propioservilismo, pero no pudiendo vencerla, se había dado muerte!...
Así veía el joven corromperse y poco a poco disolverse en podredumbre lafigura antes colocada por él sobre un altar. Y
luego volvían fielmente asu memoria las proféticas palabras de un día lejano:
«Demasiado tiempo he vivido fuera de la ley para que pueda esperar ahoravolver a ella. Usted no quiere creerlo ahora, y es sincero; pero mástarde lo creerá usted, y será igualmente sincero. El sentimientoindeleble de mi decadencia debe hacerme consagrar mi vida a la religión;esto es, por ahora, sólo en mi concepto, más tarde lo será también en elde usted...»
Y Vérod se sentía sobrecogido de un inmenso estupor angustioso viendopor fin realizarse la profecía; comprendiendo que ya no tenía el derechode retirar su estima a la muerta, puesto que ella misma, humilde ydolorosamente, combatiendo la férvida confianza que él demostraba, habíareconocido su propia indignidad.
Al pensar en esto se detuvo, lleno el corazón de respeto: tenía quereconocer que su amiga no se había engañado. Había previsto elinevitable porvenir; lógica, fatalmente, el resultado tenía que seréste: «Día llegará en que usted me juzgue como yo misma me juzgo ahora.»¿No había sucedido aquello casi en vida de la infeliz? ¿No era verdadque el día en que por última vez se encontraron, cuando ella le hablódel hombre con quien estaba ligada y quería que siguiera siendo suya, elímpetu de su odio contra Zakunine y la insufrible idea de la impotenciade su propio amor lo habían casi sublevado contra ella?...
«Sea como usted quiera,» la había dicho, «pero ese hombre la dejará austed una vez más.» ¿No había ido aún más lejos con el pensamiento? Eltemor de ser desdeñado no lo había impulsado a apretarle la mano y adecirla con dureza: «¿Y por un hombre como aquel me rechaza usted a mí?¿Y después de haberse perdido usted por él, por él, se niega usted arescatarse?...»
Y a la sombría luz de este pensamiento, el joven se dirigía esta otrapregunta, más ansiosa que las demás:
«¿Entonces ha hecho bien en matarse?»
Si era un germen venenoso su nuevo amor, ¿no era mejor que hubieramuerto? Si ella había comprendido que, al quererla suya, pensabarescatarla, llevar a cabo un acto generoso, ¿habría resistido y sehabía dado la muerte, no por fidelidad a Zakunine, sino por ladesesperada certidumbre de una desinteligencia fatal a ese nuevo amor? Ymuerta ya para él, ¿cómo pretendía juzgarla aún? Si creyéndola víctimade la crueldad del otro, le había dado toda la compasión de que sucorazón era capaz, ¿no debía, cuando ya el voluntario sacrificio lahabía rehabilitado, darle una compasión más ardiente aún, la compasiónaliméntala por el remordimiento?
Toda la seguridad de los juicios se volvía entonces en su contra. ¿Quiénera él, que pretendía condenarlo?
¿Y por qué la había condenado, sino porque se le había esquivado? ¿Quéotra cosa que la pasión egoísta, esa pasión voraz y no satisfecha, lehacía ser severo para su memoria? Nada que no fuera el sofisma de lapresuntuosa pasión le decía que el compromiso contraído por Florencia noera válido y que si lo hubiera olvidado para aceptarlo a él habríaestado en lo honrado y lo justo. Él, que la quería perfecta, ¿no teníacomo todos los seres humanos y más que muchos, sus debilidades y susculpas?
De estos pensamientos opuestos salía por fin resignado a la realidadinexorable, dispuesto a reconocer que si la pobre muerta no había sidotan bella como la amorosa fantasía la había pintado, tampoco había sidotan mala como él la veía en el rencor del abandono. Pero, no obstante,se sentía mortificado y dolorido. El tener que renunciar a la perfecciónimaginada le hacía mucho daño. Se decía a sí mismo que nadie en el mundoes perfecto, y, sin embargo, perfecta quería seguir viendo a su hermanade elección. Y todos sus esfuerzos por glorificar o por lo menoslegitimar el sacrificio voluntario eran vanos.
No era verdad que al darse la muerte se hubiera redimido. La redenciónestá en la vida, no en la muerte. La muerte no resuelve el problemamoral; lo evita. Si no quería o no podía aceptar el ser suya, como élhabía esperado, la quedaba todavía otro camino: huir, desaparecer, perosin renunciar a la vida.
¿No era ese el camino?
Vérod se sentía vacilante asaltado por la duda, lleno de ansiedad. Laeficaz virtud del ejemplo había iluminado y dado seguridad a su juiciorespecto a los más graves problemas humanos. Ella había realizado elprodigio de hacerle salir de la duda, de la incertidumbre en que vivía.Ella había sido su religión, con la luz de sus ideas lo había iluminado,lo había guiado
con
mano
firme
por
entre
todas
las
contradicciones,engaños y errores, le había enseñado lo que debía creer y lo que debíanegar. Y de pronto volvía a caer en sus vacilaciones. ¡Debía vivir!¡Debía morir! ¡Cómo resolver el tremendo dilema de vivir en el error ode morir por evitarlo!
¡Tienen los hombres el derecho de disponer de suexistencia! Y
si este derecho no les pertenece, ¿quién puede impedirlesque lo ejerzan?... El joven había vuelto confiadamente los ojos alCielo, al Cielo que en otra ocasión había encontrado vacío, desierto,impenetrable: ella también lo miraba así. Y no sabía ya lo que en élpodía ver, o lo que es peor, temía saber demasiado.
¡Florencia se habíadado la muerte! ¡No había tenido miedo del juicio de Dios! No habíapensado en la salvación de su alma, no había creído en su vida futura:se había matado porque todo acaba en la muerte.
«Entonces, ¿nada existe, nada?...»
La pregunta de la muerta quedaba sin respuesta, desoída.
Por la sola virtud de la vista de su amada, Vérod había mirado, habíaoído, comprendido el alma del mundo: voces misteriosas le habían dichocosas memorables; todo vivía, palpitaba y relucía.
Pero, después elsilencio y la obscuridad volvían a aglomerarse en torno suyo. Lo queantes tenía un sentido evidente o recóndito permanecía mudo.
Tan profunda y sincera había sido su conversión, que a veces se sentíailuminado por lampos de la antigua fe; pero luego lo rodeaban nuevamentelas tinieblas más espesas. Y en la alternativa de la duda, encontrabaotra vez con mudo y desesperado terror, a su otro yo, al hombre detiempos pasados que creía haber sepultado ya dentro de sí mismo. Comoantes de haber conocido a la Condesa, su pensamiento era obscuro,confuso, se perdía. La milagrosa florescencia que había brotado de todoslos pliegues de su alma se marchitaba y deshacía. En otros tiempos, sucorazón, cerrado a todos se complacía en su propia avidez; pero una vezque ya había recibido la simiente, se sentía amargado por un rencorinfinito.
El joven resolvió viajar. Vio otras tierras, otros hombres, esperandodejar su dolor a lo largo de los caminos del mundo; pero nada fuesuficiente para calmarlo. En Niza, delante de la tumba de su hermana,lloró ardientes lágrimas que lejos de extinguir el fuego lo reanimaron.Al lago no había vuelto: un mortal pavor lo invadía al pensar que iba aver otra vez los únicos lugares donde pudiera decir que realmentehubiera vivido.
Temía morir ahogado por la pena al ver las playas deOuchy, las cuestas de Lausana, la villa Cyclamens, el bosque de Comte,las humildes capillas, el panorama del Leman velado por las nubes ysonriente a, la luz del sol.
Por fin, un día fue. Encontró esos lugares tal cual los había dejado. Laimpasibilidad de la eterna Naturaleza lo lastimó como un insulto: si almenos algo hubiera sido destruido en la tierra; si al menos hubieravisto en su derredor los rastros de una devastación parecida a la que élsentía en su interior.
Los montes seculares, las aguas perennes, voraces sepulcros de seresvivientes, permanecían inmutables. El joven iba reconociendo cada puntodel camino, cada pormenor de la perspectiva. Tenía la desesperadacertidumbre de que ningún poder habría podido jamás realizar el milagrode devolverle lo que había perdido, y sin embargo volvía en torno suyola mirada, y aguzaba el oído, como si una aparición, una voz, pudierande improviso evocar el bien perdido.
Y una tarde que desde una ventana de su cuarto contemplaba las cumbresdel Dôle, detrás de las cuales descendía radiosamente el sol, seestremeció al oír una voz que hablaba detrás de él.
¿Era una alucinación? ¿No soñaba despierto?
El Príncipe Alejo Zakunine estaba en su presencia.
—Roberto Vérod—decía la voz—¿no me reconoce usted?
Una especie de escalofrío le sacudió los nervios: creía estar viendo unespectro.
¿Qué quería con él ese hombre? ¿Por qué iba a buscarle?
—¿Sabe usted quién soy? ¡Pero no me esperaba usted! He venido a verleporque tengo algo que decirle.
Hablaba con la cabeza baja, humildemente. Vista de arriba, desde lafrente en extremo espaciosa hasta la punta de la barba, la cara parecíatoda surcada de profundas arrugas. Los cabellos, ya muy raros, estabanblancos junto a las sienes. Toda su persona llevaba impresa las señalesde una rápida decadencia.
Vérod le contemplaba como fascinado, incapaz de contestarle una solapalabra, de ver claro en el tumulto de sentimientos que sedesencadenaban en su alma.
—Tengo que decir a usted una cosa. Quería decirla al juez Ferpierre;pero he pensado que mejor era dirigirme primero a usted...
Y después de una pausa, añadió:
—Óigame usted, Vérod: Florencia d'Arda no se mató. Yo la asesiné.
El joven se pasó una mano por la frente, por los ojos. Otra vez, más aúnque en el primer instante, estaba inseguro de hallarse despierto.
—¿No me cree, usted? ¡Y, sin embargo, usted estuvo tan cerca de laverdad! Yo sé que usted la afirmó contra todo y todos, y poco faltó paraque consiguiera demostrarla. Cierto es que muchas circunstancias, unaprincipalmente, estuvieron, en contra de usted. La carta de sor Ana,parecía decir la última palabra sobre la suerte de la Condesa. Lo queengañó a la justicia fue que cuando yo la maté se hallaba verdaderamentedecidida a darse la muerte. Voy a decir a usted cómo la maté...
Vérod temblaba como sacudido por la fiebre.
—Voy a referir a usted mi infamia: éste será el principio del castigo.Nunca conocí lo que valía. Jamás, mientras vivió, comprendí la hermosurade su alma. Ninguna belleza era comprensible para mí: el mundo y la vidame parecían desprovistos de esa cualidad. Tenía dentro de mí uninfierno, nada podía apagar la llama que me devoraba. Todo cuanto yotocaba quedaba reducido a cenizas. Ella me amó por compasión: elinstinto, la necesidad, la voluptuosidad del sacrificio me laentregaron. Y aunque no la comprendí, por un momento me sentídeslumbrado por su luz. No pude soportar su claridad, y aparté la vista.Y me burlé de ella y la ofendí.
Se calló un momento, la vista fija delante de sí, cual si estuvieraciego, y luego prosiguió:
—Óigame usted. Cuando le haya dicho todo, comprenderá usted que mispalabras merecen fe. En los primeros tiempos de mi dicha me sentí otro.La Naturaleza y la vida habían hecho que fuera condición mía el pasar deun sentimiento al otro con fulmínea violencia. Los que saben lo que yohe hecho en el mundo podrán pensar que a veces me guió quizá la voz delbien.
Pero yo no tenía conciencia. Si dentro de mí juzgaba mis accionesy las de los demás, todo se reducía a un mecanismo, a un juego deimpulsos ciegos y fatales. Yo no podía, por lo tanto, creer en el cambioque se había operado en mí por su virtud. No me burlé solamente de ella,también me reí de mí mismo...
Debería decir a usted cual fue, día por día, hora, por hora, mi obraespantosa; cómo, a su constante, infatigable, divina prédica de amor ysu bondad opuse el desprecio, el insulto, la traición.
Pero usted sabetodo esto. Y luego, y luego...
Todo cuanto sugería a usted su odio hacia mí era demasiado poco: lo queyo le hice es increíble. A veces, cuando con palabras envenenadas ycorrosivas profanaba, vilipendiaba, destruía su fe; cuando le demostrabaque nada existe fuera del mal; que los únicos remedios son el hierro, elfuego, la muerte; cuando la incitaba a dejarme, a traicionarme, aperderse, sentía operarse en mi interior una reacción violenta, y elllanto me acudía a los ojos. Pero yo ocultaba mis lágrimas.
Cuando usted la conoció, cuando comprendí que ella comenzaba a amarle,mi pecho se dilató de gozo. Ver que su decantada eternidad desentimientos flaqueaba; prever que iba a caer como caen todas; poderdecirla:—¿Ya ves? ¿Dónde están tus leyes morales? ¡Tú también hacescomo las demás, lo que te place!—era algo que me colmaba de júbilo...
Mientras tanto yo me entregaba completamente, había incitado a la accióna los pusilánimes, a en mi país y en los demás. La última tentativa meparecía destinada a prosperar; ya saboreaba el triunfo. Todo lo habíapreparado detenidamente, había incitado a la acción a los pusilánimes, alos vacilantes, a los miedosos, y entregado casi todo cuanto quedaba demis bienes sin pensar en las dificultades que encontraría más tarde.
Mi deber era entrar yo también en acción, y hube de partir con eseobjeto, pero me vi obligado a quedarme a preparar una nueva acción parael caso de un revés. Y un día supe que mis hermanos habían sido muertos,pendían de las horcas que caían en los caminos que conducen a losdestierros, bajo la férula de los esbirros; supe que las mujeres, quelas niños subían al patíbulo; que tantos inocentes sufrían en mi lugar;que el temor reinaba sobre toda la gente de mi raza...
Ese día me encontré, en presencia de tanta ruina, con el temor de haberequivocado el camino, solo y casi pobre. Entonces, de improviso, surgiódentro de mi corazón algo como una necesidad, como una ansia, como unased ardiente de socorro; entonces llegué casi a extender la mano paraencontrar a mi lado un apoyo, casi me prosterné a escuchar una palabrade consuelo...
El ser que podía consolarme existía: no habría tenido otra cosa quehacer que ir en su busca, que abrirle mi corazón. Quizás habría sido aúntiempo. O quizás no: ya era demasiado tarde...
¡Demasiado tarde! ¿Sabe usted lo que estas palabras significan?... Unimpulso de soberbia me detuvo. ¿Habría yo de suplicar? Y, sin embargo,me daba cuenta de que nada en aquella crisis de mi vida habría podidocurarme como el amor de una criatura como esa.
Volví a su lado, pero nada le dije. Mi actitud debía demostrar, sinembargo, lo que ocurría en mi interior. ¡Demasiado tarde!...
Podemossufrir y aceptar el sufrimiento; podemos desesperar y vivir en ladesesperación, pero ante la idea de que la felicidad hubiera sido paranosotros; de que la fortuna ha pasado a nuestro lado; de que paraobtenerla sólo teníamos que extender la mano, que decir una palabra, yque hemos retirado la mano, y proferido—¡demasiado tarde!—la palabra;ante esa idea el corazón cesó de latir...
Ya ella no era mía: era de usted, y cuando adquirí esta certidumbre,comencé nuevamente a reír y a burlarme. Huí de ella, pero tuve quevolver a su lado; aun cuando me mostraba arrepentido y convertido, no mepesaba la sujeción: lejos de ella no podía vivir. Así transcurrieron losúltimos meses, alternando mis huidas con breves regresos. A Zurich ibapara hablar de ella a otra infeliz, a Alejandra. Alejandra Natzichet hamuerto...
Vérod estaba aturdido. No, no soñaba; pero la realidad tenía todos loscaracteres del sueño. El hombre que hablaba en su presencia se parecía aaquel orgulloso revolucionario como las pálidas imágenes de unapesadilla se parecen a las personas vivas. ¿Muerta la Natzichet? ¿Cómo,por qué había muerto?
Hasta la hora y la luz eran poco naturales: elamarillento crepúsculo alumbraba de manera extraña la habitación, lascosas, el rostro escuálido del Príncipe.
—Confiaba mi tormento a Alejandra, ¡y Alejandra me amaba, sin que yo lonotara siquiera! La vida lo ha querido así: ¡que nuestras almas, queestos cuatro seres se hayan encontrado para sufrir un dolor inefable, yque ninguno supiera lo que el otro sufría, o lo supiera siempredemasiado tarde! Yo profesaba a Alejandra un afecto fraternal: lasoledad en que se encontraba sumida, su entereza, que la hacía capaz desoportar y vencer las dificultades de la vida, me inclinaron aprotegerla, a sostenerla como a una hermana, como a una hija; ¡pero ellame quiso con un afecto más ardiente! Y aunque yo me hubiera dado cuentade su amor, ¿habría podido hacerla feliz? ¡Sólo a ella podía confiar mipasión por la otra!...
Alejandra trató de curarme llamándome al deber de servir la causa: quiseescucharla, pero en vano. La idea de reconquistar el amor que antesdesdeñara, embargaba y dirigía mi vida entera.
Después de haberlodesdeñado, atribuía a ese amor un precio inestimable. ¡Era justo!...
Nada de esto decía a Florencia: las veces que venía a verla, me pasabalos días temblando de descubrir que, así como había dejado de ser mía enel alma, se hubiera entregado ya a usted.
Para no creer en esa horriblecosa, me decía: «¡Piensa con tanta elevación, que nunca lo hará!» Y unavoz interior me contestaba:
«¿Ahora crees en aquella altura moral de queantes te reías?» Sí, antes me reía. ¡Y todavía no creía en ella!
Mi confianza en que no me traicionara no se fundaba tanto en la estimaen que tenía su carácter, cuanto en la imposibilidad de creer que todohubiera terminado irremediablemente entre nosotros. Veía que mi vuelta ymi arrepentimiento la producían una ansiedad mortal, y me halagaba laesperanza de recuperarla...
¡Estar a su lado y no poder tomarle la mano! ¡Recordar lo pasado ydesesperar de vivir otra vez una sola de sus horas!...
¡Tanto comopasaba por mí, y nada podía decir! La soberbia me contenía aún y tambiénotro motivo menos mezquino. Yo me encontraba ya en la pobreza, ella erarica: ¿hablarle de mi amor, no podía ser una mentira sugerida por elcálculo?...
Un día hablé. La dije:
—Te he perdido, he querido perderte: siento que mi culpa esirreparable. ¡Pero si tú supieras lo que pasa dentro de mí! Te pido porfavor que no me abandones en este momento en que todo se derrumba entorno mío. Más tarde harás lo que quieras...
Ese mismo día, el día de la tempestad había hablado usted también.Estrechada entre nuestras dos pasiones, resolvió morir.
La respuesta queme dio fue:
—Nunca le abandonaré porque soy su esposa; pero acuérdese usted de quenuestro amor ha muerto.
Su acento era frío, su mirada evitaba encontrarse con la mía.
Cuando comprendí que también usted había hablado, se me ocurrió que noera sincera, pensé que me ocultaba algo. Pero lo que temía era quehubiera resuelto huir; no creía que tuviera la decisión de morir: ¡aunno la conocía!...
Pasé una noche tremenda. Ella también la pasó en vela. Cien veces, mil,quise ir a buscarla, pero su puerta me estaba vedada.
Por la mañana vinoAlejandra a buscarme, a llamarme, con la intuición de una catástrofe. Laprometí partir, pero antes quise ver por última vez a Florencia.
Al oírme entrar en su cuarto escondió precipitadamente algo.
Vi que erael arma.
Al tal punto se sentía oprimida entre nuestras dos pasiones, que queríamorir para libertarse... Comprendí que yo no tenía derecho de hablar, dehaberme introducido en su habitación; que debía dejarla entregada a sudestino, a la libertad, a la muerte, pero no podía. La idea de que entredos seres que habían sido el uno del otro no existiera ya nada, nada; deque yo era peor que un extraño para ella, no encontraba cabida en mimente. Y la voz secreta me decía: «Antes, tú creías que el amor fuera elencuentro fugaz de dos caprichos, antes te reías de los lazosindisolubles...»
Yo no podía admitir que perteneciera a otro, aun cuando no fuera másque con el pensamiento. Yo, que la había traicionado, no podía admitirel ser traicionado a mi vez. Mi soberbia era ilimitada, no toleraba quealguien valiese más que yo. Y como comprendía que usted habría sabidohacerla feliz, la soberbia, el amor, los celos, todas las pasiones,todos los instintos de mi raza, de mi naturaleza, se sublevabanamenazadores.
—¡Tú me prometiste ayer—la dije con acento amargo—que no me dejarías,porque eres mi esposa, y ahora quieres matarte!...
Ella no lo negó.
—Déjame morir—fue su respuesta;—eso será mejor para todos.
En su voz había algo que no conocía: su amor por usted, el rencor detener que abandonar la felicidad que se prometía con usted.
—¿De modo que ya no puedes tolerar mi vista? ¿Tanto te horrorizo?
La dije estas palabras, y muchas, muchas otras.
Ella me respondió únicamente:.
—¿De quién es la culpa?
—Óigame usted: este era el primer reproche que me dirigía después detantos meses de dolor.
—Pues bien—la repliqué,—yo desapareceré: partiré hoy mismo, dentro deun momento y nunca volverás a verme.
¿Quieres morir, sin embargo?
—Sí—me dijo.
Tuve miedo de comprender, pero, no obstante, la pregunté:
—¿Por qué?
Sus palabras, nada me dijeron que yo no supiera ya.
—Porque si vivo seré suya.
¡ Suya, de usted, de otro!...
Una llamarada me subió a los ojos y a la frente.
—¡Eso no es posible, no sucederá!...
Ella movió la cabeza.
—¡No digas que no!—insistí.—¡No digas que no!... Ya sé que no meamas, que me odias, que me execras; pero no me digas, que amas a otro,porque... porque...
—Le amo—dijo.
Entonces la supliqué, hasta lloré. Ella repitió:
—Le amo. No se debe mentir. Yo no sé fingir. Le amo; y porque este amorme está vedado, muero.
Yo me eché entonces a reír, la escarnecí:
—¡La persona que quiere morir no lo dice!... ¡Bien desempeñas tupapel!...
Todavía creo ver su mirada asombrada.
—¿No me cree usted? ¿No cree cuando ya me he despedido de la únicapersona que me llorará sinceramente?...
—¿De él?...—exclamé.
A sor Ana era a quien había escrito; pero no manifestó indignación de misospecha, del tono de ironía con que la expresé. Se limitó a corregirme:
—De sor Ana.
Yo repuse siempre en tono de burla:
—¿Y la salud del alma?
Al oír estas palabras se ocultó el rostro entre las manos. Yo se lastomé de repente, y traté de atraerla hacia mi pecho.
—¡No, no morirás; tú vivirás para mí, conmigo...
Ella se levantó de un salto y se echó para atrás:
—¡No me toque usted!
Yo sentí que mi inmenso amor chocaba contra un odio implacable.
—¡Bueno! ¿La causo horror?—la dije.—¡Y lo ama usted a él!
Y auncuando en realidad quisiera usted matarse, no lo haría, porque teme eljuicio de su Dios. Yo quiero librarla a usted de esa pena!...
Y antes de que siquiera tuviese el tiempo de sospechar mi intención, meapoderé del arma, que tenía oculta entre varios libros.
—Ahora no se matará usted, no afrontará la ira de Dios, y podrá ustedtambién correr en busca de nuevas caricias.
Desde ese momento ya no la reconocí. Miró en su derredor, como si sesintiera presa de una gran congoja, como si se creyera perdida, como sise viera envuelta en una tromba voraz y absorbente.
Luego me miró: sus ojos estaban iluminados por un fulgor de gozo, poruna sonrisa burlona.
—¡Ah! ¿Cree usted?... ¿Hasta usted cree que yo quiero morir?... ¿Cómolo ha creído usted?... ¡Llévese esa arma! No es la muerte la que meespera, sino la vida y el placer... ¡Váyase usted: déjeme sola: él va avenir ahora!...
Yo también miré entonces en torno mío, desconcertado: mi mano armadatemblaba. Y como en mi mirada había una pregunta, ella la comprendió:
—¡Va a venir: soy suya!...
La roja llamarada me subió otra vez, más furiosa, a los ojos y a lafrente.
—¡Cállese usted!—la grité.
—¡No, no quiero callarme! ¡No puedo!... ¡Le amo, soy suya!
—¡Cállese!—la ordené una vez más.
—¡No, no quiero callarme! ¡Le amo, y a ti te odio y te desprecio! ¡Túme has hecho tanto mal, que tengo derecho de desquitarme por fin! ¡Nadiepuede condenarme!...
—¡Cállate!...—la intimé por tercera vez.
—¡No, no puedo callarme! Aunque me condenen, ¿qué me importa? Todo miser necesita respirar la felicidad de que por fin se siente saturado.¡Quiero gritar a todos, a todos quiero hacer ver la felicidad que meinunda el alma!...
—¡Estás loca!—grité.
—¡Sí, desde que soy tuya!
No; eso no era posible. Si hubiera sido cierto, si yo hubiera debidocreerlo, yo también me hubiera vuelto loco.
—¡No es cierto! ¡No te creo!—exclamé.
Ella me contestó, atónita, riéndose:
—¿No lo crees? ¿Cómo te lo haré creer?... Escucha: si no fuera verdad,¿yo habría querido morir? Tú me has encontrado con el arma en la mano;he escrito ya una carta de postrer adiós; iba a escribir mi testamento:después le habría escrito a él.
¿Crees que yo habría querido, habríapodido dejarlo de esa manera? Sin el remordimiento de la culpa, ¿habríapensado en la muerte? ¡A no haber sido mi caída, habría continuadoviviendo como hasta ahora! Deseaba morir, porque creía haber pecado;¡pero ahora ya no, ya no, ya no!...
—¿Tú has hecho eso?
—Lo he hecho y lo volveré a hacer. Le amo, es mío, para siempre.¿Quieres saber desde cuándo? ¿Quieres saber cómo?
—¡Cállate! ¡No me provoques!
—No, no te provoco. ¿Qué me importas tú? ¿Quién eres tú?
¿Qué hacesaquí? ¿Quién te ha dado el derecho de entrar aquí?
¡Vete, déjame! Él meespera, te lo repito... ¿Quieres darme miedo?... ¡Ah, ah!...
Mis miradas debían ser espantosas: ¡y ella se reía e insistía!
—¡No te temo! ¿Qué puedes hacerme?
Yo prorrumpí:
—¡Matarte!
Ella abrió los brazos, alzó la cabeza, presentó el pecho.
—¡Mátame! ¡Seré suya hasta la tumba!
—¡Cállate, o te mato!
—¡Hasta la tumba! No hay uno solo de mis pensamientos, ni un latido demi corazón, ni un movimiento de mi alma, ni una fibra de mis carnes, queno sea suya...
Yo alcé el arma. La mirada fulguraba, su voz cantaba:
—En la vida, hasta más allá de la muerte, de él solo...
El tiro partió...
Roberto Vérod había temblado durante el relato, de dolor, de horror, decompasión, de remordimiento impotente, de odio mal contenido. Al oír laúltima palabra dio un paso adelante, y alzando el puño gritó:
—¡Asesino!