Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—Pues no faltaba más sino que la quisiera a usted como me quiere amí... Por cierto que ha hecho la niña merecimientos para ello. Con quela perdone debe darse por satisfecha...

—¿Y me perdona de verdad?... ¿pero es de verdad?

—¿Pues qué duda tiene? Usted, como no sabe lo que es fe, ni temor deDios, ni nada, no comprende esto.

—¿Y podría ser mi amiga?...

—Hija, tanto como amiga... Eso ya es un poco fuerte (no pudiendocontener la risa). Vamos, que no pide usted poco... Ahora quiere quedespués de lo que ha pasado partan un piñón...

—¡Amigas!...—repitió la diabla frunciendo las cejas—. Por más queusted diga, no me puede ver, mayormente ahora que he tenido un hijo yella no... Y lo que es ahora, ya no lo tiene, está visto... Que no le dévueltas.

Como Ballester se acercara a la puerta de la alcoba cuando oía reír a lasanta, esta le dijo:

«Entre usted si quiere divertirse, pues esto es unacomedia. Su amiga de usted está por conquistar. ¡Qué ideas tiene! Porcierto que yo le voy a traer al Padre Nones. Tenemos que darle unalimpia buena. En fin, me retiro, que con estas tonterías se me va lamañana».

Se levantó, y Fortunata le tiró del vestido para hacerla sentar otravez. «Una duda me queda, señora. Sáqueme de ella».

—Veamos esa duda... otro despropósito. ¡Ay, qué cabeza!

—Siéntese usted un momento, que le voy a hacer otra pregunta. Dígame(bajando la voz),

¿Jacinta faltó o no faltó con aquel caballero?

—¡Ave María Purísima!... ¿con qué caballero?

—Con aquel que se murió de repente...

—Cállese, cállese o le pego...

—No, si yo no lo creo ya. Lo creía; pero como fue la indecente deAurora quien me lo dijo, ya dejé de creerlo... sólo que tenía un poquitode duda.

—¿Esa...? (con soberano desprecio). ¡Y se atrevía a decir...!

—Si es lo más mala... Usted no puede figurarse lo mala que es (con lamayor buena fe). Aquí donde usted me ve, yo, al lado de ella, soy unángel.

—Lo creo (sonriendo). No nos ocupemos de esas miserias. ¡Jacintafaltar! Estas pecadoras empedernidas creen que todas son como ellas...

—No, si yo no lo creo, señora, si no lo creí (muy apurada). Ella fue laque lo dijo y lo creía...

¿Sabe una cosa? (Atrayéndola a sí y hablándoleen secreto). Créame esto que le voy a decir...

Uno de los motivos porquele pegué fue el haber dicho eso, el haberme encajado la bola de queJacinta era como nosotras... Y dígame, ¿no merecía el morrazo que le dicon la llave por afrentar a nuestra amiguita?... ¿No lo merecía? Claroque sí...

Guillermina estaba confusa; no sabía si aprobar o desaprobar...

«Quedamos en una cosa—dijo levantándose—; mañana vendrá el Padre Nonespara usted, y para este ternerito un ama asturiana que, según diceEstupiñá...».

—Ama, no... ¿para qué? Si puedo... ¿No ha visto lo satisfecho que estáel rey de la casa? ¿No es verdad, rico, que para nada te hacen faltaamas? Su mamá, su mamá le da al niño todo lo que quiere.

—El Sr. de Quevedo sabe más que usted... Aquí no se hace más que lo queyo mando—declaró la santa con aquel ademán y tono autoritarios a loscuales nadie se podía oponer—. Si de aquí a mañana Quevedo no varía deopinión, vendrá la nodriza. Usted se calla y obedece... Yo pago ydispongo. Conque a cuidarse, y ya hablaremos. El excelentísimo señorde Ballester queda encargado de la ejecución del presente decreto.

-XII-

Por la tarde llegó doña Lupe muy alarmada buscando a Maximiliano,a quien suponía allí. No pasó de la sala, ni quiso ver a Fortunata, dequien dijo que la compadecía, pero que no podía tener ninguna clase derelaciones con ella. En la sala cuchicheó la ministra con Segismundocontándole lo ocurrido. Pues ahí era nada: Maximiliano había comprado unrevólver... ¿pero quién diablos le dio el dinero? Descubriolo la señora por unacasualidad... Le dio el olor, al verle entrar con un bulto entrepapeles. Lo peor del caso fue que no pudo quitárselo. Salió escapado dela casa, y al poco rato los del herrero del bajo vinieron diciendo quele habían visto en la Ronda, pegando tiros contra la tapia de la fábricadel Gas, como para ejercitarse... ¡Ay!, la de los Pavos estabaaterrada. Toda aquella sabiduría lógica, que el pobre chico tenía en lacabeza, se le había convertido en humo sin duda. Y lo peor era que nohabía ido a almorzar, ni se sabía su paradero...

«Tenemos que dar partea la policía, para evitar que haga cualquier barbaridad. Yo pensé quehabría venido aquí, y corrí desolada... ¿Dónde demonios estará?Ballester, por Dios, averígüelo usted y sáqueme de este conflicto. Ustedes la única persona que le domina cuando se pone así... Salga a ver sile encuentra; yo se lo ruego». A esto replicó el buen farmacéutico queno podía repicar y andar en la procesión. Fuese la de Jáureguidesconsoladísima, con intento de ver al Sr. de Torquemada, faro luminosoque le marcaba el puerto en todas las borrascas de la vida.

Fortunata había oído la voz de doña Lupe, y cuando esta se retiró, quisoque Ballester le explicase qué traía por allí.

«Pues nada, que la ministra esa quiere meter las narices, y ver austed, y hablarle y decirle cosas que sin duda la marearán».

—¡Ah!, que no entre... no la puedo ver. Creo que me pondré mala si laveo. Y de mi marido,

¿qué dijo?

—No le nombró.—Pues tampoco a Maxi le quiero ver... No sabe usted lomal que me sienta verle y hablar con él... Me trastorna. No les dejeusted pasar. Que se vayan a los infiernos. ¡Estoy tan tranquila aquísolita con mi hijo, y los amigos que me protegen...! ¡Que no venga, porDios!

¿Usted me promete que no vendrán?

Lo pedía con terror suplicante. Ballester, deshaciéndose endemostraciones de caballerosidad protectora y de fraternal hidalguía, ledijo que los Rubín grandes y chicos, así los de carne y hueso como losque tenían pechos de algodón, no entrarían en aquella alcoba sinopasando sobre su cadáver.

Toda aquella tarde estuvo la joven con la idea fija de lo antipáticosque eran los Rubín, y de lo que ella haría para no recibirlos si a verlaiban. El buen Segismundo se esforzaba en tranquilizarla sobre esteparticular, y habiendo observado que el recuerdo de otras personasexcitaba y encendía su ánimo favorablemente, le habló de doñaGuillermina y de su hermosa vida. «¿Sabe lo que me dijo al salir? Puesque si se le ofrece a usted algo no estando yo aquí, avise a D.Plácido, al cual se ha encargado que se ponga a las órdenes de usted silo necesitara».

—Claro—dijo Fortunata rebosando de orgullo inocente—; como quePlácido es todo de la casa, y desde chiquito no hace más que llevarrecados de los señores, y servirles en mil menudencias. Es un buenhombre, y yo le quiero mucho... Y a doña Bárbara, ¿la conoce usted?

Yotampoco... Pero cuando Jacinta y yo seamos amigas, también lo seré dedoña Bárbara...

Francamente, estoy admirada del cariño que le tengoahora a la mona del Cielo, cuando en otro tiempo, sólo de pensar enella me ponía mala. Verdad que no acababa de aborrecerla, quieredecirse, que la aborrecía y me gustaba... cosa rara, ¿verdad? Ahoraseremos amigas, crea usted que seremos amigas... ¿Lo duda usted?

—¿Cómo he de dudar eso, criatura?

—Es que usted parece como que se sonríe un poquitín, cuando me lo oyedecir.

—Está usted viendo visiones. Bueno va...

—Pues, aunque usted se guasee, seremos amigas... y nadie tendrá quedecir de mí ni esto, para que usted lo sepa... Porque voy a portarme...¡Cristo, cómo me voy a portar ahora! Mi hijo, mi hijo, y nada más...Vaya, ¿me sostendrá usted que no se sonríe ahora?

—Sí; pero es de satisfacción, por verla a usted tan regenerada...¡Quién le tose a usted ahora, hallándose en relaciones con personas dela corte celestial...!

—Y nada más... ¿Pues qué se creía usted?

Se sofocaba tanto, que el farmacéutico creyó prudente llevar laconversación a un terreno insignificante; pero Fortunata se las componíapara volver a lo mismo, a que ella y la Delfina iban a ser uña ycarne, y a que su conducta en lo sucesivo había de ser como de quienestá en escuela de serafines. «Aquí donde usted me ve, amigo Ballester,yo también puedo ser ángel, poniéndome a ello. Todo está en ponerse... Yes cosa muy sencilla. Al menos a mí me parece que no me ha de costarningún trabajo. Lo siento yo aquí entre mí».

—Depende también de las personas con quien uno se junta—le dijo suamigo muy serio—.

Hablemos ahora de otra cosa. De ciertos atrevimientosque yo tenía y tengo respecto a usted, no quiero decirle nada, porque senos va a hacer santa... Aunque todo podía conciliarse, me parece a mí,ser santa y querer a este hijo de Dios... Pero en fin, vuelvo la hoja.¿Sabe usted que si me descuido pierdo mi colocación en la botica deSamaniego? Si doña Casta sabe que estas ausencias mías son para venir avisitar a la que le tomó las medidas a su niña, al instante me limpia elcomedero. Por eso no puedo tirar mucho de la cuerda, y esta noche novendré. Tengo que quedarme de guardia. Yo rompería con todo, si no fueraporque me será difícil encontrar colocación inmediatamente, y crea ustedque un periodo de vacaciones me balda... Por mí no me importaría; pero ami madre y a mi hermana no quiero hacerlas ayunar. El pobre pensador,mi ilustre cuñado, está mal de intereses, y si yo no tiro del carro, losayes y lamentos pidiendo pan se han de oír en Algeciras.

—Pero no sea usted tonto—dijo Fortunata con aquel arranque degenerosidad, que en ella era tan común—. Yo tengo guita. Si quieremandar a paseo a las Samaniegas, mándelas. Que se fastidien, que searruinen, que coman piedras... Yo le doy a usted lo que necesite para sumadre y para el pensador, hasta que encuentre otra botica. Tengaconfianza conmigo... O semos o no semos.

Ballester era tan delicado, que de sólo oír tal proposición, le salieronlos colores a la cara, y se excusó con expresiones de gratitud. Pocodespués de anochecer se retiró dando las órdenes más rigurosas a loshermanos Izquierdo con respecto a visitas. Si algún Rubín, fuese quienfuese, se presentaba, no abrir. Dejó sobre la mesa de la sala un arsenalde medicamentos, y a Fortunata le recomendó la quietud, y que diese conla puerta del cerebro en los hocicos a toda idea triste que sepresentara.

Izquierdo se plantó de centinela en la sala, acompañado de una grande decerveza, y por si la grande no era bastante para pasar la noche, llevótambién una chica de añadidura. Segunda regresó a las diez, después dela horita de tertulia que solía pasar en el puesto de carne, y viendo asu sobrina muy despabilada, le dio un poco de palique: «¿Sabes a quiénhe visto?, a la tía esa, la de los Pavos. Fue a buscarme al cajón, muyofendida porque el señor Ballester no la dejó entrar a verte. Anda acaza del sobrino que se les escapó esta mañana, y todavía no haaparecido. ¿Sabes lo que me dijo? Te lo cuento para que te rías. Diceque las Samaniegas están trinando contigo, y que la viejona aquella,doña Casta, no parará hasta no verte en el modelo. ¡Qué comedia!Ríete, que eso es envidia. Pues verás, La tía esa indecente, laFenelona, francesota, más mala que el no comer, dice que este hijo quetienes no es hijo de quien es, sino de D. Segismundo. Tú ríete, tonta,que eso no es más que envidia».

La prójima no chistó; pero bien se conocía que aquellas palabras habíanhecho en su espíritu un efecto desastroso. Cuando se quedó sola, no lefue posible contener los impulsos de levantarse. La rabia surgióterrible en su alma, y sin reparar en lo que hacía, incorporose en ellecho, alargando las manos a la percha para coger su ropa... «Ahoramismo, ahora mismo voy, y con esta zapatilla le aporreo la cara hastachafarle la nariz... trasto, indecente. ¡Decir eso...!, ¡una mentira tangrande! ¿Pero qué hora es? ¡Si están dando las doce! Sea la hora quequiera, saldré, no me puedo contener... Voy, entro en la casa, la saco arastras de la cama, me paseo por encima de su alma... ¡Decir eso, decireso...!, sin creerlo, porque ella no lo cree. ¡Lo dice por deshonrarme!Antes calumnió a Jacinta, y ahora me calumnia a mí».

Se sentó en la cama, entreviendo, a pesar de lo ofuscado que su espírituestaba, las dificultades de la empresa. «Si lo dejo para mañana, ya noiré, porque me lo quitarán de la cabeza... Y yo le he de refregar lajeta con la suela de mis botas. Si no lo hago, Dios mío, me va a serimposible ser ángel, y no podré tener santidad. Como no haga esto,tendré que volver a ser mala; lo conozco en mí».

Y tan pronto se ponía una pieza de ropa como se la quitaba, convacilación horrible, fluctuando entre los ímpetus formidables de sudeseo y el sentimiento de la imposibilidad. Por fin se vistió, ysaliendo a la sala, vio a su tío dormido, de bruces sobre la mesa, juntoa la luz, la botella grande a su lado, medio vacía. «Podría salir sinque me sintiera nadie... ¿Y si despertara a mi tío y le dijera queviniese conmigo...?». La idea de asociar a Platón a su temerariaempresa, hízole ver la realidad, y lo disparatado de aquella idea.«Pues lo que es mañana temprano—se dijo volviendo a la alcoba—, mañanatempranito, antes de que salga para el obrador, voy y la acogoto...».

Al mirar a su hijo, la llama de su ira se avivó más. «¡Decir que no eshijo de su padre...! ¡Qué infamia! La despedazaría sin compasiónninguna. ¡Inocente!, ¡tan chiquito y ya le quieren deshonrar! Pero no ledeshonrarán, no, porque aquí está su madre para defenderle; y al que mediga que este no es el hijo de la casa, le saco los ojos. Él nopuede haberlo dicho... A mí me la soltó, pero fue así como en broma. Él no puede haberlo dicho, y si yo supiera que lo había dicho, juropor esta cruz (haciéndola con los dedos y besándola), por esta cruz enque te mataron, Cristo mío, juro que le he de aborrecer... peroaborrecerle de cuajo, no de mentirijillas... ¡Ay, Dios mío!

(echándoseen la cama, acongojadísima); si le dicen esta mentira tan gorda aGuillermina y a Jacinta, ¿la creerán?... Puede que sí... Todo lo malo secree, y lo malo que de mí se diga, se cree más... Pero no, puede que nolo crean... Es muy atroz el embuste. Esto no lo puede creer nadie, nopuede ser, no puede ser, y primero creerán que el mundo se vuelve delrevés, y que el día se hace noche, y el sol luna, y el agua fuego. Y sialguien lo creyera, él lo desmentiría; estoy segura de que lodesmentiría. Yo no he faltado, yo no he faltado (alzando la voz), yquien diga que yo he faltado, miente, y merece que se le arranque lalengua con unas tenazas de hierro echando fuego.

Quieren que yo mepierda; pero por más que hagan esos perros, no me quitarán, Dios mío,que yo sea tan ángel como otra cualquiera. Que rabien, que rabien,porque lo seré, lo seré».

Estaba inquietísima, dando vueltas en la cama. El hijito pidió y tomó elpecho; pero no debía de encontrar muy abundante el repuesto, cuando acada instante apartaba su boca, chillando desesperadamente. A sus gritosde necesidad y desconsuelo, uníanse los de su madre, que decía:

«Hijo demi alma... qué, ¿no hay?... Esa, esa bruja ratera tiene la culpa; ellate lo ha quitado. Ya verás cómo la arregla tu mamá... Pobretín, tanchiquitito y ya le quieren deshonrar... Y mi niño es el rey de España, ynada tiene que ver con Ballester, que es su amiguito y nada más... Y miniño es de quien es, y no hay otro en la casa, ni le habrá,¿verdad?... ¿verdad, gloria, cielo, alegría del mundo?».

-XIII-

Todo esto era muy bonito y muy tierno; pero la leche no parecía,por lo cual Juan Evaristo no se daba por satisfecho con aquellasexpresiones de tan poco valor en la práctica. Los alaridos que la madrey el hijo daban, cada uno en su registro, no despertaron a JoséIzquierdo, pues este era hombre que en cogiendo la mona, no leenderezaba un cañón; pero sí sacaron de su letargo a Segunda, que fue aver lo que ocurría, y hallando a su sobrina medio vestida, se puso hechauna furia y por poco le pega. «Mira que te estrello, si das en hacerfunciones de comedia—le dijo con aquellas formas exquisitas queusaba—. ¿Pero no ves, burra, no ves que se te ha retirado la leche, yel pobrecito no tiene qué mamar?».

Por fortuna, entre las cosas que dejó Ballester en previsión de todoslos contratiempos posibles, había un biberón muy majo. Segunda, condeterminación rápida, lo llenó de leche (de la cual tenía por casualidadun par de copas) y probó a dárselo al chico. Este al principio extrañabala dureza y frialdad de aquel pezón que en su boquita le metían. Hizoalgunos ascos, pero al fin pudo más el hambre que los remilgos, y apencócon la teta artificial. «Mira, mira, qué pronto se hace a todo elangelito. ¡Si es lo más noble...! Rico... ¡qué carpanta estábamospasando!». La madre le miraba con desconsuelo, aunque contenta de que sehubiera encontrado forma y manera de vencer la dificultad. «¿Sabes unacosa?—le dijo su tía, poniéndole las manos en la cara—. Tienescalentura... Eso es por ponerte a pensar lo que no debes. ¡Si hicierascaso de mí, ahora que vas a ser la reina del mundo...! Porque lo que estu tanto mensual te lo tienen que dar. De eso hablamos la de los Pavos y yo... ¡Vaya, pues no vas tú a ser ahora poco señora...! Chica, chica,no te hagas de miel; levanta tu cabeza. ¡Aire!... ¿Pues no ves que lasseñoronas esas te hacen la rueda? Como que será una potentada, y yo quetú, no paraba hasta que la Jacinta viniera a besarme la zapatilla. Puesqué... ¿crees que él no ha de venir también? Ya le llamará la sangre, yen cuantito que vea a este retrato suyo, se le caerá la baba... y...chica, créemelo, hasta coche vamos a tener... ¡qué comedia! ¡Cuando digoque estaremos en grande!

Vendrá, vendrá él, y te aseguro que si tardacuatro días es mucho tardar. ¿No ves que esa familia no tiene un neneque la alegre?... ¡si se están todos muriendo de ganas de chiquillo...!Tú, trabájalo bien, que nos ha venido Dios a ver con este hijo denuestras entrañas... Yo estoy muy orgullosa, porque él Santa Cruz escomo hay Dios; pero su poco de Izquierdo no se lo quita nadie: las dosfamilias están de enhorabuena... Ya he empezado yo a sacudirme laspulgas, y esta tarde le eché su puntadita a Plácido para que nos dierala casa gratis... ¿Qué te crees?... Si están los Santa Cruz con tu hijocomo chiquillos con zapatos nuevos... Te diré una cosa que no sabes.Ayer estuvo la Jacinta en casa de D. Plácido... Quería subir a verle;pero esa otra, la santona, le dijo que otro día, por si tú teremontabas... Conque vete enterando... ¡Ah! ¡Quién me lo había dedecir!... Todavía me he de ver yo cogida al brazo de don Baldomero,dando vueltas en la Castellana... ¡y poco charol que me voy a dar...! Sies una comedia... Tú date tono, no seas boba... que si sabemosaprovecharnos, de esta hecha vamos para marquesas».

Fortunata, desde que su tía empezó a hablar, lloraba a lágrima suelta;pero al oír lo de que iban a ser marquesas, una ráfaga de jovialidadpasó por encima de la onda de tristeza, y la joven se echó a reír con lacara anegada en llanto.

«No, no te rías; tanto como marquesas no; ni para qué queremos nosotrasser títulas; pero lo que es nuestro coche no nos lo quita nadie... Yote aseguro que si hoy viene la Jacinta, tiene que subir... Verás quéprontito viene el otro... Claro, cuando no esté aquí su mujer... Me paice a mí que su mujer, de esta hecha se tendrá que ir a plantarcebollino. Tú, tú eres la que va a subir al trono ahora, o no hayequidad en la tierra... Y no digan que eres casada y que tu hijo setiene que llamar Rubín... ¡Qué comedia! Tú eres mayormente viuda ylibre, porque a tu marido cuéntale como que está en gloria... Y biensaben todos que a la vuelta lo venden tinto, y el chico en la cara traela casta, y lo que es la pensión verás cómo te la dan».

Fortunata no se rió más, ni Segunda dijo nada que excitase su hilaridad.Hasta la madrugada estuvo la tía acompañándola, y viéndola relativamentesosegada, se fue a descabezar un sueño antes de bajar al mercado. A pocode quedarse sola, la joven sintió dentro de sí una cosa extraña.

Se lenublaron los ojos, y se le desprendía algo en su interior, como cuandovino al mundo Juan Evaristo; sólo que era sin dolor ninguno. No pudoapreciar bien aquel fenómeno, porque se quedó desvanecida. Al volver ensí advirtió que era ya día claro, y oyó el piar de los pajarillos quetenían su cuartel general en los árboles de la Plaza Mayor y en lascrines de bronce del caballo de Felipe III. Fue a coger a su hijo enbrazos, y apenas podía con él. Le faltaban las fuerzas; ¡pero de quémanera!, y hasta la vista parecía amenguársele y pervertírsele, porqueveía los objetos desfigurados y se equivocaba a cada momento, creyendover lo que no existía. Se asustó mucho y llamó; pero nadie vino en suauxilio. Después de llamar como unas tres veces, fue a llamar la cuarta,y... aquello sí era grave; no tenía voz, no le sonaba la voz, se lequedaba la intención de la palabra en la garganta sin poderlapronunciar. Dio algunos toques con los nudillos en el tabique; pero alfin su mano se quedó como si fuera de algodón; daba golpes con ella, ylos golpes no sonaban. También podía ser que sonaran y ella no losoyera. Pero ¿cómo no los oía Segunda, que estaba al otro lado deltabique? Luego, el brazo se puso también como carne muerta,resistiéndose a moverse. «¿Será que me estoy muriendo?» pensó la joven,echando miradas a su interior. Pero poco pudo ver allí, por estar elinterior a oscuras o fantásticamente iluminado. Todas sus ideassufrieron trastornos más o menos febriles, las imágenes se disfrazaron,cual si fuesen a las máscaras, tomando cara y apariencia de lo que noeran, y la única sensación dominante con alguna claridad en aqueldesorden fue la de estar inmóvil y rígida, con los movimientosinvoluntarios suspendidos y los voluntarios desobedientes al deseo. A suparecer no respiraba; el oído y la vista daban de rato en rato algunaimpresión fugaz de la vida exterior; pero estas impresiones eran comoalgo que pasaba, siempre de izquierda a derecha. Creyó ver a Segunda yoírla hablar con Encarnación; pero hablaban a la carrera, como seresendemoniados, pasando y perdiéndose en un término vago que caía hacia lamano derecha. El piar de pájaros también se precipitaba en aquel sombríoconfín, y los chillidos con que Juan Evaristo pedía su biberón.

Pasado cierto tiempo, indeterminado para ella, recobró sus sentidos ypudo moverse, apreciando fácilmente la realidad. «¿Quién eres tú?—preguntó a Encarnación, única persona que estaba a su lado—. ¡Ah!, yate conozco... ¡Qué tonta soy! ¿No está mi tía?». Díjole la chiquilla quela señá Segunda había bajado al mercado, y que subió con la leche parael niño, y después se volvió a marchar. Sacó Fortunata de aqueldesvanecimiento una convicción que se afianzaba en su alma como lasideas primarias, la convicción de que se iba a morir aquella mañana.Sentía la herida allá dentro, sin saber dónde, herida o descomposiciónirremediables, que la conciencia fisiológica revelaba con diagnósticoinfalible, semejante a inspiración o numen profético. La cabeza se lehabía serenado; la respiración era fácil aunque corta; la debilidadcrecía atrozmente en las extremidades. Pero mientras la personalidadfísica se extinguía, la moral, concentrándose en una sola idea, sedeterminaba con desusado vigor y fortaleza. En aquella idea vaciaba,como en un molde, todo lo bueno que ella podía pensar y sentir; enaquella idea estampaba con sencilla fórmula el perfil más hermoso yquizás menos humano de su carácter, para dejar tras sí una impresiónclara y enérgica de él. «Si me descuido—pensó con gran ansiedad—, mecogerá la muerte, y no podré hacer esto... ¡qué gran idea!...Ocurrírseme tal cosa es señal de que voy a ir derecha al Cielo...Pronto, pronto, que la vida se me va...». Llamando a Encarnación, ledijo:

«Chiquilla, vete corriendito al cuarto de abajo, y le dices a D.Plácido que le necesito...

¿entiendes?, que le necesito, que suba...Anda, no te detengas. Ya debe de estar ahí, de vuelta de la iglesia,tomándose su chocolate... Anda prontito, hija, y te lo agradecerémucho».

En el tiempo que estuvo fuera Encarnación, la diabla no hizo más que dara su hijo muchos besos, diciéndole mil ternezas. El chico estabadespierto, y callado la miraba, y aunque nada decía, a ella se le figuróque hablaba... «Estarás tan ricamente... hijo mío. No te querrán tantocomo yo, pero sí un poquito menos... Me estoy muriendo... qué sé yo quétengo... La medicina esa... yo la tomaría... ¿dónde está?...¡Encarnación!... Pero si ha ido abajo... Parece que me voy en sangre...Hijo mío, Dios me quiere separar de ti; y ello será por tu bien... Memuero; la vida se me corre fuera, como el río que va a la mar. Vivaestoy todavía por causa de esta bendita idea que tengo... ¡Ah!, qué ideatan repreciosa... Con ella no necesito Sacramentos; claro, como que melo han dicho de arriba. Siento yo aquí en mi corazón la voz del ángelque me lo dice. Tuve esta idea cuando estaba aquí sin habla, y aldespertar me agarré a ella... Es la llave de la puerta del Cielo... Hijomío, estate calladito, y no chistes, que si tu mamá se va es porqueDios se lo manda... ¡Ah!, don Plácido, ¿está usted ahí?...».

—Sí, señora—dijo el hablador entrando en la alcoba con los ademanesmás oficiosos del mundo—. ¿Qué se le ofrece a usted? La señora me haencargado...

—Amigo, hágame el favor de traer pluma y papel... Espere; deme lamedicina, esos polvos amarillos... ¿cuáles?, no sé... Pero deje, deje,que me tiene que escribir una carta.

—¡Una carta!... Pero antes... (revolviendo en la mesa de noche). ¿Quémedicamento quiere?

—Ninguno, ¿ya para qué?... Ándese pronto, que me voy... que me muero.

—¡Que se muere! Vamos... no bromee usted.

—Don Plácido, si no me sirve para esto, llamaré a otra persona. Sipudiera esperar a Ballester; pero no, no me da tiempo...

—No, hija, no hay que apurarse. Voy por el tintero—y no tardó cincominutos en volver, y al entrar de nuevo en la alcoba, vio que Fortunatase había incorporado en su cama con el chiquillo en brazos, y quedespués, entre ella y Encarnación, le ponían bien abrigadito en su cunade mimbres, la cual venía a ser como un canasto. Le pusieron entre lasmanos su biberón para que no alborotase, y cubriéronle con un pañuelofinísimo de seda. Estupiñá no entendía una palabra, ni veía la relaciónque la pluma y papel pudieran tener con lo que veía. «Don Plácido—

dijoFortunata con mucha animación—; hágame el favor de escribir... Aquí nohay mesa.

Chiquilla, tráele el tablero de las damas. Déjate demedicinas... ¿Para qué ya?... Vaya, D. Plácido, prepárese; verá quégolpe... Se me ocurrió una idea, hace poco, cuando estaba sin habla, alpunto que me entraba también la idea de mi muerte... Ponga ahí lo que yole diga: «Señora doña Jacinta.

Yo...».

—Yo...—repitió Plácido.

—No; hay que empezar de otra manera... No se me ocurre. ¡Qué torpe soy!¡Ah!, sí, ponga usted. «Como el Señor se ha servido llevarme con Él, yahora se me alcanza lo mala que he sido...». ¿Qué tal?, ¿va bien así?

—«Lo mala que he sido...».

—En fin, siga usted poniendo lo que le digo... «No quiero morirme sinhacerle a usted una fineza, y le mando a usted, por mano del amigo D.Plácido, ese mono del Cielo que su esposo de usted me dio a mí,equivocadamente...». No, no, borre el equivocadamente; ponga: «que melo dio a mí robándoselo a usted...». No, D. Plácido, así no, eso estámuy mal... porque yo lo tuve... yo, y a ella no se le ha quitado nada.Lo que hay es que yo se lo quiero dar, porque sé que ha de quererle, yporque es mi amiga... Escriba usted. «Para que se consuele de los tragosamargos que le hace pasar su maridillo, ahí le mando al verdadero Pituso. Este