Espasmo by Federico De Roberto - HTML preview

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—¿Usted cree que una, diez, cien vidas importan cuando están en juegolos destinos de todos? Ustedes que tienen miedo a la sangre, la derramana torrentes en las guerras; tan grande es su horror a la sangre, que lasuprema preocupación de los gobernantes consiste en armar a los pueblos.Aquí en este país de libertad, ¿no es el ejercicio de la fuerza, con unpropósito cruento, el más honrado de todos? ¡Y no me conteste usted quela sola idea que rige esos actos es defenderse contra ambiciones dedominio, pues todos dicen lo mismo! ¿Quién confiesa que practica el mal?El bien está en los labios de todos, de los asaltantes y de losatacados. Tontas ambiciones, intereses bajos y mezquinos, llevan a lospueblos a la guerra. ¿Y acaso en la guerra no es un precepto, siempreobedecido, el sacrificar a un soldado, a una patrulla, a una avanzada enbien de los demás soldados? Nosotros haremos otra guerra, más justa, laúnica guerra justa y santa: la guerra por la redención de los hombres,contra todas las iniquidades y todas las vilezas, contra el hambre,contra la ignorancia, contra el abuso del poder, contra esa misma guerraque ustedes practican. Cuando encontramos un obstáculo, lo destruimos:una, diez, mil vidas ¿qué importan?

La rusa había hablado con mal contenida violencia; la rigidez de suactitud había desaparecido y su brazo extendido hacía el ademán dequien hiere y derriba.

Cuando se calló, el juez, que la había oído asombrado y casi intimidado,dijo a su vez, con acento frío y severo:

—No vamos a discutir ahora sobre la moralidad de los principios queusted profesa. ¿No sería mejor que me dijera de qué modo era la Condesaun obstáculo para usted? ¿Qué podía usted temer seriamente de ella?

Y al ver que tardaba en contestar:

—¿Querría usted darme a entender que tal vez pensaba en denunciar austed, en revelar sus planes de conspiración?

—Yo no quiero dar a entender nada. Alejo Petrovich se perdía por esamujer.

—¿De qué modo?

—Por su amor, por su deseo de volver a poseerla había olvidado eldeber. Comprendía que ella no le amaba ya, que amaba a otro; pero sedecía que todavía le quedaba un medio de tenerla consigo, de substraerlaa ese otro: ella decía que se la había entregado no tanto por amor comopor apartarle de nosotros, por redimirle, y él se mostró redimido, lahizo ver que ella era su redención; que, abandonado por ella, recaeríaen el error. El único medio de mantenerla consigo era éste: decirla yprobarla su arrepentimiento. Entonces, aunque ya no le amaba, sólo porno permitir que volviera a nuestra compañía, la Condesa resistía alotro. Yo le eché en cara muchas veces su locura, la indignidad quecometía al sacrificar a una mujer el ideal de toda su vida: él no meoía, estaba ofuscado. Iba a buscarme para llorar en mi presencia porquela había perdido, porque la había perdido por su propia culpa, y queríaque yo, yo, le ayudase...

La voz de la joven expresaba no solamente desdén, sino una secretaangustia: no solamente se sentía en ella el dolor por el extravío delcorreligionario, sino también más profundo y escondido, el tormento dehaber sido tomada por confidente por el hombre amado, que ni siquierahabía sospechado su amor.

—¿Y usted?

—Yo vi que todo era inútil. No podía tener la esperanza de curarle,porque le conozco: cuando una idea lo inflama, nada es capaz dedetenerlo; ya no razona ni ve. Sin embargo, esperaba que la crisis seresolviera de algún modo. Un día, de improviso, vi que había un nuevopeligro: Zakunine había visto al ginebrino, y al hablarme de él, letemblaban las manos, sus ojos despedían llamaradas. Comprendí que iba amatarle, que se iba a perder sin remedio. Por eso, las últimas veces quevino acá le seguí, previendo una catástrofe. Y como él me pidiera que leayudara, lo ayudé.

—¿Matando a la mujer amada por el?

—Devolviéndole la libertad.

—¿Y ha asesinado usted a esa criatura así, a sangre fría,deliberadamente?

—Vine a verla. Vine el último día para hablar con ella. Una vez quetodos los otros medios habían sido vanos, ya que él no oía la voz deldeber, ella era la única que podía salvarle. La dije que le abandonara,que huyera: que desapareciera. Ella no quiso.

Yo insistí: «Usted ama aotro: váyase lejos con su nuevo amante.» Ella me prohibió que la hablaraen esa forma, y quiso saber quién era yo. La contesté: «¡Una que la odiaa usted!» Y la odiaba porque desde el primer instante la había notadodistinta de mí; había visto que era de otra casta, de otra raza, de otraalma, porque todas sus ideas, todos sus sentimientos eran opuestos a losmíos; porque me disputaba aquel hombre. Yo no quería, no, conseguir paramí el amor de Alejo Zakunine, sino devolver su esfuerzo a la obra común.La odiaba, y, sin embargo, rogué. Pero hasta los ruegos fueron inútiles.Entonces la declaré:

«¿Sabe usted por qué no quiere usted huir? No espor él, es por usted misma. Teme usted que él crea que usted se haescapado con su nuevo amante. Quiere usted mostrarle una fidelidad queen realidad no siente; quiere usted alcanzar, con la observancia de unpretendido deber, la fama de mujer constante y fiel. Después de habersido su querida, desea usted imponérsele como esposa, por más que ya nole ame usted. Al ver cuán buena la juzga él a usted, yo he querido veren qué consiste esa decantada bondad. Y ahora sé que usted es hipócrita,falsa, egoísta, peor que todas las demás...» Ella me dejaba hablar: vanoera mi intento de sublevarla, de hacer que se sintiera ofendida: «Peroun día acabará usted misma por romper esa su hipócrita fidelidad,»agregué, «para caer en brazos de su nuevo amante... si acaso no se haentregado usted ya a él...» Estas palabras fueron igualmente inútiles. Ysolamente la vi estremecerse cuando la dije: «¡No! Eso no sucederá. ¡Sunuevo amante morirá pronto: él le matará! ¿Oye usted? ¡Le matará!

Ustedserá responsable de ese asesinato. Usted lo habrá querido, lo quiere:cada día, cada hora, cada minuto que pasa lo prepara, lo apresura,inevitablemente...» Entonces ella exclamó: «¡Ah, morir! ¡Yo debo,quiero morir!...» El desdén, el desprecio invadieron mi corazón ¿quiéndice esas cosas cuando en realidad las siente? Si hubiera sido ciertoque quería morir, se habría muerto ya. Y la expresé mi desdén, midesprecio: «¡No es cierto!

¡Tiene usted miedo! ¡Es usted cobarde!...»Ella asintió: «Sí; soy cobarde: el arma está allí, la mano me tiembla.»Yo tomó el arma, se la alcancé: «Llame usted a su valor, si todavía lotiene, si jamás lo ha tenido.» Ella juntó las manos suplicante:

«¡Mátemeusted, líbreme usted!...» Mi desdén aumentaba ante tanta cobardía. Y convoz sorda, el arma en la mano, la prometí:

«Si no le dejas, te mataré.»Ella volvió a juntar las manos, siempre suplicante: «¡Máteme!...»—«¿Noquieres dejarle?»—

«¡Máteme!...»—«¿No?» oí los pasos de Zakunine, suvoz que llamaba. ¡La maté!

Jadeante, se calló.

—¿Y no se arrepiente usted?

—No me arrepiento. Esa mujer era una vencida de la vida; quería y debíamorir, y él necesitaba estar libre para atender a la obra. He dado lalibertad a ambos.

Ferpierre hallaba por fin la verdad que había sospechado.

Todo se aclaraba ya, todo se encadenaba lógicamente. La reo no queríaconvenir en que no sólo el celo sectario, sino también los celos lahabían armado, y ostensiblemente recusaba la atenuación de su crimen,para gloriarse de ser inaccesible a los intereses personales. En eserenunciamiento había una sombría grandeza que daba la medida de lafuerza de aquella alma; pero no cabía duda de que también su amorignorado la había lanzado contra la italiana. El arrepentimiento delPríncipe, su conducta ambigua durante los últimos meses, su dolordespués de la catástrofe, todo se explicaba. Al negar que era amante dela nihilista, había dicho la verdad. Después la había admitido forzadopor ella, por secundarla, por salvarla, cuando la rusa creía aúnsalvarse por ese medio. Y hasta las últimas palabras de la Condesa,aquella invocación a la muerte liberatriz, aquella incitación tenaz a larival amenazante eran la natural solución del contraste entre sucapacidad de matarse y la necesidad real de morir, que realmente laoprimía. ¿No tenía razón la reo? ¿Aquel asesinato de que la justiciatenía, sin embargo, que pedirle cuentas, no se confundía así con elsuicidio libertador?

De ese modo se aclaraba el misterio. Pero todavía faltaba que Ferpierrellamara a Zakunine. Al anunciar a la nihilista que el Príncipe se habíaacusado, el juez había mentido en su empeño de llegar a la verdad; perouna duda asaltaba su mente en ese instante: si la joven al oír decir queZakunine se declaraba culpable, había hecho por su parte otro tanto,¿qué diría el Príncipe cuando conociera la confesión de su amiga?

¿Ibanambos a declararse culpables?

La conducta del Príncipe, según lo que decía el director del Eveché,había

cambiado

radicalmente

desde

el

último

interrogatario. Ya no pasabael tiempo inmóvil y silencioso, indiferente a todo: el aburrimiento dela prisión excitaba su cólera. Había pedido que se le dejara hablar conun abogado, y como no se lo concedieran, se había desahogado conpalabras duras contra la justicia. Varias veces al día llamaba a susguardianes para preguntarles si no había llegado aún la orden de suexcarcelación, y, al oír las respuestas negativas, arrugaba el ceño yse estremecía de ira. Se paseaba constantemente en su celda, las manoscruzadas por detrás, la cabeza baja, la mirada fija y dura. Esperaba conimpaciencia la hora de la salida cotidiana al patio, y volvía de ellamás sombrío que antes. Pedía libros, rechazaba los alimentos de laprisión, hacía que le llevaran otros de fuera.

Apenas se encontró delante de Ferpierre, le dijo con mal reprimidaimpaciencia:

—¿Más interrogatorios? ¿No quiere usted por fin reconocer la verdad?

—¿La verdad? ¡Ahora la conozco!—contestó con severidad el juez.—Ustedno es materialmente culpable, y yo no puedo mantenerle ya aquí...

—¡Ah! Entonces...

—Pero su responsabilidad moral es mucho más grave de la que alprincipio confesó usted, y esa impaciencia suya me parece fuera delugar, puesto que usted mismo podía, con una sola palabra, haberdisipado mis dudas...

Se detuvo para darle tiempo de contestar, de decir algo; pero elPríncipe le miraba sin despegar los labios.

—¿Parece, entonces, que la generosidad de que estaba usted animado enlos primeros días, cede, por fin, y ya no le importa a usted tantosalvar a la reo?

—¿Salvarla?...

—¿Me engaño, entonces? ¿Finge usted asombro o ignorancia?... Ambosestán de más. La amiga de usted ha confesado.

—¿Qué?

El acento de ansioso estupor con que hacía esa pregunta parecía sincero.

—¡Vamos, vamos! ¿Quiere usted todavía hacerme perder más tiempo? ¿Leduele a usted verla perdida? ¿No sabe usted que esa mujer le ha amado?¿No se da usted cuenta de que la responsabilidad moral de tanta ruinapesa sobre usted únicamente? ¿Finge usted estupor después de habermentido?

Mintió

usted

cuando

reconoció

ser

el

amante

de

sucorreligionaria; pero esa mentira, por lo menos, le fue casi arrancadapor la esperanza de salvarla; mas ¿por qué ocultó usted los sentimientosque profesaba últimamente a la otra desgraciada?...

El Príncipe temblaba: la Natzichet había dicho la verdad.

—¡E iba usted a hablar de la repentina resurrección de su amor a quienle amaba; a una cómplice de rebelión, para que los celos y el fanatismose despertaran a un tiempo en ella, y la animaran contra aquellainfeliz!... ¿Ahora está usted conmovido, tiembla usted, después de haberhecho dos víctimas?... ¿Y por qué ha ocultado usted todo eso? ¿No lohacía usted, pues, por generosidad para con la reo, sino por unsentimiento en todo distinto: el miedo de que, si yo hubiera sabido conqué ímpetu se despertaba en usted esa tardía pasión, habría podido ydebido sospechar de usted con mayor fundamento?

Entonces el Príncipe, alzando resueltamente la cabeza y fijando lamirada en los ojos del juez, contestó con voz sorda:

—No diré por qué me he callado. Ya sabe usted la verdad,

¿por qué no medeja usted libre? ¿Qué más quiere usted?

VIII

LA CARTA

Cuando los periódicos publicaron la noticia de que, cerrada lainstrucción, resultaba de las acordes confesiones de la Natzichet y deZakunine que la Condesa d'Arda había sido asesinada por la nihilista, yque la acusación defería a la reo al juicio de los jurados, lacuriosidad del público, que había crecido desmesuradamente en losúltimos días, se aquietó por fin. Los que negaban el suicidio,triunfaban al ver confirmados los razonamientos que habían opuesto a laincreíble hipótesis: pero en el otro lado no era muy grande eldesencanto, pues a pesar del secreto de la instrucción judicial, sesabía que Alejandra Natzichet, al matar a la Condesa, no había hecho másque obedecer al deseo, casi a la intimación de su desesperada víctima.

Esto no mitiga los juicios de que la homicida era objeto. Sólo en partese creía en el motivo aducido por ella: que hubiese muerto a ladesgraciada italiana únicamente para devolver la libertad alcorreligionario y restituirle al partido, parecía creíble a los quetenían una alta idea del celo sectario; pero los más reconocían que aéste se habían unido los celos de la mujer amante para determinar eldelito. Y si la ferocidad de la rebelde inspiraba terror, nadieperdonaba los celos de la mujer: hasta los más indulgentes para con losdelitos de amor, negaban a la pasión de la nihilista toda buenacualidad; la juzgaban fría, dura, salvaje.

Y mientras la nihilista aparecía de ese modo bajo una triste luz, losdetractores de Zakunine, sin desdecirse del todo, reconocían lainocencia de éste. No podían arrepentirse enteramente de sus juicios,porque veían que él era el origen de todos los males, y decían que sólopodía relevársele de la responsabilidad material del delito. Los másindulgentes le acreditaban sus tentativas de salvar a la asesino; perolos más severos, por el contrario, le acusaban aún de eso: al correr elriesgo de ser condenado con ella intentando salvarla,¿ no confirmaba élmismo, de la manera más evidente, que ambos eran pasibles de idénticapena? El sentimiento unánime daba razón, por fin, a Roberto Vérod, quecontra todas las apariencias había insistido en creer en el delito, yconseguía, por último, vengar a su amada.

Y mientras los curiosos esperaban más tranquilos el momento de ver laúltima escena del drama en los debates públicos, Vérod era, sin embargo,el único que continuaba en la angustia.

Si ante el cadáver de Florencia había sentido desgarrársele el corazón;si la increíble idea de no verla más le había casi enloquecido; si laimpotencia para vengarla le había roído las entrañas; si el miedo dehaber sido él la causa de su muerte había ido a agravar con atrocesremordimientos su dolor ya harto grave, todo eso podía haberle hechocreer que ya había llegado al término de una prueba tan cruel; pero unnuevo sentimiento de horror le asaltaba de pronto. En el momento deacusar a los dos rusos, había sentido una secreta turbación, una especiede temor de revelar su amistad por la Condesa; pero el sentimiento depudor moral, que le impedía referir esa historia íntima, había sidoahogado y vencido por el ímpetu de la venganza. Al referirla habíatemido que el magistrado no creyera en la pureza de su pasióndesgraciada; pero, aun demostrada esa pureza, le había parecido que, encierto modo, la manchaba. ¿Tenía derecho él de revelar el secreto de unaalma? Si esa alma había ocultado no solamente a las otras, sino a símisma, su propio secreto, ¿podía él revelarlo? Y él, él que conocía losescrúpulos del ser adorado, que le había comprendido y respetado,llegaba a este resultado: que todos le señalaban como un nuevo amante dela muerta...

Al formular la acusación no había pensado que lo que iba a decir almagistrado llegaría un día a ser conocido por la multitud; que él mismotendría que repetirlo en presencia de un gentío henchido de curiosidadmalsana: que el nombre del ser amado correría de boca en boca, que lademostración de la inocencia de su amor no obtendría crédito; quedespués de haber causado en vida tantas tristezas a su amada,contribuiría personalmente a envilecer su recuerdo. En la necesidad dela venganza, en su odio a los dos malhechores, no había previsto esasconsecuencias naturales de su conducta, y al verlas sobrevenir, sutormento había aumentado más allá de toda medida. ¡La víctima inocentecaía envuelta, en el concepto de muchos, en el mismo desprecio quepesaba sobre sus victimarios, y algunos iban hasta decir que si laitaliana había sido asesinada, merecía su triste muerte por ladesordenada vida que había llevado!...

¿Y todo eso para que al final no se supiera la verdad? ¿Cómo vindicar lamemoria de la inocente, profanada y envilecida?

¿Debía él, en presenciade todos, el día de los debates, jurar por la Cruz la inocencia de lamuerta? ¿O debía más bien desear que el proceso no se llevara adelante,y declarar que se había engañado, y reconocer que la inocente se habíadado muerte ella misma evitando así el verse obligada a revelar ante lamultitud curiosa, el secreto del ser amado?

El contraste de los dos deberes que pesaban sobre su conciencia, el devengar a la muerta, insistiendo en la acusación, y el de respetar sumemoria callándose, debía haberse borrado al anunciarse la confesión dela reo; pero lejos de eso, en aquel mismo punto se agravaba.

La incertidumbre moral de la imposibilidad del suicidio lo habíaimpulsado a acusar a los dos rusos, aunque sin que por eso pudiera decirsobre cuál de los dos debía recaer principalmente la sospecha. Perocuando oyó decir que la Natzichet asumía la responsabilidad del delito,semejante resultado le produjo tanto descontento, como el que le habríacausado la confirmación del suicidio. Al ver probada la inocencia deZakunine, veía que había lanzado la acusación por odio directo a él,bajo la inspiración de una voz secreta que le decía que ese era elasesino: a ese hombre, no a la mujer, tenía que pedir cuentas de lamuerte de la infeliz. Y, por fin, se determinaba la ambigua sospecha:Vérod reconocía que había cometido un error al no dirigir desde elprincipio las investigaciones del magistrado solamente contra elhombre...

¿Podría reparar aún el mal? Si, por alguna razón secreta, por salvar asu correligionario, la nihilista se había confesado autora de un delitoque no había cometido ¿no debería insistir él, Vérod, en la acusacióncontra Zakunine?

Pero ¿cómo, cuando la justicia y la opinión públicas ya se calmaban,viendo lógicamente explicado el misterio, podía surgir él otra vez pararefutar esa explicación y denunciar el supuesto heroísmo de la joven, lasupuesta infamia del asesino que por salvarse dejaba sufrir a unainocente?... Al hacer tal cosa, habría dado la razón a los que le creíanamante afortunado de la muerta y celoso rival del Príncipe! Cuanto mayorfuera el celo que desplegara al acusar a éste, cuando su inocenciaparecía ya demostrada, tanto más naturalmente se habría creído que sóloun odio ciego lo animaba, y su amor por la Condesa habría sido laexplicación de ese odio, de su deseo de venganza! ¡La confesión de laNatzichet había hecho olvidar su pasión y le permitía hasta evitar elmencionarla de nuevo; pero para proclamar mentida aquella confesión,debía intervenir aún más activamente que antes, insistir en elsentimiento que lo había unido a la Condesa, exponerlo a las sospechasprofanadoras!...

¡Sí; mas, para evitar tan intolerable daño, debíacalladamente admitir la inocencia de Zakunine!... ¡Y ante esa idea sesublevaba todo su ser: ¡no! si había un culpable era él! ¡Nadie más queél podía serlo!...

¡Si había un culpable!... Efectivamente: suponiendo que Vérod denunciaraal juez la mentira de la Natzichet, ¿cómo podría convencerle de laculpabilidad de Zakunine? Si la inocente se acusaba por salvar al reo,¿cómo inducir al reo a confesar? A falta de testimonios, solamente laconfesión de uno de los dos acusados podía excluir la idea del suicidio;¡negado el valor de la declaración de la nihilista, y no pudiendoobligar a su compañero a inculparse, el resultado inevitable sería queel juez volviera a afirmarse en la opinión de la muerte voluntaria!

Así, a cualquier lado que el joven se volviera, cualquiera que fuese elpartido que pensara tomar, el daño era cierto. Que el instinto loengañara, que solamente el odio lo lanzara contra Zakunine, eran cosasque Vérod se negaba a sí mismo: si hubiera podido inspirar al juez unacertidumbre tan firme como la suya, la condena de aquel hombre habríasido segura. Demasiado grave, demasiado triste era que el homicida sefuera impugne; pero más triste y más grave era que otra persona pagarasu crimen.

Aquel amor a la justicia, aquella sed de verdad que había animado a lavíctima, ¿no se sentirían descontentos y ofendidos por el triunfo de lamentira? ¿No era, por consiguiente, deber suyo confundir esa mentira? Yaunque no hubiera idolatrado en vida a la víctima y ansiado despuésvengarla, ¿no debían incitarle a salvar a la inocente y desenmascarar alculpable ese amor a la justicia y esa sed de verdad que la difunta lehabía inspirado?...

Entonces, de lo más profundo del corazón, de los íntimos repliegues desu alma, surgía otro recuerdo débil, pero no por eso menos claro: lavíctima se había inspirado siempre, no solamente en la verdad y en lajusticia, sino en otros sentimientos más fuertes, más poderosos; lossentimientos cristianos del perdón y la compasión... Y la ansiedad deljoven seguía aumentando, crecía continuamente.

Su placer y su orgullo habían sido pensar, creer, proceder como el seramado pensaba, creía y procedía. Lo único que le importaba, sobre todaslas cosas, era su aprobación. Su pensamiento había sido su guardia y sututela. Y muerta ella, ¿no debía todavía y siempre inspirarse en sumemoria y seguir sus enseñanzas? ¿No era ese el modo de hacerlarevivir?... Y ¿cuál habría sido su consejo, si él hubiera podidopedírselo y ella hubiera podido dárselo? ¿Cómo habría obrado ella en unasituación semejante a la que él se encontraba?

Sí: el odio le animaba, le inspiraba el ansia de la venganza.

Ante laidea de no poder oír la voz de su amada, de tener que contentarse con unrecuerdo invisible, el odio contra el hombre que se la había arrebatadolo dominaba hasta ahogar la voz de todos los demás sentimientos. Si ellano podía inculcarle la idea del perdón, si su recuerdo era ineficaz, laculpa era enteramente de ese hombre.

En los primeros días, Vérod no se había siquiera planteado el problemamoral que en ese momento acrecentaba su tormento.

Pero cuando el primerímpetu del dolor comenzó naturalmente a calmarse, como él tenía quehabituarse de manera fatal a la idea de la muerte; como todas lasfuerzas de su alma se concentraban a recoger, a custodiar, ainmortalizar la memoria del ser que se había alejado para no volver, ensu mente comenzó a apuntar la reflexión de si la muerte no secompadecería de aquel odio ciego y de su deseo de venganza. En elinstante en que la bala homicida le atravesaba las carnes, en que susojos se cerraban a la luz, ¿había aparecido en su cerebro la sombra deun reproche?

¿Podría haber sido reprochable el último pensamiento de suvida?

Cuando Vérod se hacía estas preguntas, la respuesta no era para éldudosa: la difunta había perdonado. Y él ¿debía, a su vez, perdonar? Siquería ser digno de ella, ¿no debía seguir su ejemplo?...

A veces cerraba los ojos e inclinaba la frente, invadido por losrecuerdos de sus buenas enseñanzas, casi avergonzado de haberlasolvidado un momento. Otras veces se rebelaba: ¡la vida no puede serenteramente de amor! Si al mal se opone el perdón,

¿cuál será el premiodel bien?... Pero en seguida acudían a su memoria las palabras de suamada: «Si no se concede perdón al mal, si se le opone también el mal,¿dónde está el bien cuando se le aplica?» Ella decía también que hayque amar la justicia, pero que esta sola no basta en la vida. Puesto quelas criaturas humanas son demasiado débiles y pecan aún cuando tienen lapresciencia de sus pecados, es necesario ser indulgente para con la sumademasiado grande de sus errores. «¡La justicia indulgente no esjusta!...» había replicado él; y ella: «La justicia estricta esimpotente: sólo la bondad puede vencer al mal.»

Y él había asentido. ¿Por qué había asentido? ¿No había sido sincero enese momento? Y si la había dado sinceramente la razón; si había acogidosin segunda intención su precepto, ¿no debía perdonar en ese trance? Alno perdonar era porque entonces no había sido sincero: ¡había fingidopara ganársela, para vencerla! ¿De qué debía acusarse: de la pasadahipocresía o de la debilidad presente?

De esa duda salía pensando que la verdad no es siempre la misma, que loscontrastes de la vida ponen al hombre en oposición consigo mismo sin quese les pueda imputar mala fe.

No, no había mentido al reconocer que labondad es necesaria:

¿no demostraba, solamente con recordar su prédicadel perdón, que la había comprendido? Pero ¿cómo acogerla cuando surazón, su pasión, todo su ser quería y debía necesariamente querer elcastigo? Entonces oía estas otras palabras, con tanta claridad y tanfirmes, como cuando ella las había proferido: «La verdad es una: elreconocerla en absoluto vale poco, y en ello no hay mérito si no loafirmamos contra nuestros propios intereses...»

Una noche la vio: le salía al encuentro con los brazos extendidos, lasmanos abiertas, el rostro alzado al cielo, y profirió esta palabra:«Perdona.» La ilusión fue tan intensa, que el joven se despertó con losojos bañados en lágrimas.

Pero despierto, pensando que en lo sucesivo tenía que conformarseúnicamente con las vanas visitas de los sueños, volvió a sentirsesublevado por el ímpetu de la pasión vengadora.

Vagando por los lugaresdonde había estado con ella, buscando aún algo de ella bajo el cielo,volvía a oír aquella voz que le decía muy quedo: «Perdona.»

Y él se decía: «No puedo.»

No podía. Perdonar sinceramente, con el corazón, no podía, no habíapodido jamás. Pero ¿dejaría que la justicia procediera a su modo, seabstendría de intervenir? O seguro como estaba del nuevo engaño, ¿nodebía revelarlo?

El temor de profanar la memoria de su amor lo detenía. Mas,

¿no lo habíadejado ya profanar? ¿No quería escuchar la voz del perdón, no teníanecesidad de que la muerta le perdonase?... Para sostener la acusacióncontra Zakunine le era menester explicar que éste había estado celoso deél y había creído fundados sus celos. Eso no era posible. ¿Qué hacer?

«Perdona,» seguía diciendo la voz.

Y él oía, y no ya en secreto, no ya en sueño, sino con toda claridad, enplena luz. Un día, errando por la misma montaña donde había servido deguía a su nueva hermana, se encontró delante de la capillita que ellano había podido abrir con su débil mano. La puerta estaba cerrada, comoentonces. El joven se detuvo tembloroso; sus pestañas se agitaban sobrelos ardientes ojos. En esa tosca llave mohosa se había posado su blancamano.

Quiso abrir, y luego se contuvo, temeroso de borrar las trazas deaquella mano. Pero su brazo se extendió otra vez,