Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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«Nada, te casas... porque casarte es tu salvación. Si no, vas a andar demano en mano hasta la consunción de los siglos. Tú no seas boba; siquieres ser honrada, serlo, hija. Descuida, que no te pondrán un puñalal pecho para que peques».

—Pues sí—dijo Fortunata animándose—, ¿qué me importa a mí la trampa?Como yo no quiera caer...

—Claro... El otro ahí junto... pues que le parta un rayo. ¿A ti qué? Túdi «soy honrada», y de ahí no te saca nadie. A los pocos días le dices atu esposo de tu alma que la casa no te gusta, y tomáis otra.

—Di que sí... tomamos otra, y se acabó la trampa—observó la noviatomando en serio los consejos de su amiga.

—Verdad que él no se acobardará, y a donde vayas, él detrás. Créeme queestá loco, Y te digo más. La criada que tienes, esa Patricia que lerecomendó a doña Lupe el señor de Torquemada, está vendida.

—¡Vendida!... ¡Ah!...—exclamó Fortunata con nuevo terror—. Mira túpor qué esa mujer no me gustó cuando la vi esta mañana. Es muy adulona,muy relamida, y tiene todo el aire de un serpentón... Pues nada, le diréa mi marido que no me gusta, y mañana mismo la despido.

—Eso... y viva el caraiter. Tú mira bien lo que te digo: siempre ycuando quieras ser honrada, serlo; pero dejarte de casar, ¡dejar decasarte!, que no se te pase por la cabeza, hija de mi alma.

Fortunata parecía recobrar la calma con esta exhortación de su amiga,expresada de una manera cariñosa y fraternal.

«Otra cosa se me ocurre—indicó luego con la alegría del náufrago que veflotar una tabla cerca de sí—. Le diré a mi marido que estoy mala y queme lleve a vivir al pueblo ese donde ha cogido la herencia».

—¡Pueblo!... ¿Y qué vas a hacer tú en un pueblo?—dijo Mauricia conexpresión de desconsuelo, como una madre que se ocupa del porvenir de suhija—. Mira tú, y créelo porque yo te lo digo: más difícil es serhonrada en un pueblo chico que en estas ciudades grandes donde hay muchopersonal, porque en los pueblos se aburre una; y como no hay más que doso tres sujetos finos y siempre les estás viendo, ¡qué peine!, acabas porencapricharte con alguno de ellos. Yo conozco bien lo que son lospueblos de corto personal. Resulta que el alcalde, y si no el alcalde elmédico y si no el juez, si lo hay, te hacen tilín, y no quiero decirtenada. En último caso, tanto te aburres, que te da un toque y caes conel señor cura...

—Quita, quita, ¡qué asco!

—Pues chica, no pienses en salir de Madrid—agregó la tarascacogiéndola por un brazo, atrayéndola a sí y sentándola sobre susrodillas—. Hija de mi vida, ¿a quién quiero yo? A ti nada más. Lo queyo te diga es por tu bien.

Déjate llevar; cásate, y si hay trampa, que la haya. Lo que debe pasar,pasa... Deja correr y haz caso de mí, que te he tomado cariño y soy mismamente como tu madre.

Fortunata iba a responder algo; pero la campanilla anunció que seaproximaba doña Lupe.

Cuando esta penetró en la sala, ya sabía por Papitos quién estaba allí.

—¿En dónde está esa loca?—entró diciendo—. ¡Pero qué oscuridad! Noveo gota. Mauricia...

—Aquí estoy, mi señora doña Lupe. Ya nos podían traer una luz.

Fortunata fue por la luz, y en tanto la viuda dijo a su corredora:

«¿Qué traes por acá? ¡Cuánto tiempo...! ¿Y qué tal? ¿Te has enmendado?Porque el padre Pintado le contó a Nicolás horrores de ti...».

—No haga caso, señora. D. León es muy fabulista y boquea más de lacuenta. Fue un pronto que tuve.

—¡Vaya unos prontos!... ¿Y qué traes ahí?

Entró Fortunata con la lámpara encendida, y la tarasca empezó a mostrarmantones de Manila, un tapiz japonés, una colcha de malla y felpilla.

«Mire, mire qué primores. Este pañolón es de la señá marquesa deTellería. Lo da por un pedazo de pan. Anímese, señora, para que haga unregalo a su sobrina, el día de mañana, que así sea el escomienzo detodas las felicidades».

—¡Quita allá!... ni para qué quiere esta mantones. ¡Buenos están lostiempos! ¿Y qué precio?...

¡Cincuenta duros! Ajajá... ¡qué gracia! Lostengo yo del propio Senquá, mucho más floreados que ese y los doy aveinticinco.

—Quisiera verlos... ¿Sabe lo que le digo? Que me caiga muerta aquímismo, si no es verdad que me han ofrecido treinta y ocho y no lo hequerido dar... Mire, por estas cruces.

Y haciendo la cruz con dos dedos, se la besó.

—«A buena parte vienes!... Si estoy yo de mantones...».

—Pero no serán como este.—Mejores, cien veces mejores... Pero mealegro de que hayas venido: te voy a dar un aderezo para que me locorras.

Y siguieron picoteando de este modo hasta que entró Maximiliano, y doñaLupe mandó sacar la sopa. El novio, enterándose de que había visita enla sala, acercose despacito a la puerta para ver quién era. «EsMauricia» le dijo su prometida saliéndole al encuentro.

Ambos se fueron al comedor, esperando allí a que su tía despachase a lacorredora. Cuando esta se fue no quiso Fortunata salir a despedirla, portemor de que dijese algo que la pudiera comprometer.

-III-

Maximiliano habló a su futura de las invitaciones que había hecho, yella le oía como quien oye llover; mas no reparó el joven en estadistracción por lo muy exaltado que estaba. Como era tan idealista,quería hacer el papel de novio con todas las reglas recomendadas por eluso, y aunque se vio solo en el comedor con su amada, tratábala conaquellos miramientos que impone el pudor más exquisito. No se decidía nia besarla, gozando con la idea de poder hacerlo a sus anchas después derecibidas las bendiciones de la Iglesia, y aun de hacerle otras cariciascon la falsa ilusión de no habérselas hecho antes. Mientras comían,Fortunata se sintió anegada en tristeza, que le costaba trabajodisimular. Inspirábale el próximo estado tanto temor y repugnancia, quele pasó por el pensamiento la idea de escaparse de la casa, y se dijo:«No me llevan a la Iglesia ni atada». Doña Lupe, que gustaba tanto dehacer papeles y de poner en todos los actos la corrección social, noquería que los novios se quedasen solos ni un momento. Había que emplearuna ficción moral como tributo a la moral misma y en prueba de laimportancia que debemos dar a la forma en todas nuestras acciones.

Fortunata estuvo muy desvelada aquella noche. Lloraba a ratos como unaMagdalena, y poníase luego a recordar cuanto le dijo el padre Pintado yel remedio de la devoción a la Santísima Virgen. Durmiose al finrezando, y soñó que la Virgen la casaba, no con Maxi, sino con suverdadero hombre, con el que era suyo a pesar de los pesares. Despertósobresaltada, diciendo: «Esto no es lo convenido». En el delirio de sufebril insomnio, pensó que D. León la había engañado y que la Virgen sepasaba al enemigo, «Pues para esto no se necesitaba tanto Padre Nuestroy tanta Ave María...». Por la mañana reíase de aquellos disparates, ysus ideas fueron más reposadas. Vio claramente que era locura no seguirel camino por donde la llevaban, que era sin duda el mejor. «¡Hala!,honrada a todo trance. Ya me defenderé de cuantas trampas se me quieranarmar».

Doña Lupe dejó las ociosas plumas a las cinco de la mañana cuando aún noera de día, y arrancó de la cama a Papitos, tirándole de una oreja, paraque encendiera la lumbre. ¡Flojita tarea la de aquel día; un almuerzopara doce personas! Llamó a Fortunata para que se fuera arreglando, yacordaron dejar dormir a Maxi hasta la hora precisa, porque losmadrugones le sentaban mal.

Dio varias disposiciones a la novia para quetrabajara en la cocina, y se fue a la compra con Papitos, llevando elcesto más grande que en la casa había.

Lo que doña Lupe llamaba el menudo era excelente: riñones salteados,sesos, merluza o pajeles, si los había, chuletas de ternera, filete a lainglesa... Esto corría de cuenta de la viuda, y Fortunata se comprometióa hacer una paella. A las ocho ya estaba doña Lupe de vuelta, y parecíauna pólvora; tal era su actividad. Como que a las diez debían ir a laIglesia. «Pero no, no iré, porque si voy, de fijo me hace Papitos algúndesaguisado». La suerte fue que vino Patricia, y entonces se decidió laseñora a asistir a la ceremonia.

Púsose la novia su vestido de seda negro, y doña Lupe se empeñó enplantarle un ramo de azahar en el pecho. Hubo disputa sobre esto... quesí, que no. Pero la señora de D. Basilio había traído el ramo y no se lapodía desairar. Como que era el mismo ramo que ella se había puesto eldía de su boda. Fortunata estaba guapísima, y Papitos buscaba milpretextos para ir al gabinete y admirarla aunque sólo fuera un instante.«Esta sí que no tiene algodón en la delantera» pensaba.

La de Jáuregui se puso su visita adornada con abalorio, y doña Silviase presentó con pañuelo de Manila, lo que no agradó mucho a la viuda,porque parecía boda de pueblo. Torquemada fue muy majo; llevaba el hongonuevo, el cuello de la camisa algo sucio, corbata negra deshilachada yen ella un alfiler con magnífica perla que había sido de la marquesa deCasa-Bojío. El bastón de roten y las enormes rodilleras de los calzonesle acababan de caracterizar. Era hombre muy humorístico y tenía unabaraja de chistes referentes al tiempo. Cuando diluviaba, entrabadiciendo: «Hace un polvo atroz». Aquel día hacía mucho calor y sequedad,motivo sobrado para que mi hombre se luciera: «¡Vaya una nevada que estácayendo!». Estas gracias sólo las reían doña Silvia y doña Lupe.

Maxi llevaba su levita nueva y la chistera que aquel día se puso porprimera vez. Extrañaba mucho aquel desusado armatoste, y cuando se loveía en la sombra, parecíale de tres o cuatro palmos de alto. Dentro decasa, creía que tocaba con su sombrero al techo. Pero en orden dechisteras, la más notable era la de D. Basilio Andrés de la Caña, que lomenos era de catorce modas atrasadas, y databa del tiempo en que BravoMurillo le hizo ordenador de pagos. Las botas miraban con envidia alsombrero por el lustre que tenía. Nicolás Rubín presentose menosdesaseado que otras veces, sintiendo no haber podido traer a D. León. Ulmus Sylvestris, Quercus gigantea, y Pseudo-Narcissus odoripherus presentáronse muy guapetones, de levitín, y alguno de ellos con guantesacabados de comprar, y rodearon a la novia, y la felicitaron y aun ledieron bromas, viéndose ella apuradísima para contestarles. Por fin,doña Lupe dio la voz de mando, y a la iglesia todo el mundo.

Fortunata tenía la boca extraordinariamente amarga, cual si estuvieramascando palitos de quina. Al entrar en la parroquia sintió horriblemiedo. Figurábase que su enemigo estaba escondido tras un pilar. Sisentía pasos, creía que eran los de él. La ceremonia verificose en lasacristía, y duró poco tiempo. Impresionaron mucho a la novia lossímbolos del Sacramento, y por poco se cae redonda al suelo. Y al propiotiempo sentía en sí una luz nueva, algo como un sacudimiento, el choquede la dignidad que entraba. La idea del señorío enderezó su espíritu,que estaba como columna inclinada y próxima a perder el equilibrio.¡Casada!, ¡honrada o en disposición de serlo! Se reconocía otra. Estasideas, que quizás procedían de un fenómeno espasmódico, la confortaron;pero al salir volvió a sentirse acometida del miedo. ¡Si por acaso elenemigo se le aparecía...! Porque Mauricia le había dicho que rondaba,que rondaba, que rondaba... ¡Aquí de la Virgen! Pero ¡qué cosas! ¡SiMaría Santísima protegía ahora al enemigo!

Esta idea extravagante no lapodía echar de sí. ¿Cómo era posible que la Virgen defendiera el pecado?¡Tremendo disparate!, pero disparate y todo, no había medio dedestruirlo.

De regreso a la casa, doña Lupe no cabía en su pellejo; de tal modo secrecía y se multiplicaba atendiendo a tantas y tan diferentes cosas. Yarecomendaba en voz baja a Fortunata que no estuviese tan displicente condoña Silvia; ya corría al comedor a disponer la mesa; ya se liaba conPapitos y con Patricia, y parecía que a la vez estaba en la cocina, enla sala, en la despensa y en los pasillos. Creeríase que había en lacasa tres o cuatro viudas de Jáuregui funcionando a un tiempo. Su mentese acaloraba ante la temerosa contingencia de que el almuerzo salieramal. Pero si salía bien, ¡qué triunfo! El corazón le latía con fuerza,comunicando calor y fiebre a toda su persona, y hasta la pelota dealgodón parecía recibir también su parte de vida, palpitando ypermitiéndose doler. Por fin, todo estuvo a punto. Juan Pablo, que nohabía ido a la iglesia, pero que se había unido a la comitiva al volverde ella, buscaba un pretexto para retirarse. Entró en el comedor cuandosonaba el pataleo de las sillas en que se iban acomodando loscomensales, y contó... «Me voy—dijo—, para no hacer trece». Algunosprotestaron de tal superstición, y otros la aplaudieron. A D. Basilio leparecía esto incompatible con las luces del siglo, y lo mismo creía doñaLupe; pero se guardó muy bien de detener a su sobrino por la ojeriza quele tenía, y Juan Pablo se fue, quedando en la mesa los comensales en latranquilizadora cifra de doce.

Durante el almuerzo, que fue largo y fastidioso, Fortunata siguió muyencogida, sin atreverse a hablar, o haciéndolo con mucha torpeza cuandono tenía más remedio. Temía no comer con bastante finura y revelardemasiado su escasa educación. El temor de parecer ordinaria era causade que las palabras se detuvieran en sus labios en el momento de serpronunciadas. Doña Lupe, que la tenía al lado, estaba al quite paraauxiliarla si fuera menester, y en los más de los casos respondía porella, si algo se le preguntaba, o le soplaba con disimulo lo que debíade decir.

A un tiempo notaron Fortunata y doña Lupe que Maximiliano no se sentíabien. El pobrecito quería engañarse a sí mismo, haciéndose el valiente;mas al fin se entregó. «Tú tienes jaqueca» le dijo su tía. «Sí que latengo—replicó él con desaliento, llevándose la mano a los ojos—; peroquería olvidarla a ver si no haciéndole caso, se pasaba. Pero es inútil;no me escapo ya.

Parece que se me abre la cabeza. Ya se ve, la agitaciónde ayer, la mala noche, porque a las tres de la mañana desperté creyendoque era la hora, y no volví a dormir».

Hubo en la mesa un coro compasivo. Todos dirigían al pobre jaquecosomiradas de lástima y algunos le proponían remedios extravagantes.

«Es mal de familia—observó Nicolás—, y con nada se quita. Las míashan sido tan tremendas, que el día que me tocaba, no podía menos quecompararme a San Pedro Mártir, con el hacha clavada en la cabeza. Perode algún tiempo a esta parte se me alivian con jamón».

—¿Cómo es eso?... ¿aplicándose una tajada a la cabeza?

—No, hija... comiéndolo...—¡Ah!, uso interno...—Vale más que teretires—dijo Fortunata a su marido, cuyo sufrimiento crecía porinstantes.

Doña Lupe fue de la misma opinión, y Maximiliano pidió permiso pararetirarse, siéndole concedido con otro coro de lamentaciones. Elalmuerzo tocaba ya a su fin. Fortunata se levantó para acompañar a sumarido, y no hay que decir que, sintiendo el motivo, se alegraba deabandonar la mesa, por verse libre de la etiqueta y de aquel suplicio delas miradas de tanta gente. Maxi se echó en su cama; su mujer le arropóbien, y cerrando las maderas, fue a la cocina a hacer un té. Allítropezó con doña Lupe, que le dijo:

«Primero es el café. Ya lo están esperando. Ayúdame, y luego harás el tépara tu marido. Lo que él necesita más es descanso».

La sobremesa fue larga. Pegaron la hebra D. Basilio y Nicolás sobre elcarlismo, la guerra y su solución probable, y se armó una grantremolina, porque intervinieron los farmacéuticos, que eran atrozmenteliberales, y por poco se tiran los platos a la cabeza. Torquemadaprocuraba pacificar, y entre unos y otros molestaban mucho al enfermocon la bulla que hacían. Por fin, a eso de las cuatro fueron desfilando,teniendo la desposada que oír los plácemes empalagosos que le dirigían,confundidos con bromas de mal gusto, y contestar a todo como Dios ledaba a entender. La tarde pasola Maxi muy mal; le dieron vómitos y sevio acometido de aquel hormigueo epiléptico que era lo que más lemolestaba. Al anochecer se empeñó en que se había de ir a la nueva casa,y su mujer y su tía no podían quitárselo de la cabeza.

«Mira que te vas a poner peor. Duerme aquí, y mañana...».

—No, no quiero. Me siento algo aliviado. El periodo más malo pasó ya.Ahora el dolor está como indeciso, y dentro de media hora aparecerá enel lado derecho, dejándome libre el izquierdo. Nos vamos a casa, meacuesto entre sábanas y allí pasaré lo que me resta.

Fortunata insistía en que no se moviese, pero él se levantó y se puso lacapa. No hubo más remedio que emprender la marcha para la otra casa.

«Tía—dijo Maxi—, que no se olvide el frasco de láudano. Cógelo tú,Fortunata, y llévalo.

Cuando me meta en la cama, trataré de dormir, ysi no lo consigo, echarás seis gotas, cuidado...

seis gotas nada más deesta medicina en un vaso de agua, y me las darás a beber».

Muy abrigado y la cabeza bien envuelta para que no le diese frío,lleváronle a la casa matrimonial, que fue estrenada en condiciones pocolisonjeras. La distancia entre ambos domicilios era muy corta. Alatravesar la calle de Santa Feliciana, Fortunata creyó ver...

juraría...Le corrió una exhalación fría por todo el cuerpo. Pero no se atrevía amirar para atrás con objeto de cerciorarse. Probablemente no era más quedelirio y azoramiento de su alma, motivados por las mil andróminas quele había contado Mauricia.

Llegaron, y como todo estaba preparado para pernoctar, nada echaron demenos. Sólo se hablan olvidado unas bujías y Patricia bajó a traerlas.Acostado Maxi, sucedió lo que se temía: que se puso peor, y vuelta a losvómitos y a la desazón espasmódica. «Tú no quieres hacer caso de mí...¡Cuánto mejor que hubieras dormido en casa esta noche! Ahí tienes elresultado de tu terquedad». Después de expresar su opinión autoritariade esta manera, doña Lupe, viendo a su sobrino más tranquilo y comovencido del sopor, empezó a dar instrucciones a Fortunata sobre elgobierno de la casa. No aconsejaba, sino que disponía. Por dar órdenes,hasta le dijo lo que había de mandar traer de la plaza al díasiguiente, y al otro y al otro. «Y cuidado con dejar de tomarle lacuenta a la muchacha, al céntimo, pues Torquemada dice que no la abona yno hay que fiar... Si te falta algún cacharro en la cocina, no locompres; yo te lo compraré, porque a ti te clavan... Nada de comprarpetróleo en latas... el fuego me horripila. Desde mañana vendrá elpetrolero de casa y le tomas lo que se gaste en el día... Patatas yjabón, una arroba de cada cosa.

Cuidado cómo te sales de un diario dedieciséis reales todo lo más... El día que sea conveniente unextraordinario, me lo avisas... Yo iré con Papitos a la plaza de SanIldefonso, y te traeré lo que me parezca bien... A Maxi le pones mañanados huevitos pasados, ya sabes, y un sopicaldo. Los demás días suchuletita con patatas fritas. No compres nunca merluza en Chamberí.Papitos te la traerá. Mucho ojo con este carnicero, que es más ladrónque Judas. Si tienes alguna cuestión con él, nómbrame a mí y le verástemblar...». Y por aquí siguió amonestando y apercibiendo con ínfulas deverdadera ama y canciller de toda la familia. La suerte que se marchó.

Serían las diez cuando la desposada se quedó sola con su marido y conPatricia. Maxi no acababa de tranquilizarse, por lo que fue precisoapelar al remedio heroico. El mismo enfermo lo pidió, dejando oír unavoz quejumbrosa que salía de entre las sábanas, y que por su tenuidadno parecía corresponder a la magnitud del lecho. Fortunata cogió elcuenta gotas y acercando la luz preparó la pócima. En vez de siete gotasno puso más que cinco. Le daba miedo aquella medicina. Tomola Maxi y alpoco rato se quedaba dormido con la boca abierta, haciendo una mueca quelo mismo podía ser de dolor que de ironía.

-IV-

Al ver dormido a su esposo, pareciole a Fortunata que se alejaba;encontrose sola, rodeada de un silencio alevoso y de una quietudtraidora. Dio varias vueltas por la casa, sin apartar el pensamiento ylas miradas de los tabiques que separaban su cuarto del inmediato, y lostales tabiques se le antojaron transparentes, como delgadas gasas, quepermitían ver todo lo que de la otra parte pasaba. Andando de puntillaspor los pasillos y por la sala, percibió rumor de voces. Si aplicara eloído a la pared, oiría quizás claramente; pero no se atrevió aaplicarlo. Por la ventana del comedor que daba a un patio medianero,veíase otra ventana igual con visillos en los cristales.

Allí lucía unalámpara con pantalla verde, y alrededor de ella pasaban bultos, sombras,borrosas imágenes de personas, cuyas caras no se podían distinguir.

Después de hacer estas observaciones, fue a la cocina, donde estaba lacriada preparando los trastos para el día siguiente. Era tan hacendosa ytan corrida en el oficio, que la misma doña Lupe se sorprendía de verlatrabajar, porque despachaba las cosas en un decir Jesús, sinatropellarse.

Pero a Fortunata le era antipática por aquella amabilidadempalagosa tras de la cual vislumbraba la traición.

«Patricia—le dijo su ama, afectando una curiosidad indiferente—. ¿Sabeusted qué gente es esa del cuarto de al lado?».

—Señorita—replicó la criada sin dejarla concluir—; como estoy aquídesde el día antes de salir usted del convento, ya conozco a toda lavecindad... ¿sabe? En ese cuarto vive una señora muy fina que la llamandoña Cirila. Su marido es no sé qué del tren. Tiene una gorra congalones y letras. Esta noche, cuando bajé por las bujías, me encontré ala vecina en la tienda y me preguntó por el señorito. Dijo que cualquiercosa que se ofreciera... ¿sabe? Es muy amable. Ayer entró aquí a ver lacasa, y yo pasé a la suya... Dice que tiene muchas ganas de hacerle austed la visita.

—¡A mí!—replicó Fortunata sentándose en la silla de la cocina, junto ala mesa de pino blanco—. ¡Qué confianzudo está el tiempo! Y usted,¿para qué se ha metido allá, sin más ni más?... ¿Qué sabía usted si a míme gustaba o no me gustaba entrar en relaciones...?

—Yo... señorita... calculé que...

—Nada, estoy vendida...—pensó Fortunata—, y esta mujer es el mismodemonio.

Un rato estuvo meditando, hasta que Patricia, mientras ponía losgarbanzos de remojo, la sacó de su abstracción con estas mañosaspalabras:

«Díjome doña Cirila que es usted muy linda, ¿sabe?... que esta mañana lavio a usted en la iglesia y que le fue muy simpática. Verá usted, cuandola trate, que también ella se deja querer.

Dice que se alegrará mucho deque usted pase a su casa cuando guste... con confianza, y que de nocheestán jugando a la brisca hasta las doce».

—¡Que pase yo allá!... ¡yo!

—Claro... y esta noche misma puede pasar, puesto que el señorito duermey no son más que las diez... Digo, si quiere distraerse un rato.

«¿Pero qué está usted diciendo? ¡Distraerme yo!».

Fortunata se habría dejado llevar del primer impulso de cólera, si en sualma no hubiera nacido otro impulso de tolerancia, unido a ciertarelajación de conciencia. Se calló, y en aquel instante llamaron a lapuerta.

«¡Llaman!... No abra usted, no abra usted» dijo con presentimiento deun cercano peligro.

—¿Por qué, señorita?... ¿A qué esos miedos...? Miraré por elventanillo.

Y fue hacia el recibimiento. Desde la cocina oyó Fortunata cuchicheo enla puerta. Duró poco, y la criada volvió diciendo:

«Los de al lado... la misma señorita Cirila fue la que llamó. Nada; quesi teníamos por casualidad azucarillos... Le he dicho que no. Mepreguntó cómo seguía el señorito. Le contesté que duerme como un lirón».

Fortunata salió de la cocina sin decir nada, cejijunta y con los labiostemblorosos. Fue a la alcoba y observó a su marido que dormíaprofundamente, pronunciando en su delirio opiáceo palabras amorosasentremezcladas con términos de farmacia: «Ídolo... De acetato demorfina, un centigramo... Cielo de mi vida... Clorhidrato de amoniaco,tres gramos... disuélvase...».

Volviendo a la cocina, mandó a la criada que se acostase; pero la señoraPatria no tenía sueño.

«Mientras la señorita no se acueste, ¿para qué mehe de acostar yo? Podría ofrecerse algo». Y la muy picarona queríaentablar conversación con su ama; mas esta no le respondía a nada.

Depronto, el despierto oído de Fortunata, cuyo pensamiento estabareconcentrado en la trampa que a su parecer se le armaba, creyó sentirruido en la puerta. Parecía como si cautelosamente probaran llavesdesde fuera para abrirla. Fue allá muerta de miedo, y al acercarse cesóel ruido; ella no las tenía todas consigo, y llamó a Patria: «Juraríaque alguien anda en la puerta... Pero qué, ¿no ha echado usted elcerrojo?».

Observó entonces que el cerrojo no estaba echado, y lo corrió con muchocuidado para no hacer ruido.

«¡Vaya, que si yo me fiara de usted para guardar la casa!... A ver,atención... ¿No siente usted un ruidito como si alguien estuvieratentando la cerradura?... ¿Ve usted?, ahora empujan... ¿qué es esto?».

—Señorita... ¿sabe?, es el viento que rebulle en la escalera. No seausted tan medrosica...

Lo más particular era que la misma Fortunata, al correr el cerrojo contanto cuidado, había sentido, allá en el más apartado escondrijo de sualma, un travieso anhelo de volverlo a descorrer.

Podría ser ilusiónsuya; pero creía ver, cual si la puerta fuera de cristal, a la personaque tras esta, a su parecer, estaba... Le conocía, ¡cosa más rara!, enla manera de empujar, en la manera de rasguñar la fechadura en la manerade probar una llave que no servía. Durante un rato, señora y criada nose miraron. A la primera le temblaban las manos y le andaba por dentrodel cráneo un barullo tumultuoso. La sirviente clavaba en la señora susojos de gato, y su irónica sonrisa podría ser lo mismo el único aspectocómico de la escena que el más terrible y dramático. Pero de repente,sin saber cómo, criada y ama cruzaron sus miradas, y en una miradapareció que se entendieron. Patria le decía con sus ojuelos quearañaban: «Abra usted, tonta, y déjese de remilgos». La señora decía:«¿Le parece a usted bien que abra?... ¿Cree usted que...?».

Pero a Fortunata la ganó de súbito el decoro, y tuvo un rechazo de honory dignidad.

«Si esto sigue—dijo—, despertaré a mi marido. ¡Ah!, ya parece que seretira el ladrón, pues ladrón debe de ser...».

Tocó el cerrojo para cerciorarse de que estaba corrido, y se fue a lasala. Patricia volvió a la cocina.

«En todo caso, es demasiado pronto» pensó Fortunata sentándose en unasilla y poniéndose a pensar. Fue como una concesión a las ideas malasque con tanta presteza surgían de su cerebro, como salen del hormiguerolas hormigas, en larga procesión, negras y diligentes. Después trató derehacerse de nuevo: «Resueltamente, mañana le digo a mi marido que lacasa no me gusta y que es preciso que nos mudemos. Y a esta sinvergüenzala planto en la calle».

¡Qué cosas pasan! De improviso, obedeciendo a un movimientoirresistible, casi puramente mecánico y fatal, Fortunata se levantó ysaliendo de la sala, se acercó a la puerta. En aquel acto, todo lo queconstituye la entidad moral había desaparecido con total eclipse delalma de la infortunada mujer; no había más que el impulso físico, y lopoco que de espiritual había en ello, engañábase a sí mismo creyéndosesimple curiosidad. Aplicó el oído a la rejilla... Pues sí, la persona,el ladrón o lo que fuera, continuaba allí. Instintivamente, como elsuicida pone el dedo en el gatillo, llevó la mano al cerrojo; pero asícomo el suicida, instintivamente también, se sobrecoge y no tira, apartósu mano del cerrojo, el cual tenía el mango tieso hacia adelante como undedo que señala.

Entonces, por los huecos de la rejilla, de fuera adentro, penetraronestas palabras