Fiebre de Amor (Dominique) by Eugène Fromentin - HTML preview

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La acompañé y fuimos al pueblo. El niño que Julia cuidaba y que había,por decir así, adoptado, había muerto el día antes por la noche.Magdalena se hizo conducir cerca del ataúd que contenía el pequeñocadáver y quiso besarlo; al regresar lloró abundantemente y repitió lafrase mi hijo con dolor tan agudo que me dio a conocer hasta muy lejosel alcance de una pena que roía su existencia y de la cual estabaimplacablemente celoso.

Muy temprano me despedí de Julia y dirigí al señor D'Orsel palabras deagradecimiento que procuré decir con la mayor serenidad posible.Después, no sabiendo en qué ocupar el día y no teniendo interés, pordecir así, en el empleo de una vida que sentía desprenderse de mí minutoa minuto, fui a ponerme de codos en la balaustrada que caía sobre losfosos y allí permanecí no sé cuánto tiempo. No sabía en donde estabaMagdalena. De cuando en cuando me parecía oír su voz en los corredores overla pasar de un patio a otro, vagando también ella, sin más objeto quemoverse. Había en la base de una de las torrecillas a la manera de unacovacha medio obstruida que en otros tiempos servía de puerta de escape.El puente que la unía a los paseos del parque estaba destruido. Noquedaban de él más que tres pilastras, en parte sumergidas, que el aguacenagosa del foso ensuciaba de residuos espumosos. No sé qué idea mevino de esconderme allí por el resto del día. Pasé del uno al otro pilary me escondí en aquel recinto ruinoso, los pies tocando la corriente enla semioscuridad lúgubre del vasto y profundo foso por donde corrían lasaguas del lavadero. Dos o tres veces vi a Magdalena que salía y marchabahacia las alamedas como quien busca a alguien. Desapareció y volvió otravez, vaciló entre tres o cuatro caminos que conducían del parterre alos confines del parque y al fin tomó por uno de ellos, cubierto deolmos, que terminaba en los estanques. De un salto pasé de una a otraorilla y la seguí. Iba de prisa, su sombrero de campo mal aseguradosobre las orejas, envuelta en un amplio cachemira que ceñía al cuerpocomo si tuviera mucho frío. Volvió la cabeza al advertir que meacercaba, de pronto se volvió, desanduvo lo andado, pasó junto a mí sinmirarme, ganó la escalinata del parterre y subió. La alcancé cuandollegaba a la puerta del saloncito que le servía de tocador en el cualacostumbraba pasar el día.

—Ayúdeme usted a plegar mi chal—me dijo.

Tenía el alma y los ojos en otra parte. La ancha tela multicolor estabaentre nosotros plegada en el sentido de su longitud y ya no formaba másque una banda estrecha de la cual cada uno sosteníamos un extremo. Seapor torpeza o por desfallecimiento, la prenda se escapó de las manos deMagdalena. Dio un paso, se tambaleó primero hacia atrás, luego haciaadelante y cayó en mis brazos desvanecida. La agarré, la sostuve algunossegundos así, pegada contra mi pecho, la cabeza vuelta, los ojoscerrados, los labios fríos, medio muerta y enajenada al influjo de misbesos.

De pronto una terrible contracción la estremeció, abrió los ojos, seenderezó sobre la punta de los pies para llegar a mi altura yarrojándose a mi cuello con toda su fuerza fue ella a su vez la que mebesó.

La agarré de nuevo, la reduje a defenderse como una presa que se debatecontra un abrazo desesperado. Tuvo la noción de que estábamos perdidos ylanzó un grito. Vergüenza me da el decirlo: aquel grito de verdaderaagonía despertó en mí el sólo instinto que me quedaba de hombre: lapiedad. Comprendí que la mataba; no distinguía bien si se trataba de suhonor o de su vida.

No tengo por qué vanagloriarme de un acto degenerosidad que fue casi involuntario, tan poca parte le correspondió enél a la verdadera conciencia humana. Solté la presa como una bestia queha dejado de morder. La querida víctima hizo un supremo esfuerzo. Eratrabajo inútil: yo no la tenía ya. Entonces con un extravío que me hahecho estimar lo que es el remordimiento de una mujer honrada, con unespanto que me habría probado, si hubiera estado en situación dereflexionar, a qué grado de relajamiento me veía ella reducido, como siinstintivamente hubiera comprendido que ya no había para nosotros nidiscernimiento del deber, ni consideraciones, ni respeto, que aquellaconmiseración de puro instinto era sólo un accidente que podíadesmentirse, con un gesto que me espantó, que aun envuelve estos viejosrecuerdos en un mundo de terrores y de vergüenza, Magdalena se dirigiórápidamente hacia la puerta andando de espaldas sin apartar de mí losojos, como se procede con un malhechor, ganó el pasillo y una vez en élse volvió y echó a correr.

Yo tenía perdido el conocimiento aunque me mantenía de pie.

Como pude mearrastré hasta mi habitación; sólo tenía un afán, que no me encontrarandesmayado en la escalera. Llegado que hube delante de mi puerta, aunantes de poder abrirla, ya no me fue posible sostenerme más.Maquinalmente me aseguré de que nadie había en el corredor. El últimosentimiento que aun conservé un instante fue el de que Magdalena estabaen salvo, y me desplomé sobre el suelo.

Allí mismo me recobré una o dos horas después, ya de noche, con elrecuerdo incoherente de una escena espantosa. La campana anunciaba quela comida estaba pronta y hube de bajar.

Me movía, tenía las piernaslibres, pero me parecía como si hubiera recibido un golpe en la cabeza.Gracias a aquella parálisis, muy real, experimentaba una sensacióngeneral de gran dolor, pero no pensaba en ello. El primer espejo al cualme miré, me puso de manifiesto la faz extrañamente demudada de unfantasma, algo parecido a mí que apenas podía reconocer.

Magdalena noacudió al comedor y me era casi indiferente que estuviera en él o enotra parte. Julia, cansada, apesadumbrada o inquieta por su hermana, ymuy probablemente llena de sospechas,

porque

tratándose

de

aquellasingular

niña

clarividente y reservada todas las suposiciones eranpermitidas.

Julia no debía tampoco reunirse con nosotros en el salón.Pasé, pues, solo con el señor D'Orsel, casi la mitad de la velada;estaba inerte, insensible, y como si se me hubiera helado la sangre; tanpoco sentido me quedaba para reflexionar y tan exhausto de fuerzasestaba para moverme.

Eran cerca de las diez cuando entró Magdalena, cambiada hasta dar miedo,desconocida, con el aspecto de un convaleciente a quien la muerte hatocado de cerca.

—Padre mío—dijo con acento de inflexible audacia.—

Necesito estar solaun momento con el señor de Bray.

El señor D'Orsel se levantó sin vacilar, besó fraternalmente a su hija ysalió.

—¿Usted partirá mañana?—me dijo, permaneciendo de pie como yo estabatambién.

—Sí—le contesté.

—¡Y no volveremos a vernos más!

Nada repliqué.

—Jamás—continuó,—¿lo entiende usted? jamás. He puesto entre nosotrosel único obstáculo que puede separarnos sin idea de retorno.

Me arrojé a sus pies, la tomé las manos sin que resistiera, sollozando.Tuvo un momento de debilidad que le cortó la palabra, retiró las manos yme las volvió a dar tan pronto como hubo recobrado su firmeza.

—Yo haré todo lo posible por olvidarle. Usted olvídeme. Eso le será másfácil todavía. Cásese, más adelante, cuando usted quiera. No imagine quesu esposa pueda tener celos de mí, porque cuando eso pudiera suceder yoestaré muerta o seré feliz—concluyó, con un estremecimiento que en pocoestuvo no la hiciera caer.—Adiós.

Yo estaba de rodillas, los brazos extendidos, esperando una frase másdulce que ella no pronunciaba. Una postrera reacción de debilidad o delástima se la arrancó.

—¡Mi pobre amigo! Era fatal llegar a esto. ¡Si supiera usted cuánto leamo! No se lo habría dicho a usted ayer: hoy puedo confesarlo puesto quees la palabra prohibida que nos separa.

Ella, extenuada poco hacía, había hallado por milagro no sé yo quérecurso de virtud que le prestaba fuerza suficiente. Yo no teníaninguna.

Me parece que aún añadió dos o tres palabras que no entendí; luego sealejó dulcemente como una visión que se desvanece y no la volví a ver,ni aquella noche, ni al siguiente día, ni nunca más.

Partí al romper el día sin ver a nadie. Evité atravesar París y me hicellevar directamente a la casa que en un extremo suburbio habitabaAgustín. Era domingo y le hallé con su familia.

Al primer golpe de vista comprendió que me había sucedido algunadesgracia. Supuso que había muerto Magdalena porque en su perfectahonradez de hombre y de marido, no concebía mayor desventura. Cuando lereferí el verdadero accidente que me reducía a una de esas situacionesque no se confiesan nunca, me dijo:

—Desconozco esa clase de penas, pero le compadezco con toda el alma.

Y nunca he dudado que me compadeció desde el fondo del corazón, a pocoque razonara sobre los peores desastres que podía presumir en elporvenir incierto de su propia vida.

Trabajaba cuando le sorprendí. Su mujer estaba cerca de él y tenía en elregazo un niñito de seis meses que les había nacido durante midestierro. Eran dichosos. Su situación prosperaba: pude advertirlo endiversas señales de relativa opulencia. La noche fue espantosa: unatempestad de fin de otoño duró sin interrupción desde la tarde hastadespués del amanecer. En el monótono arrullo de aquel constante y largorumor del viento y de la lluvia, no hice más que pensar en el tumultoque producirían en torno a la alcoba y al sueño de Magdalena, si es quedormía. Mi fuerza de reflexión no iba más allá de esa sensación pueril ypuramente física. Disipada la tempestad, Agustín me obligó a salir desdepor la mañana. Podía disponer de una hora antes de volverse a París. Mellevó al bosque, devastado por el viento de la noche; el agua corría aúnpor los senderos anegados y arrastraba las últimas hojas del año.

Caminamos así largo rato antes de que yo pudiera recoger la sombra deuna idea lúcida entre las determinaciones urgentes que me habíanconducido a casa de Agustín. Me acordé al fin de que tenía quedespedirme de él. Al principio creyó que se trataba de una resolucióndesesperada nacida del insomnio, que no resistiría a la acción deprudentes consideraciones; pero; cuando se convenció de que mideterminación databa de más lejos, que era el resultado de reflexionessin réplica y que la llevaría a cabo más tarde o más temprano, ya nodiscutió ni la opinión que de mí mismo tenía yo formada, ni el juicioque había formado respecto de mi época y me dijo sencillamente:

—Pienso y razono sobre poco más o menos como usted. Me reconozco pocacosa aunque no me considero muy inferior a la mayoría de las gentes;pero no tengo el derecho que usted tiene de

ser

consecuente

hasta

loextremo.

Usted

deserta

modestamente; yo me quedo, no por fanfarroneríasino por necesidad y antes que eso por deber.

—Estoy muy cansado y de todos modos necesito reposo.

Nos separamos en París diciéndonos «hasta la vista» como se hace por logeneral cuando costaría mucho esfuerzo pronunciar un adiós definitivo,pero sin prever ni el lugar ni el tiempo en que podríamos encontrarnosotra vez. Yo tenía pocos asuntos que arreglar y de ellos se encargó micriado. Fui tan sólo a despedirme de Oliverio. Se preparaba a abandonarFrancia. No me interrogó acerca de mi permanencia en Nièvres: con sóloverme había adivinado que todo estaba concluido.

No había motivo para hablarle de Julia; él no tenía por qué decirme nadarespecto a Magdalena. Los lazos que nos habían unido por espacio de másde diez años acababan de romperse a la vez, a lo menos para largotiempo.

—Trata de ser feliz—me dijo, como si no contara con eso ni para mí nipara él.

Tres días después de mi partida de Nièvres estaba en Ormessón. Pasé lanoche cerca de la señora de Ceyssac, para la cual mi regreso puso enclaro muchas cosas, y me dio a entender que había lamentado mis erroresfrecuentemente con la tierna lástima de mujer piadosa y casi madre.

Al otro día, sin tomarme una hora de verdadero descanso en aquelladeplorable carrera que me conducía a la yacija como animal herido que sedesangra y no quiere desfallecer en medio del camino; al otro día por latarde, casi entrada la noche, llegué a Villanueva. Me apeé próximo ya ala aldea: el coche siguió por la carretera y yo tomé un camino detravesía que me condujo a mi casa por las marismas.

Hacía cuatro días y cuatro noches que un dolor fijo refrenaba mi corazóny me tenía los ojos tan secos como si jamás hubiera llorado. Al dar elprimer paso en el camino de Trembles tuve como un recrudecimiento derecuerdos que hizo más acerbo aquel dolor, pero menos tirante.

Hacía mucho frío. La tierra estaba dura, la noche casi había cerrado, demodo que la línea de las costas y el mar formaban un solo horizontecompacto y casi negro. Un postrer residuo de luz rojiza se extinguíapoco a poco y palidecía de minuto en minuto.

A lo lejos, cerca de laescarpa, pasó un carromato; percibíase el traqueteo y el chirrido de lasruedas sobre el suelo congelado. El agua de las marismas estaba helada;sólo en algunos sitios, anchos charcos de agua dulce que no se habíahelado todavía, continuaban

moviéndose

suavemente

y

permanecíanblanquecinos. Dio las seis el reloj de la iglesia de Villanueva. Tanprofundos eran ya el silencio y la oscuridad, que parecía la medianoche. Caminaba por encima de los caballones de la tierra anegada y nosé por qué me vino a la memoria que otro tiempo en aquellos sitiosmismos y en noches semejantes había cazado patos. Oía por encima de micabeza el rápido susurro que producen esas aves volando muy de prisa. Viun fogonazo y la explosión de un disparo me detuvo. Un cazador salió desu escondite, bajó hacia la marisma y oí el chapotear de sus pies en elagua; otro le habló. En aquel cambio de palabras breves y pronunciadasen voz baja, pero que la noche hacía muy claras, distinguí un timbre devoz que me impresionó.

—¡Andrés!—grité.

Hubo un momento de silencio.

—¡Andrés!—grité de nuevo.

—¿Qué?—me replicó el cazador. Y ya no pude dudar.

Andrés dio algunos pasos hacia donde yo estaba. Le veía apenas aunquesobrepasaba casi con todo su cuerpo la oscura barranca. Avanzabalentamente, casi a tientas, por aquel camino hollado por las patas delos animales, repitiendo: «¿Quién está ahí? ¿Quién me llama?» concreciente emoción y como si cada momento vacilara menos para reconoceral que le llamaba cuando le creía tan lejos.

—¡Andrés!—le dije por tercera vez cuando ya no le quedaba dar más quedos o tres pasos.

—¿Cómo? ¿Qué?... ¡Ah, señor, señor Domingo!—dijo dejando caer suescopeta.

—Sí, soy yo, yo mismo, mi viejo Andrés.

Me arrojé en brazos de mi viejo servidor. Al fin de tanta compresión micorazón, por sí mismo, estalló v se dilató libremente en sollozos.

XVIII

Domingo había terminado su relato. Se detuvo después de estas últimaspalabras, pronunciadas con la precipitación de un hombre que seapresura, y aquella expresión de pudor entristecido que siguegeneralmente a las expansiones demasiado íntimas. Lo que semejantesconfidencias debieron costarle a una conciencia sombría y por tan largotiempo cerrada, adivinábalo yo y se lo agradecía con un ademán conmovidoal cual sólo respondía él con una inclinación de cabeza. Había abiertola carta de Oliverio cuya fúnebre despedida presidía, por decir así, aesta relación y estaba de pie, los ojos vueltos a la ventana en la cualse encuadraba un tranquilo horizonte de llanura y de aguas.

Permanecióasí algún tiempo guardando embarazoso silencio que no quise romper.Estaba pálido, su fisonomía ligeramente alterada por el cansancio orejuvenecida por los resplandores apasionados de otra época, recobrabapoco a poco su edad, su expresión peculiar y su aspecto de granserenidad. El día avanzaba a medida que la paz de los recuerdos seestablecía también en su rostro. Las sombras iban invadiendo el interiorpolvoriento y ahogado de la pequeña habitación en donde se terminabaaquella larga serie de evocaciones de las cuales más de una había sidodolorosa. De las inscripciones de la pared ya no se distinguía casinada. La imagen interior lo mismo que la anterior palidecían al mismotiempo como si todo aquel pasado resucitado por casualidad volviese aentrar en el mismo instante y para no volver a salir, en el vagodesvanecimiento de la noche y del olvido.

Las voces de los labradores que pasaban a lo largo de las paredes delparque nos sacaron a los dos de un apuro real, la duda de callar oreanudar una conversación truncada.

—He aquí la hora de bajar—dijo Domingo, y le seguí hasta la granja enla cual todas las tardes a aquella misma hora tenía cuidados devigilancia que llenar.

Los bueyes volvían del trabajo y aquél era el momento en que la granjase animaba. Uncidos por dos o tres parejas, porque a causa de la pesadezde las tierras mojadas se hacía necesario triplicar las yuntas, llegabanarrastrando el timón del arado, el hocico hinchado y húmedo, los cuernosbajos, las fauces agitadas, con barro hasta en el vientre. Los animalesde reserva que no habían trabajado aquel día, mugían en los establosesperando la llegada de sus activos compañeros. Más allá el rebaño deovejas, ya encerrado, se removía en el corral, los caballos piafaban yrelinchaban al sentir que el forraje caía en las escalerillas por encimade los pesebres.

Los trabajadores se alinearon junto al amo, las cabezas descubiertas ycon aspecto cansado.

Domingo inquirió minuciosamente si algunos instrumentos de labranza denueva aplicación habían dado los resultados que se esperaba; después diosus órdenes para el día siguiente; las multiplicó, sobre todo, conreferencia a las semillas, y comprendí que no todo el grano cuyadistribución señalaba, estaba destinado a sus propios campos: habíamucho perdido, adelantos que hacía o limosnas.

Tomadas estas precauciones, me llevó a la terraza. El tiempo habíaaclarado. La alternativa de sol y lluvia y la temperatura notablementedulce, aunque habíamos pasado ya la mitad del mes de noviembre, eran muyapropiadas para alegrar los espíritus vinculados al campo por todogénero de intereses. La jornada, muy nebulosa al mediodía, terminaba enuna tarde de oro. Los niños jugaban en el parque mientras la señora deBray iba y venía por el paseo que conducía al bosque vigilándolos decerca. Se perseguían a través de las espesuras, con gritos que imitabanlos de quiméricos animales y los más a propósito para asustarlos. Losmirlos, esos pájaros que se hacen oír los últimos en aquella horaavanzada les contestaban con sus silbidos extraños y entrecortados,semejantes a ruidosas carcajadas. Un resto de luz solar alumbrabadébilmente el largo emparrado; los pámpanos ya muy ralos dibujaban sobreel cielo muy pálido multitud de recortes agudos y algunos ratones decampo que merodeaban con grandes precauciones a lo largo de los tirantesdel emparrado, desgranaban los pocos racimos de uva marchita que habíanquedado olvidados por los recolectores.

Aquel tranquilo declinar de undía nebuloso, precursor de otros más serenos, la seguridad del cielo quese despejaba y se embellecía, aquella alegría de los niños para animarel parque ya casi despojado de hojas y de verdor, una madre confiada yfeliz sirviendo de vínculo de unión del padre con los hijos, este últimograve, llena la mente de pensamientos, confortado, recorriendo a pasolento la rica y fecunda alameda cubierta de parra, aquella abundancia enmedio de aquella paz, aquel colmo del deber en la felicidad, todo, enfin, lo que estaba en torno de nosotros constituía, después de nuestraconversación, un desenlace tan noble, tan legítimo, tan evidente, queconmovido le tomé el brazo a Domingo y se lo apreté aún másafectuosamente que de costumbre.

—Sí—me dijo,—amigo mío. He llegado. Pero usted sabe a qué precio ycon cuánta seguridad, lo está usted viendo.

Había en su mente un movimiento de ideas que continuaba; y como sihubiese querido explicarse más claramente con respecto a lasresoluciones, que por otra parte de por sí se manifestaban, continuó,lentamente y con un tono completamente distinto:

—Muchos años han transcurrido desde el día que volví a mi rincón. Sialguien no ha olvidado los sucesos que le he relatado, nadie por lomenos los recuerda. El silencio que el alejamiento y el tiempo hanacarreado imponiéndolo para siempre, entre ciertas personas de estahistoria, les ha permitido considerarse mutuamente perdonados,rehabilitados y felices. Oliverio es el único, quiero suponerlo, que seha obstinado hasta última hora en sus sistemas y en sus preocupaciones.Había señalado, ya lo recordará usted, el enemigo mortal a quien temíamás que a ningún otro: puede decirse que ha sucumbido en un duelo con elfastidio.

—¿Y Agustín-?—le pregunté.

—Es el solo sobreviviente de mis mejores amigos. Está al final de sucarrera. Ha llegado en línea recta como rudo andarín al término de unlargo y difícil viaje. No es un grande hombre, es una gran voluntad. Eshoy punto de mira y ejemplo de muchos contemporáneos y es cosa rara unatal honradez, llegando bastante alto para dar a la buena gente ganas deimitarle. En cuanto a mí—continuó Domingo, he seguido, demasiadotarde, con menos mérito, menos valor, pero con igual fortuna, el ejemploque ese corazón sólido me había dado casi en el comienzo de su vida.Había comenzado por el reposo en las afecciones, sin turbulencias y haterminado lo mismo que empezó. Pero llevo yo en mi nueva existencia unsentimiento que él nunca ha conocido: el de expiar una antigua vidaciertamente nociva y rescatarme de errores de los cuales me consideroaún hoy responsable, porque entiendo que, entre todas las mujeresigualmente respetables, hay una solidaridad instintiva, de derechos, dehonor y de virtudes. Por lo que mira a la resolución de retirarme delmundo jamás me he arrepentido de ella. Un hombre que emprende laretirada antes de los treinta años y en ella persiste, atestigua conbastante franqueza que no había nacido para la vida pública ni para laspasiones. No creo, sin embargo, que la vida de actividad reducida quellevo, sea un mal punto de vista para juzgar a los hombres enmovimiento.

Advierto que el tiempo ha hecho justicia, en provecho de misopiniones, respecto de muchas apariencias que antes hubieran podidocausarme la sombra de una duda y como he verificado la mayor parte demis suposiciones, es así mismo posible que también hubiese confirmadoalgunas de mis amarguras. Recuerdo haber sido severo para los demás auna edad en que consideraba que debía serlo mucho para conmigo mismo.Cada generación, más incierta, que sigue a generaciones ya fatigadas,cada gran talento que muere sin descendencia, son señales en que sereconoce, dicen, un rebajamiento en la temperatura moral de un país. Heoído decir que no hay grandes esperanzas que fundar sobre una época enque las ambiciones tienen tantos móviles y tan pocas excusas, en que setoma comúnmente lo vitalicio por durable, en que todo el mundo se quejade la rareza de las obras, en que nadie osa confesar la rareza de loshombres...

—¿Y si la cosa fuera verdad?—le dije.

—Estaría dispuesto a creerla, pero nada digo sobre ese punto como sobreotros muchos. No corresponde a un desertor decirles

¡fuera! a losinnumerables valientes que luchan allí mismo en donde él no supomantenerse. Por otra parte, se trata de mí, de mí solo, y para acabarcon el principal personaje de este cuento, le diré a usted que mi vidacomienza. Nunca es demasiado tarde, porque si una obra cuesta largotiempo hacerla, un buen ejemplo se da muy pronto. Tengo la afición y laciencia de la tierra, escaso amor propio que le ruego me perdone.Fertilizaré mis campos mejor que supe hacerlo con mi espíritu, con menoscosto, menos angustias, y más utilidad para el mayor provecho de todoslos que me rodean. A punto he estado de mezclar la inevitable prosa detodas las naturalezas inferiores con producciones que no admitían ningúnelemento vulgar. Hoy, muy felizmente para los placeres de mi espíritu,que no está gastado, me será permitido introducir alguna semilla deimaginación en esta buena prosa de la agricultura y...

Buscaba una palabra que expresara modestamente el espíritu de su nuevamisión.

—¿Y de la beneficencia?—le dije.

—Sea, acepto la palabra para la señora de Bray, porque eso lecorresponde exclusivamente.

En aquel momento la señora de Bray llegaba acompañada de los niñossofocados, empapados de sudor. Hubo un instante de completo silenciodurante el cual, como al final de una sinfonía que expira en un sin finde pequeños acordes, no se oía más que el cuchicheo de los mirlos quecharlaban mucho, pero ya no reían.

Pocos días después de aquella conversación que me había hecho penetrarhasta la intimidad de un espíritu en el cual era la originalidad másreal haber seguido estrictamente la antigua máxima de conocerse a símismo, una silla de posta se detuvo en el patio de Trembles.

Apeose de ella un hombre de cabello escaso, gris y cortado al rape,pequeño, nervioso con todo el exterior, la fisonomía, la madurez y laprevisión de un hombre poco ordinario y preocupado de asuntos graveshasta en viaje. Perfectamente vestido, por otra parte, su aspectorevelaba costumbres elevadas de situación, de mundo y de rango. Examinóseveramente lo que se veía del castillo, el emparrado, un rincón delparque, alzó los

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