Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Pasados algunos días, cuando ya Estupiñá andaba por ahí restablecidoaunque algo cojo, Barbarita empezó a notar en su hijo inclinacionesnuevas y algunas mañas que le desagradaron.

Observó que el Delfín, cuyaedad se aproximaba a los veinticinco años, tenía horas de infantilalegría y días de tristeza y recogimiento sombríos. Y no pararon aquílas novedades. La perspicacia de la madre creyó descubrir un notablecambio en las costumbres y en las compañías del joven fuera de casa, ylo descubrió con datos observados en ciertas inflexiones muyparticulares de su voz y lenguaje. Daba a la elle el tono arrastradoque la gente baja da a la y consonante; y se le habían pegado modismospintorescos y expresiones groseras que a la mamá no le hacían malditagracia. Habría dado cualquier cosa por poder seguirle de noche y ver conqué casta de gente se juntaba. Que esta no era fina, a la legua seconocía.

Y lo que Barbarita no dudaba en calificar de encanallamiento, empezó amanifestarse en el vestido. El Delfín se encajó una capa de esclavinacorta con mucho ribete, mucha trencilla y pasamanería. Poníase por lasnoches el sombrerito pavero, que, a la verdad, le caía muy bien, y sepeinaba con los mechones ahuecados sobre las sienes. Un día se presentóen la casa un sastre con facha de sacristán, que era de los que hacenropa ajustada para toreros, chulos y matachines; pero doña Bárbara no ledejó sacar la cinta de medir, y poco faltó para que el pobre hombrefuera rodando por las escaleras. «¿Es posible—dijo a su niño, sindisimular la ira—, que se te antoje también ponerte esos pantalonesajustados con los cuales las piernas de los hombres parecen zancas decigüeña?». Y una vez roto el fuego, rompió la señora en acusacionescontra su hijo por aquellas maneras nuevas de hablar y de vestir. Él sereía, buscando medios de eludir la cuestión; pero la inflexible mamá lecortaba la retirada con preguntas contundentes. ¿A dónde iba por lasnoches? ¿Quiénes eran sus amigos? Respondía él que los de siempre, locual no era verdad, pues salvo Villalonga, que salía con él muy puestotambién de capita corta y pavero, los antiguos condiscípulos noaportaban ya por la casa. Y Barbarita citaba a Zalamero, a Pez, al chicode Tellería. ¿Cómo no hacer comparaciones? Zalamero, a los veintisieteaños, era ya diputado y subsecretario de Gobernación, y se decía queRivero quería dar a Joaquinito Pez un Gobierno de provincia. Gustavitohacía cada artículo de crítica y cada estudio sobre los Orígenes de talo cual cosa, que era una bendición, y en tanto él y Villalonga ¿en quépasaban el tiempo?, ¿en qué?, en adquirir hábitos ordinarios y entratarse con zánganos de coleta. A mayor abundamiento, en aquella épocadel 70 se le desarrolló de tal modo al Delfín la afición a los toros,que no perdía corrida, ni dejaba de ir al apartado ningún día y a vecesse plantaba en la dehesa. Doña Bárbara vivía en la mayor intranquilidad,y cuando alguien le contaba que había visto a su ídolo en compañía de unindividuo del arte del cuerno, se subía a la parra y... «Mira, Juan,creo que tú y yo vamos a perder las amistades. Como me traigas a casa auno de esos tagarotes de calzón ajustado, chaqueta corta y botita decaña clara, te pego, sí, hago lo que no he hecho nunca, cojo una escobay ambos salís de aquí pitando»... Estos furores solían concluir conrisas, besos, promesas de enmienda y reconciliaciones cariñosas, porqueJuanito se pintaba solo para desenojar a su mamá.

Como supiera un día la dama que su hijo frecuentaba los barrios dePuerta Cerrada, calle de Cuchilleros y Cava de San Miguel, encargó aEstupiñá que vigilase, y este lo hizo con muy buena voluntad llevándolecuentos, dichos en voz baja y melodramática: «Anoche cenó en lapastelería del sobrino de Botín, en la calle de Cuchilleros... ¿sabe laseñora? También estaba el Sr. de Villalonga y otro que no conozco, untipo así... ¿cómo diré?, de estos de sombrero redondo y capa conesclavina ribeteada. Lo mismo puede pasar por un randa que por unseñorito disfrazado».

—¿Mujeres...?—preguntó con ansiedad Barbarita.

—Dos, señora, dos—dijo Plácido corroborando con igual número de dedosmuy estirados lo que la voz denunciaba—. No les pude ver las estampas.Eran de estas de mantón pardo, delantal azul, buena bota y pañuelo a lacabeza... en fin, un par de reses muy bravas.

A la semana siguiente, otra delación:

«Señora, señora...».

—¿Qué? —Ayer y anteayer entró el niño en una tienda de la ConcepciónJerónima, donde venden filigranas y corales de los que usan las amas decría...

—¿Y qué? —Que pasa allí largas horas de la tarde y de la noche. Lo sépor Pepe Vallejo, el de la cordelería de enfrente, a quien he encargadoque esté con mucho ojo.

—¿Tienda de filigranas y de corales?

—Sí, señora; una de estas platerías de puntapié, que todo lo que tienenno vale seis duros.

No la conozco; se ha puesto hace poco; pero yo me enteraré. Aspecto depobreza. Se entra por una puerta vidriera que también es entrada delportal, y en el vidrio han puesto un letrero que dice: Especialidad enregalos para amas... Antes estaba allí un relojero llamado Bravo, quemurió de miserere.

De pronto los cuentos de Estupiñá cesaron. A Barbarita todo se le volvíapreguntar y más preguntar, y el dichoso hablador no sabía nada. Ycuidado que tenía mérito la discreción de aquel hombre, porque era elmayor de los sacrificios; para él equivalía a cortarse la lengua eltener que decir: «no sé nada, absolutamente nada». A veces parecía quesus insignificantes e inseguras revelaciones querían ocultar la verdadantes que esclarecerla. «Pues nada, señora; he visto a Juanito en unsimón, solo, por la Puerta del Sol... digo... por la Plaza del Ángel...Iba con Villalonga... se reían mucho los dos... de algo que les hacíagracia...». Y todas las denuncias eran como estas, bobadas,subterfugios, evasivas... Una de dos: o Estupiñá no sabía nada, o sisabía no quería decirlo por no disgustar a la señora.

Diez meses pasaron de esta manera, Barbarita interrogando a Estupiñá, yeste no queriendo o no teniendo qué responder, hasta que allá por Mayodel 70, Juanito empezó a abandonar aquellos mismos hábitos groseros quetanto disgustaban a su madre. Esta, que lo observaba atentísimamente,notó los síntomas del lento y feliz cambio en multitud de accidentes dela vida del joven. Cuánto se regocijaba la señora con esto, no hay paraqué decirlo. Y aunque todo ello era inexplicable llegó un momento en queBarbarita dejó de ser curiosa, y no le importaba nada ignorar losdesvaríos de su hijo con tal que se reformase. Lentamente, pues,recobraba el Delfín su personalidad normal. Después de una noche queentró tarde y muy sofocado, y tuvo cefalalgia y vómitos, la mudanzapareció más acentuada. La mamá entreveía en aquella ignorada página dela existencia de su heredero, amores un tanto libertinos, orgías de malgusto, bromas y riñas quizás; pero todo lo perdonaba, todo, todito, contal que aquel trastorno pasase, como pasan las indispensables crisis delas edades. «Es un sarampión de que no se libra ningún muchacho de estostiempos—decía—. Ya sale el mío de él, y Dios quiera que salga en bien.

Notó también que el Delfín se preocupaba mucho de ciertos recados oesquelitas que a la casa traían para él, mostrándose más bien temerosode recibirlos que deseoso de ellos. A menudo daba a los criados orden deque le negaran y de que no se admitiera carta ni recado. Estaba algoinquieto, y su mamá se dijo gozosa: «Persecución tenemos; pero él parecequerer cortar toda clase de comunicaciones. Esto va bien». Hablando deesto con su marido, D. Baldomero, en quien lo progresista no quitaba loautoritario (emblema de los tiempos), propuso un plan defensivo quemereció la aprobación de ella. «Mira, hija, lo mejor es que yo hable hoymismo con el Gobernador, que es amigo nuestro. Nos mandará acá unapareja de orden público, y en cuanto llegue hombre o mujer de malastrazas con papel o recadito, me lo trincan, y al Saladero de cabeza».

Mejor que este plan era el que se le había ocurrido a la señora. Teníantomada casa en Plencia para pasar la temporada de verano, fijando lafecha de la marcha para el 8 o el 10 de Julio. Pero Barbarita, conaquella seguridad del talento superior que en un punto inicia y ejecutalas resoluciones salvadoras, se encaró con Juanito, y de buenas aprimeras le dijo: «Mañana mismo nos vamos a Plencia».

Y al decirlo se fijó en la cara que puso. Lo primero que expresó elDelfín fue alegría. Después se quedó pensativo. «Pero deme usted dos otres días. Tengo que arreglar varios asuntos...».

—¿Qué asuntos tienes tú, hijo? Música, música. Y en caso de que tengasalguno, créeme, vale más que lo dejes como está.

Dicho y hecho. Padres e hijo salieron para el Norte el día de San Pedro.Barbarita iba muy contenta, juzgándose ya vencedora, y se decía por elcamino: «Ahora le voy a poner a mi pollo una calza para que no se meescape más». Instaláronse en su residencia de verano, que era como unpalacio, y no hay palabras con qué ponderar lo contentos y saludablesque todos estaban. El Delfín, que fue desmejoradillo, no tardó enreponerse, recobrando su buen color, su palabra jovial y la plenitud desus carnes. La mamá se la tenía guardada. Esperaba ocasión propicia, yen cuanto esta llegó supo acometer la empresa aquella de la calza, comopersona lista y conocedora de las mañas del ave que era precisoaprisionar. Dios la ayudaba sin duda, porque el pollo no parecía muydispuesto a la resistencia.

«Pues sí—dijo ella, después de una conversación preparada con gracia—.Es preciso que te cases. Ya te tengo la mujer buscada. Eres unchiquillo, y a ti hay que dártelo todo hecho. ¡Qué será de ti el día enque yo te falte! Por eso quiero dejarte en buenas manos... No te rías,no; es la verdad, yo tengo que cuidar de todo, lo mismo de pegarte elbotón que se te ha caído, que de elegirte la que ha de ser compañera detoda tu vida, la que te ha de mimar cuando yo me muera.

¿A ti te cabe enla cabeza que pueda yo proponerte nada que no te convenga?... No. Pues acallar, y pon tu porvenir en mis manos. No sé qué instinto tenemos lasmadres, algunas quiero decir. En ciertos casos no nos equivocamos; somosinfalibles como el Papa».

La esposa que Barbarita proponía a su hijo era Jacinta, su prima, latercera de las hijas de Gumersindo Arnaiz. ¡Y qué casualidad! Al díasiguiente de la conferencia citada, llegaban a Plencia y se instalabanen una casita modesta, Gumersindo e Isabel Cordero con toda su catervamenuda. Candelaria no salía de Madrid, y Benigna había ido a Laredo.

Juan no dijo que sí ni que no. Limitose a responder por fórmula que lopensaría; pero una voz de su alma le declaraba que aquella gran mujer ymadre tenía tratos con el Espíritu Santo, y que su proyecto era unverdadero caso de infalibilidad.

-II-

Porque Jacinta era una chica de prendas excelentes, modestita, delicada,cariñosa y además muy bonita. Sus lindos ojos estaban ya declarando lasazón de su alma o el punto en que tocan a enamorarse y enamorar.Barbarita quería mucho a todas sus sobrinas; pero a Jacinta la adoraba;teníala casi siempre consigo y derramaba sobre ella mil atenciones ymiramientos, sin que nadie, ni aun la propia madre de Jacinta, pudierasospechar que la criaba para nuera. Toda la parentela suponía que losseñores de Santa Cruz tenían puestas sus miras en alguna de las chicasde Casa-Muñoz, de Casa-Trujillo o de otra familia rica y titulada.Pero Barbarita no pensaba en tal cosa. Cuando reveló sus planes a D.Baldomero, este sintió regocijo, pues también a él se le había ocurridolo mismo.

Ya dije que el Delfín prometió pensarlo; mas esto significaba sin dudala necesidad que todos sentimos de no aparecer sin voluntad propia enlos casos graves; en otros términos, su amor propio, que le gobernabamás que la conciencia, le exigía, ya que no una elección libre, elsimulacro de ella. Por eso Juanito no sólo lo decía, sino que parecíacomo que pensaba, yéndose a pasear solo por aquellos peñascales, y seengañaba a sí mismo diciéndose: «¡qué pensativo estoy!». Porque estascosas son muy serias, ¡vaya!, y hay que revolverlas mucho en el magín.Lo que hacía el muy farsante era saborear de antemano lo que se leaproximaba y ver de qué manera decía a su madre con el aire más grave yfilosófico del mundo: «Mamá, he meditado profundísimamente sobre esteproblema, pesando con escrúpulo las ventajas y los inconvenientes, y laverdad, aunque el caso tiene sus más y sus menos, aquí me tiene usteddispuesto a complacerla».

Todo esto era comedia, y querer echárselas de hombre reflexivo. Su madrehabía recobrado sobre él aquel ascendiente omnímodo que tuvo antes delas trapisondas que apuntadas quedan, y como el hijo pródigo a quien losreveses hacen ver cuánto le daña el obrar y pensar por cuenta propia,descansaba de sus funestas aventuras pensando y obrando con la cabeza yla voluntad de su madre.

Lo peor del caso era que nunca le había pasado por las mientes casarsecon Jacinta, a quien siempre miró más como hermana que como prima.Siendo ambos de muy corta edad (ella tenía un año y meses menos que él)habían dormido juntos, y habían derramado lágrimas y acusádosemutuamente por haber secuestrado él las muñecas de ella, y haber ellaarrojado a la lumbre, para que se derritieran, los soldaditos de él.Juan la hacía rabiar, descomponiéndole la casa de muñecas, ¡anda!, yJacinta se vengaba arrojando en su barreño de agua los caballos de Juanpara que se ahogaran... ¡anda! Por un rey mago, negro por más señas,hubo unos dramas que acabaron en leña por partida doble, es decir, queBarbarita azotaba alternadamente uno y otro par de nalgas como el quetoca los timbales; y todo porque Jacinta le había cortado la cola alcamello del rey negro; cola de cerda, no vayan a creer... «Envidiosa».«Acusón»... Ya tenían ambos la edad en que un misterioso respeto lesprohibía darse besos, y se trataban con vivo cariño fraternal. Jacintaiba todos los martes y viernes a pasar el día entero en casa deBarbarita, y esta no tenía inconveniente en dejar solos largos ratos asu hijo y a su sobrina; porque si cada cual en sí tenía el desarrollomoral que era propio de sus veinte años, uno frente a otro continuabanen la edad del pavo, muy lejos de sospechar que su destino lesaproximaría cuando menos lo pensasen.

El paso de esta situación fraternal a la de amantes no le parecía aljoven Santa Cruz cosa fácil.

Él, que tan atrevido era lejos del hogarpaterno, sentíase acobardado delante de aquella flor criada en supropia casa, y tenía por imposible que las cunitas de ambos, reunidas,se convirtieran en tálamo. Mas para todo hay remedio menos para lamuerte, y Juanito vio con asombro, a poco de intentar la metamorfosis,que las dificultades se desleían como la sal en el agua; que lo que a élle parecía montaña era como la palma de la mano, y que el tránsito de lafraternidad al enamoramiento se hacía como una seda. La primita,haciéndose también la sorprendida en los primeros momentos y aun lavergonzosa, dijo también que aquello debía pensarse. Hay motivos paracreer que Barbarita se lo había hecho pensar ya. Sea lo que quiera, elloes que a los cuatro días de romperse el hielo ya no había que enseñarlesnada de noviazgo. Creeríase que no habían hecho en su vida otra cosa másque estar picoteando todo el santo día. El país y el ambiente eranpropicios a esta vida nueva. Rocas formidables, olas, playa concaracolitos, praderas verdes, setos, callejas llenas de arbustos,helechos y líquenes, veredas cuyo término no se sabía, caseríos rústicosque al caer de la tarde despedían de sus abollados techos humaredasazules, celajes grises, rayos de sol dorando la arena, velas depescadores cruzando la inmensidad del mar, ya azul, ya verdoso, terso undía, otro aborregado, un vapor en el horizonte tiznando el cielo con suhumo, un aguacero en la montaña y otros accidentes de aquel admirablefondo poético, favorecían a los amantes, dándoles a cada momento unejemplo nuevo para aquella gran ley de la Naturaleza que estabancumpliendo.

Jacinta era de estatura mediana, con más gracia que belleza, lo que sellama en lenguaje corriente una mujer mona. Su tez finísima y sus ojosque despedían alegría y sentimiento componían un rostro sumamenteagradable. Y hablando, sus atractivos eran mayores que cuando estabacallada, a causa de la movilidad de su rostro y de la expresiónvariadísima que sabía poner en él. La estrechez relativa en que vivía lanumerosa familia de Arnaiz, no le permitía variar sus galas; pero sabíatriunfar del amaneramiento con el arte, y cualquier perifollo anunciabaen ella una mujer que, si lo quería, estaba llamada a ser elegantísima.Luego veremos. Por su talle delicado y su figura y cara porcelanescas,revelaba ser una de esas hermosuras a quienes la Naturaleza concede pocotiempo de esplendor, y que se ajan pronto, en cuanto les toca la primerapena de la vida o la maternidad.

Barbarita, que la había criado, conocía bien sus notables prendasmorales, los tesoros de su corazón amante, que pagaba siempre con crecesel cariño que se le tenía, y por todo esto se enorgullecía de suelección. Hasta que ciertas tenacidades de carácter que en la niñez eranun defecto, agradábanle cuando Jacinta fue mujer porque no es bueno quelas hembras sean todas miel, y conviene que guarden una reserva deenergía para ciertas ocasiones difíciles.

La noticia del matrimonio de Juanito cayó en la familia Arnaiz como unabomba que revienta y esparce, no desastres y muertes, sino esperanza ydichas. Porque hay que tener en cuenta que el Delfín, por su fortuna,por sus prendas, por su talento, era considerado como un ser bajado delcielo. Gumersindo Arnaiz no sabía lo que le pasaba; lo estaba viendo yaún le parecía mentira; y siendo el amartelamiento de los noviosbastante empalagoso, a él le parecía que todavía se quedaban cortos yque debían entortolarse mucho más. Isabel era tan feliz que, de vueltaya en Madrid, decía que le iba a dar algo, y que seguramente suempobrecida naturaleza no podría soportar tanta felicidad. Aquelmatrimonio había sido la ilusión de su vida durante los últimos años,ilusión que por lo muy hermosa no encajaba en la realidad. No se habíaatrevido nunca a hablar de esto a su cuñada, por temor de parecerexcesivamente ambiciosa y atrevida.

Faltábale tiempo a la buena señora para dar parte a sus amigas del felizsuceso; no sabía hablar de otra cosa, y aunque desmadejada ya y sinfuerzas a causa del trabajo y de los alumbramientos, cobraba nuevosbríos para entregarse con delirante actividad a los preparativos deboda, al equipo y demás cosas. ¡Qué proyectos hacía, qué cosasinventaba, qué previsión la suya! Pero en medio de su inmensa tarea, nocesaba de tener corazonadas pesimistas, y exclamaba con tristeza: «¡Sime parece mentira!... ¡Si yo no he de verlo!...». Y este presentimiento,por ser de cosa mala, vino a cumplirse al cabo, porque la alegríainquieta fue como una combustión oculta que devoró la poca vida que allíquedaba. Una mañana de los últimos días de Diciembre, Isabel Cordero,hallándose en el comedor de su casa, cayó redonda al suelo como heridade un rayo. Acometida de violentísimo ataque cerebral, falleció aquellamisma noche, rodeada de su marido y de sus consternados y amantes hijos.No recobró el conocimiento después del ataque, no dijo esta boca es mía,ni se quejó. Su muerte fue de esas que vulgarmente se comparan a la de un pajarito.

Decían los vecinos y amigos que había reventado degusto. Aquella gran mujer, heroína y mártir del deber, autora de diez ysiete españoles, se embriagó de felicidad sólo con el olor de ella, ysucumbió a su primera embriaguez. En su muerte la perseguían las fechascélebres, como la habían perseguido en sus partos, cual si la historiala rondara deseando tener algo que ver con ella. Isabel Cordero y D.Juan Prim expiraron con pocas horas de diferencia.

-V-

Viaje de novios

-I-

La boda se verificó en Mayo del 71. Dijo D. Baldomero con muy buenjuicio que pues era costumbre que se largaran los novios, acabadita derecibir la bendición, a correrla por esos mundos, no comprendía fuese derigor el paseo por Francia o por Italia, habiendo en España tantoslugares dignos de ser vistos. Él y Barbarita no habían ido ni siquiera aChamberí, porque en su tiempo los novios se quedaban donde estaban, y elúnico español que se permitía viajar era el duque de Osuna, D. Pedro.¡Qué diferencia de tiempos!... Y ahora, hasta Periquillo Redondo, el quetiene el bazar de corbatas al aire libre en la esquina de la casa deCorreos había hecho su viajecito a París... Juanito se manifestóenteramente conforme con su papá, y recibida la bendición nupcial,verificado el almuerzo en familia sin aparato alguno a causa del luto,sin ninguna cosa notable como no fuera un conato de brindis de Estupiñá,cuya boca tapó Barbarita a la primera palabra; dadas las despedidas, consus lágrimas y besuqueos correspondientes, marido y mujer se fueron a laestación. La primera etapa de su viaje fue Burgos, a donde llegaron alas tres de la mañana, felices y locuaces, riéndose de todo, del frío yde la oscuridad. En el alma de Jacinta, no obstante, las alegrías noexcluían un cierto miedo, que a veces era terror. El ruido del ómnibussobre el desigual piso de las calles, la subida a la fonda por angostaescalera, el aposento y sus muebles de mal gusto, mezcla de desechos deciudad y de lujos de aldea, aumentaron aquel frío invencible y aquellapavorosa expectación que la hacían estremecer. ¡Y tantísimo como queríaa su marido!... ¿Cómo compaginar dos deseos tan diferentes; que sumarido se apartase de ella y que estuviese cerca? Porque la idea de quese pudiera ir, dejándola sola, era como la muerte, y la de que seacercaba y la cogía en brazos con apasionado atrevimiento, también laponía temblorosa y asustada. Habría deseado que no se apartara de ella,pero que se estuviera quietecito.

Al día siguiente, cuando fueron a la catedral, ya bastante tarde, sabíaJacinta una porción de expresiones cariñosas y de íntima confianza deamor que hasta entonces no había pronunciado nunca, como no fuera en lavaguedad discreta del pensamiento que recela descubrirse a sí mismo.

Nole causaba vergüenza el decirle al otro que le idolatraba, así, así,clarito... al pan pan y al vino vino... ni preguntarle a cada momento siera verdad que él también estaba hecho un idólatra y que lo estaríahasta el día del Juicio final. Y a la tal preguntita, que había venido aser tan frecuente como el pestañear, el que estaba de turno contestaba Chí, dando a esta sílaba un tonillo de pronunciación infantil. El Chí se lo había enseñado Juanito aquella noche, lo mismo que el decir,también en estilo mimoso, ¿me quieles? , y otras tonterías ychiquilladas empalagosas, dichas de la manera más grave del mundo. En lamisma catedral, cuando les quitaba la vista de encima el sacristán queles enseñaba alguna capilla o preciosidad reservada, los espososaprovechaban aquel momento para darse besos a escape y a hurtadillas,frente a la santidad de los altares consagrados o detrás de la estatuayacente de un sepulcro. Es que Juanito era un pillín, y un goloso y unatrevido. A Jacinta le causaban miedo aquellas profanaciones; pero lasconsentía y toleraba, poniendo su pensamiento en Dios y confiando en queEste, al verlas, volvería la cabeza con aquella indulgencia propia delque es fuente de todo amor.

Todo era para ellos motivo de felicidad. Contemplar una maravilla delarte les entusiasmaba y de puro entusiasmo se reían, lo mismo que decualquier contrariedad. Si la comida era mala, risas; si el coche queles llevaba a la Cartuja iba danzando en los baches del camino, risas;si el sacristán de las Huelgas les contaba mil papas, diciendo que laseñora abadesa se ponía mitra y gobernaba a los curas, risas. Y a más deesto, todo cuanto Jacinta decía, aunque fuera la cosa más seria delmundo, le hacía a Juanito una gracia extraordinaria. Por cualquiertontería que este dijese, su mujer soltaba la carcajada. Las crudezas deestilo popular y aflamencado que Santa Cruz decía alguna vez,divertíanla más que nada y las repetía tratando de fijarlas en sumemoria.

Cuando no son muy groseras, estas fórmulas de hablar hacengracia, como caricaturas que son del lenguaje.

El tiempo se pasa sin sentir para los que están en éxtasis y para losenamorados. Ni Jacinta ni su esposo apreciaban bien el curso de lasfugaces horas. Ella, principalmente, tenía que pensar un poco paraaveriguar si tal día era el tercero o el cuarto de tan feliz existencia.Pero aunque no sepa apreciar bien la sucesión de los días, el amoraspira a dominar en el tiempo como en todo, y cuando se sientevictorioso en lo presente, anhela hacerse dueño de lo pasado, indagandolos sucesos para ver si le son favorables, ya que no puede destruirlos yhacerlos mentira. Fuerte en la conciencia de su triunfo presente,Jacinta empezó a sentir el desconsuelo de no someter también el pasadode su marido, haciéndose dueña de cuanto este había sentido y pensadoantes de casarse.

Como de aquella acción pretérita sólo tenía levesindicios, despertáronse en ella curiosidades que la inquietaban. Con losmutuos cariños crecía la confianza, que empieza por ser inocente y vaadquiriendo poco a poco la libertad de indagar y el valor de lasrevelaciones. Santa Cruz no estaba en el caso de que le mortificara lacuriosidad, porque Jacinta era la pureza misma. Ni siquiera había tenidoun novio de estos que no hacen más que mirar y poner la cara afligida.Ella sí que tenía campo vastísimo en que ejercer su espíritu crítico.Manos a la obra. No debe haber secretos entre los esposos. Esta es laprimera ley que promulga la curiosidad antes de ponerse a oficiar deinquisidora.

Porque Jacinta hiciese la primera pregunta llamando a su marido Nene(como él le había enseñado), no dejó este de sentirse un tanto molesto.Iban por las alamedas de chopos que hay en Burgos, rectas e inacabables,como senderos de pesadilla. La respuesta fue cariñosa, pero evasiva. ¡Silo que la nena anhelaba saber era un devaneo, una tontería...!, cosasde muchachos.

La educación del hombre de nuestros días no puede sercompleta si este no trata con toda clase de gente, si no echa un vistazoa todas las situaciones posibles de la vida, si no toma el tiento a laspasiones todas. Puro estudio y educación pura... No se trataba de amor,porque lo que es amor, bien podía decirlo, él no lo había sentido nuncahasta que le hizo tilín la que ya era su mujer.

Jacinta creía esto; pero la fe es una cosa y la curiosidad otra. Nodudaba ni tanto así del amor de su marido; pero quería saber, sí señor,quería enterarse de ciertas aventurillas. Entre esposos debe habersiempre la mayor confianza, ¿no es eso? En cuanto hay secretos, adióspaz del matrimonio. Pues bueno; ella quería leer de cabo a rabo ciertaspaginitas de la vida de su esposo antes de casarse. ¡Como que estashistorias ayudan bastante a la educación matrimonial!

Sabiéndolas dememoria, las mujeres viven más avisadas, y a poquito que los maridos sedeslicen... ¡tras!, ya están cogidos.

«Que me lo tienes que contar todito... Si no, no te dejo vivir».

Esto fue dicho en el tren, que corría y silbaba por las angosturas dePancorvo. En el paisaje veía Juanito una imagen de su conciencia. La víaque lo traspasaba, descubriendo las sombrías revueltas, era laindagación inteligente de Jacinta. El muy tuno se reía, prometiendo, esosí, contar luego; pero la verdad era que no contaba nada de sustancia.

«¡Sí, porque me engañas tú a mí!... A buena parte vienes... Sé más de loque te crees. Yo me acuerdo bien de algunas cosas que vi y oí. Tu mamáestaba muy disgustada, porque te nos habías hecho muy chu... la... pito;eso es».

El marido continuaba encerrado en su prudencia; mas no por eso seenfadaba Jacinta. Bien le decía su sagacidad femenil que la obstinaciónimpertinente produce efectos contrarios a los que pretende. Otra habríapuesto en aquel caso unos morritos muy serios; ella no, porque fundabasu éxito en la perseverancia combinada con el cariño capcioso ydiplomático. Entrando en un túnel de la Rioja, dijo así:

«¿Apostamos a que sin decirme tú una palabra, lo averiguo todo?».

Y a la salida del túnel, el enamorado esposo, después de estrujarla conun abrazo algo teatral y de haber mezclado el restallido de sus besos almugir de la máquina humeante, gritaba:

«¿Qué puedo yo ocultar a esta mona golosa?... Te como; mira que te como.¡Curiosona, fisgona, feúcha! ¿Tú quieres saber? Pues