Fiebre de Amor (Dominique) by Eugène Fromentin - HTML preview

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nadiecomprometa,

suponiendo

un

nombre,

relaciones,

costumbres, algo en finque recomiende a la persona que me acompañaba, pero de modo que ni micaro primo ni Magdalena puedan contratorcer la información, si porcasualidad entraran en ganas de verificarla.

Aquella misma noche vi a Magdalena. Era uno de sus viernes, día devisitas. Me propuse cumplir únicamente la misión que Oliverio me habíaencomendado. Su nombre no fue pronunciado.

No averigüé, pues, nadapositivo. Julia estaba un poco indispuesta. La noche antes había tenidoun ligero acceso de fiebre a consecuencia del cual estaba todavía débily nerviosa.

Debo advertirle a usted que ya hacía tiempo el estado deJulia me inquietaba. Había hecho respecto de ella muchas reflexiones quehe pasado en silencio porque el interés por la preocupación de aquellapersonita, siendo muy verdadera mi afección por ella, desaparecía—loconfieso—envuelto en el movimiento egoísta de mis propios rompederos decabeza.

Recordará usted quizás que la víspera misma de su boda, hablándomesolemnemente de lo que ella designaba con el calificativo de últimasvoluntades de soltera, Magdalena había introducido el nombre de Julia ylo había barajado con el mío bajo esperanzas comunes cuyo sentido eraclaro. Después, en Nièvres y en París había renovado la mismainsinuación sin que Julia ni yo mostráramos la menor idea de darleacogida. Un día, delante de su padre que sonreía dulcemente observandoaquellas ingeniosas niñerías tomó el brazo de su hermana, lo enlazó almío y luego nos contempló con expresión de verdadera alegría. Nosmantuvo delante de ella en aquella actitud que resultaba extremadamenteembarazosa, y que no me parece que fuera más grata para Julia; luego,sin adivinar que entre su hermana y yo había más de un obstáculo yaformado que anulaba sus proyectos de unión, como habría hecho una madre,la besó tiernamente y muchas veces diciéndole: «No nos separemos, mihermanita querida; ¡ojalá podamos no separarnos nunca!»

Luego—desde el día que la atención de Magdalena pudo despertarse enpunto al verdadero estado de mis sentimientos,—

no se había vuelto adecir palabra sobre aquel asunto y jamás tuve ni el indicio más leve deque Magdalena pensara en él todavía. Por lo contrario, si por casualidadsurgía la idea de un proyecto que sin duda la había ocupado en otrotiempo, parecía haberlo dado al olvido enteramente o no haberlo tenidonunca.

Algunas veces, solamente, contemplaba a Julia con una expresiónmás tierna que revelaba tristeza. Sacaba yo en consecuencia que sehabían desvanecido esperanzas que se habían hecho imposibles, y que elporvenir de su hermana cifrado

un

momento

en

combinaciones

quiméricas,la

preocupaba y constituía una dificultad nueva que resolver.

En cuanto a Julia, no había tenido que ir tan lejos. Sus sentimientos,determinados desde un principio e invariablemente dirigidos al mismoobjeto no habían cejado. Solamente las susceptibilidades de que selamentaba Oliverio se acercaban más y más cada día y coincidíaninvariablemente con una ausencia considerada larga, una palabrademasiado viva o un aspecto más distraído de su primo. Su salud sealteraba. Tenía la misma digna valentía que su hermana que le impedíaquejarse; pero no poseía el don maravilloso de ser caritativa con losque la lastimaban, que daba margen a que los martirios de Magdalena seconvirtieran en sacrificios. Hubiérase dicho que la contrariaba elinterés que quienquiera que fuese le mostraba, excepto el de Oliverioque de todos los intereses que pudiera esperar era el más escaso. Anteshubiese aceptado el implacable desdén de este último que someterse a unaconmiseración que la ofendía. Su carácter sombrío hasta el excesopresentaba de día en día ángulos más vivos; su rostro, gesto másimpenetrable; y en toda su persona se definía mejor el aspecto deempecinamiento y de obstinación en una idea fija. Hablaba cada vezmenos, sus ojos, que ya no interrogaban casi para evitar más que nuncael responder, parecía que hubiesen replegado la única llama un poco vivaque los mezclaba al pensamiento de los deseos.

—No estoy satisfecha de la salud de Julia—me había dicho Magdalenarepetidas veces.—Indudablemente está delicada y de un humor que sedisgusta con todos, hasta con los que más la quieren. Dios sabe, noobstante, que no es que le falte la facultad de aficionarse a la gente.

En otra época, Magdalena no me habría hablado, ciertamente, de suhermana en semejantes términos. Por lo demás esta atribución de excesivaternura y aquellas cualidades afectuosas puestas de relieve porMagdalena, no se concordaban muy bien con la frialdad de las aparienciasque resultaban de las heladas maneras de Julia.

Estaba cansado de hacer conjeturas cuando diversos incidentes que no ledigo a usted me abrieron los ojos por completo. La diligencia queOliverio me encargara tenía, pues, para mí una significación muy grave,aunque él no me había revelado más que la mitad, como se hace con unagente diplomático a quien no se quiere enterar a fondo de ciertossecretos. Me informé con particular cuidado del origen y de la hora dela indisposición de Julia. Lo que averigüé estaba en completaconformidad con los informes dados por Oliverio. Magdalena eraimperturbablemente dueña de sus contestaciones y hablaba de la fiebre desu hermana como un médico hubiera hablado.

Volví a mi casa muy tarde y hallé a Oliverio levantado esperándome.

—¿Y bien?—me dijo vivamente como si su impaciencia se hubieraacrecentado de pronto durante mi visita.

—Nada he averiguado—le contesté.—Todo lo que sé es que Julia volvióayer del concierto con fiebre, que la fiebre es muy alta y que estáenferma.

—¿La has visto?—me preguntó Oliverio.

—No—le dije usando de una mentira, porque la necesitaba parainteresarle un poco más en la indisposición de Julia, muy leve porcierto.

Hizo un gesto de cólera y exclamó:

—Estaba seguro, me vio.

—Lo temo—dije yo.

Dio dos o tres vueltas alrededor de su cuarto caminando muy de prisa;después se detuvo, golpeó el suelo con el pie jurando.

—¡Eh, bien! Tanto peor—exclamó.—¡Tanto peor para ella!

Soy libre yhago lo que me place.

Conocía yo todos los matices del espíritu de Oliverio; era raro que eldespecho llegara en él hasta la exasperación de la cólera.

No creí,pues, engañarme abordando un asunto en el que estaba comprometido elcorazón de una joven.

—Oliverio—le dije,—¿qué pasa entre Julia y tú?

—Sucede que Julia está enamorada de mí y que yo no la amo.

—Lo sabía—continué yo,—y por interés de los dos...

—Te lo agradezco. No tienes que atormentarte en cuanto a mí por unacosa que no he querido, que no he fomentado, ni acogido, que no meinteresará jamás, que me es tan indiferente como esto—dijo sacudiendoen el aire la ceniza de su cigarro.—

En lo que a Julia se refiere, tepermito compadecerla, porque se empeña en una idea loca... Hace sudesgracia a su placer...

Estaba exasperado, hablaba muy alto y por la primera vez en su vida,quizás, usaba de hipérboles en donde por lo ordinario solía empleardiminutivos de palabras o de ideas.

—¿Qué quieres que le haga yo, después de todo?—

continuó.—Es unasituación absurda: hay otras situaciones que lo son por lo menos tantocomo ésta.

—No hablemos de mí—le dije, haciéndole comprender que mis asuntospropios no estaban en juego y que recriminar no era prueba de tenerrazón.

—Sea; corresponde al que se ve en apuros salir de ellos sin tomarejemplo de otros ni consultar a nadie. Pues, bien, yo no tengo más queun recurso para salir de este en que estoy y es decir no, no, y siempreno.

—Lo que no remediará nada, porque tú dices no desde que te conozco ydesde que conozco a Julia quiere ser tu mujer.

Al oír esta última frase hizo un movimiento y un gesto de verdaderoterror; después lanzó una carcajada que hubiera dejado muerta a Julia sihubiese podido escucharla.

—¡Mi mujer!—exclamó con una expresión de inconcebible desprecio poruna idea que le parecía insensata.—¡Yo el marido de Julia! ¡Ah!...Pero, entonces, Domingo, ¿es que tú no me conoces mejor que si noshubiéramos encontrado por vez primera hace una hora nada más? Primero tediré por qué jamás me casaré con Julia y luego te explicaré por quénunca me casaría con ninguna otra, quienquiera que fuese. Julia es miprima, razón quizás, para que me guste un poco menos que cualquieramujer extraña. La conozco de toda mi vida; puede decirse que hemosdormido en la misma cuna. Hay personas a las cuales esta casifraternidad las seduciría. A mí la sola idea de casarme con una mujer ala cual he visto jugar con las muñecas me parece tan cómica como la deacoplar dos juguetes. Es bonita, no es tonta, tiene tan buenascualidades como quieras.

Adorándome a pesar de todo—¡y Dios sabe si mehago adorable yo!—sería constante a toda prueba, me rendiría verdaderoculto, sería la mejor de las esposas. Estando satisfecha sería tododulzura; sintiéndose feliz se tornaría encantadora. Pero no la amo, nola amo y no quiero nada de ella... Si esto continúa llegaré aodiarla—dijo exasperándose de nuevo.—Por otra parte, la haríadesdichada, horriblemente desdichada; ¡vaya un porvenir! Al díasiguiente de la boda estaría celosa y no tendría razón. Pero seis mesesdespués la tendría y le sobraría. Y la plantaría en ese punto: seríaimplacable. Me conozco y estoy seguro de eso. Si esto continúa, memarcharé: huiré al fin del mundo. Se me vigila, se me siguen los pasos,se averigua que tengo queridas, y mi futura mujer es mi espía.

—No tienes razón, Oliverio—le dije interrumpiéndole vivamente.—Nadieespía tus pasos. Nadie conspira con la pobre Julia para apoderarse de tuvoluntad y llevarla atada de pies y manos. Yo no he hecho más queformular un deseo: el de que Julia y tú os entendierais un día; en esoveía para ella una dicha segura y para ti ventajas que no veo en ningunaotra parte.

—¡Dicha segura para Julia y para mí ventajas nada más!

¡Maravilloso!...Si

eso

pudiera

ser

tus

conclusiones

representarían mi salvación. Pues,bueno, te declaro una vez más que te conviertes en instrumento de ladesventura de Julia ya que para evitarle una decepción definitiva seríascapaz de convertirme en un cobarde criminal y la matarías. ¡No la amo!¿Lo quieres más claro? Ahora bien, sabes tú lo que se entiende por amoro desamor: son dos ideas contrarias que corresponden a iguales energías,a la misma imposibilidad de ser gobernados. Prueba a olvidar aMagdalena, yo intentaré adorar a Julia y veremos quién de los dosllegará antes al fin propuesto.

Registra mi corazón por arriba, porabajo, escarba en él con el más curioso afán, ábreme las venas, y siencuentras una sola pulsación que se asemeje a la simpatía, el más leverudimento del cual se pueda decir que puede ser amor algún día, llévamea Julia sin esperar un momento y me caso con ella; si no, no me hablesmás de esa niña que me es insoportable y...

Se detuvo, no porque había agotado sus argumentos—que los elegía en unarsenal inagotable—como si se calmara de súbito por una reaccióninstantánea sobre sí mismo. Nada igualaba en Oliverio al temor deparecer ridículo, al cuidado que poseía en no decir mucho o demasiadopoco, al sentido riguroso de la medida. Escuchándose advirtió que hacíaun cuarto de hora que estaba divagando.

—Palabra de honor—exclamó,—me vuelves imbécil, me haces perder lacabeza. Estás delante de mí con la sangre fría de un confidente decomedia y yo parece que te estoy dando el espectáculo de un sainetetrágico.

Después se acomodó en una butaca, se colocó en la posición de un hombreque se prepara no ya a perorar, sino a discurrir sobre ideas ligeras ycambiando de tono tan pronto y tan completamente

como

habría

cambiado

deactitudes

y

parpadeando un poco, con la sonrisa en los labios,prosiguió:

—Es posible que llegue a casarme. No lo creo, pero hablando conprudencia te diré, si quieres, que en lo porvenir todo puede seradmitido: se han visto conversiones más asombrosas. Corro en pos de algoque no encuentro. Si alguna vez ese algo se me apareciera en forma queme sedujese, ornado de un nombre que constituyera una alianza agradablecon el mío, cualquiera que fuera, por otra parte, la fortuna, podríasuceder que hiciera una locura, porque lo sería en cualquier caso; peroésta, a lo menos, sería a mi gusto y no me habría sido inspirada más quepor mi capricho. Por el momento me propongo vivir a mi modo. Toda lacuestión está en eso: encontrar lo que conviene a nuestra manera de sery no copiar la dicha de nadie. Si nos propusiéramos los dos cambiar lospapeles tú no querrías nunca representar el mío y yo aun me vería másapurado para interpretar el tuyo. Por más que digas, a ti te gustan lasnovelas, las

complicaciones,

las

situaciones

escabrosas;

tienesexactamente la fuerza necesaria para rozar las dificultades sin averíasy bastante debilidad para saborear delicadamente las angustias. Tú teprocuras todas las emociones extremas, desde el miedo de ser un malhombre hasta el placer orgulloso de reconocerte casi héroe. Tuexistencia está trazada y yo la veo desde aquí: irás hasta el fin,llevarás tu aventura tan lejos como se pueda ir sin cometer una infamia,acariciarás siempre la deliciosa idea de verte a dos dedos de una faltay evitarla.

¿Quieres que te lo diga todo?... Magdalena un día caerá entus brazos pidiéndote gracia, tú tendrás la alegría sin igual de ver auna santa criatura desvanecerse de languidez a tus pies; tú laevitarás—seguro estoy—y con la muerte en el alma te alejarás yllorarás su pérdida durante años enteros.

—Oliverio—le dije,—calla por respeto a Magdalena si no lo haces porpiedad de mí.

—He concluido—replicó sin la más leve emoción;—lo que te digo no esun reproche, ni una amenaza, ni una profecía, porque de ti depende hacerque me equivoque. Quiero sólo mostrarte en qué diferimos y convencertede que la razón no está de ningún lado. A mí me gusta ser muy claro enmi vida; he sabido siempre en casos semejantes lo que otros arriesgabany lo que yo mismo ponía en riesgo. Por fortuna, ni de una ni de otraparte se exponía nada muy preciado. Me gustan las cosas que se decidenprontamente y en igual forma se desenlazan. La felicidad, la verdaderadicha, es en mí una leyenda. El paraíso de este mundo se cerró sobre lospasos de nuestros primeros padres; he ahí cuarenta y cinco mil años queviene el hombre conformándose

con

semiperfecciones,

semifelicidades

ysemimedios. Conozco la verdad de los apetitos y de las alegrías de missemejantes. Soy modesto, estoy profundamente humillado por no ser másque un hombre, pero me resigno. ¿Sabes cuál es mi gran preocupación?Matar el aburrimiento. Quien fuera capaz de hacerle ese servicio a lahumanidad sería el verdadero destructor de monstruos. Lo vulgar y lofastidioso, toda la mitología de los paganos groseros no ha imaginadonada más sutil ni más espantoso. Se asemejan mucho en que el uno y elotro son feos, chatos y pálidos aunque multiformes y que ellos dan de lavida ideas capaces de hacerla repugnante desde el primer día que en ellase pone el pie. Además, son inseparables y forman una pareja horrorosaque no todo el mundo ve.

¡Desgraciados aquellos que siendo aún jóvenesse dan cuenta de que existen!... Yo los he conocido siempre: estaban enel colegio; allí pudiste conocerlos también tú; no dejaron de habitarloni un sólo día durante los tres años de vulgaridad y de mezquindades queen él pasé. Perdona que te lo diga: a veces iban a casa de tu tía y a lade mis primas. Había olvidado casi que habitaban en París y continúohuyendo de ellos, lanzándome al bullicio en pos de lo imprevisto, dellujo con la idea de que esos dos pequeños espectros burgueses,parsimoniosos, tímidos, rutinarios, no me seguirán por ese camino. Ellosdos solos han hecho más víctimas que muchas pasiones calificadas demortales: conozco sus costumbres homicidas y les tengo miedo...

Así continuó hablando en tono semiserio, exponiendo ideas que equivalíana la confesión de errores insanables y haciéndome temer vagamentedesanimaciones cuya solidez ya conoce usted.

—¿Irás a saber noticias de Julia?—le pregunté.

—Sí, en la antesala.

—¿La volverás a ver?

—Lo menos posible.

—¿Has previsto lo que te espera?

—He previsto que se casará con otro o se quedará soltera.

—Adiós—le dije, aunque todavía no había salido de mi cuarto.

—Adiós—me replicó.

Y nos separamos después de esta última palabra que no afectó en el fondoa nuestra amistad, pero que quebró todo, sin más ruido, secamente, comose rompe un vaso.

XV

Hacía más de un mes que no había visto a Magdalena cinco minutosseguidos sin testigos y más tiempo todavía que no había obtenido de ellanada que se pareciera a sus amenidades de otra época. Un día la hallépor casualidad en una calle desierta del barrio en que yo habitaba.Estaba sola e iba a pie. Toda la sangre de su corazón refluyó hacia susmejillas cuando me vio, y tuve necesidad, por cierto, de toda miresolución, para no correr a su encuentro y estrecharla entre los brazosen plena calle.

—¿De dónde viene y a dónde va?

Esta fue la primera pregunta que le dirigí viéndola extraviada y comoaventurándose en una parte de París, que debía ser el fin del mundo parala condesa De Nièvres.

—Voy a dos pasos de aquí—me respondió con un poco de cortedad,—ahacer una visita.

Y nombró a la persona a cuya casa iba.

—Que sea o no recibida—añadió,—separémonos. Es bueno que no se nosvea juntos. No hay nada de insolente en sus procederes. Ha hecho ustedtales locuras que en lo sucesivo me corresponde a mí el ser prudente.

—La dejo a usted—dije saludándola.

—A propósito—continuó Magdalena en el instante que me alejaba.—Estanoche voy al teatro con mi padre y mi hermana.

Hay un lugar para ustedsi lo quiere.

—Permítame usted...—dije fingiendo reflexionar sobre compromisos queno tenía.—Esta noche no estoy libre.

—Había pensado—añadió con la dulzura de niño tomado enfalta.—Esperaba...

—Me es absolutamente imposible—respondí con una sangre fría cruel.

Hubiérase dicho que me causaba placer devolviéndole capricho porcapricho y torturándola.

Por la noche, a las ocho y media entraba yo en su palco.

Empujé lapuerta lo más suavemente posible; ella tuvo la sensación de que era yoporque afectó el no volver siquiera la cabeza. Permaneció por enteroocupada de la música, los ojos fijos en el escenario. Sólo cuando llegóel primer descanso de los cantantes pude acercarme a ella y obligarla arecibir mi saludo.

—Vengo a pedirle un lugar en su palco—le dije poniéndola a medias enuna mentira,—a menos que ese puesto no esté destinado al señor DeNièvres.

—El señor De Nièvres no vendrá—respondió Magdalena volviéndose dellado de la platea.

Se ponía en escena una obra maestra, inmortal. Cantantes incomparables,que ya han desaparecido, ponían en ella transportes de entusiasmo. Elauditorio estallaba en aplausos frenéticos. Aquella maravillosaelectricidad de la música apasionada, removía como con la mano, la musade cerebros pesados o de corazones distraídos y comunicaba al másinsensible de los espectadores aires de inspirado. Un tenor, cuyonombre por sí solo era un prestigio, llegó cerca del proscenio, a dospasos de nosotros. Se mantuvo un momento en la actitud recogida, un pocotorpe del ruiseñor que va a cantar.

Era feo, gordo, estaba mal vestido,sin atractivo, otra semejanza con el virtuoso alado. Desde lasprimeras notas hubo en la sala un ligero estremecimiento, como en unbosque en donde las hojas palpitan. Jamás me pareció tan extraordinariocomo aquella noche, velada única y última en que quise oírle. Todo eraselecto, hasta el idioma fluido, ondulante y rimado que presta a la ideachoques sonoros y hace del vocabulario italiano un libro de música.Cantaba el himno eternamente tierno y lamentoso de los amantes queesperan. Una a una en melodías nunca oídas, desarrollaba todas lastristezas, todos los ardores, y todas las esperanzas de los corazonesmuy enamorados. Hubiérase dicho que se dirigía a Magdalena, tandirectamente nos llegaba su voz penetrante, emocionada, discreta como siaquel cantor sin entrañas hubiera sido confidente de mis propiosdolores. Cien años habría yo buscado en el fondo de mi pecho torturado yabrasado, antes de encontrar una sola palabra que valiese un suspiro deaquel melodioso instrumento que decía tantas cosas y no sentía ninguna.

Magdalena le escuchaba anhelante. Yo estaba detrás de ella tan cercacomo permitía el respaldo de su butaca, en el cual me apoyaba. De cuandoen cuando se echaba atrás hasta el punto de que sus cabellos me barríanlos labios. No podía hacer un gesto de mi lado, que yo no sintiera enseguida su aliento desigual y lo respiraba como un ardor más. Tenía losdos brazos cruzados sobre el pecho, acaso para contener los latidos desu corazón.

Todo su cuerpo inclinado hacia atrás obedecía apalpitaciones irresistibles, y cada inspiración de su pechocomunicándose de su asiento a mi brazo me imprimía un movimientoconvulsivo en todo parecido al de mi propia vida. Era para creer que elmismo aliento nos animaba a la vez en una existencia indivisible y quela sangre de Magdalena, no la mía ya, circulaba en mi corazónenteramente desposeído por amor.

En aquel instante sintiose un poco de ruido en un palco situado al otroextremo de la sala y en él entraron dos mujeres solas, vestidas con granlujo y llegando tarde para causar más efecto.

Apenas sentadas, empezarona manejar los gemelos y sus ojos se detuvieron en Magdalena. Esta,involuntariamente, hizo como ellas. Hubo por un segundo un cambio deobservación escudriñadora que me heló de espanto, porque al primer golpede vista había reconocido un rostro testigo de antiguas debilidades y alencontrarlo de nuevo causa de recuerdos detestados. Al fijarme enaquellos ojos fijos en nosotros, ¿tuvo Magdalena una sospecha? Lo creo,porque se volvió de pronto como para sorprenderme. Yo sostuve el fuegode su mirada, el más inmediato y más clarividente que jamás heafrontado. Si se hubiese tratado de su vida no habría yo estado másresuelto a un acto de temeridad que me exigió el mayor esfuerzo. Elresto de la velada se pasó mal. Magdalena parecía menos ocupada de lamúsica, distraída por una idea molesta, como si aquel encuentro yaquella permanencia cara a cara la importunasen.

Una o dos vecestodavía, trató de aclarar las dudas; después quedó extraña a todo lo queen torno de ella sucedía y comprendí que se retiraba al fondo de supensamiento.

La conduje hasta su coche y llegados a él, el estribo bajo y Magdalenaenvuelta en su abrigo de pieles, le dije:

—¿Me permite usted acompañarla?

No había contestación que darme sobre todo a presencia del señor D'Orsely de Julia. La pregunta era, por otra parte, de las más sencillas. Subícasi antes que ella me lo permitiera.

No se pronunció ni una palabra durante el trayecto sobre el pavimentoruidoso al paso rápido y sonoro de los caballos. El señor D'Orseltarareaba recordando la obra. Julia me observaba con disimulo y luegopegaba el rostro a los cristales y miraba a la calle. Magdalena, medioacostada como habría estado sobre una silla larga, ajaba con manonerviosa un enorme ramillete de violetas que toda la noche me habíaembriagado. Veía yo el extraño fulgor febril de sus ojos fijos. Sentíamepresa de profunda turbación, sentía distintamente que había de ella a míalgo muy grave, como un decisivo debate.

Bajó la última y aun tenía su mano en la mía cuando ya el señor D'Orsely Julia subían la escalera del hotel. Dio un paso para seguirlos y dejócaer el ramillete. Fingí no advertirlo.

—Mi ramo, ¿hace usted el favor?

Se lo tendí sin decir ni una palabra: hubiera sollozado. Lo tomó, lollevó rápidamente a sus labios, lo mordió con furor como si quisieradespedazarlo.

—Me martiriza usted y me desgarra—dijo en voz baja con un acento desuprema desesperación; luego, con un movimiento que no puedo describir,arrancó las dos mitades del ramillete, se quedó con una y me arrojó, pordecirlo así, la otra mitad a la cara.

Yo eché a correr como un loco, en plena noche, llevando como un jiróndel corazón de Magdalena aquel manojillo de flores en que había ellapuesto sus labios e impreso mordeduras que yo saboreaba como besos.Caminaba al azar, ebrio de alegría, repitiéndome una frase que medeslumbraba como la luz de un sol naciente. No me preocupaba ni de lahora ni de las calles.

Después de haberme extraviado diez veces en elbarrio de París que conocía mejor llegué a los muelles. No encontré enellos a nadie.

París entero dormía como duerme de tres a seis de la mañana.

La lunaalumbraba los muelles desiertos, huyendo hasta perderse de vista. Apenashacía frío: estábamos en marzo. El río tenía estremecimientos de luz quelo blanqueaban y corría sin hacer el más leve ruido entre sus altasriberas pobladas de árboles y de palacios. A lo lejos se hundía laciudad populosa con sus torres, sus medias naranjas, sus flechas, en lascuales parecía que estaban encendidas las estrellas como faros, y elParís central dormitaba

confusamente

extendido

bajo

las

brumas.

Aquelsilencio y aquella soledad elevaron hasta el colmo el sentimiento súbitoque me venía de la vida, de su grandeza, de su plenitud y de suintensidad. Recordé lo que había sufrido, entre las multitudes o en micasa, siempre aislado y sintiéndome perdido, en la medianía, ycontinuamente abandonado.

Comprendí que aquella larga enfermedad nodependía de mí, que toda pequeñez era el hecho de la falta de felicidad.«Un hombre es todo o no es nada»—me decía.—El más pequeño se torna elmás grande, el más mísero puede dar envidia... Y me parecía que mi dichay mi orgullo llenaba París.

Forjé ensueños insensatos, proyectos monstruosos que no tendrían excusasi no hubieran sido concebidos en un acceso de fiebre. Quería ver aMagdalena aquel día, a todo trance. «Ya no habrá—medecía—subterfugios, ni disfraces, ni habilidad, ni barreras queprevalezcan sobre lo que yo quiero y contra la certidumbre que tengo.»Llevaba en la mano las flores rotas, las miraba y las cubría de besos,las interrogaba como si guardasen el secreto de Magdalena, laspreguntaba qué había dicho ella cuando las desgarraba, si eran cariciaso insultos... Y no sé qué sensación desenfrenada me replicaba queMagdalena estaba perdida y que ya no tenía más que atreverme.

Al día siguiente corrí a casa de Magdalena. Había salido.

Volví los díassiguientes: no había medio de encontrarla. Adquirí la convicción de queno respondía