cara.

—¿Quién es esa deslenguadona que me quiere prevocar?

—¡Á ver si vos calláis, condenás, ó dirvos á reñir allá juera!…¡Cuidiao que tien que ver! Dir echando los que falten, y cierre el picola rigunión.

Esta reprimenda, de un viejo pescador, puso en orden á las mujeres, quese disponían ya á hacer de las suyas.

—Á rial, para los dolientes—volvió á exclamar la voz de la presidenta,con la mayor tranquilidad.

Algunas piezas de á dos cuartos cayeron sobre la mantilla.

—Á rial para los dolientes—añadió aún la mujer.

Pero esta petición no produjo ya resultado alguno.

—¿Cuántos semos?—preguntó entonces aquélla.

Oyéronse en la sala fuertes murmullos por algunos instantes, y unmarinero contestó después muy recio:

—Quince hombres y veinte mujeres.

—Enestonces, debe haber en la mantilla … veinte y diez, treinta, ycinco, treinta y cinco…. Treinta y cinco riales … menos treinta ycinco chavos.

—Cabales….

La mujer contó los cuartos sobre la mantilla, redújolos á montones de átreinta y cuatro cada uno, y levantándose en seguida, dijo en alta voz,con cierto retintín:

—Aquí no hay más que veintiocho riales.

—Yo he echao….—Y yo….—Y yo….—Y yo …—fueron diciendo todaslas personas de los dos corrillos.

—Es claro: ahora toos han echao…. ¡Como yo no sé lo que sucede enestas ocasiones!… ¡Y luego le dirán á una que falta á la verdá!…

—Vamos, mujer, no te consumas, que ya sabemos lo que es contar dinero:á la más lista se le pega de los deos.

—Estos diez te voy á pegar en esa recancaneada jeta, ¡lambistona,embrolladora!…

—Á mí me pegarás tú de lengua.

—¡Malos peces vos coman, arrastrás! ¿No veis á esa probe mujer que vosascucha?—gruñó el viejo pescador, interponiéndose entre las dos mujeresy señalando á la viuda.

—¡Ayyy!—suspiró ésta al oirlo, limpiándose los ojos con las greñas.

—¿Falta dinero? Pus hacervos la cuenta de que se lo tragó la tierra, yen paz…. Vengan esos cuartos—

añadió el viejo en tono brusco.

La mujer que los había contado recogió la mantilla y la desocupó en lagorra del pescador, murmurando hacia la que riñó con ella:

—Da gracias á la pena de esta infeliz, que si no….

—¿Qué se trae?—preguntó el pescador á la reunión.

—Queso….—Vino….—Aguardiente….—Pan….

—¿Á quién hago caso yo? Toos piden á un tiempo…. Que alcen el deo losque quieran vino…. Uno, dos, tres…, seis, nueve…. Nueve hombres ytres mujeres…. Ahora que le alcen los que quieran aguadiente…. ¡Ea!,no hay más que hablar: seis hombres y toas las mujeres, menos tres,dicen que no quieren vino…. ¡Me alegro, me alegro, y que me alegro,ea!… Conque dempués de gastar dos pesetas en queso y en un

guardiacivil

, lo demás pa

musolina

. Vengo en un credo.

El viejo salió de la sala, como si su comisión le hubiera quitado deencima la mitad del peso de sus años; y la presidenta del duelo, despuésde ponerse la mantilla y de dar á su fisonomía el aire de compunción deque la había despojado durante la última escena, cuadróse en medio dela reunión, fijó la vista en el suelo y dijo en tono plañidero:

—Una

Salve

á la Santísima Virgen del Mar.

El coro la rezó por lo bajo.

—Por todos los fallecidos del cabildo,

Padre nuestro

.

Esta oración se rezó como la anterior.

—Para que Dios nuestro Señor tome en su miselicordia los santosufragios que se acaban de hacer por el alma del defunto, que en pazdescanse, un

Credo

.

Y la reunión le rezó con el mayor recogimiento.

—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo—dijo,santiguándose, la mujer.

—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo—contestó, conla misma ceremonia, su auditorio.

II

—Amén—añadió el pescador de marras, presentándose en la sala con unagran jarra de aguardiente y un vaso en una mano, un plato lleno de quesoen la otra, y un guardia civil

… ó pan de seis libras, debajo delbrazo.

La consabida mujer le salió al encuentro, después de haber tendido otravez en el suelo su mantilla, y aceptó con cierta solemnidad la jarra yel vaso que el marinero le ofreció; en seguida colocó éste el pan y elqueso sobre la mantilla, y sacó del bolsillo una navaja; calló derepente la concurrencia, lanzó el quinto gemido la mujer del

glorificado

, relamiéronse con fruición sus tres hijos, y la que teníala jarra llenó con admirable pulso, hasta los bordes, el primer vaso deaguardiente.

—Para la dolienta—dijo, levantándole en alto.

—Que gloria se le güelva—contestó la reunión.

Sexto gemido de la viuda.

—¡Yo no puedo beber, que no puedo, que tengo un ñudo en el pasapán!

¡Ay, mariduco mío de mi alma!

—Vaya, mujer, que ya no tien remedio; y el perder tú la salú no le hade resucitar á él. Toma un trago, que tendrás el estómago aterecío….

—No ha entrao en él un bocao desde antayer créemelo, por mi salvación.

¡Ayyyy!!

—Pus ahora comerás; y por de plonto, échate eso al cuerpo

á la buenagloria del defunto

.

—¡Ay!, por eso no más lo hago; bien lo sabe Dios.

Y llevándose el vaso á los labios, le agotó sin resollar.

—¡Ay, compañero de mis entrañas!—exclamó en seguida, limpiándose laboca con la manga de la camisa.

El pescador se acercó á ella entonces, y la dió una gran rebanada de pancon un pedazo de queso encima.

Cada uno de los tres huérfanos recibió otra ración igual de pan y quesoy medio vaso de aguardiente, previo el indispensable brindis «á la buenagloria del defunto».

Y obsequiada ya de este modo la familia, el vaso, el pan y el quesocomenzaron á circular por la reunión entre murmullos muy expresivos,oyéndose de vez en cuando aquí y allá, bien por la chillona voz de unamujer, bien por la ronca de un hombre, la frase consabida «á la buenagloria del defunto».

La jarra volvió á presentarse otra vez delante de la viuda. Bebió ésta,bebieron sus hijos; y como al llegar á la mitad del corro faltaselíquido, la escanciadora se retiró al centro de la sala, y exclamó en eltonillo de rigor:

—Á rial, para los dolientes.

—¡Para un rayo que te parta!—gritó la mujer que antes había reñido conella.—¿Adonde se han dío dos azumbres de aguardiente que debía haber enla jarra?

—Pos al colaero tuyo y al de otras tan borrachonas como tú—replicó lainterpelada, con desgarro.

—Oiga usté, desolladora, ¿va eso conmigo?—dijo una tercera mujer.

—Usté lo sabrá…. Y, por último, la que se pica ajo ha comido.

—Es que si fuera conmigo….

—Si fuera contigo te lo aguantarías.

—¡Ó no!

—¡Ó sí, te digo!

—¡Que no, y rete que no!

—¡Que sí, y rete que sí! Y si has pensao que porque está aquí el tumarido me he de morder yo la lengua y me he de amarrar las manos, tellevas chasco…. Mira, pa él y pa ti.

Y la escanciadora del aguardiente, fingiendo una sonrisa de despreciohasta alcanzarse las orejas con los extremos de su boca, escupió enmedio del corro con la desenvoltura más provocativa. Pero su adversaria,no bien llegó la saliva al suelo, rugiendo como una pantera, saltó sobrela retadora, y asiéndola con todas sus fuerzas por el pelo, la hizotocar el polvo con las narices; en seguida, de otro tirón la metió lacabeza entre sus piernas; oprimiósela á su gusto; y tendido el cuerpo,sobre las espaldas de su víctima, alargó la mano izquierda hasta cogerlelas sayas por la altura de las pantorrillas; enarboló la diestra,trémula y amenazante…; y á no acudir la viuda á detenerla, hubieracastigado delante de la reunión á su enemiga, con la ofensa másterrible que se puede hacer á estas mujeres: con una azotina á telóncorrido

.

Detrás de la viuda acudieron algunos hombres, y á fuerza de sacudidas yporrazos, lograron separar á aquellas dos furias, que parecían haberseadherido entre sí.

—¡Dolervos de mis lágrimas!—gritaba la dolorida pescadora.

—¡Vaya usté mucho con Dios, zalamerona, cubijera!—la contestó, con unempellón, la vencedora.

—¡Yo cubijera!… ¡yo!—aulló aquélla, transformándose repentinamenteen una loba rabiosa.

—¡Tú, sí!… Y esa bribonaza que me habéis quitao de entre las manos,te corría los cubijos cuando tu probe marido supo lo que eras: esa tetraía el aguardiente y te vendía los cuatro trapos para comprarlo…. ¡Ytú, tú matastes al infeliz á pesaumbres!

—¡Niégueme Dios su gloria si yo no abro en canal á esta bribona!…

Déjamela, no vos atraveséis delante…. ¡Dame esa cara impostora!…

¡Sal á la luz … que pueda yo echarte mano!

—Deja, que yo la alcanzaré—bramó á su lado la mujer que estuvo á piquede ser azotada, levantando en alto la jarra vacía del aguardiente.

—¡No tires!…—gritaron algunos hombres, corriendo á detenerla.

—¡Quiero matarla!

Y con toda la intención de hacerlo así, despidió la jarra, derecha á lacara de su antagonista. Pero el marido de ésta, que pugnaba rato hacíapor contenerla, al ver el proyectil, bajó instintivamente su cabeza, ycubriendo con ella la de su costilla, recibió en medio del occipital lajarra, que se hizo pedazos, como si chocado hubiera contra un muro.Saltó, rugiendo de ira, pero ileso, el marinero; llegó hasta laagresora, y bañándola en sangre la cara con una sonora bofetada, latendió en el suelo cuan larga era. Merced al desorden que este nuevolance produjo en el

duelo

, la viuda logró alcanzar con las uñas elpelo de su adversaria; zarandeóla un rato á su gusto, gritaron entrambascon horribles imprecaciones, terciaron los hombres en el asunto, hubodiferencias entre ellos, sacudiéronse el polvo algunos; y en pocosinstantes aquella mugrienta habitación se transformó en un campo debatalla, verdaderamente aterradora; batalla que hubiera costado muchasangre, á no presentarse en la sala, muy á tiempo, el Alcalde de mar.

Uno de los chicuelos de la casa, después de ver el giro que tomaba lacuestión, había salido corriendo á la calle en busca de aquellaautoridad, con tan buena estrella, que la encontró al volver laesquina.

La presencia del Alcalde sofocó, como por encanto, los furores delcombate; y eso que el tal personaje era ni más ni menos que un marinerocomo los demás. Pero estaba facultado para llevar á todo matriculadoante el Capitán del puerto; y este señor cumplía la Ordenanza al pie dela letra, y la letra de la Ordenanza era capaz de amansar á una ballena.

Por buena compostura, se desenlazó el drama marchando cada personaje porsu lado, después de pagar entre todos la jarra hecha pedazos.

La viuda, al quedarse sola con sus hijos y el Alcalde, volvió á hacerpucheros y á llorar por el difunto.

—Mira, embusterona—le dijo aquél:—si no quieres que te cruce lascostillas con la vara, te callas la boca.

Vete con esas lágrimas á ondeno te conozcan; que yo ya sé de qué pie cojeas. ¡Hipocritona,borracha!… ¡Á

ver si te levantas de ese rincón y barres la casa y dasde comer á esos muchachos!

—¿Qué he de darles, si no lo tengo?

—Bebe menos, y verás como lo encuentras.

Tras estas palabras y una mirada muy significativa, pero que nada teníade dulce, salió de la sala el Alcalde.

Entonces la contrariada mujer, mordiéndose los labios de coraje, fijómaquinalmente su airada vista en los tres hijos que estaban á su lado, ydió un sopapo á cada uno.

—¡Largo de aquí!—les dijo con furor;—y si queréis comer, dir áganarlo.

Después, excitada por la pelea y aturdida con el aguardiente que habíabebido, se tendió en el suelo, mordiendo el polvo y mesándose lasgreñas.

III

No hace mucho tiempo llegó á mis manos un manuscrito rancio y ahumado,en cuya portada leí, en muy buenos caracteres, el siguiente rótulo:

Entremés de la buena gloria

.

Abríle con curiosidad, y vi que, en efecto, era un sainete, cuyoargumento se reducía á poner de relieve algunas escenas muy parecidas álas que acabo de referir, presenciadas por dos forasteros, asaz pulcrosy timoratos, que de vez en cuando salen de entre bastidores, donde estánocultos, á lanzar al público una andanada de muy saludables, pero muypedantescas observaciones, contra la profana costumbre de las BuenasGlorias

.

No tanto para que se tenga una prueba más de la verosimilitud de micuadro, como para que se conozca el saber de la citada producción, cuyoautor tuvo el mal gusto ó la abnegación, de morirse sin descubrir sunombre[9], voy á transcribir algunas de sus escenas, contando con laindulgencia del benévolo lector:

«……………………….. …………………………

MANUELA. ¿Han venido todas ya?

LUCÍA. Cuéntalas, mojuer.

TOMASA. Veremos.

Una, dos, tres, cuatro, cinco….

MANUELA. Mojuer, Tomasa, ¿qué es esto?;

¿no hay más á esta

Buena Gloria

?

…………………………

…………………………

TOMASA. Y ahora, ¿á cuánto escotaremos?

LUCÍA. Á rial y medio.

MANUELA. Eh, golosa, para espenzar no tenemos. Á dos riales…. ¿Qué lo quieres?; ¿que te lo lleven los nietos? Ve con Judas que te lleve á ti y todo tu dinero. ¿No tienes quien te lo gane?; si fuera yo, probe….

LUCÍA. Cierto que puedes quejarte; vaya, á dos riales escotemos.

(Tienden una mantilla en el suelo, y allí cada uno echa su pitanza.)

…………………………

…………………………

LUCÍA. Tomasa, ve por el vino.

¿Sabes tú dónde lo hay bueno?

…………………………

…………………………

TOMASA. ¿Bastará con cuatro azumbres,

á dos por cabeza?

MANUELA. ¡Infierno! Siempre has de ser estrujada; no sabes cuidar tu cuerpo. Y algunos niños si vienen ¿no han de probar algo de ello? Que traigan veintidós justas: en ocho más no paremos.

………………………… …………………………

(Sigue el coro de los hombres.)

EMETERIO. Juan, á tres riales es poco. Somos cuatro, y cuando menos beberemos doce azumbres.

ANTÓN. Simón, dice bien Miterio.

SIMÓN. ¿Y no ha de haber también algo para atizar el rodezno

?

EMETERIO. ¿Algo de compaño? Sí.

JUAN. Pus ¿qué traerá?

EMETERIO. Traiga queso.

ANTÓN. Mejores son cuatro arenques, pues sin otro surtimiento