Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—¡Ah!, corriente... Si prefieres las armas de fuego... Pero en estecaso hay que ejercitarse.

Preciso es que mueras primero tú, despuésyo... ¿Y si me falla el tiro y me quedo vivo y viene gente y mesujetan...?

—No, hijo no; cada cual coge una pistola, y apunta uno para el otrocomo en los desafíos... Se da la señal, ¡pum!, y ya verás cómo quedanlas dos bestias.

Maximiliano meditaba. «No me parece muy practicable tu solución».

—Sí, chico, sí, te digo que sí. Hazme el favor de coger todos esospolvos y tirarlos por la ventana al patio. No, mejor será que losenvuelvas en un paquete y me los des; yo los guardaré.

Te prometoguardarlos. Pero qué, ¿desconfías de mí?... Gracias, hombre.

De veras que desconfiaba, porque cuando ella extendió sus manos paracoger las papeletas, acudió él a defenderlas como se defiende unapropiedad sagrada. «Tate, tate; déjame esto aquí.

Yo lo guardaré...».

—Bueno, mételo en el cajón de la mesa de noche, y también elcuchillito. Yo te prometo no tocarlo.

—¿Me lo juras?—Te lo juro... No parece sino que yo te he engañadoalguna vez. ¡Qué cosas tienes!... Pero te has de acostar...

—Si no tengo sueño, a Dios gracias. Cuando duermo algo, sueño que soyhombre, es decir, que la bestia me amarra, me azota y hace de mí lo quele da la gana... ¡Infame carcelero!

Impaciente, Fortunata se lanzó a las determinaciones que exigen loscasos graves. Echose de la cama tal como estaba, y casi a la fuerza,mezclando los cariños con la autoridad, como se hace con los niños, lehizo acostar. Quitole la ropa, le cogió en brazos, y después de meterleen la cama, se abrazó a él sujetándole y arrullándole hasta que seadormeciera. Decíale mil disparates referentes a aquello de laliberación, de la hermosura de la muerte y de lo buena que es la matanzade la bestia carcelera. «A cada bestia le llega su San Martín» repetía,con otras frases que habrían sido humorísticas, si las circunstancias nolas hicieran lúgubres.

Ella durmió muy poco. Al amanecer, viéndole en profundo letargo,levantose cautelosamente y echó mano al puñal y las papeletas. Escondidoel primero, vació todo el contenido de las segundas en un periódico,metiéndolo todo revuelto en un cucurucho para llevárselo a Ballester.Con ayuda de doña Lupe, que se horripilaba oyendo contar el paso de lanoche anterior, pusieron en cada papelillo cantidad proporcionada de salo azúcar molida, y bien dobladitos como estaban, volvieron a meterlos enla mesa de noche. Lo primero que él hizo al despertar fue ver si lehabían quitado su tesoro, y como extrañase no hallar el puñal, díjole sumujer: «El puñal lo he guardado yo... Es monísimo. Descuida, que no loperderé. ¿Tienes o no confianza en mí?

Tocante a esos polvos, encárgatetú de guardarlos, y si el caso llega, chico, no seré yo quien les hagaascos, porque, bien mirado, para lo que sirve esta vida... Lucidasestamos; ¡siempre penando, siempre penando! Espera que te espera, y cadadía un desengaño... Te aseguro que el vivir es una broma pesada».

—Dame un abrazo—le dijo Maxi arrojándose a ella medio vestido—. Asíte quiero. Tú has padecido, tú has pecado... luego eres mía.

Y como en aquel momento entrara su tía trayéndole el chocolate, se fuehacia ella, en pernetas, con intento de abrazarla, diciéndole:

—También usted ha padecido, también usted ha pecado, querida tía.

—¡Pecar yo!...—Y es usted de mi tanda.—Todo lo que quieras, con talque te tomes ahora este chocolatito.

—Lo tomaré, lo tomaré, aunque no tengo apetito. Venga... Por aquello decumplir.

—Dices bien; una cosa es enamorarse de la muerte, y otra cumplirnuestras obligaciones mientras no llega el momento—dijo doña Lupe connaturalidad—. De mí te sé decir que estoy harta de la vida, pero harta,y si no he tomado ya una determinación es porque como tiene una tantoque hacer, no le queda tiempo ni para pensar en lo que le conviene. Peroya lo arreglaremos, hijo, y a mí me tienes dispuesta a darle la morradaa la bestia cuando menos ella se lo piense. Ya no la puedo sufrir.

Tía y esposa, disimulando su tristeza, le contemplaban mientras tomó elchocolate, admiradas de que lo tomase con ganas. Las ganas teníalas labestia, él no.

-XI-

A eso de las diez salió Fortunata para llevar a Ballester elpaquete de sustancias venenosas.

«Ahí tiene usted la que nos preparabasu amigo—le dijo con desabrimiento—. ¡Vaya un cuidado que tiene usted!Vea lo que llevó a casa...».

Ballester examinaba las terribles drogas... Después se puso muy serio:«Ese tonto de Padillita tiene la culpa. No sé cómo le permitió andar enesto. Descuide usted, que le echaré hoy una buena peluca. Lo mejor seráque no trabaje más aquí; cualquier día nos mete en un conflicto...

Perosiéntese usted...».

Al ofrecerle una silla, Ballester parecía poner especial cuidado en dara conocer sus botas nuevas, resplandecientes; en que Fortunata admirasesu levita y su cabellera rizada a fuego, la cual despedía fuerte olor aheliotropo. En todo reparó ella, demostrándolo con una sonrisapicaresca.

«Se ríe usted de lo reguapo que me he puesto hoy, ¿verdad? Acostumbradaa verme hecho un cavador... Pues le diré: hoy se casa mi hermana con esea quien llaman el distinguido pensador, Federico Ruiz. Voy a la boda,y esta noche le traeré a usted los dulces».

Fortunata volvió a su tema: «Es preciso tomar una determinación. Lasmedicinas que usted le da, no le hacen ningún efecto. Hoy hemos habladomi tía y yo. Antes de llevarle a un manicomio, es preciso probar algúnotro medicamento. ¿No se decide usted a darle eso que decía?... no meacuerdo cómo se llama... eso que suena así como un estornudo...».

—¡Ah!, el hatchiss... lo prepararemos. Usted manda en esta casa... esusted el ama, y me manda a mí, y si me pide una cataplasma hecha conpicadillo de mi corazón, al momento se la hago.

—¿Ya está usted con sus guasas?

—Y ahora me toca a mí pedirle un favor...

—Usted dirá.—Esta noche traigo los dulces de la boda. Mando al segundouna parte, otra la dejo aquí para los amigos que vengan. ¿Irá ustedarriba a casa de doña Casta, o vendrá aquí?

—Iremos arriba... Si paseamos, puede que entremos aquí. Según esté ese.

—Bueno; esta noche ha de venir mi amigo el crítico. Padilla le invitaráa entrar y le ofrecerá dulces. Quiero que se coma uno que tengo yo aquípreparado para él... No sabe usted cuánto le odio.

Fortunata, que tenía la cabeza caldeada con ideas de envenenamiento, seasustó.

«¿Pero qué demonios le va usted a dar a ese infeliz? Si es un buenchico».

—Nada, no se asuste usted... No es más que un derivativo... La fiestaconsiste en que luego le invite doña Casta a subir, y que suba...

—No sea usted bruto. ¡Si es un chico muy bueno! Me han dicho quemantiene a su madre...

—¡Que mantiene a su madre! Pues estará lucida. ¿Y con qué la mantiene?¿Con los artículos?

—Le dan dos duros por cada uno. Ya ve usted. Y hace cuatro todas lassemanas.

—Buen pelo, buen pelo... Pero en fin, aunque mantenga a su madre y a suabuela y a toda su familia, y sea un excelente chico, yo le quiero daresta broma inocente. ¿Me hará usted el favor que le pido?

—¿Cuál?—No le pido a usted que me dé un beso, porque si le pidiera esepedazo de la gloria, usted no me lo daría, y si me lo diera, al instanteme tendrían que poner en manos del amigo Ezquerdo... Pues misaspiraciones se concretan hoy, querida amiga, a que usted, si está aquícuando entre ese niño ilustrado, le ofrezca la yema que yo tengodispuesta. Dándosela usted no sospechará... Además, usted le dirá a doñaCasta o a Aurora que le inviten a subir para que oiga tocar la pieza...

—Quítese usted de ahí... Yo no me meto en esas intrigas. ¡Pobremuchacho! Me pongo de su parte. ¡Qué malo es usted!

—Más mala es usted... En pago de su infamia le voy a dar una buenanoticia.

—¿A mí noticias?...—Y tan buena que le ha de saber a usted mejor quelos dulces que le enviaré esta noche... ¡Ay!, me consuela una cosa,amiga mía; y es que si conmigo es usted ingrata, lo es también conotros. ¡Mal de muchos...!

—¿Qué está diciendo?

—Pues que bien le pasean a usted la calle... Y la niña sin parecer porninguna parte. El niño rompía el pescuezo mirando para los balcones, yusted atormentándole con su ausencia. ¡Pobre señor!... toda la tardecalle arriba calle abajo...

Fortunata palideció, y con la mayor seriedad del mundo se dejó decir:

«¿Quién... y cuándo?...».

—No se haga usted la tonta... Pues ayer tarde, cuando se retiró, ¡ibacon una cara de mal humor...! Plantón como aquel no se ha llevado nunca.Yo le miraba y me decía: «bien merecido te está... Aguántate, cachete...Todos somos iguales». ¿Quiere usted que le dé un consejo? Pues trátele ala baqueta. Que suspire, que pasee, que le tome la medida a la calle.Toda la hiel no ha de ser para mí... ¿Quiere que le dé otro consejo?Pues a usted le conviene un corazón como este que yo tengo aquíguardadito, virgen, créalo usted, virgen. Acéptelo, y déjese de querer aingratos...

Fortunata se había puesto tan desasosegada, que no oía las amorosasconfianzas del farmacéutico. «Abur, abur—dijo levantándose—. Tengo quevolverme a mi casa».

—Vamos a ver... Y si vuelve esta tarde, ¿qué le digo?

—Quítese usted allá...—indicó ella corriendo hacia la puerta, y elotro detrás.

—¿Qué le digo?... Porque aunque no le he hablado nunca, le hablaré, siusted me lo manda.

¿Dígole que no parezca más por aquí?... ¡Ay, quémujer! Allá va como una exhalación. Está tocada, tan tocada como sumarido... Todo por no enamorarse de un hombre digno, como por ejemplo...un servidor. ¡Ah! Segismundo, paciencia. Imita a los pescadores de caña;espera, espera, que al fin ella picará.

Doña Lupe, cuando entró su sobrina bastante sofocada por haber subidomuy aprisa la escalera, admirose de verla tan alegre. «Sabe Dios—dijopara sí—; sabe Dios por qué estarán los tiempos tan divertidos...Probablemente esta salidita, con pretexto de llevarle a Ballester lospolvos, sería para verle... Él le diría que pasaba a tal hora... ¡Y quécolorada viene! Sin duda ha habido hocicadas en el portal».

Maxi continuaba tranquilo. Más bien parecía un convaleciente que unenfermo. Estaba muy débil y no apetecía más que sentarse junto a loscristales del balcón del gabinete, contemplando con incierta mirada alos transeúntes. Esto no le hacía maldita gracia a Fortunata, porque...«si al otro le da la gana de pasar también esta tarde y Maxi le ve, seva a excitar mucho». Por tal motivo estuvo muy inquieta, y a cadainstante se asomaba y volvía para adentro, tratando de que su marido sepusiese en otra parte. Pero al otro no le dio la gana de pasar aquellatarde. Lo que hizo fue mandar un recadito a su amiga, sacándola delpurgatorio de incertidumbre y tristeza en que estaba. Servía deCelestina para estas comunicaciones la tía de Fortunata, SegundaIzquierdo, que en Mayo último se le había presentado, miserable yllorosa, a que le diera una limosna.

Desde entonces iba todas lassemanas, y su sobrina la socorría, unas veces con dinero, otras concomida sobrante o alguna prenda de vestir.

Santa Cruz la amparaba también, y ella se servía de su mendicidad paraintroducir en la morada de Rubín los mensajes de amor; y tan ladinamentelo hacía, que la sagaz doña Lupe no sospechaba nada. Pues aquella tarde,después de mucho tiempo de entrar allí con las manos vacías, puso enlas de Fortunata una esquelita. Al fin, ¡oh, dicha increíble!... Cuandopudo, leyó la feliz mujer el papelito, en el cual se le citaba a talhora y a tal sitio para el día siguiente.

Por la noche fueron todos a casa de doña Casta, quien tomó por su cuentaa Maxi, prodigándole mil cuidados, ofreciéndole golosinas, y tratando derefrescarle el cerebro con una plácida disertación sobre las aguas deMadrid, y sobre las propiedades por que se distinguen las de laAcubilla, Abroñigal, y fuente de la Reina, de las de Lozoya.

La viuda de Fenelón llegó a la hora de costumbre, y a poco subió el mozode la botica con la bandeja de dulces que mandaba Ballester. No tardaronen presentarse el señor y la señora del tercero de la derecha. Él, poruna de esas ironías tan comunes en la vida, era el hombre más grave,seco y desapacible del mundo, comadrón de oficio, y se llamaba D.Francisco de Quevedo (hermano del cura castrense, Quevedo, a quienconocimos en la tertulia del café, junto con el Pater y Pedernero). Sumujer competía en elegancia con una boya de las que están ancladas enel mar para amarrar de ellas los barcos. Su paso era difícil, lento ypesado, y cuando se sentaba, no había medio de que se levantara sinayuda. Su cara redonda semejaba farol de alcaldía o Casa de Socorro,porque era roja y parecía tener una luz por dentro; de tal modobrillaba. Pues a esta monstruosidad la llamaba Ballester doñaDesdémona, por ser o haber sido Quevedo muy celoso, y con este mote ladesignaré, aunque su verdadero nombre era doña Petra. No tenía niñoseste matrimonio, y mientras D. Francisco se pasaba la vida sacando a luzlos hijos del hombre, su esposa sacaba y criaba pájaros, para lo cualtenía muy buena mano. Estaba la casa llena de jaulas, y en ellas sereproducían diversas familias y especies de aves cantoras. Y para colmode contrastes, era la señora del comadrón una mujer chistosísima, quecontaba las cosas con mucha sal. En cambio, D. Francisco de Quevedo notenía más chiste que el que podría tener un caimán.

-XII-

Aurora y Fortunata, después de cumplir un rato con la visita,riéndole las gracias a doña Desdémona, se fueron al balcón. La viudatenía que contar a su amiga cosa de mucha importancia, y al instanteempezó el secreto. «Ya no me queda duda. Ciertos son los toros.

¿Sabesque el primo Moreno no sale de la tienda? Allí se va por las mañanas, yno quita los ojos del portal de Santa Cruz, acechando si entran o salen.El muy tonto, ¡qué mal lo disimula! Parece mentira que se chifle así unhombre de su edad... porque anda ya cerca de los cincuenta; un hombreenfermo... porque los médicos dirán lo que quieran, pero el mejor díahace el crac... ¿Y

qué más prueba de su embrutecimiento que estaraquí?... ¿Por qué no se va al extranjero como otros años? Buen pajarracoestá. Ya ves; un hombre, por ejemplo, que podría haber hecho lafelicidad de cualquier muchacha honrada, se ve ahora sin amor, sinfamilia propia, solo, triste...

¡Ah!, le conozco bien: es un disoluto,un inmoral, un corrompido. No le gustan más que las casadas. Me lo hadicho a mí misma... a mí me lo ha dicho».

—¿Pero tú...?—Espera, te contaré—dijo Aurora con cautela,asegurándose de que ningún curioso se destacaba de la tertulia paraacecharlas—. Pues este primo Moreno, aunque pariente lejano, y máslejano por ser rico y nosotras pobres, nos visitaba alguna vez... haráde esto trece o catorce años. Mamá le consideraba mucho, y cuando veníaa casa le recibía poco menos que en palio. Tuvo mamá en un tiempo lailusión ¡qué tontería!, de casarme con él. Yo tenía dieciocho años, éltreinta y pico. ¿Te vas enterando?

Fortunata atendía con toda su alma.

«¿Quieres que te hable con franqueza? Pues a mí no me disgustaba; peronunca me dijo nada...

Tenía buena figura y unos aires de caballero comolos tienen pocos... Mamá y papá hechos unos tontos con aquellaesperanza... ¡qué inocentes! Es muy lagarto ese hombre. ¡Casarseconmigo! Sí, para mí estaba. A lo mejor, meses y meses sin parecer poraquí. Yo me acordaba de él y de cuando venía a casa; como que al verleentrar nos quedábamos todos turulatos y nos parecía que entraba por esapuerta la Divina Majestad... Pues como te digo, dejó de venir. En aqueltiempo conocí a Fenelón; fue mi novio y me pidió. Mamá tenía todavíailusiones; papá se había curado de ellas. Nos casamos... ¿Pues creerásque al mes de casados, viene el primo a Madrid y empieza a hacerme lacorte por lo fino?».

Fortunata parecía que estaba oyendo leer el relato más novelesco, segúnel interés y asombro que mostraba.

«Pues verás. Fenelón era un bendito; de estos que juzgan a todo el mundopor sí mismos, y que no ven el mal aunque se lo cuelguen de la nariz. Nose enteraba de la persecución, y yo pasando la pena negra. ¡Ay hija, quépeligro tan grande! Siempre que salía, ¡pin!, me le encontraba. Yo nosé... parecía que me olía como los perros huelen la caza. Una tarde quellovía, me cogió y casi a la fuerza me metió en su coche. Estuve a dosdedos del abismo, casi a dedo y medio; pero no, no caí. ¡Dios mío, quéhombre!, es absurdo».

—¿Pero tú le querías?—preguntó la de Rubín, que con la idea del quererresolvía todos los problemas.

—Yo... te diré... me pasaba una cosa particular. Temblaba siempre quenos encontrábamos... le tenía miedo, y... de ti para mí, me gustaba.Pero, lo que yo digo, ¿por qué no se casó conmigo?

—Claro.—Yo le hubiera querido mucho, y no le habría faltado por nadade este mundo. Pero estos hombres, ¡qué malos son, pero qué malos! Puesverás. Me voy a Burdeos con mi marido, pasan meses y meses, llega elverano y nos vamos a pasar una corta temporada en Royan, un pueblo debaños de mar. Pues, hija, estaba yo una tarde en el muelle viendodesembarcar a los pasajeros que venían en el vaporcito de Burdeos,cuando me veo al primo Moreno. Me quedé...

¡ay!, no te quiero decirnada.

—¿Y tu marido estaba contigo?

—No; ese es el caso. Fenelón había ido a París a hacer compras. EnParís estaba Moreno, le vio... y chitito callando se fue a Royan,sabiendo que me cogía sola y descuidada. Descuido fue, que aquella vez,hija, no pude zafarme como cuando la del coche... ¡Ay!, estas cosas telas cuento a ti, porque sé que eres callada y no me has de hacertraición. ¡Si mamá lo supiera...! En fin, que el muy tunante se divirtiótodo lo que quiso, y después la del humo. Llegó el 70, y al pobrecitoFenelón le mataron esos infames prusianos. Fue un dolor... ¡ah! por servaliente, ¡por empeñarse en salir en una descubierta! Era un hombre tanpatriota, que por salvar a su querida Francia, habría dado él cien vidasque tuviera... Pero vamos al otro, a ese solterón estragado...

Cuandoenviudé, dije: «Pues ahora, si de veras le gusto...». ¡Quia! Me leencontré en Madrid al año siguiente, y como si tal cosa. ¿Creerás que medijo algo de amor? ¿Creerás que se acordaba de cumplir las promesas queme había hecho? Buen cumplimiento nos dé Dios. Hija, frialdad igual nohe visto. Te aseguro, que me dan ganas, por ejemplo, de clavarle unpuñal... Cierto que me ofreció lo que yo quisiera para establecerme...pero no quise tomar nada de aquellas manos.

¡Monstruo! Cuando le dio alprimo Pepe el dinero para la gran tienda, puso por condición que mehabía de colocar al frente de las labores... Pero no se lo agradezco,palabra de honor, no se lo agradezco...

—A tu primo no le gustan más que las casadas.

¡Valiente tuno!—dijo Fortunata moviendo la cabeza, como quien comprendetarde lo que debió de comprender antes.

—Estos solterones vagabundos y ricos son así... Están viciosos,estragados, mimosos; y como se han acostumbrado a hacer su gusto, piden mediodía a catorce horas. Ahí le tienes ya, aburrido, enfermo; no sabequé hacerse; quiere calor de familia y no le encuentra en ninguna parte.Bien merecido le está; me alegro. Que lo pague. Y para mayor desgracia,se engolosina ahora con Jacinta. Lo que a él le enciende el amor es laresistencia; y las que tienen fama de honradas, le entusiasman, y lasque sobre tener fama, lo son, le vuelven loco. Con Jacinta debe de habersostenido una guerra tremenda, sí, tremenda; pero al fin, ella se harendido, no te quepa duda. Yo fui Metz, que cayó demasiado pronto; yella es Belfort, que se defiende; pero al fin cae también... ¡Ah!, lasseñas son mortales. El primo va a la casa todos los días, y la acechacuando sale, para hacerse el encontradizo... Algunas tardes no parecepor la tienda. ¿Tendrán citas? He aquí mi idea. Te juro que lo he deaveriguar. Imposible que yo no lo averigüe. Aunque tuviera que perder micolocación, aunque me quedara sin camisa que ponerme... ¡Qué infamia! Ymiren la otra, la mosquita muerta, con su cara de Niño Jesús y su famade virtud. Sí; santidades a cuarto; véase la clase. Te aseguro que eldía en que esto estalle y haya la gran tragedia, será el día más felizde mi vida. ¿Pues qué cree ese? ¿Que se puede engañar, y engañar, yengañar siempre, y burlarse de los pobres maridos? Pues ya cayó otro; solamente que ahora no da con mi Fenelón, que era un santo y nosospechaba de nadie más que de los prusianos. Ahora da con un hombretemplado, tu amigo, que no se conformará con esta deshonra, ¿verdad? Teaseguro que le va a arder el pelo al tal primito con todo su mal decorazón y su extranjerismo.

Fortunata no chistó. Aquella revelación le había dejado tan atontada,cual si le descargasen un fuerte golpe en la cabeza.

Jacinta... ¡Jesús!.. el modelito, el ángel, la mona de Dios... ¿Quédiría Guillermina, la obispa, empeñada en convertir a la gente y enver la que peca y la que no peca?... ¿Qué diría?... ja, ja, ja...

¡Ya nohabía virtud! ¡Ya no había más ley que el amor!... ¡Ya podía ella alzarsu frente! Ya no le sacarían ningún ejemplo que la confundiera yabrumara. Ya Dios las había hecho a todas iguales... para poderlasperdonar a todas.

-II-

Insomnio

I-

A las doce de un hermoso día de Octubre, D. Manuel Moreno-Islaregresaba a su casa, de vuelta de un paseíto por Hide Park ... digo,por el Retiro. Responde la equivocación del narrador al quid pro quo del personaje, porque Moreno, en las perturbaciones superficiales quepor aquel entonces tenía su espíritu, solía confundir las impresionespositivas con los recuerdos. Aquel día, no obstante, el cansancio queexperimentaba, determinando en él un trabajo mental comparativo,permitíale apreciar bien la situación efectiva y el escenario en queestaba. «Muy mal debe andar la máquina, cuando a mitad de la calle deAlcalá ya estoy rendido. Y no he hecho más que dar la vuelta alestanque. ¡Demonio de neurosis o lo que sea! Yo, que después de darle lavuelta a la Serpentine me iba del tirón a Cromwell road... friolera;como diez veces el paseo de hoy... yo que llegaba a mi casa dispuesto aandar otro tanto, ahora me siento fatigado a la mitad de esta condenadacalle de Alcalá... ¡Tal vez consista en estos endiablados pisos, eneste repecho insoportable!... Esta es la capital de las setecientascolinas. ¡Ah!, ya están regando esos brutos, y tengo que pasarme a laotra acera para que no me atice una ducha este salvaje con su manga deriego. 'Eso es, bestias, encharcad bien para que haya fango ypaludismo...'. Pues por aquí, los barrenderos me echan encima una nubede polvo... 'Animales, respetad a la gente...'. Prefiero las duchas...En fin, que este salvajismo es lo que me tiene a mí enfermo. No se puedevivir aquí...

Pues digo; otro pobre. No se puede dar un paso sin que leacosen a uno estas hordas de mendigos.

¡Y algunos son tan insolentes!...'Toma, toma tú también'. Como me olvide algún día de traer un bolsillolleno de cobre, me divierto. ¡Aquí no hay policía, ni beneficencia, niformas, ni civilización!... Gracias a Dios que he subido el repecho.Parece la subida al Calvario, y con esta cruz que llevo a cuestas,más... ¡Qué hermosos nardos vende esta mujer! Le compraré uno...

'Demeusted un nardo. Una varita sola... Vaya, deme usted tres varitas.¿Cuánto? Tome usted...

Abur'. Me ha robado. Aquí todos roban... Debo deparecer un San José; pero no importa... 'Yo no juego a la lotería;déjeme usted en paz'. ¿Qué me importará a mí que sea mañana último díade billetes, ni que el número sea bonito o feo...? Se me ocurre comprarun billete, y dárselo a Guillermina. De seguro que le toca. ¡Es lamujer de más suerte!... 'Venga ese décimo, niña... Sí, es bonito número.¿Y tú por qué andas tan sucia?'. ¡Qué pueblo, válgame Dios, qué raza! Loque yo le decía anteayer a D. Alfonso: 'Desengáñese Vuestra Majestad,han de pasar siglos antes de que esta nación sea presentable. A no serque venga el cruzamiento con alguna casta del Norte, trayendo aquímadres sajonas'. Ya poco me falta. Francamente, es cosa de tomar uncoche; pero no, aguántate, que pronto llegarás... Un entierro por laPuerta del Sol. No, lo que es aquí no me he de morir yo, para que no melleven en esas horribles carrozas... Dan las doce. Allá están loscesantes mirando caer la bola. Buena bola os daría yo. Ahí vieneCasa-Muñoz. ¿Pero qué veo?

¿Es él? Ya no se tiñe. Ha comprendido que esabsurdo llevar el pelo blanco y las patillas negras.

No me mira, noquiere que le salude. Realmente es muy ridícula la situación de unhombre que se tiñe, el día en que se decide a renunciar a la pintura,porque la edad lo exige o porque se convence de que nadie cree en elengaño... Allí va en un coche la duquesa de Gravelinas... No me havisto... 'Abur Feijoo...'. ¡Qué bajón ha dado ese hombre!... Vamos, yaentro por mi calle de Correos. Si habrá venido a almorzar mi primo... Loque es hoy me tiene que hacer un reconocimiento en toda regla, porque mesiento muy mal... Que me ausculte bien, porque este corazón parece unfuelle roto. ¿Será esto un fenómeno puramente moral? Puede ser. Ya veoyo el remedio... ¡Pero qué verdes están las uvas, qué verdes! Losbalcones tan tristes como siempre.

¡Ah!... sale al mirador Barbaritapara hablar con la rata eclesiástica... 'Adiós, adiós... vengo de darmi paseíto... Estoy muy bien, hoy no me he cansado nada...'. ¡Quémentira tan grande he dicho! Me canso como nunca. Ahora, escalera de micasa, sé benévola conmigo. Subamos... ¡Ay, qué corazón, maldito fuelle!Despacito, tiempo hay de llegar arriba. Si no llego hoy, llegaré mañana.Seis escalones a la espalda. ¡Dios mío, lo que falta todavía!».

Cuando llegó al principal, su hermana le esperaba en la puerta. «¿Te hascansado mucho?».—

Así, así. ¿Dónde está Tom? Que venga.

Moreno entró en su habitación, seguido del criado. Este era inglés y leacompañaba en todos su viajes. Decía el anti-patriota que los sirvientesespañoles son tan torpes que no saben ni cerrar una puerta. El suyo erade esos que hacen de la servidumbre una profesión inteligente, y seadelantan a los más insignificantes deseos de sus amos parasatisfacerlos. En inglés le dijo Moreno que echase agua en uno de losbúcaros que en la estancia había, para poner los nardos; y sin soltarestos de la mano se dejó caer en el sofá. Vestía el caballero americanaoscura y pantalón de cuadros, sombrero de copa, y los indispensablesbotines blancos cubriendo las botas holgadísimas, con suelas de un dedode grueso. «¿Ha venido mi primo?» preguntó a Tom dándole las flores.

—El señor doctor está en la habitación de miss Guillermina.

Dígale usted que estoy aquí.

La fatiga del paseo y de la escalera le duraba aún cuando vio entrar almás simpático de los doctores, Moreno Rubio, despidiendo tufo dealegría, como un preservativo contra las tristezas de la medicina.Médico de gran saber y aplicación, había alcanzado mucha fama y teníauna clientela brillantísima.

«Hoy me vas a examinar bien...—le dijo su primo—. Figúrate que soy undesconocido que se te presenta en tu consulta. Déjate de bromas conmigo,y no me ocultes la verdad. Mira que te desacredito, si no lo haces así».

—Buen