Fígaro (Artículos Selectos) by Mariano José de Larra - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

yacederribada con mano fuerte: el orden, de hoy más, será la base deledificio social: ya asoma la aurora de justicia por qué sé yo quéhorizonte: el iris de paz (que no significa paz) luce después de latormenta (que no se ha acabado): de hoy más la legalidad (que es lacuadratura del círculo) será el fundamento del procomún...

etcétera.¿Ha dicho usted hidra de la discordia, justicia, procomún, horizonte y legalidad? Ved en seguida a los pueblos palmotear, hacerversos, levantar arcos, poner inscripciones.—¡Maravilloso don de lapalabra! ¡Fácil felicidad! Después de un breve diccionario de palabrasde época, tómese usted el tiempo que quiera: con sólo decir mañana decuando en cuando y de echarles palabras todos los días, como echabaEneas la torta al Cancerbero, duerma usted tranquilo sobre sus laureles.

Tal es la historia de todos los pueblos, tal la historia del hombre...palabras todo, ruido, confusión: positivo nada. ¡Bienaventurados los queno hablan, porque ellos se entienden!

POR AHORA

En nuestro último artículo dejamos ligeramente apuntado que hay cosasbuenas en el mundo; y probamos hasta la evidencia, como solemos, queuna de ellas es la policía.

Como no nos pasa por la imaginación que unosolo de nuestros lectores se haya resistido a nuestras razones, tratamosde probar hoy otra verdad más indisputable todavía, a saber: que,sentado el principio de que hay cosas buenas, hay palabras que parecen cosas, es decir, que hay palabras buenas.

A primera vista parece que buenas deben ser todas las palabras, puestoque sirven todas para hablar, o sea para gastar conversación, que es elfin que parecemos proponernos; esto es un error, sin embargo, y errorgrave. Palabras hay malas, profundamente malas por sí mismas, y sinnecesidad de accesorios, que forman por sí solas oración y sentido, pormás que suelan ellas no tener sentido común. Palabras que valen más queun discurso, y que dan que discurrir; cuando uno oye, por ejemplo, lapalabra conspiración, cree estar viendo un drama entero, y aunque nosea nada en realidad. Cuando uno oye la palabra libertad, sólo ella,solita, cree uno estar oyendo una larga comedia. Cuando uno oye lapalabra imprenta, ¿no cree ver detrás la censura, el imposiblevencido, la cuadratura del círculo, la gran quisicosa? ¿No hay quien veen ella el abismo, la anarquía, aquel qué sé yo, que nadie sabe explicarni comprender? Cada una de estas palabras son verdaderas linternasmágicas; el mundo todo pasa al través de ellas. Una vez encendidas todose ve dentro.

Estas palabras que encierran por sí solas una significación entera ydeterminada, son malas generalmente; las buenas son aquéllas que nodicen nada por sí, como por ejemplo: prosperidad, ilustración, justicia,regeneración, siglo, luces, responsabilidad, marchar, progreso, reforma,etc. Estas no tienen un sentido fijo y decisivo; hay quien las entiendede un modo, hay quien las entiende de otro, hay, por fin, quien no lasentiende de ninguno. Estas son buenas, porque, blandas como cera,adáptanse a todas las figuras; éstas son, en fin, el alimento de todaconversación. Con ellas no hay discurso que no se pueda sostener, no haycosa que no se pueda probar, no hay pueblo a quien no se puedaconvencer. Estas son las palabras que parecen cosas.

Ahora bien; cuando dos de estas palabras insignificantes y maleables sellegan a encontrar en el camino una de otra, únense al momento y secombinan por una rara afinidad filológica; y entonces no toman por esomayor sentido; todo lo contrario, juntas, suelen querer decir menostodavía que separadas; entonces estas palabras buenas suelen convertirseen lo que vulgarmente llamamos buenas palabras.

He aquí las reflexiones que teníamos presentes al sentar en el papel eltitulillo de este artículo. Nadie nos negará que la palabra por quieredecir poco cuando va sola; pues de la palabra ahora, no decimos nada.He aquí, pues, dos palabras excelentes, y combínense como se combinen.Júntese el por con el que, y resultará el porque.

Siempre se hadicho que el por qué de las cosas es inaveriguable; por consiguiente,no quiere decir nada. Póngase el ahora en oración, y digamos, porejemplo: «¿Qué hay ahora? ¿Qué se hace ahora?» Nada. Ambas son, pues,palabras nulas, y buenas, por consiguiente. Combínense ahora juntas, ydigamos: por ahora, y se verá el efecto peregrino de la suma de todaslas nulidades.

Pocas palabras hay tan buenas, tan útiles en el día, tan en boga; pocaspalabras buenas que puedan tan fácilmente convertirse en buenaspalabras. ¿A qué nos contesta usted con el por ahora? Es la espada deAlejandro, que corta todo nudo gordiano; es la panacea universal quetempla todos los dolores. Buena jornada habíamos echado, si nopudiéramos contestar a todo: por ahora.

¿Cuánto no suaviza esta frase toda mala contestación? Por mejor decir,no hay con ella mala contestación posible, y todo aquel que sepa lo quees una repulsa seca, sabrá apreciar cuánto valen las buenas palabras.Son el vino que se mezcla con el agua para quitarle su crudeza.Ejemplo: No, quiere decir que no. Pero si en vez de decir no, diceusted por ahora no, aunque usted quiera decir lo mismo, si habla ustedsobre todo con un tonto, como suele suceder, ha dicho usted una grancosa. ¿Y qué cuesta decir dos palabras más?

Convencidos hombres muy ilustrados de esta verdad, ¿cómo pudieran nousarlas continuamente?

Lluevan sobre ellos en buena hora demandas y peticiones, renuévese latabla de los derechos, clamen por todas partes tribuna y periódicos porla libertad de imprenta; no le responderán a usted con un no seco,sino que por ahora no conviene. Pida usted más garantías; abogue ustedpor una verdadera seguridad individual; porque tal o cual estado esabsurdo. Lo vemos—responderán,—y lo que es más, con dolor; empero por ahora no es oportuno. Para que un pueblo esté bien gobernado, paraque sea feliz, es preciso que se difunda la ilustración; para que unpueblo sea libre, es preciso que sepa mucho... y esté bastantementeilustrado... véanse si no Grecia y Roma; aquéllos eran pueblos libres...¡pero lo que se sabía allí! ¡qué pueblos tan ilustrados! ¿Qué tiene quever la España del siglo XIX con la Grecia de Licurgo y la Roma de Numa?

Venga usted a decirme que el sistema judicial no es gran cosa. Que cadauno multa como le da la gana, y juzga como le parece. Pero eso es porahora no más. Deje usted que llegue aquel día raro, aquel díaparticular, que ha de ser el decisivo; día, en fin, de la oportunidad,el día que nos convenga pasarlo bien, que ese día será otra cosa.

Que hay confusión de poderes, de palabras y de cosas; que no nosentendemos; que es una verdadera Babel; que no andamos un paso, un solopaso; pero eso es por ahora.

Todavía no conviene que nos entendamos.Es preciso buscar el momento oportuno.

Pues qué, ¿no hay más queentenderse cualquier día del año, cualquier año del siglo?

¿Y quién es el encargado, preguntarán ustedes, de conocer el momento?¿quién es ese sabio sagaz y penetrante, que ha de conocer cuándo nosconviene ser iguales, ser libres, poder hablar, ser, en una palabra,felices? ¿dónde está la línea divisoria entre la inoportunidad y laoportunidad? ¿quién es el ilustrado encargado de medir nuestrailustración?

Por ahora, amigo lector, no se columbra todavía a esesabio—responderemos;—ni nosotros hemos hecho ánimo de responder porahora a todas las preguntas; ni nos dejarán responder tampoco porahora, aunque quisiéramos. Limitámonos por ahora a probar que, comohay cosas buenas entre nosotros, hay palabras que parecen cosas, y palabras buenas que nos dan por buenas palabras. Que las voces porahora son las primeras de ese género, y si bien se mira, bastante hemosdicho por ahora.

EL MINISTÉRIAL

¿Qué me importa a mí que Locke exprima su exquisito ingenio paradefender que no hay ideas innatas, ni que sea la divisa de su escuela: Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu? Nada. Lockepudiera muy bien ser un visionario, y en ese caso, ni sería el primeroni el último. En efecto, no debía de andar Locke muy derecho:

¡figúreseel lector que siempre ha sido autor prohibido en nuestra patria!... Y nose me diga que ha sido mal mirado, como cosa revolucionaria, porque, seadicho entre nosotros, ni fue nunca Locke emigrado, ni tuvo parte en laconstitución del año 12, ni empleo el año 20, ni fue nunca periodista,ni tampoco urbano. Ni menos fue perseguido por liberal; porque en sustiempos no se sabía lo que era haber en España ministros liberales. Sinembargo, por más que él no escribiese de ideas para España, en lo cualanduvo acertado, y por más que se le hubiese dado un bledo de que todoslos padres censores de la Merced y de la Vitoria condenasen al fuego susperegrinos silogismos, bien empleado le estuvo. Yo quisiera ver al señorLocke en Madrid en el día, y entonces veríamos si seguiría sosteniendoque porque un hombre sea ciego y sordo desde que nació, no ha de tenerpor eso ideas de cosa alguna que a esos sentidos ataña y pertenezca. Escosa probada que el que no ve ni oye claro a cierta edad, ni ha vistonunca ni verá. Pues bien, hombres conozco yo en Madrid de cierta edad, yno uno ni dos, sino lo menos cinco, que así ven y oyen claro como yovuelo. Hábleles usted, sin embargo, de ideas; no sólo las tienen, sinoque ¡ojalá! no las tuvieran. Y de que estas ideas son innatas, así mequeda la menor duda, como pienso en ser nunca ministerial; porque, si nonacen precisamente con el hombre, nacen con el empleo, y sabido se estáque el hombre, en tanto es hombre en cuanto tiene empleo.

Podría haber algo de confusión en lo que llevo dicho, porque losideólogos más famosos, los Condillac y Destutt-Tracy, hablan sólo delhombre, de ese animal privilegiado de la creación, y yo me ciño a hablardel ministerial, ese ser privilegiado de la gobernación. Saber ahora loque va de ministerial a hombre, es cuestión para más despacio, sobretodo cuando creo ser el primer naturalista que se ocupa de este ente, enninguna zoología clasificado. Los antiguos, por supuesto, no leconocieron: así es que ninguno de sus autores le mienta para nada entrelas curiosidades del mundo antiguo, ni se ha descubierto ninguno en lasexcavaciones de Herculano, ni Colón encontró uno solo entre todos losindios que descubrió; y entre los modernos, ni Buffon le echó de verentre los racionales, ni Valmont de Vaumare le reconoce; ni entre lasplantas le coloca Jusieu, Tournefort, ni de Candolle, ni entre losfósiles le clasifica Cuvier; ni el barón de Humboldt, en sus largosviajes, hace la cita más pequeña que pueda a su existencia referirse.Pues decir que no existe, sin embargo, sería negar la fe, y vive Diosque mejor quiero pasar que la fe y el ministerialismo sean cosas pararenegadas que para negadas, por más que pueda haber en el mundo más deun ministerial completamente negado.

El ministerial podrá no ser hombre; pero se le parece mucho, por defuerasobre todo: la misma fachada, el exterior mismo. Por supuesto, no esplanta, porque no se cría ni se coge; más bien pertenecería al reinomineral, lo uno porque el ministerialismo tiene algo de mina, y lo otroporque se forma y crece por superposición de capas: lo que son lasdiversas capas superpuestas en el reino mineral, son los empleosaglomerados en él: a fuerza de capas medra un mineral; a fuerza deempleos crece un ministerial, pero en rigor tampoco pertenece a estereino. Con respecto al reino animal, somos harto urbanos, sea dicho conterror suyo, para colocar al ministerial en él. En realidad, elministerial más tiene de artefacto que de otra cosa. No se cría, sinoque se hace, se confecciona. La primera materia, la masa, es un hombre.Coja usted un hombre (si es usted ministro, se entiende, porque si no,no sale nada): sonríasele usted un rato, y le verá usted ir tomandoforma, como el pintor ve salir del lienzo la figura con una solapincelada. Dele usted un toque de esperanza, derecho al corazón, unligero barniz de nombramiento, y un color pronunciado de empleo, y le veusted irse doblando en la mano como una hoja sensitiva, encorvar laespalda, hacer atrás un pie, inclinar la frente, reír a todo lo quediga: y ya tiene usted hecho un ministerial. Por aquí se ve que laconfección del ministerial tiene mucho de sublime, como lo entiendeLongino. Dios dijo: Fiat lux, et lux facta fuit. Se sonrió unministro, y quedó hecho un ministerial.

Dios hizo al hombre a susemejanza, por más que diga Voltaire que fue al revés: así también unministro hace un ministerial a imitación suya. Una vez hecho, le sucedelo que al famoso escultor griego que se enamoró de su hechura, o lo queal Supremo Hacedor, de quien dice la Biblia a cada creación concluida: Et vidit Deus quod erat bonum. Hizo el ministro su ministerial, y violo que era bueno.

Aquí entra confesar que soy un sí es no es materialista, si no tanto queno pueda pasar entre las gentes del día, lo bastante para haber muertoemparedado en la difunta que murió de hecho ha catorce años, y que matóno ha mucho de derecho al ministerio de Gracia y Justicia, que fuematarla muerta. Dígolo, porque soy de los que opinan en los ratos queestoy de opinar algo sobre algo, con muchos fisiólogos y con Gall, sobretodo, que el alma se adapta a la forma del cuerpo, y que la materia enforma de hombre da ideas y pasiones, así como da naranjas en forma denaranjo. La materia, que en forma sólo de procurador producía undiscurso racional, unas ideas intérpretes de su provincia, se seca, seadultera en forma ministerial; y aquí entran las ideas innatas, esto es,las que nacen con el empleo, que son las que yo sostengo, mal que lespese a los ideólogos. Aquí es donde empieza el ministerial a participarde todos los reinos de la naturaleza. Es mona por una parte de suyoimitadora; vive de remedo.

Mira al amo de hito en hito: ¿hace éste ungesto? miradle reproducido como en un espejo en la fisonomía delministerial. ¿Se levanta el amo? La mona al punto monta a caballo. ¿Sesienta el amo? ¡Abajo la mona! Es papagayo por otra parte; palabrasoltada por el que le enseña, palabra repetida. Sucédele así lo que aaquel loro, de quien cuenta Jouy que habiendo escapado con vida de unabatalla naval, a que se halló casualmente, quedó para toda su vidarepitiendo, lleno de terror, el cañoneo que había oído: ¡pum, pum, pum!sin nunca salir de esto. El ministerial no sabe más que este cañoneo:«La España no está madura.—No es oportuno.—Pido la palabra encontra.—No se crea que al tomar la palabra lo hago para impugnar lapetición, sino sólo sí para hacer algunas observaciones, etc.» Y todo¿por qué? porque le suena siempre en los oídos el cañoneo del año 23. Nove más que el Zurriago, no oye más que Angulema.

Es cangrejo porque se vuelve atrás de sus mismas opiniones francamente;abeja en el chupar; reptil en el serpentear; mimbre en lo flexible; aireen el colarse, agua en seguir la corriente; espino en agarrarse a todo;aguja imantada en girar siempre a su norte; girasol en mirar al quealumbra: muy buen cristiano en no votar; y seméjase, en fin, por lomismo, al camello en poder pasar largos días de abstinencia; así es queen la votación más decidida álzase el ministerial y exclama:—¡Meabstengo!—pero, como aquel animal, sin perjuicio de desquitarse de lalarga abstinencia a la primera ocasión.

El ministerial anda a paso de reforma; es decir, que más parece que secolumpia, sin moverse de un sitio, que no que anda.

Es, por último, el ministerial de suyo tímido y miedoso. Su coco es elurbano: no se sabe por qué le ha tomado miedo; pero que se le tiene esevidente: semejante a aquel loco célebre que veía siempre la mosca ensus narices, tiene de continuo entre ceja y ceja la anarquía: y así laanda buscando por todas partes, como busca Guzmán en La Pata de cabra las fantasmas por entre las rendijas de las sillas. El ministerial, paraconcluir, es ser que dará chasco a cualquiera, ni más ni menos que suamo. Todas las esperanzas anteriores, sus antecedentes todos seestrellan al llegar al sillón; a cuyo propósito quiero contar un cuentoa mis lectores.

Era año de calamidad para un pueblo de Castilla, cuyo nombre callaré;reuniose el Ayuntamiento, y resolvió recurrir a otro pueblo inmediato,en el cual se veneraba el cuerpo de un santo muy milagroso, según lasmás acordes tradiciones, en petición de la sagrada reliquia y de algunasemilla de granos para la nueva cosecha. Hízose el pedido, que fue alpunto mismo otorgado. Al año siguiente pasaba el alcalde del pueblo sanopor el afligido: es de advertir que, contra todas las esperanzas, sibien la cosecha era abundante, el cielo, que oculta siempre al hombredébil sus altos fines, no había querido terminar la plaga, sin dudaporque al pueblo no le debía de convenir.

—¿Cómo ha ido por ésta?—le preguntaba el uno al otro alcalde.

—Amigo—le respondió el preguntado, con expresión doliente yafligida,—la semilla asombrosa... pero... no quisiera decírselo austed.

—¡Hombre! ¿qué?

—Nada: la semilla, como digo, asombrosa, pero el santo salió flojillo.

Los ministeriales, efectivamente, amigo lector, no quisiera decirlo,pero salieron también flojillos.

EN ESTE PAÍS

Hay en el lenguaje vulgar frases afortunadas que nacen en buena hora yque se derraman por toda una nación, así como se propagan hasta lostérminos de un estanque las ondas producidas por la caída de una piedraen medio del agua. Muchas de este género pudiéramos citar, en elvocabulario político sobre todo; de esta clase son aquellas quehalagando las pasiones de los partidos, han resonado tan funestamente ennuestros oídos en los años que van pasados de este siglo, tan fecundo enmutaciones de escenas y en cambios de decoraciones. Cae una palabra delos labios de un perorador en un pequeño círculo, y un gran puebloansioso de palabras la recoge, la pasa de boca en boca, con la rapidezdel golpe eléctrico un crecido número de máquinas vivientes la repite yla consagra, las más veces sin entenderla, y siempre sin calcular queuna palabra sola es a veces palanca suficiente a levantar lamuchedumbre, inflamar los ánimos y causar en las cosas una revolución.

Estas voces favoritas han solido siempre desaparecer con lascircunstancias que las produjeran. Su destino es, efectivamente, comosonido vago que son, perderse en lontananza, conforme se apartan de lacausa que las hizo nacer. Una frase, empero, sobrevive siempre entrenosotros, cuya existencia es tanto más difícil de concebir, cuanto queno es de la naturaleza de esas de que acabamos de hablar; éstas sirvenen las revoluciones a lisonjear a los partidos y a humillar a loscaídos, objeto que se entiende perfectamente, una vez conocida lagenerosa condición del hombre; pero la frase que forma el objeto de esteartículo se perpetúa entre nosotros, siendo sólo un funesto padrón deignominia para los que la oyen y para los mismos que la dicen: así larepiten los vencidos como los vencedores, los que pueden como los que noquieren extirparla; los propios, en fin, como los extraños.

En este país... esta es la frase que todos repetimos a porfía, fraseque sirve de clave para toda clase de explicaciones, cualquiera que seala cosa que a nuestros ojos choque en mal sentido. ¿Qué quiere usted?decimos ¡en este país! Cualquier acontecimiento desagradable que nossuceda, creemos explicarle perfectamente con la frasecilla: cosas deeste país; que con vanidad pronunciamos, y sin pudor alguno repetimos.

¿Nace esta frase de un atraso reconocido en toda la nación? No creo quepueda ser éste su origen, porque sólo puede conocer la carencia de unacosa el que la misma cosa conoce: de donde se infiere que si todos losindividuos de un pueblo conociesen su atraso, no estarían realmenteatrasados. ¿Es la pereza de imaginación o de raciocinio que nos impideinvestigar la verdadera razón de cuanto nos sucede, y que se goza entener una muletilla siempre a mano con que responderse a sus propiosargumentos, haciéndose cada uno la ilusión de no creerse cómplice de unmal, cuya responsabilidad descarga sobre el estado del país en general?Esto parece más ingenioso que cierto.

Creo entrever la causa verdadera de esta humillante expresión. Cuando sehalla un país en aquel crítico momento en que se acerca a unatransición, y en que, saliendo de las tinieblas, comienza a brillar ensus ojos un ligero resplandor, no conoce todavía el bien, empero yaconoce el mal de donde pretende salir para probar cualquiera otra cosaque no sea lo que hasta entonces ha tenido. Sucédele lo que a una jovenbella que sale de la adolescencia; no conoce el amor todavía, ni susgoces; su corazón, sin embargo, o la naturaleza, por mejor decir, leempieza a revelar una necesidad que pronto será urgente para ella, ycuyo germen y cuyos medios de satisfacción tiene en sí misma, si bienlos desconoce todavía; la vaga inquietud de su alma, que busca y ansía,sin saber qué, la atormenta y la disgusta de su estado actual y delanterior en que vivía; y vésela despreciar y romper aquellos mismossencillos juguetes que formaban poco antes el encanto de su ignoranteexistencia.

Este es acaso nuestro estado, y éste a nuestro entender el origen de lafatuidad que en nuestra juventud se observa: el medio saber reina entrenosotros; no conocemos el bien, pero sabemos que existe y que podemosllegar a poseerle, si bien sin imaginar aún el cómo. Afectamos, pues,hacer ascos de lo que tenemos para dar a entender a los que nos oyen queconocemos cosas mejores, y nos queremos engañar miserablemente unos aotros estando todos en el mismo caso.

Este medio saber nos impide gozar de lo bueno que realmente tenemos, yaun nuestra ansia de obtenerlo todo de una vez nos ciega sobre losmismos progresos que vamos insensiblemente haciendo. Estamos en el casodel que teniendo apetito desprecia un sabroso almuerzo con la esperanzade un suntuoso convite incierto, que se verificará o no se verificarámás tarde. Substituyamos sabiamente a la esperanza de mañana el recuerdode ayer, y veamos si tenemos razón en decir a propósito de todo:

¡Cosasde este país!

Sólo con el auxilio de las anteriores reflexiones puedo comprender elcarácter de don Periquito, ese petulante joven, cuya instrucción estáreducida al poco latín que le quisieron enseñar y que él no quisoaprender, cuyos viajes no han pasado de Carabanchel; que no lee sino enlos ojos de sus queridas, los cuales no son ciertamente los libros másfilosóficos; que no conoce, en fin, más ilustración que la suya, máshombres que sus amigos, cortados por la misma tijera que él, ni másmundo que el salón del Prado, ni más país que el suyo. Este fielrepresentante de gran parte de nuestra juventud desdeñosa de su país,fue no ha mucho tiempo objeto de una de mis visitas.

Encontrele en una habitación mal amueblada y peor dispuesta, como dehombre solo; reinaba en sus muebles y sus ropas, tiradas aquí y allí, unespantoso desorden de que hubo de avergonzarse al verme entrar.

—Este cuarto está hecho una leonera—me dijo.—¿Qué quiere usted? eneste país...

Y quedó muy satisfecho de la excusa que a su natural descuido habíaencontrado.

Empeñose en que había de almorzar con él, y no pude resistir a susinstancias; un mal almuerzo mal servido reclamaba indispensablementealgún nuevo achaque, y no tardó mucho en decirme:

—Amigo, en este país no se puede dar un almuerzo a nadie; hay querecurrir a los platos comunes y al chocolate.

—Vive Dios—dije yo para mí,—que cuando en este país se tiene un buencocinero y un exquisito servicio y los criados necesarios, se puedealmorzar un excelente beefstek con todos los adherentes de un almuerzo à la fourchette; y que en París los que pagan ocho o diez reales porun appartement garni, o una mezquina habitación en una casa dehuéspedes, como mi amigo don Periquito, no se desayunan con pavostrufados ni con champaña.

Mi amigo Periquito es hombre pesado como los hay en todos los países, yme instó a que pasase el día con él; y yo, que había empezado ya aestudiar sobre aquella máquina, como un anatómico sobre un cadáver,acepté inmediatamente.

Don Periquito es pretendiente a pesar de su notoria inutilidad. Llevome,pues, de ministerio en ministerio: de dos empleos con los cualescontaba, habíase llevado el uno otro candidato que había tenido másempeño que él.

—¡Cosas de España!—me salió diciendo, al referirme su desgracia.

—Ciertamente—le respondí, sonriéndome de su injusticia,—porque enFrancia y en Inglaterra no hay intrigas; puede usted estar seguro de queallá todos son unos santos varones, y los hombres no son hombres.

El segundo empleo que pretendía había sido dado a un hombre de más lucesque él.

—¡Cosas de España!—me repitió.

—Sí, porque en otras partes colocan a los necios—dije para mí.

Llevome en seguida a una librería, después de haberme confesado quehabía publicado un folleto, llevado del mal ejemplo. Preguntó cuántosejemplares se habían vendido de su peregrino folleto, y el librerorespondió:

—Ni uno.

—¿Lo ve usted, Fígaro?—me dijo:—¿lo ve usted? En este país no sepuede escribir.

En España no se puede escribir. En París hubiera vendidodiez ediciones.

—Ciertamente—le contesté,—porque los hombres como usted venden enParís sus ediciones. En París no habrá libros malos que no se lean, niautores necios que se mueran de hambre.

—Desengáñese usted: en este país no se lee—prosiguió diciendo.

—Y usted que de eso se queja, señor don Periquito, usted ¿qué lee?—lehubiera podido preguntar.—Todos nos quejamos de que no se lee, yninguno leemos.

—¿Lee usted los periódicos?—le pregunté, sin embargo.

—No, señor, en este país no se sabe escribir periódicos. ¡Lea usted ese Diario de los Debates, ese Times!

Es de advertir que don Periquito no sabe francés ni inglés, y que encuanto a periódicos, buenos o malos, en fin, los hay y muchos años nolos ha habido.

Pasábamos al lado de una obra de esas que hermosean continuamente estepaís y clamaba:

—¡Qué basura! en este país no hay policía.

En París las casas que se destruyen no producen polvo.

Metió el pie torpemente en un charco.

—¡No hay limpieza en España!—exclamaba.

—En el extranjero no hay lodo.

Se hablaba de un robo.

—¡Ah, país de ladrones!—vociferaba indignado.

Porque en Londres no se roba; en Londres, donde en la calle acometen losmalhechores a la mitad de un día de niebla, a los transeúntes.

Nos pedía limosna un pobre.

—¡En este país no hay más que miseria!—exclamaba horripilado.

Porque en el extranjero no hay infeliz que no arrastre coche.

Íbamos al teatro.

—¡Oh qué horror!—decía mi don Periquito con compasión, sin haberlosvisto mejor en su vida.—¡Aquí no hay teatros!

Pasábamos por un café.

—No entremos. ¡Qué cafés los de este país!—gritaba.

Se hablaba de viajes.