Espasmo by Federico De Roberto - HTML preview

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El magistrado se había decidido de repente a ponerlos el uno enpresencia de la otra.

Recordando Ferpierre el relato del juez de paz, según el cual elPríncipe, a la llegada de Julia Pico, se había turbado, poniéndose otravez a temblar nerviosamente y a respirar con ansia, pensaba que tal vezAlejo Zakunine hubiese visto en la mujer una acusadora, y que de allíproviniera su turbación. Pero nada en su expresión revelaba, al anunciodel careo a que iba a ser sometido, que la prueba le pareciera temible.

La doncella estaba en el cuarto mortuorio, prestando al cuerpo de supatrona, antes de que se lo llevaran, los últimos servicios piadosos;después de haber lavado la sangre de la frente y la mejilla, le habíaarreglado los cabellos y cruzado las manos sobre el pecho, poniendoentre ellas un rosario. La pobrecilla no veía lo que hacía, tan espesoera el velo de lágrimas que le cubría los ojos. A su lado estaba laBaronesa de Börne, tratando también de hacer algo, cuidadosa y locuaz, ycuando llamaron a la criada, poco faltó para que la siguiera.

Dos, tres veces tuvo Ferpierre que repetir sus preguntas a la pobremujer, a tal extremo se encontraba ésta trastornada por el dolor. JuliaPico, de cuarenta y cinco años, nacida en Bellano, en las márgenes dellago de Como, estaba en el servicio de la Condesa d'Arda desde la niñezde ésta, cuando vivía en la casa paterna en Milán.

—¿Usted ha dicho que en patrona manifestó varias veces el propósito demorir?

—Sí.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace mucho tiempo... más de un año.

—¿Nunca habló usted de ese peligro al amigo de la Condesa?

—Sí.

Como si no hubiera oído esta afirmación, que desmentía las del Príncipe,ni éste se hallase presente, el juez continuó interrogando a la criadasin siquiera volverse hacia el acusado.

—¿Cuándo se lo comunicó usted? ¿En qué circunstancias?

Procure ustedprecisar.

—El año pasado, un día en que el señor se fue... La señora le rogómucho que no la dejara sola... Pero él se marchó, y entonces la señoralloró mucho, mucho, y habló de la muerte... Cuando el señor volvió, yole dije que tuviera cuidado con lo que ella pudiera hacer.

—¿Qué tiene usted que contestar a esto?—dijo con frialdad Ferpierre,volviéndose hacia el Príncipe y mirándolo fijamente.

—No recuerdo el hecho—respondió éste sosteniendo firmemente la miradadel juez.—He confesado mis faltas, esta mujer me habló alguna vez deellas, y sin duda quería señalarme el peligro, pero nunca me dijo conclaridad lo que creía tener razón de temer.

—¿Todavía en los últimos tiempos—repuso el juez dirigiéndose a lamujer—hablaba de su propósito?

—No.

—¿Cómo explicaba usted este hecho? ¿No tenía siempre las mismas razonesde quejarse?

—El señor la trataba mejor desde hacía algún tiempo.

—¿Es cierto lo que dice?

—No es cierto. Si yo hubiese reconocido ante la Condesa mis faltas, sila hubiera pedido que me excusara, todavía estaría viva.

Zakunine había bajado la vista; hablaba con un acento de remordimientotan sincero que Ferpierre se sintió impresionado.

El dicho de ladoncella de que su patrón había comenzado a tratar mejor a la Condesa, yel de haber éste negado tal cosa al principio, e insistir después en sunegativa, perseverando, por el contrario, en culparse, hacían que laacusación fuera pareciendo menos fundada. Y entonces, siguiendo losargumentos de Vérod,

¿habría que volver las sospechas hacia el lado dela joven estudiante? ¿Querría el Príncipe demostrar que se trataba de unsuicidio, para salvar a su compañera de fe política?

—¿Qué pensaba su patrona de esa mujer que estaba en la casa, de laNatzichet?

—No sé. No la veía.

—¿Pero tenía conocimiento de sus visitas? ¿Estas le desagradaban?

—No se...

El juez creyó ver que la presencia del acusado impedía a la criadahablar libremente.

—Déjenos usted solos—dijo a Zakunine.

Cuando éste desapareció, inclinada la cabeza por la puerta dondevigilaban los gendarmes, el juez se acercó a la criada.

—Oiga usted—la dijo en voz baja, pero con vivacidad y en tono depersuasión confidencial;—nos encontramos en presencia de una graveduda. Mientras las apariencias demuestran que la patrona se ha matado,hay quien asegura que ha sido asesinada.

Nadie mejor que usted puedeayudar a la justicia a descubrir la verdad. Usted creía que ella mismase había quitado la vida: ahora que conoce usted la acusación, ¿no dudausted?

La mujer juntó las manos, indecisa, confusa.

—¡Qué podría decir yo, señor!... ¡Esto es espantoso!... Yo no sé.

—¿Qué piensa usted de su patrón? ¿Lo cree usted capaz de haber cometidoun delito como ese?

La mujer vaciló durante un momento, pero luego contestó resueltamente:

—No.

—¿Por qué cree usted que no?

—Quería mucho a la señora cuando se conocieron. La quería locamente.¡La consoló tanto de sus dolores!

—¿Qué dolores?

—La señora sufría, estaba mortalmente dolorida. En el espacio de pocosmeses había perdido a su padre y a su marido, se había quedado sola enel mundo. También el señor Conde murió de una manera espantosa,aplastado por un tren.

—¿Pero después la trató mal el Príncipe?

—Sí; ofendió sus creencias; la abandonó; pero eso no es una razón parasospechar tan horrible cosa.

—¿Se acuerda usted cuándo, cómo y por qué comenzaron los malos tratos?

—En Italia, cuando el señor fue expulsado de nuestro país.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Hace dos años. ¡Había sido tan grande la esperanza de que allá fueramás bueno, y más suyo!..

—¿Notaba usted disputas entre ellos?

—No precisamente disputas... La señora, cuando quería algo, rogaba; elseñor la dejaba hablar, no contestaba, y después hacía lo que se leantojaba.

—¿Le engañaba con otras?

—No sé. ¿Quién podría saber lo que hacía en las largas temporadas queestaba ausente?

—Ha dicho usted que desde hace poco la trataba mejor.

¿Cuánto tiempohace de eso?

—Tres o cuatro meses.

—¿Cómo notó usted ese cambio?

—Vino a buscarla después de una ausencia muy larga, cuando yo creía queno iba a volver nunca.

—¿Venía de Zurich?

—Creo que de Zurich.

—¿Se quedó mucho tiempo?

—Pocos días, pero después volvió muchas veces, estando nosotros en Nizay aquí. Parecía otro. Parecía temerla.

—¿Cómo se explica usted tal cambio?

—No sabría decirlo. Sin duda, al verla tan triste y enferma, reconocíahaber procedido mal.

—Fíjese usted bien en la pregunta que voy a hacerla: ¿qué era para supatrona el señor Vérod?... Dígame usted lo que sepa. Es necesariodescubrir la verdad, castigar a los culpables, si los hay, vengar lamuerte de esa pobre señora, en el caso de que haya sido asesinada.¿Querría usted que los asesinos quedaran impunes?

—Voy a decir a usted lo que yo creí comprender. La pobrecilla no mehabló nunca de él. Sólo una vez me dijo:—

«Qué amable es el señor Vérod,¿no es cierto?...»—Yo comprendí que su compañía, su amistad le eran muygratas, por más que a veces evitase el encontrarse con él.

—¿Cómo era eso?

—No sé; pero a veces parecía que hasta le tuviera aversión.

Peroaquello pasaba pronto...

—¿Temía, quizá, que el señor Vérod, como todos los hombres, llegara ala larga a no tratarla con la delicadeza que al principio?

—No lo creo. ¡Es tan bueno el señor Vérod! Sin duda temía algo, sí,pero...

—¿Qué temía?

—Se temía a sí misma.

—Entonces, si la Condesa abrigaba esa simpatía, y en el caso de que elPríncipe, como usted, la hubiera notado, ¿no cree usted que cuandocomenzó a tratarla mejor fue por miedo de perderla, celoso de Vérod?

La mujer abrió los brazos y meneó la cabeza.

—No podría decirlo, señor.

—De la rusa, de esa estudiante, ¿qué piensa usted?... ¿Qué venía ahacer aquí?

—Yo no sé, porque, siempre se encerraba con el señor en el escritorio.

—¿Cuántas veces ha estado aquí?

—Tres o cuatro veces.

—¿Nunca sospechó usted que hubiera entre ellos una relación muyíntima... que ella fuese su querida?...

—No podría decirlo. Un día...

—¿Qué?

—La vi besar la mano al señor.

—¿No oyó usted lo que decían?

—Hablaban en ruso. Yo no podía entender.

—Hagamos una suposición. Admitamos que esa mujer amara al Príncipe. ¿Noes verdad que entonces habría tenido celos de la Condesa?

La criada contestó con una ambigua expresión del rostro, que tanto podíasignificar ignorancia como asentimiento.

—Sin embargo, si conocía su desunión, esos celos no habrían sido muyjustificados...—insinuó Ferpierre, oponiéndose a sí mismo estaobjeción, pues en su esfuerzo por ver claro en aquel misterio expresabatodas las ideas que se le iban presentando.—

¿Sabía la rusa que entrelos patrones de usted había discordia?

—No podría decirlo.

—¿Habría notado que el Príncipe trataba mejor últimamente a la difunta?

—No sé, señor.

—¿Y si lo hubiera notado amando al Príncipe, no podrían los celos haberarmado su brazo?

La criada no contestó, casi comprendiendo que el magistrado, más queinterrogarla, no hacía sino hablar consigo mismo, pensar en alta voz.

III

LOS RECUERDOS DE ROBERTO VÉROD

El sol se ponía. Detrás de la cadena del Jura, los rayos de oro quehendían las nubes aglomeradas sobre las cumbres, semejaban un inmensotrofeo de espadas. El lago, hacia la ribera occidental, parecía unainmensa pizarra; después, verde como un estanque por entre las orillasbajas y boscosas de San Sulpicio, recuperaba todo su color azulado allálejos, en la alta cuenca cerrada por los Alpes, cuyas nieves seinflamaban con los últimos fulgores del astro. Dos velas inmóviles,cruzadas como dos alas sobre el agua inmóvil también; una tenue línea dehumo por el lado de Collonges, y ningún otro signo de vida. En medio delsilencio infinito, lejanos toques de campana anunciaban que una vidaacababa de extinguirse.

Al Cielo, a la tierra, a la luz, Roberto Vérod pedía cuentas de aquellavida. A ratos llegaba a perder la conciencia de la increíble verdad:ante el espectáculo que tantas veces había admirado junto con ella, leparecía tenerla aún a su lado; pero después, tornando la mirada ansiosa,la soledad lo aterraba, el horror pesaba más y más sobre él. Y andaba,andaba, sin saber adonde, ansioso de respirar: la inmovilidad lo habríaahogado.

En la cuesta de Lausana, más allá de la Cruz, lo pasó uncarruaje.

Y entonces se detuvo, temblando.

En ese camino, en ese sitio, a esa misma hora, la había visto por laprimera vez: un año antes, un día que erraba por esos lugares, habíapasado ella en carruaje, quién sabe si en ese mismo que acababa dedejarlo atrás. Y su imagen resurgió vivísima, con una luz que lodeslumbró.

¿Qué hacía él en aquel tiempo? ¿En qué pensaba? ¿Cuáles eran susesperanzas? Su existencia no tenía objeto; era una existencia vacía,gris. Treinta y cuatro años, ninguna arruga en la frente; ¡pero cuántasarrugas en el alma! El recogimiento en la reflexión, el asiduo exameninterior, el inveterado instinto y la obstinada necesidad de mirardentro de sí mismo, lo habían envenenado. ¿Vuelve jamás la gota de aguaa parecer líquida perla después de que el ojo armado de una lente havisto dentro de ella un mundo horrible?

Vérod se había contemplado demasiado a sí mismo con el pensamiento, ylas cosas, y la belleza, habían perdido para él todo su encanto, y loque cuesta el gozo lo sabía ya demasiado, y la esperanza se habíaconsumido en su pecho. En otros tiempos, en edad más temprana, se habíasentido orgulloso de su facultad para el examen como de una verdaderapotencia; pero los años le habían hecho ver que en aquello estabaprecisamente su desgracia. En el mundo de las ideas, los horizontesextremos, las altas cimas le eran familiares; en la vida práctica, suspasos eran menos firmes aún que los de un niño. Y cuando intentaba unareacción contra esa impotencia, reconocía que su voluntad era ineficazpara conseguirla, que se encontraba condenado a una vida infecunda.Nacido en la confluencia de tres civilizaciones, procedente de unaraza, en la cual se habían confundido demasiados elementos étnicos,atraído en diversos sentidos por los instintos hereditarios y por losconceptos adquiridos, veía que no podía gustar otros goces que los delárido pensamiento.

Había vivido: ¿pero cómo? Como el visitante de un cosmorama que creyeraen algún momento estar delante de los espectáculos representados enéste; es decir, a sabiendas de que están pintados en cartón, Vérod nocreía en la vida. Los insensibles objetos, las inanimadas obras de artepueden ser iluminadas, pero siempre quedarán como son, frías, mudas,inertes; así había amado él a las criaturas vivientes. Y en cuanto alsentimiento, en un tiempo había soñado, no en cambiar la naturaleza delas cosas, porque ello era imposible, pero sí en ser comprendido dealguno de sus semejantes; y porque jamás ese sueño se había realizado,una expresión de soberbia lo había persuadido de que tenía una almadistinta de las demás, de que valía más que los otros. Y su soberbiahabía sido castigada con la espantosa soledad que lo rodeaba.Entristecido más aún por efecto de la soledad, una idea subsecuente lehabía demostrado que, sin embargo de valer las criaturas humanas, pocomás o menos, las unas tanto como las otras, todas están condenadas a noentenderse jamás.

Así, con esa fe desesperada, con la amarga complacencia de haber sabidocomprender la estéril verdad, había vivido años, y estas opiniones sereflejaban demasiado fielmente en su arte, que era negador, frío yamargo. Proclamando que la vida es un engaño, que no hay distinciónentre los sentimientos del nombre consciente y las ciegas potencias dela Naturaleza, que todo se reduce en el mundo a un mecanismo impasible,no creía tener ya razón de vivir y su vida era una continua muerte.Refrenaba todas sus tentaciones, comenzando por la de morir, y con elfuror de un iconoclasta, destruía dentro de sí todas las imágenes de lascosas y de los seres. Años hacía que vivía así, cuando ella se leapareció.

Y allí la volvía a ver, en el carruaje que subía lentamente la cuesta,acompañada de otra dama: sus miradas se cruzaron rápidamente. Suaparición lo había dejado aturdido: ¡qué blanca, qué pálida estaba! ¡quécansada parecía! Y ¿qué decía esa mirada?

La misma noche la había vuelto a encontrar en la Casa de Salud, donde unmédico amigo trataba de persuadirlo de que, con un poco de agua tibiasobre las espaldas, se curan los males del espíritu. ¡Otro era elremedio que él necesitaba! Ni las duchas, ni el aire, ni el ejercicio delos músculos podían nada contra su dolor. Y otra vez, en el terrado dela Casa de Salud, había pasado por delante de ella, más de cerca, y pormucho que ese encuentro hubiera sido tan rápido como el primero, habíatenido tiempo de notar que su extenuada belleza se había reanimado eiluminado de improviso. ¿Qué decía esa mirada?...

Las sombras surgían ya más densas de la cuenca del lago. Las nubes,antes doradas, se habían puesto grises, y sólo en algunas fajas cobrizasy violáceas se veía que la luz no había muerto del todo. Un reflejo deaquellas coloraciones daba al agua estancada los tonos de una láminametálica. Las rápidas faldas de los montes saboyanos parecían caer apique sobre el lago, y las cimas se destacaban negras sobre el clarofondo del hielo, como cortándola. Vérod echó nuevamente a andar,anhelante.

La proximidad de la noche lo aterraba. ¿Qué iba a hacer en la noche? Dedía, por lo menos, adonde quiera que volviese los ojos, veía algo que lehablaba de ella, y volvió a verla como tantas veces la había visto,bañada por los últimos reflejos del sol, contemplando inmóvil el mudoespectáculo de la puesta del sol; y contenía la respiración y el paso,como antes en presencia del cuerpo viviente, temeroso de verladesvanecerse, de perderla.

¡Y había desaparecido, se había desvanecido,la había perdido!

¡Cuántas veces le había oprimido el corazón esesentimiento de pavor! ¿Era aquel un ser hecho para la vida terrenal?¡Cuántas veces la había oído decir, hablando de lo futuro, de lo quedebía hacer tal día: «¡Sí estaré todavía en el mundo!...» Y Vérod sedetuvo sin poder ver nada más, los ojos cargados por el llanto, y sudolor era tan agudo e inefable, que casi se convertía en una mortalvoluptuosidad. El llanto había sido la voluptuosidad de ese amor: elgozo, la esperanza, la compasión, el miedo, el dolor, todo lo habíahecho llorar.

La impresión que sintiera al verla por primera vez había sido tanfuerte, que de pronto no había podido darse cuenta de toda su hermosura.¿Consistía su mayor seducción acaso en la gracia lánguida y casivacilante de su cuerpo alto y delgado, o en la pureza de las líneas delgracioso rostro, de la frente tersa como si fuera obra de un escultor,coronada por copiosos cabellos negros que le descendían en dos bandaspor las sienes y la daban un parecido con la Virgen, o en la dolorosadulzura de la mirada, en la expresión profunda de una alma ansiosa?

Una contemplación más atenta le había hecho comprender después que todosesos detalles juntos formaban el evento de su persona; pero entoncestambién había visto que aquella belleza no era durable. Había días,había horas, en que la flacura de las mejillas parecía demasiado grande:todas las líneas del rostro se alteraban, como próximas a desfigurarse;la tez, no iluminada en esos momentos por la llama interior, se poníalívida, la mirada aparecía velada y casi ciega. Pero esos repentinosapagamientos que no parecían más que las declaraciones de una bellezademasiado grande y casi fuera de lo humano, le habían hecho temblar demiedo a él, pues le revelaban la amenaza que pendía sobre la vida de suamada. El sentimiento de admiración que ese ser encantador despertabapor doquier en los momentos de su máximo esplendor, se tornaba entoncesen solícita compasión; y la que embargaba el corazón de Vérod, por esafugaz y frágil hermosura, tenía mucha más fuerza que lo que hubieratenido su admiración por cualquier otra hermosura soberbia y triunfante.

Todavía recordaba las palabras que había oído en noche ya lejana, cuandoen uno de esos momentos de tranquilidad demasiado raros, había cedido ala insistencia de una multitud alegre, y se había puesto a tocar elpiano. Una música embriagadora salía del sonoro instrumento, y lamisteriosa virtud de la melodía era para el alma del joven unaexplicación del por qué de la sobrehumana belleza que esa repentinaanimación hacía brillar en aquel rostro. Y ante tan máximo grado demaravilla, se sentía humillado y casi ofendido, diciéndose que cuantomayor fuese la superioridad de esa mujer, mucho más difícil le seríaacercarse a ella y tanto más insignificante o indigno debía juzgarse.Pero cuando más oprimido sentía el corazón, por la conciencia de ladistancia que lo separaba de ella, vio de improviso, que sin que lasmanos de la pianista interrumpieran la ejecución del Largo de Bach,que tocaba, la púrpura de sus mejillas palideció, la maravillosa purezade las líneas de su rostro se alteró, se disolvió. En ese momento, unode los espectadores, que él creía embargados por un sentimiento igual alsuyo, se le acercó, y señalándosela le dijo:

—¡Mire usted! ¿No es una lástima? A no ser esos repentinosdesfallecimientos, ¡qué hermosura tan perfecta! ¡Sería verdaderamenteinsuperable si no decayera así, de un momento a otro!...

Y entonces, de improviso, desaparecieron su angustia y su tristeza: yano la sentía tan alta y lejana de sí; por el contrario, la veía cerca,la consideraba suya, pues en su alma nacía, no el descontento que elotro expresaba, sino un ímpetu de ternura que lo inducía a pensar en laenferma, un sentimiento de pena y compasión, una necesidad de prodigar ala dolorida criatura los cuidados más asiduos, el afecto más solícito,de recompensarla de sus pasados dolores, de colmarla de felicidad.

¿Había conseguido realizar esa obra?...

Otra vez su atención se trasladó del cielo de los recuerdos alespectáculo que tenía a la vista. Las primeras luces brillaban ya sobreel fondo pálido del crepúsculo, en las orillas del lago y por las faldasde los montes saboyanos; el fanal de una barquilla, cual astro luminoso,trazaba una estela en el agua. Marcharse, huir, desaparecer: sólo asíhabría podido evitarla a ella otros dolores y evitárselos a sí mismo.Tentado se había sentido de huir, pues la turbación que lo embargaba consólo mirarla de lejos, le hacía considerar el fuego terrible que leabrasaría al acercársele. Y se acordaba de las cartas que había escritoese día para anunciar su partida, cartas en que la tristeza de larenuncia a una adoración que presentía dominante, se ocultaba, sedescargaba en acusaciones a la vulgaridad del lugar y de sus pobladores.Pero una vez resuelto a alejarse se había quedado, aplazando la partidapara saborear la perfumada dulzura de la última contemplación, y, porfin, un día, pudo hablarla. Ya podía oír su voz, una voz reposada, queera armonía lenta, música velada, eco de una alma profunda. ¡Qué sutilvirtud había en sus palabras! Cada una de ellas le parecía nopronunciada antes por nadie, creada con talento supremo para que ellaexpresara sus pensamientos recónditos. Y para oírla, se había quedado.

Su alma fue desde ese instante el asiento de la más absoluta admiración.Jamás había creído llegar a depender así de una criatura humana.Recorriendo con la memoria sus pasados amores, nada encontraba que separeciera a la presente realidad.

Esos amores habían muerto, totalmente,pero no por eso les negaba la fuerza que habían ejercido sobre él, nitampoco le parecía que ahora desaparecieran ante esa ley natural quehace que los recuerdos tengan vida más débil e importen menos cuanto másgratas sean las impresiones actuales: la nueva aparición triunfabaenteramente por su propia virtud, desterraba todos los fantasmas oimágenes de lo pasado con la pureza de su luz.

Y su admiración por ella crecía por lo mismo que ese amor repentino enél estaba dedicado a una alma que le era aún desconocida. La idea de labelleza se asocia naturalmente a las de la bondad y de la virtud, queson contiguas, hasta el punto de que nada sea más fácil que atribuirestas dotes a los seres hermosos; pero ¿acaso no estaba acostumbrado, nosolamente a defenderse de las deducciones demasiado naturales y nocomprobadas todavía, a observar con igual penetración a los otros, a símismo y a la vida; acaso no había concluido por negar a ésta todaimportancia? ¿De modo que iba a pagar su larga, enérgica, desesperadaresistencia a todas las seducciones, con una alucinación repentina? Lamejor prueba del cambio que se había operado en él, era ésta: que ya nose complacía, como en otros tiempos, en la fatigosa e infecunda labor deexamen íntimo, en la continua alternativa de la duda, sino que, dejandode mano toda discusión, casi obedecía a una voluntad extraña oimperiosa.

La expresión de esa voluntad estaba en sus miradas, que ledecían: «Ama y vive, cree y vive, espera y vive.» Y él se sometió a esaorden.

El acto de la fe que había ejecutado al atribuir el más aquilatado valoral ser de su elección, se fortificaba cotidianamente con múltiplespruebas. ¿Podía pensar que estaba en un engaño, cuando todos en tornosuyo participaban de su sentimiento? En todos los labios había palabrasde admiración hacia ella, y en los hechos se revelaba tal cual aparecíaa la vista; era buena, cariñosa, compasiva, llena de gracia y encanto.Como no parecía hecha para la vida del mundo, tenía constantemente fijosen el Cielo la mirada y el pensamiento. Cuando salía en su busca, cuandotenía necesidad de verla, estaba seguro de encontrarla en algunaiglesia, de rodillas, humillada ante Dios.

¡Cuántas veces, sin que ellale viera, había entrado a verla en aquellos silenciosos lugares, ycuántas horas inefables había vivido así! Recordando que él tambiénhabía creído, recordando el alma ingenua que había muerto en él, ante laesperanza de poder creer todavía para sentirse más cerca de ella, paracomunicarse con ella, ¡cómo había llorado, envuelto en una tranquilatristeza, en tímido gozo!

Un día, en Evian, la había acompañado a una capilla donde se celebrabauna fiesta que atraía a los creyentes desde los lugares más lejanos, yél también había inclinado la descreída frente, lo mismo que todosaquellos seres humildes, pero no tanto para seguir el ejemplo de losfieles, como para ocultar el llanto que le cegaba. Otra vez, en lamontaña, se habían detenido delante de la rajada puerta de unacapillita, en cuya cerradura estaba puesta la vieja y mohosa llave; ellatrató de abrir con su débil y blanca mano, pero inútilmente, y entoncesél dio vuelta a la llave, y en el momento de abrir ante su devotacompañera el sagrado lugar, pensaba cuán grande era la secreta fuerza deesa debilidad aparente: la pobre mano se había cansado en vano y parecíatener que renunciar a su intento; pero un musculoso brazo, puesto a suservicio, había vencido por ella el obstáculo.

Y entonces, se había sentido devorar por la necesidad imperiosa de besaresa mano dolorida, de besarla devotamente en el dorso, de besarla conavidez en la palma; se había sentido devorado por el deseo de sentir elcontacto de esa mano milagrosa en su cálida frente. ¿No era tancaritativa y bondadosa aquella mano? ¿No la había visto él un día curarcariñosamente a un herido, a un pobre loco, de cuya insania moral todosreían y ella sola se compadecía? El hombre había sufrido una caída,derramando sangre, y a la vista de ésta, al oír las palabras delinfeliz, menos sensatas aún que de ordinario, las risas cruelesaumentaban: ella sola, como una hermana de caridad, había sabidoatenderlo y curarlo. Su mano, que era suave y ágil, rápida y diestra enel ejercicio de la caridad, estaba animada por una vida pródiga de símisma; era una mano larga, flexible, fresca como una hoja; él, cuando laestrechaba, sentía en realidad la frescura de una hoja lozana.

Y los recuerdos, los dulces, luminosos, imperecederos recuerdos loperseguían en la noche serena, bajo aquel cielo verde como la esperanzaque ella había despertado en su corazón. Ella había infundido vida a sualma muerta, ella había sido la vida de su alma. Todo aquello en queella creía, lo simple, lo bueno, lo eterno, había concluido por sercreído por él. Y ella había realizado ese prodigio naturalmente, sinquererlo, con la sola virtud de su presencia, como la vista del sol hacecreer en la luz,

como

practicaba

el bien

porque

había

nacido

parapracticarlo. Y un sentimiento nuevo, inaudito, increíble, había invadidoel corazón de Vérod, un sentimiento que habría debido ocasionarle unapena intolerable, pero que él soportaba con resignación, casi conplacer. El codicioso instinto quería apoderarse de aquel ser milagroso,hacerlo enteramente suyo, mientras la razón reconocía que el amor de unosolo no debía substraerlo