Fígaro (Artículos Selectos) by Mariano José de Larra - HTML preview

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—No hay cuidado alguno, porque...

Una oleada cortó el hilo de mi curiosidad; las demás palabras deldiálogo se confundieron con las repetidas voces de: ¿me conoces? teconozco, etcétera, etc.

¿Pues no parecía estrella mía haber traído esta noche un dominó igualal de todos los amantes, más feliz, por cierto, que Quevedo, que separecía de noche a cuantos esperaban para pegarles?

—¡Chis! ¡chis! Por fin te encontré—me dijo otra máscara esbelta,asiéndome del brazo, y con su voz tierna y agitada por la esperanzasatisfecha. ¿Hace mucho que me buscabas?

—No por cierto, porque no esperaba encontrarte.

—¡Ay! ¡Cuánto me has hecho pasar desde anoche! No he visto un hombremás torpe; yo tuve que componerlo todo; y la fortuna fue haber convenidoantes en no darnos nuestros nombres, ni aun por escrito. Si no...

—¿Pues qué hubo?

—¿Qué había de haber? El que venía conmigo era Carlos mismo.

—¿Qué dices?

—Al ver que me alargabas el papel tuve que hacerme la desentendida ydejarlo caer, pero él le vio y le cogió. ¡Qué angustias!

—¿Y cómo saliste del paso?

—Al momento me ocurrió una idea. ¿Qué papel es ese?—le dije.—Vamos averle; será de algún enamorado; se lo arrebato, veo que empieza: QueridaAnita; cuando no vi mi nombre respiré; empecé a echarlo a broma. ¿Quiénserá el desesperado?—le decía riéndome a carcajadas.—Veamos, y élmismo leyó el billete, donde me decías que esta noche nos veríamos aquí,si podía venir sola. Si vieras cómo se reía.

—¡Cierto que fue gracioso!

—Sí, pero por Dios, don Juan, de éstas pocas.

Acompañé largo rato a mi amante desconocida, siguiendo la broma lo mejorque pude... el lector comprenderá fácilmente que bendije las máscaras, ysobre todo el talismán de mi impagable dominó.

Salimos, por fin, de aquella casa, y no pude menos de soltar lacarcajada al oír a un máscara que a mi lado bajaba:

—¡Pesia a mí!—le decía a otro;—no ha venido; toda la noche he seguidoa otra creyendo que era ella, que hasta se ha quitado la careta. ¡Lavieja más fea de Madrid!

No ha venido; en mi vida pasé rato más amargo.¿Quién sabe si el papel de la otra noche lo habrá echado todo a perder?Si don Carlos lo cogió...

—Hombre, no tengas cuidado.

—¡Paciencia! Mañana será otro día. Yo, con ese temor, me he guardadomuy bien de traer el dominó, cuyas señas le daba en la carta.

—Hiciste muy bien.

—Perfectísimamente—repetí yo para mí, y salimos riendo de los azaresde la vida.

Bajamos atropellando un rimero de criados y capas tendidos aquí y allípor la escalera. La noche no dejó de tener tampoco algún contratiempopara mí. Yo me había llevado la querida de otro; en justa compensaciónotro se había llevado mi capa, que debía parecerse a la suya, como separecía mi dominó al del desventurado querido. Ya estásvengado—exclamé,—¡oh, burlado mancebo! Felizmente, yo, al entregarlaen la puerta, había tenido la previsión de despedirme de ellatiernamente para toda mi vida.

¡Oh, previsión oportuna! Ciertamente queno nos volveremos a encontrar mi capa y yo en este mundo perecedero;había salido ya de la casa, había andado largo trecho, y aún volvía lacabeza de rato en rato hacia sus altas paredes, como Héctor al dejar asu Andrómaca, diciendo para mí: allí quedó, allí la dejé, allí la vi porúltima vez.

Otras casas corrimos; en todas el mismo cuadro: en ninguna nos admiróencontrar intrigas amorosas, madres burladas, chasqueados esposos osolícitos amantes; no soy de aquellos que echan de menos la acción enuna buena cantatriz, o alaban la voz de un mal comediante, y por tantono voy a buscar virtudes a las máscaras. Pero nunca llegué a comprenderel afán que por asistir al baile había manifestado tantos días seguidosdon Cleto, que hizo toda la noche de una silla cama y del estruendoarrullo; no entiendo todavía a don Jorge cuando dice que estuvo en lafunción, habiéndole visto desde que entró hasta que salió en derredor deuna mesa en un verdadero écarté.

Toda la diferencia estaba en él, conrespecto a las demás noches, en ganar o perder, vestido de moharracho.Ni me sé explicar de una manera satisfactoria la razón en que se fundapara creer que se divierten un enjambre de máscaras que vi buscandosiempre, y no encontrando jamás, sin hallar a quien embromar ni quienlas embrome, que no bailan, que no hablan, que vagan errantes de sala ensala, como si de todas les echaran, imitando el vuelo de la mosca, queparece no tener nunca objeto determinado. ¿Es por ventura un apetitodesordenado de hallarse donde se hallan todos, hijo de la pueril vanidaddel hombre? ¿Es por aturdirse a sí mismos y creerse felices por espaciode una noche entera? ¿Es por dar a entender que también tienen uninterés y una intriga? Algo nos inclinamos a creer lo último cuandoobservamos que los más de éstos os dicen si los habéis conocido:

—¡Chitón! ¡Por Dios! no digáis nada a nadie.

Seguidlos, y os convenceréis de que no tienen motivos ni paradescubrirse ni para taparse. Andan, sudan, gastan, salen quebrantadosdel baile... nunca, empero, se les olvida salir los últimos, decir aldespedirse: ¿Mañana es el baile en Solís?—Pues hasta mañana.—¿Pasadomañana en San Bernardino? ¡Diez onzas diera por un billete!

Ya que sin respeto a mis lectores me he metido en estas reflexionesfilosóficas, no dejaría pasar en silencio antes de concluirlas la másprincipal que me ocurrió. ¿Qué mejor careta ha menester don Braulio quesu hipocresía? Pasa en el mundo por un santo, oye misa todos los días, yreza sus devociones; a merced de esta máscara que tiene constantementeadoptada, mirad cómo engaña, cómo intriga, cómo murmura, cómo roba...¡Qué empeño de no parecer Julianita lo que es! ¿Para eso sólo se pone unrostro de cartón sobre el suyo? ¿Teme que sus facciones delaten su alma?Viva tranquila; tampoco ha menester careta. ¿Veis su cara angelical?¡Qué suavidad! ¡Qué atractivo! ¡Cuán fácil trato debe tener! No puedeabrigar vicio alguno. Miradla por dentro, observadores de superficies:no hay día que no engañe a un nuevo pretendiente; veleidosa, infiel,perjura, desvanecida, envidiosa, áspera con los suyos, insufrible yaltanera con su esposo: esa es la hermosura perfecta, cuya cara osengaña más que su careta. ¿Veis aquel hombre tan amable y tan cortés,tan comedido con las damas en la sociedad? ¡Qué deferencia! ¡Quéprevisión! ¡Cuán sumiso debe ser! No le escojas sólo por eso paraesposo, encantadora Amelia; es un tirano grosero de la que le entrega sucorazón. Su cara es también más pérfida que su careta; por ésta no estésexpuesta a equivocarte, porque nada juzgas por ella; ¡pero la otra!...imperfecta discípula de Lavater, crees que debe ser tu clave, y sólopuede ser un pérfido guía que te entrega a su enemigo.

Bien presumirá el lector que al hacer estas metafísicas indagaciones,algún pesar muy grande debía afligirme; pues nunca está el hombre másfilósofo que en sus malos ratos; el que no tiene fortuna se encasquetasu filosofía como un falto de pelo su bisoñé: la filosofía es,efectivamente, para el desdichado lo que la peluca para el calvo; deambas maneras se les figura a entrambos que ocultan a los ojos de losdemás la inmensa laguna que dejó en ellos por llenar la naturalezamadrastra.

Así era: un pesar me afligía. Habíamos entrado ya en uno de losprincipales bailes de esta corte; el continuo transpirar, el estar enpie la noche entera, la hora avanzada y el mucho cavilar habíandebilitado mis fuerzas en tales términos que el hambre era a la sazón mimaestro de filosofía. Así de mi amigo, y de común acuerdo nos decidimosa cenar lo más espléndidamente posible. ¡Funesto error! Así serefugiaban máscaras a aquel estrecho local, y se apiñaban y empujabanunas a otras como si fuera de la puerta las esperase el más inminentepeligro. Iban y venían los mozos aprovechando claros y describiendosinuosidades como el arroyo que va buscando para correr entre las breñasde las rendijas y agujeros de las piedras. Era tarde ya: apenas había unplato de que disponer; pedimos, sin embargo, de lo que había, y nostrajeron varios restos de manjares que alguno que había cenado antes quenosotros había tenido la previsión de dejar sobrantes. Hicimos semblantede comer, según decían nuestros antepasados, y como dicen ahora nuestrosvecinos, y pagamos como si hubiéramos comido. Esta ha sido la primeravez en mi vida, salí diciendo, que me ha costado dinero un rato dehambre.

Entrámonos de nuevo en el salón de baile, y cansado ya de observar y deoír sandeces, prueba irrefragable de lo reducido que es el número dehombres dotados por el cielo con travesura y talento, toda mi ambiciónse limitó a conquistar con los codos y los pies un rincón donde cederalgunos minutos a la fatiga. Allí me recosté, púseme la careta parapoder dormir sin excitar la envidia de nadie, y columpiándose miimaginación entre mil ideas opuestas, hijas de la confusión desensaciones encontradas de un baile de máscaras, me dormí, mas no tantranquilamente como lo hubiera yo deseado.

Los fisiólogos saben mejor que nadie, según dicen, que el sueño y elayuno, prolongados, sobre todo, predisponen la imaginación débil yacalorada del hombre a las visiones nocturnas y aéreas que vienen atomar en nuestra irritable fantasía formas corpóreas cuando estánnuestros párpados aletargados por Morfeo. Más de cuatro que han pasadoen este bajo suelo por haber visto realmente lo que realmente no existe,han debido al sueño y al ayuno sus estupendas apariciones. Esto esprecisamente lo que a mí me aconteció, porque al fin, según expresión deTerencio, homo sum et nihil humani a me alienum puto. No bien habíacedido al cansancio, cuando imaginé hallarme en una profunda obscuridad;reinaba el silencio en torno mío; poco a poco una luz fosfórica fueabriéndose paso lentamente por entre las tinieblas, y una redoma mágicase me fue acercando misteriosamente por sí sola como un luminosometeoro.

Saltó un tapón con que venía herméticamente cerrada, untorrente de luz se escapó de su cuello destapado, y todo volvió a quedaren la obscuridad. Entonces sentí una mano fría como el mármol que seencontró con la mía; un sudor yerto me cubrió; sentí el crujir de laropa de un fantasma bullicioso que ligeramente se movía a mi lado, y unavoz semejante a un leve soplo me dijo con acentos que no tienen entrelos hombres signos representativos:

—Abre los ojos, Bachiller; si te inspiro confianza, sígueme.

El aliento me faltó, flaquearon mis rodillas; pero el fantasma despidióde sí un pequeño resplandor, semejante al que produce un fumador en unaescalera tenebrosa aspirando el humo de su cigarro, y a su escasa luzreconocí brevemente a Asmodeo, héroe del Diablo Cojuelo.

—Te conozco—me dijo;—no temas: vienes a observar el Carnaval en unbaile de máscaras, ¡Necio! ven conmigo; do quiera hallarás máscaras, doquiera Carnaval, sin esperar al segundo mes del año.

Arrebatome entonces insensible y rápidamente, no sé si sobre algúndragón alado, o vara mágica, o cualquier otro bagaje de esta especie.Ello fue que alzarme del sitio que ocupaba y encontrarnos suspendidos enla atmósfera sobre Madrid, como el águila que se columpia en el airebuscando con vista penetrante su temerosa presa, fue obra de uninstante. Entonces vi al través de los tejados, como pudiera al travésdel vidrio de un excelente anteojo de larga vista.

—Mira—me dijo mi extraño cicerone.—¿Qué ves en esa casa?

—Un joven de sesenta años disponiéndose a asistir a una suaré;pantorrillas postizas, porque va de calzón; un frac diplomático; todaslas maneras afectadas de un seductor de veinte años; una persuasión,sobre todo, indestructible de que su figura hace conquistas todavía...

—¿Y allí?

—Una mujer de cincuenta años.

—Obsérvala; se tiñe los blancos cabellos.

—¿Qué es aquello?

—Una caja de dientes; a la izquierda una pastilla de olor; a la derechaun polisón.

—¡Cómo se ciñe el corsé! va a exhalar el último aliento.

—Repara su gesticulación de coqueta.

—¡Ente execrable! ¡Horrible desnudez!

—Más de uno ha deslumbrado tus ojos en algún sarao que debieras habervisto en ese estado para ahorrarte algunas locuras.

—¿Quién es aquel de más allá?

—Un hombre que pasa entre vosotros los hombres por sensato; todos leconsultan: es un célebre abogado; la librería que tiene al lado es eldisfraz con que os engaña.

Acaba de asegurar a un litigante con suslibros en la mano que su pleito es imperdible; el litigante ha salido;mira cómo cierra los libros en cuanto salió, como tú arrojarás la caretaen llegando a tu casa. ¿Ves su sonrisa maligna? Parece decir: «venidaquí, necios; dadme vuestro oro; yo os daré papeles, yo os haré frases.Mañana seré juez; seré el intérprete de Temis». ¿No te parece ver alloco de Cervantes, que se creía Neptuno?... Observa más abajo: unmoribundo; ¿oyes cómo se arrepiente de sus pecados? Si vuelve a la vidatornará a las andadas. A su cabecera tiene a un hombre bien vestido, unbastón en una mano, una receta en la otra: o la tomas, o te pego.

Aquítienes la salud, parece decirle, yo sano los males, yo los conozco;observa con qué seriedad lo dice; parece que lo cree él mismo; pareceperdonarle la vida que se le escapa ya al infeliz. No hay cuidado, salediciendo; ya sube en su bombé; ¿oyes el chasquido del látigo?

—Sí.

—Pues oye también el último ¡ay! del moribundo, que va a la eternidad,mientras que el doctor corre a embromar a otro con su disfraz desabio... Ven a ese otro barrio.

—¿Qué es eso?

—Un duelo. ¿Ves esas caras tan compungidas?

—Sí.

—Míralas con este anteojo.

—¡Cielos! La alegría rebosa dentro, y cuenta los días que el decoro lepodrá impedir salir al exterior.

—Mira una boda; con qué buena fe se prometen los novios eternaconstancia y fidelidad.

—¿Quién es aquél?

—Un militar; observa cómo se paga de aquel oro que adorna su casaca.¡Qué de trapitos de colores se cuelga en los ojales! ¡Qué vano sepresenta! Yo sé ganar batallas, parece que va diciendo.

—¿Y no es cierto? Ha ganado la de ***.

—¡Insensato! Esa no la ganó él, sino que la perdió el enemigo.

—Pero...

—No es lo mismo.

—¿Y la otra de ***?

—La casualidad. Se está vistiendo de gran uniforme, es decir,disfrazando; con ese disfraz todos le dan V. E.; él y los que así le vencreen que ya no es un hombre como todos.

—Ya lo ves; en todas partes hay máscaras todo el año; aquel mismo amigoque te quiere hacer creer que lo es, la esposa que dice que te ama, laquerida que te repite que te adora, ¿no te están embromando toda lavida? ¿A qué, pues, esa prisa de buscar billetes? Sal a la calle, yverás las máscaras de balde. Sólo te quiero enseñar antes de volverte allevar donde te he encontrado, concluyó Asmodeo, una casa donde dicenespecialmente que no las hay este año. Quiero desencantarte.

Al decir esto pasábamos por el teatro.

—Mira allí—me dijo—a un autor de comedia. Dice que es un gran poeta.Está muy persuadido de que ha escrito los sentimientos de Orestes, y deNerón, y de Otelo...

¡Infeliz! ¿Pero qué mucho? Un inmenso concurso selo cree también. ¡Ya se ve! ni unos ni otros han conocido a aquellosseñores. Repara, y ríete a tu salvo. ¿Ves aquellos grandes palospintados, aquellos lienzos corredizos? Dicen que aquello es el campo, ycasas, y habitaciones, ¡y qué más sé yo! ¿Ves aquel que sale ahora?Aquél dice que es el grande sacerdote de los griegos, y aquel otroEdipo; ¿los conoces tú?

—Sí; por más señas que esta mañana los vi en misa.

—Pues míralos; ahora se desnudan, y el gran sacerdote, y Edipo, yJocasta, y el pueblo tebano entero, se van a cenar sin másacompañamiento, y dejándose a su patria entre bastidores, algún carneroverde, o si quieres, un excelente beefteck hecho en casa de Genyeis.¿Quieres oír a Semíramis?

—¿Estás loco, Asmodeo? ¿A Semíramis?

—Sí; mírala; es una excelente conocedora de la música de Rossini.¿Oíste qué bien cantó aquel adagio? Pues es la viuda de Nino, ya expira;a imitación del cisne, canta y muere.

Al llegar aquí estábamos ya en el baile de máscaras; sentí un golpeligero en una de mis mejillas.

—¡Asmodeo!—grité.

Profunda obscuridad; silencio de nuevo en torno mío.

—Asmodeo—quise gritar de nuevo:—despiértame empero el esfuerzo. Llenaaún mi fantasía de mi nocturno viaje, abro los ojos, y todos los trajesapiñados, todos los países me rodean en breve espacio: un chino, unmarinero, un abate, un indio, un ruso, un griego, un romano, unescocés... ¡Cielos! ¿Qué es esto? ¿Ha sonado ya la trompeta final? ¿Sehan congregado ya los hombres de todas las épocas y de todas las zonasde la tierra a la voz del Omnipotente en el valle de Josafat?... Poco apoco vuelvo en mí, y asustando a un turco y a una monja entre quienesestoy, exclamo con toda la filosofía de un hombre que no ha cenado, eimitando las expresiones de Asmodeo, que aún suenan en mis oídos:

El mundo todo es máscaras: todo el año es Carnaval.

EMPEÑOS Y DESEMPEÑOS

En prensa tenía yo mi imaginación no ha muchas mañanas[1] buscando untema nuevo sobre que dejar correr libremente mi atrevida sin hueso, queya pedía conversación, y acaso no lo hubiera encontrado a no ser por lacasualidad que contaré; y digo que no lo hubiera encontrado, porqueentre tantas apuntaciones y notas como en mi pupitre tengo hacinadas,acaso dos solas contendrán cosas que se puedan decir, o que no deban porahora dejarse de decir.

[1] Carnaval del año 1832.

Tengo un sobrino, y vamos adelante, que esto nada tiene de particular.Este tal sobrino es un muchacho que ha recibido una educación de las másescogidas que en este nuestro siglo se suelen dar; es decir esto, quesabe leer aunque no en todos los libros, y escribir, si bien no cosasdignas de ser leídas; contar no es cosa mayor, porque descuida el cuentode sus cuentas en sus acreedores, que mejor que él se las saben llevar;baila como discípulo de Veluci; canta lo que basta para hacerse rogar yno estar nunca en voz; monta a caballo como un centauro y da gozo vercon qué soltura y desembarazo atropella por esas calles de Madrid a susamigos y conocidos; de ciencias y artes ignora lo suficiente para poderhablar de todo con maestría. En materia de bella literatura y de teatro,no se hable, porque está abonado, y si no entiende la comedia, para esola paga y aun la suele silbar; de este modo da a entender que ha vistocosas mejores en otros países, porque ha viajado por el extranjero afuer de bien criado.

Habla un poco de francés y de italiano siempre quehabía de hablar español, y español no lo habla sino lo maltrata: a esodice que la lengua española es la suya, y que puede hacer con ella loque más le viniese en voluntad. Por supuesto que no cree en Dios, porquequiere pasar por hombre de luces, pero en cambio cree en chalanes y enmozas, en amigos y en rufianes. Se me olvidaba. No hablemos de supundonor, porque éste es tal, que por la menor bagatela, sobre si lomiraron, sobre si no lo miraron, pone una estocada en el corazón de sumejor amigo, con la más singular gracia y desenvoltura que en esgrimidoralguno se ha conocido.

Con esta exquisita crianza, pues, y vestirse de vez en cuando de majo,traje que lleva consigo el ¿qué se me da a mí? y el ¡aquí estoy yo! ya se deja conocer que es uno de los gerifaltes que más lugar ocupan enla corte, y que constituye uno de los adornos de la sociedad de buentono de esta capital, de qué sé yo cuántos mundos.

Este es mi pariente, y bien sé yo que si su padre le viese, había deestar tan embobado con su hijo como lo estoy yo con mi sobrino, por tanbuena cualidad como en él se ha llegado a reunir. Conoce mi Joaquín estafragilidad y aun suele prevalerse de ella.

Las ocho serían y vestíame yo, cuando entra mi criado y me anuncia misobrino.

—¿Mi sobrino? Pues debe ser la una.

—No, señor, son las ocho no más.

Abro los ojos asombrado y me encuentro a mi elegante de pie, vestido, yen mi casa a las ocho de la mañana.

—Joaquín, tú a estas horas.

—Querido tío, buenos días.

—¿Vas de viaje?

—No, señor.

—¿Qué madrugón es este?

—¿Yo madrugar, tío? Todavía no me he acostado.

—¡Ah, ya decía yo!

—Vengo de casa la marquesita del Peñol, hasta ahora ha durado el baile;Francisco se ha ido a casa con los seis dominós que he llevado estanoche para mudarme.

—¿Seis no más?

—No más.

—No se me hacen muchos.

—Tenía que engañar a seis personas.

—¿Engañar? Mal hecho.

—Querido tío, usted es muy antiguo.

—Gracias, sobrino, adelante.

—Tío mío, tengo que pedirle a usted un gran favor.

—¿Seré yo la séptima persona?

—Querido tío, ya me he quitado la máscara.

—Di el favor—y eché mano de la llave de mi gaveta.

—En el día no hay rentas que basten para nada; tanto baile, tanto... enuna palabra, tengo un compromiso. ¿Se acuerda usted de la repetición deBreguet, que me vio usted días pasados?

—Sí, que te había costado 250 pesos.

—No era mía.

—¡Ah!

—El marqués de *** acaba de llegar de París, quería mandarla alimpiar, y no conociendo a ningún relojero en Madrid, le prometíenviársela al mío.

—Sigue.

—Pero mi suerte lo dispuso de otra manera: tenía yo aquel día uncompromiso de honor; la baronesita y yo habíamos quedado en ir juntos aChamartín a pasar un día; era imposible ir en su coche; es demasiadoconocido...

—Adelante.

—Era indispensable tomar yo un coche, disponer una casa y una comida decampo...

a la sazón me hallaba sin un centavo; mi honor era lo primero,además que andan las ocasiones por las nubes...

—Sigue.

—Empeñé la repetición de mi amigo.

—¡Por tu honor!

—Cierto.

—¡Bien entendido! ¿Y ahora?

—Hoy como con el marqués, le he dicho que la tengo en casa compuestay...

—Ya entiendo.

—Ya ve usted, tío... esto pudiera producir un lance muy desagradable.

—¿Cuánto es?

—Cien pesos.

—¿Nada más? No se me hace mucho.

Era claro que la vida de mi sobrino y su honor se hallaban en inminenteriesgo.

¿Qué podía hacer un tío tan cariñoso, tan amante de su sobrino,tan rico y sin hijos?

Conté, pues, sus cien pesos, es decir, los míos.

—Sobrino, vamos a la casa donde está empeñada la repetición.

Quand il vous plaira, querido tío.

Llegamos al café, una de las lonjas de empeño, digámoslo así, y comencéa sospechar desde luego que esta aventura había de producirme unartículo de costumbres.

—Tío, aquí será preciso esperar.

—¿A quién?

—Al hombre que sabe la casa.

—¿No la sabes tú?

—No señor; estos hombres no quieren nunca que se vaya con ellos.

—¿Y se les confían repeticiones de 250 pesos?

—Es un honrado corredor que vive de este tráfico. Aquí está. Este es elhonrado corredor.

Entró un hombre como de unos cuarenta años, si es que se podía seguir lahuella del tiempo en una cara como la debe de tener el judío errante, sivive todavía desde el tiempo de Jesucristo. Rostro acuchillado convarios chirlos y jirones tan bien avenidos y colocados de trecho entrecho, que más parecían nacidos en aquella cara que efectos deencuentros desgraciados; mirar bizco, como de quien mira y no mira;barbas independientes, crecidas y que daban claros indicios de no tenercon las navajas todo aquel trato y familiaridad que exige el aseo; ruinsombrero con oficios de quitaguas; capa de éstas que no tapan lo quellevan debajo, con muchas cenefas de barro de Madrid; botas o zapatos,que esto no se conocía, con más lodo que cordobán; uñas de escribano, yuna pierna de dos que tenía, en vez de sustentar la carga del cuerpo, leservía a éste de carga, y era de él sustentada, por donde del talcorredor se podía decir exactamente aquello de que Tripas llevan pies;metal de voz, además, que a todos los ruidos desapacibles se asemejaba,y aire, en fin, misterioso y escudriñador.

—¿Está eso, señorito?

—Está; tío, déselo usted.

—Es inútil, yo no entrego mi dinero de esta suerte.

—Caballero, no hay cuidado.

—No lo habrá ciertamente; porque no le daré.

Aquí empezó una de votos y juramentos del honrado corredor, de quien taninjustamente se desconfiaba, y de lamentaciones deprecatorias de misobrino, que veía escapársele de las manos su repetición por unaetiqueta de esta especie; pero me mantuve firme y le fue preciso cederal hebreo mediante una honesta gratificación que con sus votoscanjeamos.

En el camino nuestro cicerone, más aplacado, sacó de la faltriquera unpaquetillo, y mostrándomelo secretamente:

—Caballero—me dijo al oído,—cigarros habanos, cajetillas, cédulasde... y otras frioleras por si usted gusta.

—Gracias, honrado corredor.

Llegamos por fin a fuerza de apisonar con los pies calles yencrucijadas, a una casa y a un cuarto 4.º, que alguno hubiera llamadoguardilla a haber vivido en él un poeta.

No podré explicar cuán mal se avenían a estar juntas unas con otras, yen aquel tan incongruente desván, las diversas prendas que de tan variaspartes allí se habían venido a reunir. ¡Oh, si hablaran todos aquelloscautivos! El deslumbrante vestido de la belleza, ¿qué de cosas diríadentro de sus límites ocurridas? ¿Qué el collar muchas veces importuno,con prisa desatado y arrojado con despecho? ¿Qué sería escuchar aquellasortija de diamantes, inseparable compañera de los hermosos dedos demarfil de su hermoso dueño? ¡Qué diálogo pudiera trabar aquella ricacapa de chinchilla con aquel chal de cachemira! Desvié mi pensamiento deestas locuras, y pareciome bien que no hablasen. Admireme sobremanera alreconocer en los dos prestamistas que dirigían toda aquella máquina, ados personas que mucho de las sociedades conocía, y de quien nuncahubiera presumido que pelecharan con aquel comercio; avergonzáronseellos algún tanto de hallarse sorprendidos en tal ocupación, yfulminaron una mirada de éstas que llevan en sí una larga reconvenciónsobre el israelita que de aquella manera había comprometido su buennombre introduciendo profanos, no iniciados, en el santuario de susmisterios.

Hubo de entrar mi sobrino a la pieza inmediata, donde se debía buscar larepetición y contar el dinero; yo imaginé que aquél debía de ser lugarmás a propósito todavía para aventuras que el mismo puerto Lápice; caléel sombrero hasta las cejas, levanté el embozo hasta los ojos, púseme alo obscuro, donde podía escuchar sin ser notado, y di a mi observaciónlibre rienda que caminase por do más le pluguiese. Poco tiempo habr?