«¡Cuánto se quieren papá y el Conde! Se parece a papá, su amigo; esbueno como él, y casi tiene su mismo aspecto...
»Hoy me ha mandado el Conde las novelas de Walter Scott...
Hoy herecibido de nuestro buen amigo los dramas de Metastasio...
»Todavía se ejercita el Conde en la esgrima, mientras que papá la hadejado desde hace mucho tiempo. Han hablado del asunto con motivo delduelo que Tasso describe en Jerusalén libertada: el Conde ha desafiadoen broma a papá, pero éste ha contestado meneando la cabeza: «Esas noson ya cosas de nuestra edad!...»
¡Esta respuesta me ha disgustadotanto! ¿Entonces se cree viejo?
¡Y apenas tiene cuarenta y nueve años!Esa contestación debe haber desagradado también a su amigo, pues éste nole ha dicho nada, y se marchó más temprano que de costumbre...
»Nuestro amigo ha mandado hoy a casa tantos libros ingleses, que no sédónde ponerlos. Noto que casi siempre somos de la misma manera depensar respecto a los libros que escogemos; pero él ha leído y estudiadotanto, que yo no me arriesgo a decir mi opinión cuando me la pide;entonces él me dice la suya, y a mí no me queda más que aprobar...
»Ahora comienzo a crear valor y a emitir mis juicios de cuando encuando, y él alaba mi gusto...
»¡Todavía libros! Papá ha dicho en broma que el Conde es mi librero.
»Ahora sí que es mi librero: me ha pedido permiso para colocar el escudode la casa Albizzoni sobre su librería, y yo se lo he acordado. ¡Cómo seha reído!
»¡Me gusta tanto ver reír a papá y a su amigo! En las personas queordinariamente son serias, la risa tiene otro valor, no alegra tantocuanto enternece.
»El Conde ha dibujado hoy nuestro escudo, «para ponerlo sobre sulibrería:» dibuja muy bien y con una facilidad extraordinaria. Me haexplicado que el escudo para las señoritas es de forma distinta del delas señoras y de los caballearos: toda la noche ha hablado de heráldicay de nobleza, y yo he aprendido una cantidad de cosas que ignoraba.
»Papá, que se ocupa siempre de mis vestidos con tanta escrupulosidad, nohace lo mismo respecto a los suyos, y yo he tenido que rogar a su amigoque le persuada de que debe ocuparse algo de sí mismo.
»Conversando entre ellos de las cosas de la moda, papá ha observado, yyo también, porque es verdad, que su amigo se viste, desde hace algúntiempo, con una elegancia exquisita.
Siempre me dice, ya haciéndome verel corte de su «jaquette», ya los pliegues de su corbata: «Esta es laúltima palabra de Gironi.
Esta es la última palabra de Vassier...»Gironi es el sastre.
Vassier el fabricante de corbatas.
»Hoy tenemos más libros; pero esta vez vienen acompañados de unatarjeta como las que reparten los negociantes para difundir sudirección. Arriba está nuestro escudo, dibujado con perfección, y luegoestas palabras: «Librería internacional de Luis d'Arda; proveedor de SuGracia la Marquesita Florencia Albizzoni Vivaldi...» ¡Cómo se ha reídopapá! «¡Esperamos la factura!» le ha dicho, siguiendo la broma, y elConde, muy serio, ha contestado: «Nuestra casa cobra a fin de año.»
»Ahora, hasta papá me llama «Vuestra Gracia», y cuando hablan de míentre ellos dicen siempre: «Su Gracia la Marquesita.» ¡Mi Gracia estámuy agradecida a tanta gracia!...
»El Conde—lo he sabido hoy,—es más joven que papá: tiene cuarenta ycuatro años. No sé si esto me agrada o me desagrada...»
Una página blanca interrumpía el diario en este punto. El manuscritovolvía a comenzar después, con otra tinta y hasta con letra algomodificada:
»Hoy partimos. Hace seis meses que no escribo. ¡Cuántas cosas en estetiempo! No importa que nada haya escrito en estas páginas: todo estáaquí, en la memoria, en el corazón. Luis ha llorado, papá trataba demostrarse fuerte, pero no lograba contener su emoción. Y cuando los hevisto abrazarse, con ojos risueños, y llorosos, entonces he llorado yotambién. Su Gracia la Marquesita Florencia Albizzoni Vivaldi no existeya...»
Y el juez Ferpierre, deteniéndose, pues el manuscrito se interrumpía denuevo, reconstruía con la imaginación lo que la narradora había callado.
El Conde d'Arda, que había visto nacer a la hija de su amigo y de niñala había querido como un segundo padre, en presencia de la jovencitadebía haberse sentido dominar por un sentimiento distinto, más dulce yatormentador. Había tratado primero de resistir, pensando en la grandesproporción de la edad, sufriendo en secreto y casi avergonzándosecada vez que su amigo, todavía ignorante de lo que le pasaba, aludía ala juventud de ambos como cosa lejana; pero el amor había sido el másfuerte y había impuesto sus persuasivos razonamientos. ¿Podía llamarseviejo, cuando sólo tenía cuarenta y cuatro años? Si su persona y sucarácter no desagradaban a la jovencita, ¿qué importaba la diferencia deedad? ¿La experiencia que había adquirido con los años, no hacía de élun partido más conveniente que tantos otros?... Pero sobre todo, laamistad que lo unía al padre, ¿no era una garantía de que consagraríatoda su vida a hacer feliz a la hija? Con su asidua e íntimafrecuentación de aquella familia ¿no era ya como si hubiera entrado aformar parte de ella?...
Y este argumento debía haber persuadido a la niña. Sin duda el Marqués,asombrado al darse cuenta de lo que su amigo deseaba, había vaciladoantes de apoyar su pretensión, y en todo caso había dejado a su hijalibre de acogerla o refutarla; pero con igual certidumbre se podíapensar que la idea de confiar la joven a un corazón probado ya como elde aquel amigo, debía haberle sido grata. La jovencita, leyendo en elalma de su padre como en la suya propia, comprendiendo su secretainclinación, segura del afecto del Conde, debía haber sufrido, por esasdos personas queridas, y también algo por sí misma, ante la idea de quesu intimidad de tantos años, pudiera concluir un día, y por lo tantohabía aceptado el partido que iba a hacer imperecedera esa relación: noconocía a otros hombres, todavía no sabía establecer las diferenciasentre un amor y otro amor, y había consentido.
Ferpierre veía confirmadas sus deducciones en las páginas posteriores.Aunque éstas tampoco tenían fecha, debían haber sido escritas despuésdel viaje de novios:
»Nada ha cambiado, pues, estamos juntos como antes.
Entonces, Luis iba anuestra casa: ahora papá viene a vernos. No ha querido que viviéramostodos en una casa: ¡a mí me habría gustado tanto! Y a Luis también. Todolo que me gusta a mí le gusta a Luis: nuestro acuerdo respecto a lascosas del arte y del pensamiento continua en lo relativo a la vida.
»Papá me pregunta si estoy contenta: yo doy gracias al Señor, de lafelicidad que me acuerda. Que nos acuerda: él no quiere creer en lo queha sucedido. La idea de que casándome pudiera sentirme desgraciada, erasu tormento.
»Luis me pregunta si lo amo: yo no sé cómo probárselo.
»Me parece que ambos dudan, el uno de mi felicidad, el otro de mi amor.Ellos no insisten en pedirme seguridades, pero en sus miradas, leo unasecreta ansiedad, como si creyeran que les oculto algo. ¡Todo eso porquemi marido tiene cuarenta y cuatro años! ¡Si tuviera treinta y cuatro,no dudarían!...
»¡Qué placer! ¡qué placer! Por fin he podido persuadir de la verdad aLuis. Le había dicho, en el viaje, que en este libro tenía escritos misrecuerdos del día en que salí del colegio, y le había prometido dárselopara que los leyera. Su deseo era saber sí hablaba de él, qué decía desu persona, qué opinión me había inspirado. Cuando regresamos del viaje,no volvió a pedirme el libro, y el otro día, que le habló yo misma deéste, me contestó que no quería leer mi diario. La razón que me dio nome pareció buena: decía que lo que yo había confiado al papel no debíaestar muy claro. La verdad es que seguía teniendo miedo de descubrir queno me había parecido bastante joven, que me había agradado poco.Entonces le rogué que se sentara a escucharme, y comencé la lectura.Cuando llegué a las últimas líneas me rogó, con los ojos humedecidos,que se las explicara. Las últimas líneas, anteriores a nuestromatrimonio, dicen así:
»El Conde es más joven que papá: tiene cuarenta y cuatro años. Yo no sési esto me agrada o me desagrada.
»Yo se las he explicado como mejor he podido. Al saber que era más jovenque papá, sentí pena por mi papacito, pues veía que su vejez seaproximaba; pero después, pensando en que papá me tenía a mí, mientrasque su amigo era solo, me consolé y hasta me pareció justo que éstefuese más joven, para que pudiera casarse también y formar familia.
»¡Cómo me ha abrazado Luis! ¡Qué ojos tan risueños! ¡Qué palabras deamor! ¡Nunca lo he visto tan feliz, ni el día que le di el sí! Ahora nopuede creer que sus cuarenta y cuatro años me parezcan demasiado: yaestá hasta persuadido de que la idea de casarme con él no debióparecerme tan extravagante como él y papá temían. Lo cierto es que mepareció bastante natural, y aunque hubo un momento en que me fijé en queLuis tenía doble edad que yo, después reflexioné que la edad de loshombres no se cuenta como la de las mujeres. Y además ¿quién calcularíacuarenta y cuatro años a mi marido? Lo que importa no es la edad, sonlas cualidades del alma, y de la bondad de Luis yo tenía esta prueba:que es amigo de papá. Todo lo que le había oído decir en dos años deintimidad me demostraba que su manera de asentir era delicada, fina,exquisita, que su inteligencia era elevada y selecta, que su cultura eravariada y profunda.
»Y ahora comprendo que la cuestión es otra. Luis no temía tanto noparecerme suficientemente joven, como desagradarme como persona, comocara.
»Pues bien, si algunas veces he considerado estúpida mi costumbre deescribir estas notas, y, si en cambio, en otras ocasiones las heaprobado, hoy me parece que ha sido en realidad una fortuna haberlasescrito, porque he podido, mediante ellas, convencer a Luis de lo quepensaba de él en ese tiempo. ¡Y ojalá hubiera escrito bien todas misprecisas impresiones de aquella vez que, desafiando a papá en chanza,tomó del trofeo un florete y se puso en guardia! Estaba tan bien con elarma luciente en la mano y la mirada relampagueando como la espada; eratan fuerte y ágil, que me pareció verdaderamente un ser destacado de unade esas novelas de Walter Scott que tanto me agradan. No se me habíaocurrido aún que pudiera casarme con él, pero sí pensaba con gusto enque podía ser la dama por la cual ese caballero descendía a la arena. ¡Ysi supiera qué placer de otro género, no experimentado aún, sentí cuandome envió aquella tarjeta en que se titulaba en broma: Proveedor de SuGracia la Marquesita Florencia. En esa tarjeta se hallaban juntosnuestros nombres, como en un parte nupcial; ¡estaba escrito! Tampocoentonces pensó con precisión que un día hubiéramos podido unirnos comoestamos ahora; pero noté, sí, que nuestros nombres estaban en el mismotrozo de cartulina, que él era quien los había juntado, que me habíallamado Su Gracia, y sentí que el corazón me latía con fuerza, con muchafuerza...
»¡Ah! Si hubiera escrito todo esto, Luis no dudaría ahora.
Poco me hafaltado para contárselo, pero me he callado, en parte porque él seencontraba en una de esas horas de duda, en parte porque he creído quemejor sería escribirlo en este libro, donde él lo leerá algún día.Puesto que no me cree, no merece que le diga nada: mejor lo confío aestas páginas, que están destinadas a desengañarlo. El hecho de que loescriba más tarde de lo que he pensado no quiere decir que no seaverdad...»
Y debajo de aquellas palabras, en caracteres más gruesos, másirregulares, trazados con mano temblorosa, estaba escrito esto:
«¡Ha leído! ¡Ha creído!...»
Así continuaban aquellas memorias, llenas de expresiones de una alegríaíntima, reveladoras de una alma amante, cándida y sincera, de lo que eljuez Ferpierre estaba casi enamorado.
Casada la jovencita en aquellas condiciones, con un hombre que podía sersu padre, ¿no era de prever que al renunciar a la felicidad ardiente, yobtener, en la mejor de las hipótesis, una dicha tranquila, se sintieratarde o temprano inquieta por la idea de un bien mayor?...
Las confesiones de la muerta destruían esa sospecha. Ferpierre opinabaque si la narradora no hubiera sido feliz, si hubiera visto que se habíaengañado al casarse con el Conde d'Arda, lo habría confesado sincera,completamente; pero ya una vez había reconocido que sentía algo que nopodía escribir, y sin duda no habría declarado redondamente su engaño,pudiendo creerse también que, en vez de velarlo habría preferido noescribir nada: el silencio habría sido entonces más elocuente. Mas,lejos de callarse, lejos de aludir a su desengaño, insistía tanto en lasmanifestaciones de un afecto a la par ingenuo y ardiente, que el juez nopodía dudar de su sinceridad.
Por otra parte, ¿era en realidad increíble aquel amor de una joven deveinte años por un hombre de más de cuarenta?
Ferpierre, paraexplicárselo no tenía tanto en cuenta las cualidades morales del esposo,como las físicas: entre los papeles encontrados en la casa de la difuntahabía visto algunas fotografías de parientes y amigos, dos de lascuales, según declaración de Julia Pico, eran del Conde: la figura deaquel hombre era hermosa, fuerte y noble, y tenía tanta expresión, queel amor de la joven esposa estaba justificado. Y en páginas y máspáginas no hablaba más que de él: refería, orgullosa, todas las pruebasde amor que le daba su marido, transcribía sus palabras enamoradas, sealegraba al ver que ya creía en su amor, al saber que su padre estabaseguro de su felicidad.
Otra página blanca interrumpía de nuevo el diario bruscamente; y en laque seguía no había más que este escrito:
«¡Padre, padre mío, vive! ¡Vive para mí!...»
Y nada más.. A Ferpierre le parecía oír el grito del desesperado ruegoque desde la cabecera del padre agonizante, exhalaba el pecho de la hijaamorosa. Pero en vano: en la página siguiente había un mechón decabellos grises, sujeto por medio de dos cortes, en la hoja, y en elmargen una fecha: 3 de junio de 1886. Después, el libro estaba llenosde recuerdos del muerto: la Condesa confiaba a aquellas páginas sus máscaros recuerdos de hija, con un dolor tan acerbo, pero al mismo tiempoconsolado por la esperanza cristiana, que en ciertos párrafos parecíahablar aún del padre vivo, como al principio del libro. Pero el juezrecorría rápidamente esas páginas, impaciente por llegar al drama quepresentía ineludible.
¿No era fatal que con el tiempo, con la vejez del marido, la calma felizde esa mujer tuviera un fin? ¿Cómo haría para hablar de la tentación?
No hablaba de ella. Había, sin embargo, en el diario, una laguna másgrande que las precedentes, la letra aparecía, después de unainterrogación, todavía más modificada, y el sentido de las nuevasanotaciones resultaba incomprensible.
«...Ahora estoy segura de ello. Todas sus palabras me vuelven a lamemoria. Entonces yo sonreía, me ensoberbecía al oírlas: hoy pago misoberbia. Pero hay momentos en que temo que la culpa sea mía. ¿Quéhabría hecho otra en mi lugar? La culpa la tiene ciertamente miignorancia, mi inexperiencia...
»¿No quería o no podía hablar? Sin duda no quería ni podía.
Una sola vezle pregunté: ¿Pero cómo? ¿Cómo ha sido?...
Todavía lo oigo contestarme,desviando la mirada: «Otro día...»
«En su opinión, el matarse no era un mal imperdonable.
Matarse por nopoder vivir era una vileza; pero en otros casos la muerte voluntaria noera para él condenable. Muchas veces discutimos este problema, y él medemostró que el mundo honra justamente a quien se substrae con la muertea la servidumbre, a la vergüenza, al deshonor; a quien, con matarse,salva o ayuda a sus semejantes. Matarse para castigarse—decíatambién,—es un acto de justicia...»
La incertidumbre de Ferpierre sobre el significado de estas palabrasduró poco: el pensamiento de la narradora se iba precisando de página enpágina. Creía la Condesa que su marido no había muerto por casualidadsino deliberadamente; que al hallar una muerte tremenda bajo las ruedasde un tren él la había buscado.
«Las personas que estuvieron presentes decían, y dicen todavía, que nocomprendían cómo no había oído los gritos que todas ellas lanzaban, nivisto sus ademanes desesperados. Uno de esos vértigos que sufría en elúltimo año, sería la explicación de lo sucedido, si yo no supiera...
»Lo embargaba una mortal tristeza. Cuando le preguntaba el motivo deésta, me miraba tan dolorosamente como si temiera perderme en seguida.Un día, muy lejano ya, cuando por primera vez me habló de su vida desoltero, ¡había tanto desdén en sus palabras! Y la convicción de haberseapartado por fin del error, de la culpa, ¡lo reconfortaba tanto!...
»No obstante su bondad, era severo y casi implacable para los extravíosde las pasiones. La ruina de un amigo suyo que había abandonado a sufamilia le parecía merecida, y ni su muerte en la soledad y en lapobreza lo inclinaban a ser indulgente para con él...
»Yo me daba cuenta de lo que pasaba, pero no hablé. Tenía miedo, teníamiedo hasta de pensar.
»No soy sincera, no lo digo todo...»
Y Ferpierre, viendo que ya en las páginas siguientes no hablaba deldrama, se detuvo una vez más, para meditar lo que había leído.
Entre aquellas dos almas se había insinuado la tentación; pero quien lahabía acogido ¡era el hombre, no la mujer! Las últimas palabras: «No soysincera, no lo digo todo...» ¿significaban acaso que no acusaba a sumarido, porque tampoco ella, por su parte, se sentía limpia de pecado?Por más que el juez con su experiencia creyera pocas cosas imposibles,por más que hubiera previsto ya el día en que el tranquilo afecto de unmarido demasiado viejo no bastaría a la esposa demasiado joven, la ideade que la Condesa hubiera podido caer le repugnaba. Había cobradoFerpierre tal afecto a la persona de la difunta al leer su historia, laveía tan noble y pura, sentía en todas las páginas de aquella confesiónuna sinceridad tan ingenua, que el sentido de la reticencia aparecíanaturalmente justificado. «Tenía miedo de pensar. No soy sincera, no lodigo todo...» ¿No pensaría, en el momento de escribir esas palabras, quela traición del marido a quien ella había dedicado todo su amor, latraición de quien había dudado de su amor creyéndole indigno deposeerlo, de quien había prometido dedicar toda su vida a merecerlo, aconservarlo, era en él una grave culpa, y para ella un castigoinmerecido? ¿No pensaba que aquel hombre había mentido o se habíavanagloriado de una fuerza que le faltaba? Si también sobre ella habíanobrado turbadoras seducciones, y había sabido domarlas y alejarlas,ella, que a juicio del mundo habría sido más excusable al acogerlas, ¿noera natural que juzgara severamente la debilidad de ese hombre? Todo eldolor que el desengaño, que la ciencia del mal hasta aquel díainesperado iban despertando en el alma de la esposa, se expresaba enaquella frase: «Tenía miedo de pensar...» y Ferpierre, leyéndola otravez, se afirmaba en su explicación, reconocía que la imprevista soluciónera lógica: ilógico, o por lo menos poco atento a los antecedentes,había estado él mismo al prever un desenlace contrario.
¿Era acaso muy natural que el Conde d'Arda, después de haber llevadohasta los cuarenta y cuatro años la vida necesariamente disipada delsoltero rico, sin sentir más temprano la necesidad de un afectolegítimo, se redujera permanentemente a la existencia del maridoejemplar y se contentara con el ingenuo amor de aquella jovencita? ¿Yera inadmisible, inverosímil, que la esposa enamorada, ignorante delmundo, circunscribiera todo el gozo de la vida a su nuevo estado?
Los pormenores del drama escapaban a Ferpierre, pero éste losreconstruía con la imaginación. Otra mujer, una mujer en todo distintade la Condesa, había seducido a Luis d'Arda: éste había tratado deresistir, persuadido de que cometería una infamia traicionando a lajovencita, dándole el ejemplo del mal, él, a quien no sólo el deber sinotambién el interés, aconsejaban seguir por el recto camino que alprincipio se había trazado; pero la tentación lo había vencido. ¿Qué sedebía pensar de la sospecha de la Condesa, de que él mismo se había dadola muerte? ¿Que su alma elevada atribuía al esposo la decisión decastigarse, ya que había sido incapaz de evitar el error? ¿O
más bien laimaginación romántica de la joven veía un suicidio donde no había másque un desgraciado accidente? Misterio en el misterio; pero éste debíapermanecer impenetrable, puesto que el sello de la muerte había cerradoya los labios de los dos autores del drama. La tentadora, si vivía aún,era la única que hubiera podido aclararlo; pero en verdad poco importabaya, que el Conde, sucumbiendo a la culpa mal de su grado, hubiesequerido castigarse con la muerte, y evitarse un peor castigo, comohabría sido el de ver en vida la caída de la esposa a quien habíaenseñado el camino del mal, o que aun pensando en todo esto, su muertehubiera sido obra de la casualidad. Ferpierre continuaba con redobladacuriosidad la lectura de las memorias, en busca de lo que más urgía.
Después de las rápidas alusiones a la catástrofe, el magistrado noencontró más que descripciones de países. La joven viuda llevaba suluto de lugar en lugar, por el Rhin, en Holanda, en Escocia, y sólo eneste último país tenían fecha las memorias.
Parecía que, así como laexperiencia la había dado una madurez prematura, su pensamiento y suestilo se hubieran fortalecido en igual proporción: algunos paisajesestaban pintados con toques sobrios, pero vigorosos, las imágenes erannítidas y evidentes.
Aquí y allá, entre las descripciones, había esbozosa pluma y a lápiz, vistas de parajes, reproducciones de tipos; la manode la dibujante era al mismo tiempo agraciada y firme. De trecho entrecho aparecían algunas sentencias morales sin relación aparente conlas notas vecinas, y demostraban que detrás de la tranquilidad exterioruna inquietud secreta atormentaba a la autora. Así, por ejemplo, decía:
«No basta saber regular nuestras acciones externas: sería necesariopoder guiar el pensamiento íntimo.»
¿Quería decir con estas palabras que, libre y sola, se sentía, a supesar, asediada por persuasiones tentadoras a las cuales sin embargosabía resistir? ¿Y no era harto natural que así fuera?
«La ley del perdón es necesaria, porque el mal es universal, y sin ellanadie podría tener esperanzas de salvación.»
¿Se derivaba esta idea de una persuasión abstracta, o más bien de laconciencia de alguna culpa personal suya?
Poco a poco iban entrando en juego otros temas: en algunas páginas no seleían más que disquisiciones acerca de los problemas de la vida.
«La injusticia es grande en el mundo: nadie es más digno de encomio queel que se propone repararla.
»Hay dos especies de leyes, las de la Naturaleza y las del alma, ymuchas veces la ley ideal consiste en operar contra las impresionesmateriales. Hubo un tiempo en que esto me asombraba; ahora no. Librarsede las leyes naturales es la más elevada de las necesidades y el másnoble de los esfuerzos: el mérito consiste en superar las dificultades.
»No muchas veces, sino siempre, hay oposición entre las dos especies deleyes, y en esta vida no es posible suprimirla, porque sin el esfuerzonada existiría. Esta es la mayor de las pruebas.
»Los que dicen que es una tontería predicar la igualdad de los hombresporque éstos son naturalmente desiguales, no saben que dicen una heregíamoral. Tanto valdría decir que es tonto predicar el sacrificio porque elegoísmo es ley de la Naturaleza.
Si el amor hacia nosotros mismos esnuestra primer necesidad real, reprimirlo y posponerlo al amor por losotros debe ser la primera necesidad ideal. Los hombres son diversosdesde su nacimiento, y esta verdad ingrata sugiere la idea de laigualización. Ideas son éstas que me parecen sencillas: pero él lascalifica de raras.»
La atención del juez aumentó en ese punto. Ese «él» ¿no sería elPríncipe Alejo Petrow? ¿No databan esos razonamientos respecto alproblema social, del tiempo en que los dos amantes se habían conocido?La narradora parecía contestar a la pregunta que Ferpierre se hacíamentalmente, pues el tema de las memorias variaba de una página a otray de las especulaciones abstractas pasaba a confesiones más íntimas.
«No; yo no había experimentado todavía una turbación semejante. Quisieranegarlo, pero no puedo. Esta ansiedad, esta fiebre, me erandesconocidas.
»Una vez leí que el amor no es uno solo, y me pareció que el escritormentía o se equivocaba, pues yo creía que no hubiese más que un modo deamar. No: el escritor tenía razón. El efecto de entonces no se parece altumulto de hoy: Luis, que tenía más experiencia que yo, lo sabía y no secontentaba con lo que yo le daba. Dudaba de mi amor porque no lo veíaimpetuoso y vehemente. Por eso, también, mi padre dudaba de mifelicidad.
¿Dudo yo también ahora?
»Las nubes avanzan sobre las cimas de los montes, toman formascaprichosas, se entrelazan como cintas, se extienden como velos: un ladodel lago ha desaparecido detrás de ellas, las aguas no tienen ya límite,forman como un golfo abierto en un océano misterioso. Todavía oigo suvoz. Soy feliz...
»Soy feliz. La llama se propaga de un alma a otra, como de un rostro aotro. Sus palabras son como el hálito de un fuego interno. ¿Podríaocultarle mi pensamiento? ¿Y si hubiese querido callarlo, no lo habríaleído él en mis ojos?
»Cuando creemos en una cosa negamos todas las otras: cuandoexperimentamos un sentimiento, desconocemos los sentimientos opuestos osimplemente diversos. Tal es el primer instinto. Me parece que no hacemás de un mes que comencé a vivir. La razón amonesta, el corazónrecuerda. Eso es otra cosa...
»Sí hay varios modos de amar, ¿existe uno mejor, más deseable, másverdadero? ¿Es preciso que la voz de la razón no sea ya oída, que todoslos recuerdos sean olvidados, que una sola idea venza a todas las otrasy una sola necesidad rompa todos los obstáculos?...
»Su risa de hoy me ha hecho daño. No habría querido que se riera al oírel relato de un acto heroico. Tan grande como es su confianza, esprofundo y amargo su escepticismo... ¿Quién lo ha hecho así? La vida,dice él.
»Mayor es la pena que he tenido al oírle reírse de sí mismo.
Cuando seríe con esa risa falsa, me parece que hubiera algo de desgarrado en suvoz, en su pecho...
»Si es cierto que nuestros sentimientos viven uno por uno y si nosotrosmismos negamos los que ya han muerto, el sentimiento que está vivo tienenecesidad de creerse eterno. Aquí está el error. La felicidad que yosentía hace días me parecía indestructible. Hoy no está destruida, perosí turbada...
»¡Qué dolor! ¡Qué dolor! ¡Jamás habría sospechado tantas miserias,tantos dolores! ¡Esta es la primera vez que los confío a alguien! ¡Ytodavía se ríe! No quiero...
»Su carta de hoy me ha hecho palpitar de contento inefable.
¡Si fueracierto! ¡Si yo tuviera ese poder!...»
Con aquella expresión de duda volvía a quedar interrumpido el diario,como si la narradora hubiese querido, antes de continuarlo, hacer algúnexperimento. Pero en las páginas posteriores no había más orden en lasconfesiones.
«La vida es más difícil de lo que yo creía.»
Esta reflexión era lo único que se leía en una página, y más lejos,todavía otra duda:
«¿Será entonces presunción creer que se tiene razón?»
Después algunas frases de sentido obscuro.