Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Criáronle con regalo y exquisitos cuidados, pero sin mimo. D. Baldomerono tenía carácter para poner un freno a su estrepitoso cariño paternal,ni para meterse en severidades de educación y formar al chico como leformaron a él. Si su mujer lo permitiera, habría llevado Santa Cruz suindulgencia hasta consentir que el niño hiciera en todo su real gana.¿En qué consistía que habiendo sido él educado tan rígidamente por D.Baldomero I, era todo blanduras con su hijo?

¡Efectos de la evolucióneducativa, paralela de la evolución política! Santa Cruz tenía muypresentes las ferocidades disciplinarias de su padre, los castigos quele imponía, y las privaciones que le había hecho sufrir. Todas lasnoches del año le obligaba a rezar el rosario con los dependientes de lacasa; hasta que cumplió los veinticinco nunca fue a paseo solo, sino encorporación con los susodichos dependientes; el teatro no lo cataba sinoel día de Pascua, y le hacían un trajecito nuevo cada año, el cual no seponía más que los domingos. Teníanle trabajando en el escritorio o en elalmacén desde las nueve de la mañana a las ocho de la noche, y había deservir para todo, lo mismo para mover un fardo que para escribircartas. Al anochecer, solía su padre echarle los tiempos por encender elvelón de cuatro mecheros antes de que las tinieblas fueran completamentedueñas del local. En lo tocante a juegos, no conoció nunca más que elmus, y sus bolsillos no supieron lo que era un cuarto hasta muchodespués del tiempo en que empezó a afeitarse. Todo fue rigor, trabajo,sordidez. Pero lo más particular era que creyendo D. Baldomero que talsistema había sido eficacísimo para formarle a él, lo tenía pordeplorable tratándose de su hijo. Esto no era una falta de lógica, sinola consagración práctica de la idea madre de aquellos tiempos, elprogreso. ¿Qué sería del mundo sin progreso?, pensaba Santa Cruz, y alpensarlo sentía ganas de dejar al chico entregado a sus propiosinstintos. Había oído muchas veces a los economistas que iban detertulia a casa de Cantero, la célebre frase laissez aller, laissezpasser... El gordo Arnaiz y su amigo Pastor, el economista, sosteníanque todos los grandes problemas se resuelven por sí mismos, y D. PedroMata opinaba del propio modo, aplicando a la sociedad y a la política elsistema de la medicina expectante. La naturaleza se cura sola; no haymás que dejarla. Las fuerzas reparatrices lo hacen todo, ayudadas delaire. El hombre se educa sólo en virtud de las suscepciones constantesque determina en su espíritu la conciencia, ayudada del ambiente social.D. Baldomero no lo decía así; pero sus vagas ideas sobre el asunto secondensaban en una expresión de moda y muy socorrida: «el mundo marcha».

Felizmente para Juanito, estaba allí su madre, en quien se equilibrabanmaravillosamente el corazón y la inteligencia. Sabía coger lasdisciplinas cuando era menester, y sabía ser indulgente a tiempo. Si nole pasó nunca por las mientes obligar a rezar el rosario a un chico queiba a la Universidad y entraba en la cátedra de Salmerón, en cambio nole dispensó del cumplimiento de los deberes religiosos más elementales.Bien sabía el muchacho que si hacía novillos a la misa de los domingos,no iría al teatro por la tarde, y que si no sacaba buenas notas enJunio, no había dinero para el bolsillo, ni toros, ni excursiones por elcampo con Estupiñá (luego hablaré de este tipo) para cazar pájaros conred o liga, ni los demás divertimientos con que se recompensaba suaplicación.

Mientras estudió la segunda enseñanza en el colegio de Masarnau, dondeestaba a media pensión, su mamá le repasaba las lecciones todas lasnoches, se las metía en el cerebro a puñados y a empujones, como se metela lana en un cojín. Ved por dónde aquella señora se convirtió ensibila, intérprete de toda la ciencia humana, pues le descifraba alniño los puntos oscuros que en los libros había, y aclaraba todas susdudas, allá como Dios le daba a entender. Para manifestar hasta dóndellegaba la sabiduría enciclopédica de doña Bárbara, estimulada por elamor materno, baste decir que también le traducía los temas de latín,aunque en su vida había ella sabido palotada de esta lengua. Verdad queera traducción libre, mejor dicho, liberal, casi demagógica.

Pero Fedroy Cicerón no se hubieran incomodado si estuvieran oyendo por encima delhombro de la maestra, la cual sacaba inmenso partido de lo poco que eldiscípulo sabía. También le cultivaba la memoria, descargándosela defárrago inútil, y le hacía ver claros los problemas de aritméticaelemental, valiéndose de garbanzos o judías, pues de otro modo no andabaella muy a gusto por aquellos derroteros. Para la Historia Natural,solía la maestra llamar en su auxilio al león del Retiro, y únicamenteen la Química se quedaban los dos parados, mirándose el uno al otro,concluyendo ella por meterle en la memoria las fórmulas, después deobservar que estas cosas no las entienden más que los boticarios, y quetodo se reduce a si se pone más o menos cantidad de agua del pozo.Total: que cuando Juan se hizo bachiller en Artes, Barbarita declarabariendo que con estos teje-manejes se había vuelto, sin saberlo, una doñaBeatriz Galindo para latines y una catedrática universal.

-V-

En este interesante periodo de la crianza del heredero, desde el 45 paraacá, sufrió la casa de Santa Cruz la transformación impuesta por lostiempos, y que fue puramente externa, continuando inalterada en loesencial. En el escritorio y en el almacén aparecieron los primerosmecheros de gas hacia el año 49, y el famoso velón de cuatro lucesrecibió tan tremenda bofetada de la dura mano del progreso, que no se levolvió a ver más por ninguna parte. En la caja habían entrado ya losprimeros billetes del Banco de San Fernando, que sólo se usaban para elpago de letras, pues el público los miraba aún con malos ojos. Sehablaba aún de talegas, y la operación de contar cualquier cantidad eraobra para que la desempeñara Pitágoras u otro gran aritmético, pues conlos doblones y ochentines, las pesetas catalanas, los duros españoles,los de veintiuno y cuartillo, las onzas, las pesetas columnarias y lasmonedas macuquinas, se armaba un belén espantoso.

Aún no se conocían el sello de correo, ni los sobres ni otras conquistasdel citado progreso.

Pero ya los dependientes habían empezado asacudirse las cadenas; ya no eran aquellos parias del tiempo de D.Baldomero I, a quienes no se permitía salir sino los domingos y encomunidad, y cuyo vestido se confeccionaba por un patrón único, para queresultasen uniformados como colegiales o presidiarios. Se les dejabaconcurrir a los bailes de Villahermosa o de candil, según las aficionesde cada uno. Pero en lo que no hubo variación fue en aquel piadosoatavismo de hacerles rezar el rosario todas las noches. Esto no pasó ala historia hasta la época reciente del traspaso a los Chicos.Mientras fue D. Baldomero jefe de la casa, esta no se desvió en loesencial de los ejes diamantinos sobre que la tenía montada el padre, aquien se podría llamar D.

Baldomero el Grande. Para que el progresopusiera su mano en la obra de aquel hombre extraordinario, cuyo retrato,debido al pincel de D. Vicente López, hemos contemplado con satisfacciónen la sala de sus ilustres descendientes, fue preciso que todo Madrid setransformase; que la desamortización edificara una ciudad nueva sobrelos escombros de los conventos; que el Marqués de Pontejos adecentaseeste lugarón; que las reformas arancelarias del 49 y del 68, pusieranpatas arriba todo el comercio madrileño; que el grande ingenio deSalamanca idease los primeros ferrocarriles; que Madrid se colocase,por arte del vapor, a cuarenta horas de París, y por fin, que hubieramuchas guerras y revoluciones y grandes trastornos en la riquezaindividual.

También la casa de Gumersindo Arnaiz, hermano de Barbarita, ha pasadopor grandes crisis y mudanzas desde que murió D. Bonifacio. Dos añosdespués del casamiento de su hermana con Santa Cruz, casó Gumersindo conIsabel Cordero, hija de D. Benigno Cordero, mujer de gran disposición,que supo ver claro en el negocio de tiendas y ha sido la salvadora deaquel acreditado establecimiento. Comprometido éste del 40 al 45, porlos últimos errores del difunto Arnaiz, se defendió con los mahones,aquellas telas ligeras y frescas que tanto se usaron hasta el 54.

Elgénero de China decaía visiblemente. Las galeras aceleradas ibantrayendo a Madrid cada día con más presteza las novedades parisienses, yse apuntaba la invasión lenta y tiránica de los medios colores, quepretenden ser signo de cultura. La sociedad española empezaba a presumirde seria; es decir, a vestirse lúgubremente, y el alegre imperio delos colorines se derrumbaba de un modo indudable. Como se habían ido lascapas rojas, se fueron los pañuelos de Manila. La aristocracia los cedíacon desdén a la clase media, y esta, que también quería ser aristócrata,entregábalos al pueblo, último y fiel adepto de los matices vivos. Aquelencanto de los ojos, aquel prodigio de color, remedo de la naturalezasonriente, encendida por el sol de Mediodía, empezó a perder terreno,aunque el pueblo, con instinto de colorista y poeta, defendía la prendaespañola como defendió el parque de Monteleón y los reductos deZaragoza. Poco a poco iba cayendo el chal de los hombros de las mujereshermosas, porque la sociedad se empeñaba en parecer grave, y para sergrave nada mejor que envolverse en tintas de tristeza.

Estamos bajo lainfluencia del Norte de Europa, y ese maldito Norte nos impone losgrises que toma de su ahumado cielo. El sombrero de copa da mucharespetabilidad a la fisonomía, y raro es el hombre que no se creeimportante sólo con llevar sobre la cabeza un cañón de chimenea.

Lasseñoras no se tienen por tales si no van vestidas de color de hollín,ceniza, rapé, verde botella o pasa de corinto. Los tonos vivos lasencanallan, porque el pueblo ama el rojo bermellón, el amarillo tila, elcadmio y el verde forraje; y está tan arraigado en la plebe elsentimiento del color, que la seriedad no ha podido establecer suimperio sino transigiendo. El pueblo ha aceptado el oscuro de las capas,imponiendo el rojo de las vueltas; ha consentido las capotas,conservando las mantillas y los pañuelos chillones para la cabeza; hatransigido con los gabanes y aun con el polisón, a cambio de lastoquillas de gama clara, en que domina el celeste, el rosa y el amarillode Nápoles. El crespón es el que ha ido decayendo desde 1840, no sólopor la citada evolución de la seriedad europea, que nos ha cogido demedio a medio, sino por causas económicas a las que no podíamossustraernos.

Las comunicaciones rápidas nos trajeron mensajeros de la potenteindustria belga, francesa e inglesa, que necesitaban mercados. Todavíano era moda ir a buscarlos al África, y los venían a buscar aquí,cambiando cuentas de vidrio por pepitas de oro; es decir, lanillas,cretonas y merinos, por dinero contante o por obras de arte. Otrosmensajeros saqueaban nuestras iglesias y nuestros palacios, llevándoselos brocados históricos de casullas y frontales, el tisú y losterciopelos con bordados y aplicaciones, y otras muestras riquísimas dela industria española. Al propio tiempo arramblaban por los espléndidospañuelos de Manila, que habían ido descendiendo hasta las gitanas.También se dejó sentir aquí, como en todas partes, el efecto de otrofenómeno comercial, hijo del progreso. Refiérome a los grandesacaparamientos del comercio inglés, debidos al desarrollo de su inmensamarina. Esta influencia se manifestó bien pronto en aquellos humildesrincones de la calle de Postas por la depreciación súbita del género dela China. Nada más sencillo que esta depreciación. Al fundar losingleses el gran depósito comercial de Singapore, monopolizaron eltráfico del Asia y arruinaron el comercio que hacíamos por la vía deCádiz y cabo de Buena Esperanza con aquellas apartadas regiones. Ayún ySenquá dejaron de ser nuestros mejores amigos, y se hicieron amigos delos ingleses. El sucesor de estos artistas, el fecundo e inspiradoKing-Cheong se cartea en inglés con nuestros comerciantes y da susprecios en libras esterlinas. Desde que Singapore apareció en lageografía práctica, el género de Cantón y Shangai dejó de venir enaquellas pesadas fragatonas de los armadores de Cádiz, los Fernández deCastro, los Cuesta, los Rubio; y la dilatada travesía del Cabo pasó a lahistoria como apéndice de los fabulosos trabajos de Vasco de Gama y deAlburquerque. La vía nueva trazáronla los vapores ingleses combinadoscon el ferrocarril de Suez.

Ya en 1840 las casas que traían directamente el género de Cantón nopodían competir con las que lo encargaban a Liverpool. Cualquiermercachifle de la calle de Postas se proveía de este artículo sin ir atomarlo en los dos o tres depósitos que en Madrid había. Después lascorrientes han cambiado otra vez, y al cabo de muchos años ha vuelto atraer España directamente las obras de King-Cheong; mas para esto hasido preciso que viniera la gran vigorización del comercio después del68 y la robustez de los capitales de nuestros días.

El establecimiento de Gumersindo Arnaiz se vio amenazado de ruina,porque las tres o cuatro casas cuya especialidad era como una herencia otraspaso de la Compañía de Filipinas, no podían seguir monopolizando lapañolería y demás artes chinescas. Madrid se inundaba de género a preciomás bajo que el de las facturas de D. Bonifacio Arnaiz, y era precisorealizar de cualquier modo. Para compensar las pérdidas de la quemazón, urgía plantear otro negocio, buscar nuevos caminos, y aquífue donde lució sus altas dotes Isabel Cordero, esposa de Gumersindo,que tenía más pesquis que este. Sin saber pelotada de Geografía,comprendía que había un Singapore y un istmo de Suez.

Adivinaba el fenómeno comercial, sin acertar a darle nombre, y en vez deechar maldiciones contra los ingleses, como hacía su marido, se dio adiscurrir el mejor remedio. ¿Qué corrientes seguirían? La más marcadaera la de las novedades, la de la influencia de la fabricaciónfrancesa y belga, en virtud de aquella ley de los grises del Norte,invadiendo, conquistando y anulando nuestro ser colorista y romancesco.El vestir se anticipaba al pensar y cuando aún los versos no habían sidodesterrados por la prosa, ya la lana había hecho trizas a la seda.

«Pues apechuguemos con las novedades» dijo Isabel a su marido,observando aquel furor de modas que le entraba a esta sociedad y el afánque todos los madrileños sentían de ser elegantes con seriedad. Era,por añadidura, la época en que la clase media entraba de lleno en elejercicio de sus funciones, apandando todos los empleos creados por elnuevo sistema político y administrativo, comprando a plazos todas lasfincas que habían sido de la Iglesia, constituyéndose en propietaria delsuelo y en usufructuaria del presupuesto, absorbiendo en fin losdespojos del absolutismo y del clero, y fundando el imperio de lalevita. Claro es que la levita es el símbolo; pero lo más interesante detal imperio está en el vestir de las señoras, origen de energíaspoderosas, que de la vida privada salen a la pública y determinan hechosgrandes. ¡Los trapos, ay! ¿Quién no ve en ellos una de las principalesenergías de la época presente, tal vez una causa generadora demovimiento y vida? Pensad un poco en lo que representan, en lo quevalen, en la riqueza y el ingenio que consagra a producirlos la ciudadmás industriosa del mundo, y sin querer, vuestra mente os presentaráentre los pliegues de las telas de moda todo nuestro organismomesocrático, ingente pirámide en cuya cima hay un sombrero de copa; todala máquina política y administrativa, la deuda pública y losferrocarriles, el presupuesto y las rentas, el Estado tutelar y elparlamentarismo socialista.

Pero Gumersindo e Isabel habían llegado un poco tarde, porque las novedades estaban en manos de mercaderes listos, que sabían ya elcamino de París. Arnaiz fue también allá; mas no era hombre de gusto ytrajo unos adefesios que no tuvieron aceptación. La Cordero, sinembargo, no se desanimaba. Su marido empezaba a atontarse; ella a verclaro. Vio que las costumbres de Madrid se transformaban rápidamente,que esta orgullosa Corte iba a pasar en poco tiempo de la condición dealdeota indecente a la de capital civilizada. Porque Madrid no tenía demetrópoli más que el nombre y la vanidad ridícula. Era un payo concasaca de gentil-hombre y la camisa desgarrada y sucia. Por fin elpaleto se disponía a ser señor de verdad. Isabel Cordero, que seanticipaba a su época, presintió la traída de aguas del Lozoya, enaquellos veranos ardorosos en que el Ayuntamiento refrescaba yalimentaba las fuentes del Berro y de la Teja con cubas de agua sacadade los pozos; en aquellos tiempos en que los portales eran sentinas y enque los vecinos iban de un cuarto a otro con el pucherito en la mano,pidiendo por favor un poco de agua para afeitarse.

La perspicaz mujer vio el porvenir, oyó hablar del gran proyecto deBravo Murillo, como de una cosa que ella había sentido en su alma. Porfin Madrid, dentro de algunos años, iba a tener raudales de aguadistribuidos en las calles y plazas, y adquiriría la costumbre delavarse, por lo menos, la cara y las manos. Lavadas estas partes, selavaría después otras. Este Madrid, que entonces era futuro, se lerepresentó con visiones de camisas limpias en todas las clases, demujeres ya acostumbradas a mudarse todos los días, y de señores que eranla misma pulcritud.

De aquí nació la idea de dedicar la casa al géneroblanco, y arraigada fuertemente la idea, poco a poco se fue haciendorealidad. Ayudado por D. Baldomero y Arnaiz, Gumersindo empezó a traerbatistas finísimas de Inglaterra, holandas y escocias, irlandas ymadapolanes, nansouk y cretonas de Alsacia, y la casa se fuelevantando no sin trabajo de su postración hasta llegar a adquirir unaprosperidad relativa. Complemento de este negocio en blanco, fueron ladamasquería gruesa, los cutíes para colchones y la mantelería deCourtray que vino a ser especialidad de la casa, como lo decía unrótulo añadido al letrero antiguo de la tienda. Las puntillas yencajería mecánica vinieron más tarde, siendo tan grandes los pedidos deArnaiz, que una fábrica de Suiza trabajaba sólo para él. Y por fin, lascrinolinas dieron al establecimiento buenas ganancias. Isabel Cordero,que había presentido el Canal del Lozoya, presintió también elmiriñaque; que los franceses llamaban Malakoff, invención absurda queparecía salida de un cerebro enfermo de tanto pensar en la dirección delos globos.

De la pañolería y artículos asiáticos, sólo quedaban en la casa por losaños del 50 al 60

tradiciones religiosamente conservadas. Aún habíaalguna torrecilla de marfil, y buena porción de mantones ricos de altoprecio en cajas primorosas. Era quizás Gumersindo la persona que enMadrid tenía más arte para doblarlos, porque ha de saberse que doblar uncrespón era tarea tan difícil como hinchar un perro. No sabían hacerlosino los que de antiguo tenían la costumbre de manejar aquel artículo,por lo cual muchas damas, que en algún baile de máscaras se ponían elchal, lo mandaban al día siguiente, con la caja, a la tienda deGumersindo Arnaiz, para que este lo doblase según arte tradicional, esdecir, dejando oculta la rejilla de a tercia y el fleco de a cuarta, yvisible en el cuartel superior el dibujo central. También se conservabanen la tienda los dos maniquís vestidos de mandarines. Se pensó enretirarlos, porque ya estaban los pobres un poco tronados; peroBarbarita se opuso, porque dejar de verlos allí haciendo juego con lafisonomía lela y honrada del Sr. de Ayún, era como si enterrasen aalguno de la familia; y aseguró que si su hermano se obstinaba enquitarlos, ella se los llevaría a su casa para ponerlos en el comedor,haciendo juego con los aparadores.

-VI-

Aquella gran mujer, Isabel Cordero de Arnaiz, dotada de todas lasagudezas del traficante y de todas las triquiñuelas económicas del amade gobierno, fue agraciada además por el Cielo con una fecundidadprodigiosa. En 1845, cuando nació Juanito, ya había tenido ella cinco, ysiguió pariendo con la puntualidad de los vegetales que dan fruto cadaaño. Sobre aquellos cinco hay que apuntar doce más en la cuenta; total,diez y siete partos, que recordaba asociándolos a fechas célebres delreinado de Isabel II. «Mi primer hijo—decía—nació cuando vino la tropacarlista hasta las tapias de Madrid. Mi Jacinta nació cuando se casó laReina, con pocos días de diferencia. Mi Isabelita vino al mundo el díamismo en que el cura Merino le pegó la puñalada a Su Majestad, y tuve aRupertito el día de San Juan del 58, el mismo día que se inauguró latraída de aguas».

Al ver la estrecha casa, se daba uno a pensar que la ley deimpenetrabilidad de los cuerpos fue el pretexto que tomó la muerte paramermar aquel bíblico rebaño. Si los diez y siete chiquillos hubieranvivido, habría sido preciso ponerlos en los balcones como los tiestos, ocolgados en jaulas de machos de perdiz. El garrotillo y la escarlatinafueron entresacando aquella mies apretada, y en 1870 no quedaban ya másque nueve. Los dos primeros volaron a poco de nacidos.

De tiempo entiempo se moría uno, ya crecidito, y se aclaraban las filas. En no séqué año, se murieron tres con intervalo de cuatro meses. Los querebasaron de los diez años, se iban criando regularmente.

He dicho que eran nueve. Falta consignar que de estas nueve cifras,siete correspondían al sexo femenino. ¡Vaya una plaga que le había caídoal bueno de Gumersindo! ¿Qué hacer con siete chiquillas? Para guardarlascuando fueran mujeres, se necesitaba un cuerpo de ejército. ¿Y

cómocasarlas bien a todas? ¿De dónde iban a salir siete maridos buenos?Gumersindo, siempre que de esto se le hablaba, echábalo a broma,confiando en la buena mano que tenía su mujer para todo.«Verán—decía—, cómo saca ella de debajo de las piedras siete yernos deprimera». Pero la fecunda esposa no las tenía todas consigo. Siempre quepensaba en el porvenir de sus hijas se ponía triste; y sentía comoremordimientos de haber dado a su marido una familia que era un problemaeconómico. Cuando hablaba de esto con su cuñada Barbarita, lamentábasede parir hembras como de una responsabilidad. Durante su campañaprolífica, desde el 38 al 60, acontecía que a los cuatro o cinco mesesde haber dado a luz, ya estaba otra vez en cinta. Barbarita no setomaba el trabajo de preguntárselo, y lo daba por hecho. «Ahora—ledecía—, vas a tener un muchacho». Y la otra, enojada, echando pestescontra su fecundidad, respondía: «Varón o hembra, estos regalos debieranser para ti. A ti debiera Dios darte un canario de alcoba todos losaños».

Las ganancias del establecimiento no eran escasas; pero los espososArnaiz no podían llamarse ricos, porque con tanto parto y tanta muertede hijos y aquel familión de hembras la casa no acababa de florecer comodebiera. Aunque Isabel hacía milagros de arreglo y economía, elconsiderable gasto cotidiano quitaba al establecimiento mucha savia.Pero nunca dejó de cumplir Gumersindo sus compromisos comerciales, y sisu capital no era grande, tampoco tenía deudas. El quid estaba encolocar bien las siete chicas, pues mientras esta tremenda campañamatrimoñesca no fuera coronada por un éxito brillante, en la casa nopodía haber grandes ahorros.

Isabel Cordero era, veinte años ha, una mujer desmejorada, pálida,deforme de talle, como esas personas que parece se están desbaratando yque no tienen las partes del cuerpo en su verdadero sitio. Apenas seconocía que había sido bonita. Los que la trataban no podíanimaginársela en estado distinto del que se llama interesante, porque elbarrigón parecía en ella cosa normal, como el color de la tez o laforma de la nariz. En tal situación y en los breves periodos que teníalibres, su actividad era siempre la misma, pues hasta el día de caer enla cama estaba sobre un pie, atendiendo incansable al complicadogobierno de aquella casa. Lo mismo funcionaba en la cocina que en elescritorio, y acabadita de poner la enorme sartén de migas para la cenao el calderón de patatas, pasaba a la tienda a que su marido la enterasede las facturas que acababa de recibir o de los avisos de letras.Cuidaba principalmente de que sus niñas no estuviesen ociosas. Las máspequeñas y los varoncitos iban a la escuela; las mayores trabajaban enel gabinete de la casa, ayudando a su madre en el repaso de la ropa, oen acomodar al cuerpo de los varones las prendas desechadas del padre.Alguna de ellas se daba maña para planchar; solían también lavar en elgran artesón de la cocina, y zurcir y echar un remiendo. Pero en lo quemayormente sobresalían todas era en el arte de arreglar sus propiosperendengues. Los domingos, cuando su mamá las sacaba a paseo, en largaprocesión, iban tan bien apañaditas que daba gusto verlas. Al ir a misa,desfilaban entre la admiración de los fieles; porque conviene apuntarque eran muy monas. Desde las dos mayores que eran ya mujeres, hasta laúltima, que era una miniaturita, formaban un rebaño interesantísimo quellamaba la atención por el número y la escala gradual de las tallas.Los conocidos que las veían entrar, decían: «ya está ahí doña Isabel conel muestrario». La madre, peinada con la mayor sencillez, sin ningúnadorno, flácida, pecosa y desprovista ya de todo atractivo personal queno fuera la respetabilidad, pastoreaba aquel rebaño, llevándolo pordelante como los paveros en Navidad.

¡Y que no pasaba flojos apuros la pobre para salir airosa en aquel papelinmenso! A Barbarita le hacía ordinariamente sus confidencias. «Mira,hija, algunos meses me veo tan agonizada, que no sé qué hacer. Dios meprotege, que si no... Tú no sabes lo que es vestir siete hijas. Losvarones, con los desechos de la ropa de su padre que yo les arreglo, vantirando. ¡Pero las niñas!... ¡Y con estas modas de ahora y estesuponer!... ¿Viste la pieza de merino azul?, pues no fue bastante y tuveque traer diez varas más. ¡Nada te quiero decir del ramo de zapatos!Gracias que dentro de casa la que se me ponga otro calzado que no sealas alpargatitas de cáñamo, ya me tiene hecha una leona. Para llenarlesla barriga, me defiendo con las patatas y las migas. Este año hesuprimido los estofados. Sé que los dependientes refunfuñan; pero no meimporta. Que vayan a otra parte donde los traten mejor. ¿Creerás que unquintal de carbón se me va como un soplo? Me traigo a casa dos arrobasde aceite, y a los pocos días... pif... parece que se lo han chupado laslechuzas. Encargo a Estupiñá dos o tres quintales de patatas, hija, ycomo si no trajera nada».

En la casa había dos mesas. En la primeracomían el principal y su señora, las niñas, el dependiente más antiguo yalgún pariente, como Primitivo Cordero cuando venía a Madrid de su fincade Toledo, donde residía. A la segunda se sentaban los dependientesmenudos y los dos hijos, uno de los cuales hacía su aprendizaje en latienda de blondas de Segundo Cordero. Era un total de diez y siete odiez y ocho bocas. El gobierno de tal casa, que habría rendido acualquiera mujer, no fatigaba visiblemente a Isabel. A medida que lasniñas iban creciendo, disminuía para la madre parte del trabajomaterial; pero este descanso se compensaba con el exceso de vigilanciapara guardar el rebaño, cada vez más perseguido de lobos y expuesto ainfinitas asechanzas. Las chicas no eran malas, pero eran jovenzuelas, yni Cristo Padre podía evitar los atisbos por el único balcón de la casao por la ventanucha que daba al callejón de San Cristóbal.

Empezaban aentrar en la casa cartitas, y a desarrollarse esas intrigüelas inocentesque son juegos de amor, ya que no el amor mismo. Doña Isabel estabasiempre con cada ojo como un farol, y no las perdía de vista un momento.A esta fatiga ruda del espionaje materno uníase el trabajo de exhibir yairear el muestrario, por ver si caía algún parroquiano o por otronombre, marido. Era forzoso hacer el artículo, y aquella gran mujer,negociante en hijas, no tenía más remedio que vestirse y concurrir consu género a tal o cual tertulia de amigas, porque si no lo hacía,ponían las nenas unos morros que no se las podía aguantar. Era tambiénde rúbrica el paseíto los domingos, en corporación, las niñas muy bienarregladitas con cuatro pingos que parecían lo que no eran, la mamá muyestirada de guantes, que le imposibilitaban el uso de los dedos, conmanguito que le daba un calor excesivo a las manos, y su buenacachemira. Sin ser vieja lo parecía.

Dios, al fin, apreciando los méritos de aquella heroína, que ni un puntose apartaba de su puesto en el combate social, echó una mirada debenevolencia sobre el muestrario y después lo bendijo. La primera chicaque se casó fue la segunda, llamada Candelaria, y en honor de la verdad,no fue muy lucido aquel matrimonio