Fígaro (Artículos Selectos) by Mariano José de Larra - HTML preview

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del

gran

señor

de

Delo

Se

levantan

del

polvo

poetillas

Con tanta habilidad, que es un consuelo».

Y más que me cuentes entre ellos, y por tanto me reconvengas, pues si mepreguntas por qué me entrometo yo también en embadurnar papel sin sabermás que otros, te recordaré aquello de «donde quiera que fueres, haz loque vieres». Así, si fuese a país de cojos, pierna de palo me pondría; yya que en país de autorcillos y traductores he nacido y vivo, autorcilloy traductor quiero y debo, y no puedo menos de ser, pues ni es justosingularizarme y que me señalen con el dedo por las calles, ni dependeademás del libre albedrío de cada uno el no contagiarse de una epidemiageneral. Ni a nadie hagas cargos tampoco por lo de traductor, pues esforzoso que se eche muletas para ayudarse a andar quien nace sin pies, olos trae trabados desde el nacer.

Y si me añades que no puede ser de ventaja alguna el ir atrasados conrespecto a los demás, te diré que lo que no se conoce no se desea niecha de menos: así suele el que va atrasado creer que va adelantado, quetal es el orgullo de los hombres, que nos pone a todos una venda en losojos para que no veamos ni sepamos por dónde vamos, y te citaré a estepropósito el caso de una buena vieja que en un pueblo, que no quieronombrarte, ha de vivir todavía, la cual vieja era de estas muy leídas delos lugares; estaba subscripta a la Gaceta, y la había de leer siempredesde la Real orden hasta el último partido vacante, de seguido, y sinpasar nunca a otro sin haber primero dado fin del anterior. Y es el casoque vivía y leía la vieja (al uso del país) tan despacio y con talsorna, que habiéndose ido atrasando en la lectura, se hallaba el año 29,que fue cuando yo la conocí, en las Gacetas del año 23, nada más; hubede ir un día a visitarla, y preguntándole qué nuevas tenía, al entrar ensu cuarto, no pudo dejarme concluir; antes arrojándose en mis brazos conel mayor alborozo y soltando la Gaceta que en la mano a la sazóntenía:—¡Ay señor de mi alma!—me gritaba con voz mal articulada yahogada en lágrimas y sollozos, hijos de su contento,—¡ay señor de mialma! ¡Bendito sea Dios, que ya vienen los franceses, y que dentro depoco nos han de quitar esa pícara Constitución, que no es más que undesorden y una anarquía!» Y

saltaba de gozo y dábase palmadas repetidas,esto en el año 29, que me dejó pasmado de ver cuán de ilusión vivimos eneste mundo, y que tanto da ir atrasado como adelantado, siempre que nadaveamos ni queramos ver por delante de nosotros.

Más te dijera, Andrés, en el particular, si más voluntad tuviese yo demeterme en mayores honduras; empero sólo me limitaré a decirte, paraconcluir, que no sabemos lo que tenemos con nuestra feliz ignorancia,porque el vano deseo de saber induce a los hombres a la soberbia, que esuno de los siete pecados mortales, por el plano resbaladizo de nuestroamor propio: de este feo pecado nació, como sabes, en otros tiempos, laruina de Babel, con el castigo de los hombres y la confusión de lenguas,y la caída asimismo de aquellos fieros titanes, gigantazos descomunales,que por igual soberbia escalaron también el cielo; sea esto dicho paraconfundir la historia sagrada con la profana, que es otra ventaja de quegozamos los ignorantes, de que todo lo hacemos igual.

De que podrás inferir, Andrés, cuán dañoso es el saber y qué verdad estodo cuanto arriba te llevo dicho acerca de las ventajas que en esta,como en otras cosas, a los demás hombres llevamos los batuecos, cuántodebe regocijarnos la proposición cierta de que: «En este país no se leeporque no se escribe, y no se escribe porque no se lee»; que quieredecir, en conclusión, que aquí ni se lee ni se escribe; y cuántotenemos, por fin, que agradecer al cielo, que por tan raro y desusadocamino nos guía a nuestro bien y eterno descanso, el cual deseo paratodos los habitantes de este incultísimo país de las Batuecas, en quetuvimos la dicha de nacer, donde tenemos la gloria de vivir y en el cualtendremos la paciencia de morir. Adiós, Andrés.

Tu amigo.— El Bachiller.

II

¡Qué país, Andrés, el de las Batuecas! ¡Cuánto no promete! ¿De miamistad exiges que siga poniendo en tu noticia la que de esteextraordinario suelo pueda alcanzar a tener? ¿Gustote mi primeraepístola? Juro en buen hora por mi honor, y ya sabes que este juramentoes en estos tiempos y en las Batuecas cosa seria y sagrada, juro por mihonor, digo, que no tengo de parar hasta que tanto sepas en la materiacomo yo.

De poco te asombras, querido amigo: nada es lo que he dicho encomparación de lo que me queda que decir. Te dije que no se leía ni seescribía. ¿Cuál será tu asombro y tu placer cuando te pruebe que tampocose habla? ¿No puedes concebir que llegue a tanto la moderación de esteinculto país? ¿Y por eso lo llaman inculto? ¡Hombres injustos! Llamáis ala prudencia miedo, a la moderación apocamiento, a la humildadignorancia. A toda virtud habéis dado el nombre de vicio.

¿Puede haber nada más hermoso ni más pacífico que un país en que no sehabla?

Ciertamente que no, y por lo menos nada puede haber mássilencioso. Aquí nada se habla, nada se dice, nada se oye.

¿Y no se habla, me dirás, porque no hay quien oiga, o no se oye porqueno hay quien hable? Cuestión es esa que dejaremos para otro día, si biencuestiones andan en esos mundos decididas, acreditadas y creídas másparadójicas que ésta. Empero, conténtate por ahora con saber que no sehabla; costumbre antigua tan admitida en el país, que para ella solatiene un refrán que dice: «Al buen callar llaman Sancho»; y no necesitodecirte la autoridad que tiene en las Batuecas un refrán, y más unrefrán tan claro como éste.

Llégome a una ocurrencia.

—Buenos días, don Prudencio; ¿qué hay de nuevo?

—Sí, calle usted—me dice con el dedo en los labios.

—¿Que calle?

—Así; y se vuelve a mirar en derredor.

—Hombre, si yo no pienso decir nada malo.

—No importa, calle usted. ¿Ve usted aquel embozado que escucha?... Esun esp...

un sop...

—¡Ah!

—Que vive de eso.

—¿Y se vive de eso en las Batuecas?

—Ese es un hombre que vive de lo que otros hablan, y como ése haymuchos; así que todos estamos reducidos aquí a no hablar; mírenos ustedobscuramente envueltos en nuestras capas, hablando por dentro delembozo, desconfiando de nuestros padres y de nuestros hermanos... Pareceque hemos cometido todos o vamos a cometer algún delito... Imite ustednuestro ejemplo, que en ello le va más de lo que parece.

¿Hay cosa más rara? ¡Un hombre que vive de lo que otros hablan! ¿Y dicenque los batuecos no son industriosos para vivir?..........

Va a edificarse un monumento que podrá dar gloria a las Batuecas; elplan es colosal, la idea magnífica, la ejecución asombrosa; pero hay undefecto, un defecto también colosal; me apresuro: yo lo haré conocer, yolo haré desaparecer.

—Señor don Timoteo, traigo un artículo para usted: insértemelo usted ensu miscelánea.

—¡Ah! ¿Esto? Es imposible, ¡imposible!—Y me añade al oído:—Usted nosabe que el sujeto que ha propuesto él, se llama D. Y. Z.

—Bien pudiera llamarse así ese sujeto y corregirse el defecto.

—Pero es pariente del señor...

—¿Y no pudiera seguir siendo su pariente después de desaparecer eldefecto?

—Cierto; no me entiende usted; es mal enemigo, y no me atrevo ainsertarlo.

¡Oh inagotable capítulo de las consideraciones! Por todos lados adondenos volvamos para marchar, encontramos con la pared.

¿Qué de elogios no merece esta noble moderación, este respeto a laspersonas que pueden, entre los batuecos?

Encuéntrome con un escritor público.

—Señor bachiller, ¿qué le parece a usted mis escritos?

—Hombre, me parece que no hay nada que pedirles, porque nada tienen.

—¡Siempre ha de decir usted cosas!...

—¡Y usted nunca ha de decir cosas! ¿Por qué no fulmina usted el anatemade la crítica contra ciertas obras que nos inundan?

—¡Ay, amigo! Los autores han descubierto el gran secreto para que noles critiquen sus obras. Zurcen un libro. ¿Son vaciedades? No importa.¿Para qué son las dedicatorias? Buscan un nombre ilustre, encabezan conél su mamotreto, dicen que se lo dedican, aunque nadie sepa lo quequiere decir eso de dedicar un libro que uno hace a otro que nada tienede común con el tal libro, y con ese talismán caminan seguros de ofensasajenas. Ampáranse como los niños en las faldas de mamá para que papá noles pegue.

—¿Por qué no pinta usted el desorden de nuestras costumbres y denuestras...?

—¡Ah! ¿no conoce usted el país? ¿Yo satírico? ¡Si tuviera el vulgo latorpeza de entender las cosas como se dicen! Pero es tanta lapenetración de estos batuecos, que adivinan el original del retrato queusted no ha hecho. Dice usted que es ridículo el ser un calzonazos; yque es un pobre hombre todo Juan Lanas, y sale un importante de estosque, a costa de tener reputación, se conforman con tenerla mala, yexclaman a voces: ¡Señores! ¿Saben ustedes quién es ese Juan Lanas dequien habla el satírico?

Ese Juan Lanas soy yo: porque para eso deentender alusiones no hay hombres como los batuecos.—Hombre, ¿qué ha deser usted? Si el autor no lo conoce siquiera...—No importa; apuesto micabeza a que soy yo; y os pone un cartel de desafío, y no hay sinodejaros matar, porque él es un necio.—¿Quién es aquella sultana delOriente? le dicen a usted.—Cualquiera que se halle en ese caso,responde usted. ¡Picarillo! le responden; sí, a mí con esas... Esa es laX***.—Como si no hubiera más que una en Madrid.—Agregue usted a estoque la naturaleza reparte sus dones con economía, y dando fuerzas aaquel a quien negó el talento, corre el satírico gran riesgo en lasBatuecas de que su cabeza se encuentre en el mismo camino de un garrote,encuentro siempre que puede traer peores consecuencias para la primeraque para el segundo.

—Bien, pues, no sea usted satírico: sea usted justo no más. Cuandorepresentan pésimamente una comedia, cuando cantan rabiando una ópera,cuando es la decoración mezquina, ¿por qué no levanta su voz?

—Con gente del teatro nunca se las haya usted. Cervantes lo dijo. Nuncales falta algún campeón que defenderá su pleito, campeón formidable.Además, es ese un teclado en que no se ve más que el exterior: nunca sesabe quién le toca: detrás del retablo y de esas figuritas de pasta deGaiferos y los moros, debajo del parche de maese Pedro está Ginesillo dePasamonte que los mueve: ¡ay! no tome usted la defensa de la infelizMelisendra, no desbarate las figuras, que si la mona se escapa altejado, si rompe la ilusión, si destroza las muñecas, las pagará caras.Esa es, en fin, materia sagrada, y nadie las mueva, que estar no puedacon Roldán a prueba.

—Pero, señor, nunca se ha ahorcado a nadie por decir que Fulano es malcómico.

—Lo que se ha hecho, señor Bachiller, y lo que se hará, mejor se estácallado.

—Se reclama, se apela...

—Señor Munguía, quiero contarle a usted un cuentecillo, y es casoocurrido no ha muchos meses en un lugarcito de las Batuecas.

Corríanse un día novillos, y contra la costumbre establecida en esospueblos de salir enmaromado el animal, bien como debían andar por elmundo muchos animales de asta que yo conozco para que no hicieran daño,hubieron de determinarse a dejarle suelto por las calles. Capeábanle losmozos alegremente, y fue el caso que uno de ellos, más valentón que suscompatriotas, en vez de sortear al novillo, se dejó sortear por él;notable equivocación: enganchole el asta retorcida de la faja que en lacintura traía, y aún no se sabe cuáles hubieran sido las vicisitudes deljaque a no haber acudido en su auxilio dos primos suyos, movidos deaquel impulso natural que todos tenemos de amparar a los que andanenredados con animales cornudos. Soltáronle en efecto. Pero como quieraque los novillos no valgan nada cuando no hacen alguna de las suyas,amotinose en la plaza la parcialidad contraria a nuestro jaque, clamandoque para eso no se sacaba el novillo, y el que no supiese torear lapagase, y que había sido una mala partida meterse entre dos que riñen asu salvo: que aquello de ayudar al capeador había sido una alevosíacontra el toro; y aun es fama que alguno de los más leídos, que debíaser sobrino del cura, trató aquello de traición semejante a la deBeltrán Claquín, como le llama nuestro Mariana, cuando, volviendo lo deabajo arriba, dijo en Montiel: Ni quito ni pongo rey. Como quiera quefuese, creció la zambra, enronqueciéronse las voces, alzáronse lospalos, y no se sabe en qué hubiera parado aquella nueva discordia deAgramante, a no haberse aparecido en medio de la confusión la divinaAstrea, disfrazada en figura de alcalde, que el mismo Diablo no laconociera, con medio pino en la mano en vez de balanza, y sin venda,porque es sabido, que el que no ve con los ojos abiertos, excusatapárselos para no ver, y a su decisión prometieron resignarse todos.Alegaron las partes, escuchólas a entrambas aquel rústico Lain Calvo,que fue milagro que se cansó en oírlas para sentenciar (aunque hay quienasegura que se durmió mientras hablaron) y dijo en conclusión alzando lavoz estentórea:—Señores, por la vara que tengo en la mano—y tenía eltal medio pino que llevamos referido,—juro a bríos que me he enterado,aunque me esté mal el decirlo; y condeno a los dos primos a una multapara mis urgencias, es decir, para las urgencias de la justicia, que soyyo, por haber quitado la acción al animal; y declaro que en lo sucesivonadie sea osado a ayudar en función de esta clase a ningún mozo, por lomenos hasta después de la primera embestida, porque el primer golpe esde derecho del toro, y nadie se le puede quitar. Y Dios sea con todos.Con cuya decisión debió quedar el pueblo sosegado y usted convencido.¿Me ha entendido usted, señor Bachiller? Pregúntolo, porque si no me haentendido ahora, excuso hacer más preguntas, que ya nunca me entenderá.Así, pues, líbrese de la primera embestida, y no lo deje para lasegunda; y desengáñese, que en las Batuecas si nos quita el adular, nosquita el vivir; es preciso contentarse con decir en todo papel impresoque la comedia estuvo de lo lindo; que todos los actores, incluso losque no la representaron, se sobrepujaron a sí mismos, que es frase quequiere decir mucho, aunque no hay un cristiano que la entienda; que ladecoración fue cosa exquisita; que el público anduvo acertado enaplaudirla; que la invención última es el súmum del saber humano; que eledificio y que la fuente y que el monumento, son otras tantasmaravillas; que aquella obra está planteada sobre las bases más sólidasy los auspicios más felices; que la paz y la gloria, y la dicha y elcontento llegaron a su colmo; que el cólera no viene a las Batuecasporque describe triángulos acutángulos, y es cosa averiguada, que todoel que describe esta figura al andar, no puede pasar de cierto punto;entreverar un articulejo de volapiés, que esto a nadie ofende sino altoro; ingerir tal cual examen analítico de la obra última entre si diré,si no diré lo que hay en la materia, tal cual anacreóntica, donde se ledigan a Filis cuatro frioleras de gusto, con su poco de acertijo, yalgún sonetuelo de circunstancias, que es cosa que sabe como cada frutaen su tiempo, y en las demás materias, ¡chitón! que las noticias no sonpara dadas, la política no es planta del país, la opinión es sólo deltonto que la tiene, y la verdad estese en su punto.

Además de que lalengua se nos ha dado para callar, bien así como se nos dio el librealbedrío para hacer sólo el gusto de los demás, los ojos para ver sólolo que nos quieran enseñar, los oídos para sólo oír lo que nos quierandecir, y los pies para caminar a donde nos lleven. Y a alguno conozcoyo, señor Bachiller, que argüía a uno de estos que pregonan la felicidadpresente; y arguyéndole con ejemplos bien palpables, le repetía a cadapunto ¿conque estamos bien? A lo que le fue respondido como respondióBossuet al jorobado: Para batuecos, amigo mío, no podemos estar mejor.

Así ves, Andrés mío, a los batuecos, a quienes una larga costumbre decallar ha entorpecido de lengua, no acertar a darse mutuamente losbuenos días, tener miedo, pazguatos y apocados, a su propia sombracuando se la encuentran a su lado en una pared, y guardándoseconsideraciones a sí mismos por no hacerse enemigos, sucediéndolesprecisamente que se mueren de miedo de morirse, y que es la especie demuerte más miserable de que puede hombre morir. Bien como le sucedió aun enfermo a quien un médico brusista había mandado no comer si queríaevitar la muerte, que comiendo, según decía, lo amenazaba; el cual, apoco tiempo de este régimen dietético, se murió de hambre.

Por lo demás, querido Andrés, te confieso que trae muchas ventajas el nohablar, y no quiero citarte para convencerte, entre otros ejemplos, sinoel pícaro resultado y la larga cola, que más bien parece maza que cola,que nos han traído aquellas palabras que se hablaron en los principiosdel mundo, esto es, las que dijo a Eva la serpiente acerca del asunto dela manzana: trance primero en que empezó ya a hacer la lengua de lassuyas, y a dar a conocer para qué había de servir en el mundo. Sinlengua, ¿qué sería, Andrés, de los chismosos, canalla tan perjudicial encualquier república bien ordenada? ¿Qué de los abogados? Ni existierasin lengua la mentira, ni hubiera sido precisa la invención de lamordaza, ni entrara nunca el pecado por los oídos, ni hubieramurmuradores ni bachilleres, que son el gusano y polilla de todo buenorden.

Con lo cual creo haberte convencido de otra ventaja que llevanlos batuecos a los demás hombres, y de qué cosa sea tan especial elmiedo, o llámase la prudencia, que a tal silencio los reduce. Te dirémás todavía: en mi opinión no habrán llegado al colmo de su felicidadmientras no dejen de hablar eso mismo poco que hablan, aunque no es grancosa, y semeja sólo el suave e interrumpido murmullo de viento cuandosilba por entre las ramas de los cipreses de un vasto cementerio;entonces gozarán de la paz del sepulcro, que es la paz de las paces. Ypara que veas que no es sólo Dios el que desaprueba el hablar demasiadocomo arriba llevo apuntado, te traeré otra, autoridad recordándote alfamoso filósofo griego (y no me hagas gestos al oír esto de filósofo),que enseñaba a sus discípulos por espacio de cinco años a callar antesde enseñarles ninguna otra cosa, que fue idea peregrina, y sería aquellacátedra lo que habría que oír; de donde concluyo, porque me canso, quecada batueco es un Platón, y no me parece que lo ha encarecido poco tuamigo— El Bachiller.

P. D. Se me olvidaba decirte que a mi última salida de las Batuecas sesusurraba que hablaban ya. ¡Pobres batuecos! ¡Y ellos mismos se locreían!

YA SOY REDACTOR

¿Por qué extraña fatalidad ha de anhelar el hombre siempre lo que notiene?

Preguntémosle a un joven barbilucio qué desea. ¿Cuándo tendrébarbas?—exclama en su interior.—Nácenle las barbas, y hele allímaldiciendo ya del barbero y de las navajas. ¿Cuándo hallaré en mi Filiscorrespondencia?—le grita en el fondo de su corazón un deseo innato deamor y de ser amado.—Ya oyó el sí. ¡Gozó el bien que deseaba! Y yamaldice del amor y sus espinas. ¿Le prefiere Laura? Pues todo su deseose cifra en conquistar a Amira que lo desprecia. ¿De qué nace esta sedinsaciable, este deseo vividor, reemplazado por otros y otros deseos querápidamente se suceden sin encontrar jamás sino imperfecta satisfacción?El padre Almeida, si mal no me acuerdo dice entre otras cosas curiosas,y aun lo afianza, que la Providencia quiso poner en nosotros este deseoimplacable, para que nos atestiguase eternamente que no hacemos en estemundo transitorio sino una corta peregrinación, y que la satisfacción denuestros deseos no está en esta vida, sino en otra más perfecta yduradera. Así debe de ser, y cierto, que vivimos de todas suertesagradecidos a la previsión y ardiente caridad con que el reverendo padrenos quiso sacar de esta peregrina duda. Yo, que no tengo un ápice demetafísico, y que dejo la resolución de estos problemas a aquellos quetienen más noticias ciertas que yo de nuestro destino, me ciño a decirque el deseo existe, y esto basta para mi propósito.

Yo, Fígaro, soy de ello una viva prueba: no bien me había tentado elenemigo malo, y sentí los primeros pujos de escritor público, cuandodieron en írseme los ojos tras cada periódico que veía, y era mi pío pormañana y noche:

—¿Cuándo seré redactor de periódico?

Figurábaseme, sí, desde luego obra de romanos, el llenar y embutir converdades luminosas las largas columnas de un papel público; pero encambio era para mí de la mayor consideración el imaginarme a la cabezade una sección literaria, recibiendo comunicados atentos y decorosos,viendo diariamente consignadas en indelebles caracteres de imprenta mispropias ideas y las de mis amigos, y sin más trabajo a mi parecer, queel haber de contar y recontar al fin del mes los sonantes doblones queel público desinteresado tiene la bondad de depositar, en cambio depapel, en los arcones periodísticos de una empresa, luz y antorcha de lapatria, y órgano de la civilización del país.

Dejemos aparte las causas y concausas felices o desgraciadas que devicisitud en vicisitud me han conducido al auge de periodista; lo unoporque al público no le importarán probablemente, y lo otro, porque a mímismo podría serme acaso más difícil de lo que a primera vista parece eldesignarlas. El hecho es que me acosté una noche autor de folletos y decomedias ajenas, y amanecí periodista: mireme de alto abajo, sorteandoun espejo que a la sazón tenía, no tan grande como mi persona, que eshacer el elogio de su pequeñez, y dime a escudriñar detenidamente sialguna alteración notable se habría verificado en mi físico; pero porfortuna eché de ver que como no fuese en la parte moral, lo que es en laexterior y palpable, tan persona es un periodista como un autor defolletos.

—Ya soy redactor—exclamé alborozado,—y echeme a fraguar artículos,bien determinado a triturar en el mortero de mi crítica cuanto malandrínliterario me saliese al camino en territorio de mi jurisdicción.

Pero ¡ay de mi! insensato, qué chasco sobre chasco, vivo hoy tandesengañado de periodista como de autor de comedias. Diré brevemente loque me aconteció, sin descubrir, por otra parte, los recursos ocultosque mueven la gran máquina de un periódico, ni romper el velo delprestigio que cubre nuestros altares, que eso fuera sobrado e inoportunodesinterés; y juzgue el lector sino es preferible vivir tranquilamentesubscripto a un periódico, que haberle sabia y precipitadamente decomponer.

—¡Señor Fígaro! un artículo de teatros.

—¿De teatros? Voy allá.

Yo escribo para el público, y el público—digo para mí,—merece laverdad: el teatro, pues, no es teatro: la comedia es ridícula: el actorA es malo, y la actriz H es peor.

¡Santo cielo! Nunca hubiera pensado enabrir mi boca para hablar de teatros.

Comunicado a renglón seguido enmi papel y en todos los contemporáneos en que el autor de la comediadice que es excelente, y el articulista un acéfalo: se conjuran losactores, cierran la puerta del teatro a mis comedias para lo sucesivo, yponen el grito en los cielos. ¿Quién es el fatuo que nos critica?¡Pícaro traductor, ladrón, pedante! ¿Y esto logra el pobre amigo de laverdad y de la ilustración? ¡Oh qué placer el de ser redactor!

Precipítome huyendo del teatro en la literatura. Un señorón encopetadoacaba de publicar una obra indigesta.

«Señor redactor—me dice en una carta seductora,—confío en el talentode usted y en nuestra amistad, de que le tengo dadas bastantespruebas—por desgracia suele ser verdad,—que hará un juicio crítico demi obra, imparcial—imparcial llama él a un juicio que le alabe,—yespero a usted a comer para que juntos departamos acerca de algunasideas que convendría indicar, etc.» Resista usted a estas indirectas, yopte usted entre la gratitud y la mentira. Ambos vacíos tienen susacerbos detractores, y unos u otros se han de ensangrentar en el tristeFígaro. ¡Oh qué placer el de ser redactor!

¡Bueno! Traduciré noticias; al trabajo; corto mi pluma, desenvuelvo elinmenso papel extranjero; aquí van tres columnas.

—¿Tres columnas he dicho? Al día siguiente las busco en la Revista,pero inútilmente.

—¡Señor director! ¿qué se hicieron mis columnas?

—¡Calle usted—me responde,—ahí están; no han servido: esta noticia esinoportuna; es arriesgada; la otra no conviene; aquella de más allá esinsignificante; esta otra es buena, pero está mal traducida!

—Considere usted que es preciso hacer ese trabajo en horas—replicolleno de entusiasmo;—el hombre llega a cansarse...

—Si usted es hombre que se cansa alguna vez, no sirve usted paraperiódicos...

—Me dolía ya la cabeza...

—Al buen periodista nunca le debe doler la cabeza...

—¡Oh, qué placer el de ser redactor!

Dejémonos de fárrago, yo no sirvo para él. Vaya un artículo profundo;ojeo el Say y el Smith; de economía política será.

—Grande artículo—me dice el editor,—pero, amigo Fígaro, no vuelvausted a hacer otro.

—¿Por qué?

—Porque esto es matarme el periódico. ¿Quién quiere usted que lea, sino es jocoso, ni mordaz, ni superficial? Si tiene además cincocolumnas... todos se me han quejado; nada de artículos científicos,porque nadie los lee. Perderá usted su trabajo.

—¡Oh, qué placer el de ser redactor!

—Encárguese usted de revisar los artículos comunicados, y sobre todolas composiciones poéticas de circunstancias...

—¡Ay, señor editor, pero habrá que leerlos!...

—Preciso, señor Fígaro...

—¡Ay, señor editor, mejor quiero rezar diez rosarios de quincedieces!...

—¡Señor Fígaro!...

¡Oh, qué placer el de ser redactor!

Política y más política. ¿Qué otro recurso me queda? Verdad es que depolítica no entiendo una palabra. ¿Pero en qué niñerías me paro? Si seréyo el primero que escriba política sin saberla! Manos a la obra; juntopalabras y digo: conferencias, protocolos, derechos, representación,monarquía, legitimidad, notas, usurpación, cámaras, cortes, centralizar,naciones, felicidad, paz, ilusos, incautos, seducción, tranquilidad,guerra, beligerantes, armisticio, contraproyecto, adhesión, borrascaspolíticas, fuerzas, unidad, gobernantes, máximas, sistemas,desquiciadores, revolución, orden, centros, izquierda, modificación,bill, reformas, etc. Ya hice mi artículo, pero ¡oh cielos! El editor mellama.

—Señor Fígaro, usted trata de comprometerme con las ideas que propalaen ese artículo...

—¿Yo propalo ideas, señor editor? Crea usted que es sin saberlo.¿Conque tanta malicia tiene?...

—Si usted no tiene pulso...

—Perdone usted; yo no creí que mi sistema político era tan... yo lohice jugando...

—Pues si nos pasa perjuicio, usted será el responsable...

—¿Yo, señor editor?

¡Oh, qué placer el de ser redactor!

¡Oh, si esto fuese todo, y si sólo fuera uno responsable, pobre Fígaro,de lo que escribe! Pero ¡ah! tocamos a otro inconveniente; supongo yoque no apareció el autor necio, ni el actor ofendido, ni disgustó elartículo, sino que todo fue dicha en él.

¿Quién me responde de que algúnmaldito yerro de imprenta no me hará decir di