Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Fortunata no le miraba nunca. Este hecho, cuidadosamente observado,produjo en el infeliz muchacho indecible melancolía. ¡Haber compradoaquellos ojos con su mano, su honra y su nombre para que se empleasen enmirar a una silla antes que en mirarle a él! Esto era tremendo, perotremendo, y cierto día agitó su alma un furor insano; mas no quisomanifestarlo, y lo desahogó a solas mordiéndose los puños.

«¿Por qué no me miras?» le preguntó una noche, con semblante ceñudo.

—Porque... No dijo más; se comió el resto de la frase. Dios sabe lo queiba a decir.

Bebía los vientos el desgraciado chico por hacerse querer, inventandocuantas sutilezas da de sí la manía o enfermedad de amor. Indagaba confebril examen las causas recónditas del agradar, y no pudiendo conseguircosa de provecho en el terreno físico, escudriñaba el mundo moral parapedirle su remedio. Imaginó enamorar a su esposa por mediosespirituales. Hallábase dispuesto, él que ya era bueno, a ser santo, yhacía estudio de lo que a su mujer le era grato en el orden delsentimiento para realizarlo como pudiera. Gustaba ella de dar limosna acuantos pobres encontrase; pues él daría más, mucho más. Ella solíaadmirar los casos de abnegación; pues él se buscaría una coyuntura deser heroico. A ella le agradaba el trabajo; pues él se mataría atrabajar.

De este modo devastaba el infeliz su alma, arrancando todo lobueno, noble y hermoso para ofrecérselo a la ingrata, como quien tala unjardín para ofrecer en un solo ramo todas las flores posibles.

«Ya no me quieres—le dijo un día con inmensa tristeza—, ya tu corazónvoló, como el pajarito a quien le dejan abierta la jaula. Ya no mequieres».

Y ella le respondía que sí; ¡pero de qué manera! Más valía que dijeseterminantemente que no.

«¿Por qué te vas tan lejos de mí? Parece que tecauso horror. Cuando entro, te pones seria; cuando crees que no me fijoen ti, estás ensimismada y te sonríes como si en espíritu hablaras conalguien».

Otra cosa le mortificaba. Cuando salían juntos a paseo, todo el mundo sefijaba en Fortunata, admirando su hermosura; luego le miraban a él.Suponía Maxi que todos hacían la observación de que no era él hombrepara tal hembra. Algunos se permitían examinarle de una manerainsolente.

Si iban al café, estaban poco tiempo, porque los amigos seenracimaban alrededor de Fortunata sin hacer maldito caso de su marido,y este tragaba mucha bilis. Lo que desorientaba más a Maxi era que ellano tomaba varas con nadie, y siempre que él decía vámonos, estabadispuesta a retirarse.

Buscaba el farmacéutico algo en qué fundar las conjeturas que empezabana devorarle, y no lo encontraba. Ideó consultar el caso con su tía; perono quiso dar su brazo a torcer, y temblaba de que doña Lupe le dijese:«¿Ves?, ¡por no hacer caso de mí!». ¡Celos! ¿Y de quién?

Fortunatamostrábase con todos tan fría como con él. Solía esparcirmelancólicamente sus miradas por la calle, entre el gentío, sin fijarseen nadie, cual si buscaran a alguien que no quería dejarse ver. Ydespués las miradas volvían a sí misma con mayor tristeza.

También atormentaban al joven los elogios que sus amigos le hacían deella. «¡Qué mujer te tienes!» le decía Pseudo-Narcissus odoripherus.Y Quercus gigantea le silbaba en el oído estas fúnebres palabras: «Esmucha hembra para ti, barbián. Ándate con mucho ojo».

Pero doña Lupe le infundía ideas optimistas. ¡Parecía mentira! Laperspicaz, la sabia y experimentada señora de Jáuregui dijo más de unavez a su sobrino: «¡Qué trabajadora es tu mujer! Siempre que vengo aquíme la encuentro planchando o lavando. Francamente, no creí...

Teayudará, te ayudará. Y luego tan calladita... Hay días que no le oigo elmetal de voz».

Con unas cosas y otras, el pobre chico apenas podía estudiar, y conmucho trabajo se preparaba para la licenciatura. El asunto de sucolocación se había resuelto ya, porque habiendo fallecido Samaniego afines de Octubre, su viuda organizó el personal de la botica, dando unaplaza a Maximiliano. Se convino entre doña Casta Moreno y doña Lupe quecuando el chico tomara el grado, se le fijaría sueldo, y que pasado unaño de práctica, tendría participación en las ganancias.

Por el ladoeconómico todo iba a pedir de boca, porque mientras llegaba el día deganar con su profesión, podía vivir bien con la corta renta de laherencia. Lo malo era que desde que ingresara en la botica, seríalepreciso ausentarse de su casa días enteros, y esto le ponía en ascuas.Ocurriósele entonces lo que se le ocurre a cualquier celoso, salir undía, diciendo que iba a la farmacia, y volver en seguida. Hízolo unavez, y no sorprendió nada: Fortunata estaba en la cocina. Repitió latreta, y lo mismo: estaba cosiendo. A la tercera, Fortunata habíasalido. Dos horas después entró, trayendo un paquete en la mano. «¿Quede dónde vengo? Pues de comprar unas cosillas. ¿No me dijiste quequerías una corbata? Mírala».

Una noche entró Maximiliano bastante excitado. Le tomó la mano a sumujer, y haciéndola sentar a su lado, le dijo a boca de jarro: «Hoy heconocido a ese pillo que te deshonró».

Fortunata se quedó como muerta.

«Pues qué... ¿no está enfermo?».

Se le escapó esta espontaneidad, y cuando quiso contenerla ya era tarde.Hacía una semana que Santa Cruz no iba a las citas, y le había enviado,por medio de Cirila, un recadito. Se había caído del caballo en la Casade Campo, estropeándose ligeramente un brazo.

«¿Enfermo?—dijo Maxi, clavando en ella sus ojos de iluminado—. Enefecto, tenía un brazo en cabestrillo. ¿Pero tú por dónde sabes...?».

—No, no, yo no sabía nada—replicó Fortunata enteramente aturdida.

—¡Tú lo has dicho!—exclamó Rubín con la mirada terrorífica—. ¿Pordónde lo sabes?

La prójima se puso como la grana; después volvió a palidecer. Buscabauna salida de aquel compromiso, y al fin la encontró: «¡Ah!».

—¿Qué?—¿Dices que cómo lo sé, tontín?... Pues muy sencillo. Si lotraía el periódico... Tu tía lo leyó anoche. Mira, aquí está: que secayó del caballo paseando por la Casa de Campo.

Y recobrando su serenidad, revolvió en la mesa y cogió El Imparcial que, en efecto, traía la noticia: «Mira... ¿lo ves?... convéncete».

Maxi, después de leer, siguió diciendo: «Le vi en el Saladero; allídebiera estar ese canalla toda su vida. Olmedo, que iba conmigo, me leenseñó. Fue a ver a mi hermano; él iba a visitar a un tal Moreno Vallejoque también está preso por conspirar. ¡Y el tal Santa Cruz es de lo máscargante...!».

Fortunata se tapaba la cara con el periódico, fingiendo que leía. Maxile arrebató el papel de un manotazo.

«Te has quedado así como... estupefacta».

—Déjame en paz—replicó ella con un despego que a su marido le llegó alalma.

—¡Qué modales, hija! Ya ni consideración.

Fortunata parecía que tenía sellada la boca. Comieron sin chistar; él sepuso luego a estudiar y ella a coser, sin que el fúnebre silencio serompiera. Acostáronse, y lo mismo. Ella volvió la espalda a su marido,insensible a los suspiros que daba. Desvelados estuvieron ambos largorato, cada cual por su lado, muy cerca materialmente uno de otro, peroen espíritu Fortunata se había ido a los antípodas.

Dos o tres días después, volviendo del Saladero, a donde fue para decira su hermano que pronto le soltarían, vio Maximiliano a Santa Cruzguiando un faetón por la calle de Santa Engracia arriba. Ya tenía elbrazo bueno. Miró a Maxi, y este le miró a él. Desde lejos, porque elcoche iba bastante a prisa, observó Rubín que este entraba por la callede Raimundo Lulio.

¿Pasaría luego a la de Sagunto? Nunca como en aquelmomento sintió el exaltado chico ganas de tener alas. Apresuró el pasotodo lo que pudo, y al llegar a su calle... ¡Dios!... lo que se temía...Fortunata en el balcón, mirando por la calle del Castillo hacia el paseode la Habana, por donde seguramente había seguido el coche. Subió eljoven farmacéutico tan rápidamente la escalera, que al llegar arriba nopodía respirar. Es que para ser celoso se necesitan buenos pulmones.Cayose más bien que se sentó en una silla, y su mujer y Patriciaacudieron a él creyendo que le daba algún accidente. No podía hablar yse golpeaba la cabeza con los puños.

Cuando su mujer se quedó sola conél sintió Rubín que aquella furibunda cólera se trocaba en un dolorcobarde. El alma se le desgajaba y sacudía resistiéndose a albergar ensu seno la ira. Los ojos se le llenaron de lágrimas, las rodillas se ledoblaron. Cayendo a los pies de su mujer, le besuqueó las manos. «Tenpiedad de mí—le dijo con aflicción más de niño que de hombre—. Por tuvida... la verdad, la verdad. Ese señor... tú esperándole... él pasabapor verte. Tú no me quieres, tú me estás engañando... le quieres otravez... le has visto en alguna parte. La verdad... Más quiero morirme depena que de vergüenza. Fortunata, yo te saqué de las barreduras de lacalle, y tú me cubres a mí de fango. Yo te di mi honor limpio, y me lodevuelves sucio. Yo te di mi nombre, y haces de él una caricatura. Elúltimo favor te pido... la verdad, dime la verdad».

-IX-

Fortunata movió la lengua y agitó los labios. En la punta de aquellatenía la verdad, y por instantes dudó si soltarla o meterla paraadentro. La verdad quería salir. Las palabras se alinearon mudas ydecían: «Sí, es cierto que te aborrezco. Vivir contigo es la muerte. Y aél le quiero más que a mi vida». La batalla fue breve, y Fortunatavolvió la terrible verdad a los senos de su espíritu. La aflicción deMaxi exigía la mentira, y su mujer tuvo que decírsela... mentiras deesas que inspiran viva compasión al que las dice y consuelan poco al quelas oye. Echábalas de sí como enfermera que administra la inútilmedicina al agonizante.

«Dímelo de otra manera y te creeré—manifestó Rubín—. Dilo con unpoquito de calor, siquiera como me lo decías antes. Tú no sabes el dañoque me haces. Me estás haciendo creer que no hay Dios, que portarse bieny portarse mal todo es lo mismo».

La compasión venció a la delincuente y se mostró tan afable aquellatarde y noche, que Maximiliano hubo de tranquilizarse. El pobrecitoestaba destinado a no tener rato bueno, pues a punto que su espíriturecibía algún alivio, se le inició la jaqueca. La noche fue cruel, yFortunata esmerose en cuidarle. En medio de sus dolores cefalálgicos, elinfortunado joven se caldeaba más la mente arbitrando remedios opaliativos de la ansiedad que le dominaba. A poco de vomitar, dijo a sumujer: «Se me ocurre una idea que resolverá las dificultades... Nosiremos a Molina de Aragón, donde tengo mis fincas. Abandono la carrera yme dedico a labrador... Quieres, ¿sí o no?

Allí viviré contranquilidad». Fortunata se mostró conforme, si bien recordaba lo queMauricia le había dicho de la vida de los pueblos. Sólo descuartizadairía ella a vivir al campo; pero aquella noche no tenía más remedio quedecir a todo.

En los siguientes días notaba el pobre Maxi que su descaecimientoaumentaba de una manera alarmante como si le sangraran, y asustadísimofue a consultar con Augusto Miquis, el cual le dijo que hubiera sidomejor consultara antes de casarse, pues en tal caso le habría ordenadoterminantemente el celibato. Esto redobló sus tristezas; mas cuandoMiquis le propuso como único remedio de su mal la rusticación, cobróesperanzas, confirmándose en la idea de abandonar la corte y sepultarsepara siempre en sus estados de Molina.

La segunda vez que habló de esto a su mujer, no la encontró tan biendispuesta. «¿Y tus estudios, y tu carrera? Aconséjate con tu tía, y ellate dirá que lo que estás pensando es un disparate». Maxi estaba muycaviloso por ciertas cosas que en su mujer notaba. Hacía días que apenaslevantaba ella los ojos del suelo y su mirar revelaba una granpesadumbre. De repente, una tarde que volvía Rubín de la botica, alsubir la escalera la oyó cantar. Entró, y la cara de Fortunataresplandecía de contento y animación. ¿Qué había pasado? Maxi no lo pudopenetrar, aunque sus celos, aguzadores de la inteligencia, le apuntabanpresunciones que bien podrían contener la verdad. Esta era que laprójima había recibido, por conducto de Patria, una esquelita en que sele anunciaba la reapertura del curso amoroso, interrumpido durante unaquincena. «Esta alegría—pensaba Maxi—, ¿por qué será?». Ycomprendiendo por instinto de celoso que echaba un jarro de agua fríasobre aquel contento, dijo a Fortunata: «Ya está decidido que nos iremosal pueblo. Lo he consultado con mi tía y ella lo aprueba».

No era verdad que había consultado con doña Lupe, mas lo decía para dara su proposición autoridad indiscutible.

«Te irás tú...» dijo ella sonriendo.

—No—agregó él conteniendo la amargura que de su alma se desbordaba—,los dos.

—Tú te has vuelto loco—observó Fortunata riendo con cierto descaro—.Yo creí... ¿Pero lo dices con formalidad?

—¡Toma!... ¿Y tú no me dijiste que irías también y que querías serpaleta?

—Sí; pero fue porque me pensé que era conversación. ¡Encerrarme yo enun pueblo! ¡Qué talento tienes!

De tal modo se demudó el rostro del joven, que Fortunata, que yaempezaba a decir algunas bromas sobre aquel asunto, se recogió en sí.Maxi no dijo una palabra, y de pronto salió disparado de la casa, cerrócon estruendo la puerta y bajó la escalera de cuatro en cuatro peldaños.Asustose Fortunata, y asomándose al balcón, viole recorrerapresuradamente la calle de Sagunto y después tomar por la de SantaEngracia, hacia abajo. Ella salió después, tomando por la misma calle,pero hacía arriba, en dirección de Cuatro Caminos.

Las seis de la tarde serían cuando Rubín volvió a su casa. Estabalívido, y de lívido pasó a verde, cuanto Patricia le dijo que laseñorita había salido a compras. Dejándose llevar de su insensatorecelo, interrogó a la criada, tratando de averiguar por ella. Pero abuena parte iba.

Patricia tenía la discreción del traidor, y cuanto dijofue encaminado a introducir en el cerebro de Maxi el convencimiento deque su mujer era punto menos que canonizable. Cuando la criminal entró,el marido había mandado encender luz y estaba sentado junto a la mesa dela sala. «¿De dónde vienes?» le preguntó.—«Me parece—replicó ella—,haberte dicho que iba a comprar este retor». Mostró un envoltorio,después un paquetito, y otro. «¿Ves?... la sopa Juliana que tanto tegusta...».

—Yo también—dijo Maximiliano de una manera siniestra—, te he compradoa ti esta tarde un regalito... Mira.

Alargó el brazo para sacar de debajo de la mesa algo que ocultó alentrar. Era un objeto envuelto en papeles, que descubrió lentamente,cuando ella se inclinaba risueña para verlo.

«¿A ver... qué es?... ¡Ay!, un revólver...».

—Sí, para matarte y matarme...—dijo Maxi en un tono que no pudo sertan lúgubre como él deseaba, pues el arma empezó a causarle miedo, acausa de que en su vida había tenido en las manos un chisme de talclase...

—¡Qué cosas tienes!—dijo ella palideciendo—. Tú no sabes lo que tepescas... Pareces tonto...

Matarme a mí, ¿y por qué?...

Le echó una mirada dulce y penetrante, el mismo mirar con que le habíahecho su esclavo. El pobre chico sintió como si le pusieran un grilleteen el alma.

«Vaya que se te ocurren unos disparates, hijo... Soy muy miedosa, y desólo ver eso me pongo a temblar. Bonita manera tienes de hacer que yo tequiera, sí señor, bonita manera».

Acercó tímidamente su mano al mango del arma. «Puedes cogerlo, estádescargado» dijo Maxi, que de un salto se había dejado caer del furor ala piedad.

—Eres un niño—declaró ella, cogiendo el arma—, y como niño hay quetratarte. Venga acá ese chisme: lo guardaré para el caso de que entrenladrones en casa.

Y se lo llevó sin que él hiciese resistencia. Después de guardarlo conllave en un baúl lleno de cosas viejas, volvió al lado de su marido, quese había quedado absorto, midiendo sin duda con azorado pensamiento laenorme distancia que en su ser había entre los arranques de la voluntady la ineficacia de su desmayada acción.

Aquella noche no ocurrió nada; pero a la tarde siguiente, Pseudo-Narcissus odoripherus, fue a buscarle a la botica deSamaniego, y le dijo que Fortunata tenía citas con un señor en una casadel paseo de Santa Engracia, un poquito más arriba de los almacenes dela Villa.

-X-

Tomó Maxi un coche para ir a Chamberí y a su casa. Después de entrar enella e informarse de que la señorita no estaba, subió lentamente haciala iglesia, y al pasar por delante de ella y ver una cruz de hierro quehay en el atrio, vínole al pensamiento la idea de que debía habersetraído el revólver. Retrocedió, y a mitad del camino acordose de que sumujer había guardado el arma.

¡Qué tonto estuvo él en permitírselo!Volvió a tomar la dirección Norte, sintiendo en su alma el suplicioindecible que producía la conjunción de dos sentimientos tan opuestoscomo el anhelo de la verdad y el terror de ella. Al distinguir el motorde noria que se destacaba sobre la casa de las Micaelas, no pudoreprimir un ahogo de pena que le hizo sollozar. El disco no se movía.

Pasó el joven más allá de los Almacenes de la Villa y examinó las casasde un solo piso alto que allí existen. Como ignoraba cuál era la queservía de abrigo a los adúlteros, resolvió vigilarlas todas. La noche sevenía encima y Maxi deseaba que viniese más aprisa para dejar de ver eldisco, que le parecía el ojo de un bufón testigo, expresando todo elsarcasmo del mundo. Maldición sacrílega escapose de sus labios, y renegóde que hubieran venido a estar tan cerca su deshonra y el santuariodonde le habían dorado la infame píldora de su ilusión. En otrostérminos: él había ido allí en busca de una hostia, y le habían dado unarueda de molino... y lo peor era que se la había tragado.

Después de mucho pasear vio el faetón de Santa Cruz, guiado por ellacayo, despacio, como para que no se enfriaran los caballos. Ya noquedaba duda. El coche le esperaba. Violo subir hasta Cuatro Caminos,donde se detuvo para encender las luces. Después bajó, y al llegar a losAlmacenes de la Villa, otra vez para arriba. Maxi no le perdía de vista.El cochero daba a conocer su aburrimiento e impaciencia. En una de lasvueltas del vehículo, Rubín sorprendió en aquel hombre una miradadirigida a una de las casas. «Aquí es... aquí está». Fijose cerca deallí, reduciendo el espacio de su paseo vigilante. Eran las siete.

Por fin, en un momento en que Maxi iba de Sur a Norte vio, a bastantedistancia, a un hombre que salía de la casa. Era él, Santa Cruz, elmismo, vestido de americana y hongo. Detúvose en la puerta buscando conla vista su carruaje. Las dos luces brillaban allá arriba. Dirigiosehacia Cuatro Caminos... Detrás, avivando el paso, el odio personificadoen Maximiliano.

La vía estaba solitaria. Pasaba muy poca gente, y hacía bastante frío.El Delfín sintió aquellos pasos detrás de sí, y una misteriosaaprensión, la conciencia tal vez, le dijo de quién eran.

Volviose apunto que la temblorosa voz del otro decía: «Oiga usted». Parose enfirme Santa Cruz, y aunque no le conocía bien, le tuvo por quien era sindudar un momento.

«¿Qué se le ofrece a usted?».

—¡Canalla!... ¡indecente!—exclamó Rubín con más fiereza en el tono queen la actitud.

No esperó Santa Cruz a oír más, ni su amor propio le permitía darexplicaciones, y con un movimiento vigoroso de su brazo derecho rechazóa su antagonista. Más que bofetada fue un empujón; pero el endebleesqueleto de Rubín no pudo resistirlo; puso un pie en falso alretroceder y se cayó al suelo, diciendo: «Te voy a matar... y a ellatambién». Revolcose en la tierra; se le vio un instante pataleando agatas, diciendo entre mugidos... «¡ladrón, ratero... verás!...». SantaCruz estuvo un rato contemplándole con la calma fría del ofuscadoasesino, y cuando vio que al fin conseguía levantarse, se fue hacia él yle cogió por el pescuezo, apretándole sañudamente cual si quisieraahogarle de veras... Reteniéndole contra el suelo, gritaba: «Estúpido...escuerzo...

¿quieres que te patee...?».

De la oprimida garganta del desdichado joven salía un gemido, estertorde asfixia. Sus ojos reventones se clavaban en su verdugo con uncentelleo eléctrico de ojos de gato rabioso y moribundo. La únicadefensa del que estaba debajo era clavar sus uñas, afilándolas con elpensamiento, en los brazos, en las piernas, en todo lo que alcanzaba delvencedor; y logrando alzarse un poco con nervioso coraje, trató dehacerle molinete para derribarle. Derribados los dos, lucharían quizásmás proporcionadamente. ¡Pobre razón aplastada por la soberbia! ¿Dóndeestá la justicia? ¿dónde está la vindicta del débil? En ninguna parte.

El furor del Delfín no fue tanto que se le ocultara el peligro de llegara un homicidio, abusando de su superioridad. «Este al fin es un hombre,aunque parece un insecto» pensó. Y con desdén que tenía algo de lástima,hubo de soltar su presa, que cayó inerte a un lado del camino, en unaespecie de hoyo o surco. Al verle como un bulto, Juan sintió algo demiedo. «Si le habré matado sin querer... Y en todo caso... ha sido endefensa propia». Pero la víctima exhaló un mugido, y revolcándose comolos epilépticos, repitió: «Ladrón... asesino». El Delfín se acercó yponiéndole un pie sobre el pecho, cuidando de no apretar, dijo: «Si note callas, cucaracha, te aplasto».

Levantose Rubín de un salto. Era todo uñas y todo dientes; sacaba lasarmas del débil; pero con tanta fiereza, que si coge al otro le arrancala piel. Santa Cruz acudió pronto a la defensa. «Te digo que te pateo...si vuelves...». Le levantó como una pluma y le lanzó violentamente dondeantes había caído. Era un solar o campo mal labrado, más allá de laúltima casa. La víctima no daba acuerdo de sí, y aprovechando aquelmomento el bárbaro señorito, que vio pasar su coche, lo detuvo, montoseen él de un salto y ¡hala!, partieron los caballos a escape.

Un hombre se había detenido ante los combatientes en el último instantede la reyerta; acercose a Maxi y le miró con recelo. Creyendo que estabamortalmente herido, no quería meterse en líos con la justicia. Cuando leoyó hablar, acercose más. «Buen hombre, ¿qué es eso?... ¡Pobre chico!

Sino parece chico, sino un viejo... ¡Vaya, que pegar así a un pobreanciano!». Luego llegó otro hombre, que se destacó de un grupo deobreros que subían. Auxiliado por este, Maxi logró levantarse y corrióun buen trecho por el camino abajo, gritando: «¡Ladrón!... ¡a ese!...¡al asesino!...». Pero el coche estaba ya más allá de la iglesia.Formose en torno a la víctima un corro de cuatro, seis, diez personas deambos sexos. Mirábales como si fueran amigos que habían de darle larazón reconociendo en él a la justicia pateada y a la humanidadescarnecida. Parecía un insensato. Su descompuesto rostro daba miedo, ysu ahilada voz excitaba la mayor extrañeza.

Porque el ardor de la lucha había determinado como una relajación de lalaringe, en términos que la voz se le había vuelto enteramente defalsete. Salían de su garganta las palabras como el acento de unimpúber. «¿En dónde se ha metido?... ¿en dónde?... ¿No es verdad,señores, que es un miserable?... ¿un secuestrador?... Me ha quitado lomío, me ha robado... Él la arrojó a la basura... yo la recogí y lalimpié... él me la quitó y la... volvió a arrojar... la volvió aarrojar.

¡Trasto infame!... Pero yo tengo que hacer dos muertes. Iré alpatíbulo... no me importa ir al patíbulo, señores... digo que quiero iral palo... pero ellos por delante, ellos por delante...».

Los que le rodeaban le tenían lástima. Desconociendo el motivo de lazaragata, cada cual decía lo que le parecía. « Sobre vino unapendencia».—«No, cuestión de faldas; ¿verdad?».—«¡Quita allá!, ¿perono ves que es marica?».

Las mujeres le miraban con más interés. «Tiene usted sangre en lafrente» le dijo una. Era una rozadura de que el joven no se había dadocuenta. Llevose la mano a la cabeza y la retiró manchada de sangre. Notóque el brazo derecho le dolía horriblemente.

«Vamos, vamos—le dijo uno—, véngase usted a la Casa de Socorro».

—Gatera... miserable...—Vamos; ya eso se acabó... ¿En dónde tieneusted el sombrero?

Maxi no dijo nada ni se cuidó del sombrero. De repente rompió enaullidos, pues no parecían otra cosa los esfuerzos de su voz para hablara gritos. Los circunstantes podían oírle difícilmente estos conceptos:«Partirle el corazón es poco; es menester... machacárselo».

Dos hombres le llevaban calle abajo, cada cual agarrándole de un brazo,y él, mirando con estupidez a sus conductores,repetía:—¡machacárselo!—. A ratos se paraba, prorrumpiendo en risas dedemente. Ya cerca de la iglesia aparecieron dos individuos de OrdenPúblico, que viendo a Maxi en aquel estado, le recibieron muy mal.Pensaron que era un pillete, y que los golpes que había recibido leestaban muy bien merecidos... Le cogieron por el cuello de la americanacon esa paternal zarpa de la justicia callejera. «¿Qué tiene usted?» lepreguntó uno de ellos, mal humorado. Maxi contestó con la misma risainsana y delirante; viendo lo cual el polizonte, apretó la zarpa, comoexpresión de los rigores que la justicia humana debe emplear con loscriminales.

«¿Y el agresor?».

—¡Machacárselo!... Llegó a la Casa de Socorro, ya con una procesión degente tras sí. El médico de guardia conocía a Maxi, y después decurarle la contusión de la cabeza, que no tenía importancia, le mandó asu casa al cuidado de los guardias de Orden Público.

-XI-

Cuando entró el malaventurado chico en su casa, Fortunata no habíaaparecido aún. Lo mismo fue verle Patricia en aquel lastimoso estado,que correr a dar aviso a doña Lupe, la cual no tardó en presentarsealborotada y afligida. Lo primero que hizo, conforme a su gran carácter,fue sobreponerse a los sucesos, no amilanarse por la vista de la sangrey dictar atinadas órdenes preliminares, como acostar a Maximiliano,traer provisión de árnica, reconocerle bien las contusiones que tenía yllamar un médico.

«¿Pero y Fortunata?».

—Salió a hacer unas compras—dijo Patricia.

—¡Es particular! Las ocho y media de la noche.

En vano intentó doña Lupe saber lo que había ocurrido de los propioslabios del joven. Este no decía más que «¡machacárselo!» con aquella vozde falsete, que era otra novedad para su tía.

Acostáronle con no pocotrabajo, y le llenaron de bizmas. El médico de la Casa de Socorro vino yordenó el reposo. Temía que hubiese algo de conmoción cerebral; peroprobablemente concluiría todo con una fuerte jaqueca. También propinó elbromuro potásico a fuertes dosis, y a la primera toma se adormeció elherido, pronunciando palabras sueltas, de las cuales nada pudo sacar enclaro la señora de Jáuregui. ¡Y a todas estas la otra sin parecer!

Por fin, a eso de las nueve y media, cuando el médico se fue, sintiódoña Lupe un rebullicio, luego cuchicheos en el pasillo. Fortunata habíaentrado, y hablaba muy bajito con Patria. La mente de la viuda, en lacual hasta entonces todo era confusión y vaguedades, empezó a dar de sílos juicios más extraños, ideas de atrevido alcance y de un pesimismoaterrador. Salió paso a paso a la sala, deseosa de sorprender aquelsecreteo. Fortunata entró, pálida como un cirio y con ojos aterrados;mas doña Lupe no le dijo nada. La vio que avanzaba hacia el gabinete,que daba algunos pasos hacia la alcoba deteniéndose en la puerta, y quedesde allí alargaba el cuerpo para mirar a su marido. ¿Por qué no entró?¿Qué temor la detenía? La alcoba estaba casi a oscuras, pues apenasllegaba a ella la claridad de la lámpara encendida en la sala. Doña Lupellevó al gabinete la luz. Quería observar lo que hacía su sobrina, y porde pronto le llamó la atención su actitud extraña, no muy conforme conlos sentimientos naturales en una esposa en situación tan aflictiva.Una vez que