Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—Defendemos el santo garbanzo, señora...

—Yo me alegro por diferentes motivos, pues estando usted tan en grandeno se le ocurrirá engañar a la gente.

Izquierdo se rascaba una oreja, y la habría dado porque la santa mudarade conversación.

—Si la señora quiere, no miremos pa tras.

—Si esto no es mirar pa tras... Vamos, que ahora, si usted estuvieramal de fondos, bien podría intentar otro negocio como aquel... y no conmoneda falsa, sino con legítima.

Ballester se reía y Maximiliano estaba muy serio, lo que reparó lafundadora, apresurándose a decir: «Si no fuera por estas bromas, ¿cómopasaríamos el horrible plantón? Yo me consumo cuando tengo que esperar,y cuando espero estúpidamente por la tontería de una persona, pierdo lapaciencia en absoluto...».

Volvió a oírse la quejumbrosa cantinela de Juan Evaristo, y Guillerminatiró de la campanilla para decir a la criada: «Mujer, entretenle; dilecositas. Pareces tonta... ¡Hijo mío, ya viene, ya viene!... Verás quésoba le doy cuando entre, por tenerte así tan solito, muertecito dehambre...

Señores (volviendo al escalón), ustedes me han de dispensar, ysi alguno se cansa, no esté aquí por hacerme compañía. Algo debe dehaberle pasado a esa mujer, cuando tarda tanto. Propongo que se nombreuna comisión, que vaya a hacer un reconocimiento a la calle y averigüedónde puede estar». Al decir esto, miraba a Maxi, dando a entender quefuera él de la citada comisión.

El joven no hizo ademán alguno queindicara intención de moverse, y en la misma actitud perezosa en queestaba, mirando de soslayo a sus compañeros de plantón, dijo así: «Hacecomo unos cinco cuartos de hora iba en un coche por la calle deAtocha... Entró por la calle de Cañizares... Hace como unos tres cuartosde hora, vi el mismo coche atravesar la plaza de Santa Cruz hacia lacalle de Esparteros...».

Ballester y Guillermina se miraron alarmados. «Pues propongo—repitióella—, que vaya una comisión a la calle de Esparteros...

¿Y no vio usted si el coche se detuvo en alguna parte?».

—No, señora... Yo creí que el coche venía hacia acá, pues aunque elcamino más directo desde la calle de Atocha es Plaza Mayor, CiudadRodrigo y Cava, como en la entrada de la Plaza, por Atocha, estánadoquinando y no se puede pasar, dije yo: «Es que el cochero va a tomarla calle Mayor». Pero por lo visto no ha venido aquí. Luego, ha ido aotra parte. Quizás haya ido a visitar a alguna amiga: Aurora, porejemplo...

Ballester y la santa volvieron a mirarse con inquietud. «Lo que estechico dice—indicó el farmacéutico, comunicando a la dama sus temores—,me parece tan lógico, que casi casi me inclino a tenerlo por cierto».

Oyéronse pasos otra vez; pero eran muy pesados y los acompañaba uncarraspeo y resoplido de persona madura, por lo que nadie creyó fueraFortunata la que llegaba. «Es Sigunda», dijo izquierdo antes de verla, yno se equivocó. La placera se puso en jarras al ver la escalonadatertulia que allí había, y cuando apreció quién estaba sentada en ellugar más alto, abrió medio palmo de boca, expresando su admiración deesta manera: «¡Bendito Dios! ¡El ama de la casa sentadita en laescalera, como una pobre que está esperando las sobras de la comida!Pero qué, ¿no está esa diabla?

¡Se ha escapado a la calle! Me lo temía. ¡Qué cabeza! ¡Si estaba ellaanoche muy encalabrinada...! Pero señora, ¿por qué no pasa a casa de D.Plácido? Allí habrá sillas, al menos, y podrán la señora y los señoressentarse a gusto...».

—Hágame el favor de llamar en el tercero y ver si está Plácido. Tengola seguridad de que él la encuentra.

Segunda llamó, y Plácido no estaba.

«¿Quiere la señora que vaya a buscarla?... ¿Pero adónde?».

—Yo iré—dijo Ballester, que no podía desechar la idea de que en elobrador de Samaniego darían razón de la fugitiva. Pero aún hablaba conGuillermina en secreto, cuando Segunda, que había bajado en busca de unallave o ganzúa con que abrir la puerta, gritó desde el principal:

«Yaestá aquí, ya está aquí».

—¡Ah!, ¡gracias a Dios...!—exclamó Guillermina sin intención de doblesentido—. Ya pareció la perdida. Veremos lo que trae.

—Una de dos—dijo Ballester suspirando—: o trae la cara arañada, otrae sangre o quizás piel humana en las uñas.

—Es mucha mujer esta... Todos se levantaron menos Maximiliano, quecontinuó echado apáticamente hasta que vio a su mujer. Esta subíajadeante, sofocadísima, limpiándose con un pañuelo el sudor de la cara,y levantándose las faldas para no pisárselas. En la mano traía la llavede la casa. «¿Qué, he tardado?... Si no he tardado nada. Despaché enseguida... ¡Ah!, doña Guillermina también aquí. Hija, yo creídesocuparme más pronto... Y mi rey tiene hambre... ya le oigo llorar...Voy, voy, hijo de mis entrañas... ¡Ay!, creí que no me dejaban venir. Sime llevan a la cárcel, no sé... pobrecito mío».

—Abra usted, abra pronto...—le dijo Guillermina empujándola—,callejera, cabra montés. Está visto; no sirve usted para madre... ¡Ángelde Dios!, hace dos horas que está rabiando... Si usted no se enmienda,tendremos que mirar por él.

-VIII-

Abrió y entraron todos atropelladamente; Fortunata delante,Guillermina agarrada a ella, y detrás Ballester, Maxi, Izquierdo ySegunda. La madre corrió derecha a la alcoba, donde estaba el pequeño ensu cuna, dando unos gritos que enternecerían al caballo de bronce deFelipe III. «Aquí estoy, rico mío, aquí está tu esclava... Ven, ven,cielo de mi vida; toma la tetita, toma... ¡Ay qué hambre tan grande!...¡Cuánto ha llorado mi ángel!... Yo desatinada por venir. ¡Qué contentose pone mi niño!... Ya no llora más, ¿verdad? Ya no más...».

Sin quitarse el mantón, había cogido al chiquillo, disponiéndose aaplacar su gran necesidad.

Se sentó en la cama, para dejar a Guillerminala única silla que en la alcoba había. La santa no atendía más que alpequeñuelo, observando si la ansiedad con que mamaba iba acompañada desatisfacción: «Me temo que con esos arrebatos se quede usted sin leche».

—¡Quia!, no señora... Vea usted, la tengo de sobra. Al contrario, creoque si no me desahogo, me quedo seca. Estaba yo anoche, que no cabía enmí. Me era tan preciso vengarme como el respirar y el comer. Pues veráusted... después de darle una bofetada que debió de oírse en Tetuán, lepegué un achuchón con la llave, y la descalabré... después metí mano alas greñas...

—Cállese usted por Dios, que me da horror de oírla.

—Me querían llevar a la cárcel, y estuvieron cerca de una hora si mellevan o no me llevan.

Fueron los policías, y yo dije que estabacriando. Total, que por fin me soltaron, y aquí me vine corriendo. ¡Sino hay como ser así para que la respeten a una! Si no están allí lascondenadas modistas, me paseo por encima de su corpacho como por esasala. Porque mire usted que es remala; ¡engañar a dos, a dos, señora, amí y a la otra, que es un ángel, según dice todo el mundo!

Dígale ustedque su cuenta con la Samaniega está ajustada.

—Me parece que está usted muy trastornada... Cállese, cállese y atiendaa su hijo...

—Ya atiendo, señora, ya atiendo. ¿Pues no me ve?... Hijo, gloria de tumadre, emperador del mundo... ¡Ay!, crea usted que si aquellos perrosguindillas no me dejan venir a dar de mamar a mi hijo, no sé lo que mepasa... El mismo Samaniego fue quien me soltó, diciendo: «Que se vayanoramala». Pues sí, señora, estoy contenta. Y crea usted que no mealegro por interés... ¿Para qué quiero yo el dinero? Para nada. Mealegro por tener el hijo de la casa, y esto no me lo quita nadie. Nicon latines ni sin latines me lo quitan. ¿Verdad, señora? Usted estáahora de mi parte. Y

ella también está ahora de mi parte, ¿verdad?

—Cuando digo que usted no tiene la cabeza buena (bastante alarmada).Cállese la boca.

Tengamos formalidad (dándole palmadas en el hombro),porque si no le cría bien, le pondremos ama; y en último caso, hasta lerecogeremos para tenerlo con nosotras.

—¡Quia!... no señora... Yo no lo suelto (con gran excitación ydesbordamientos de alegría).

¡Estoy tan contenta!... Usted me va aquerer, señora ¿verdad? ¿Me querrá usted? Porque yo necesito que alguienme quiera de firme. Verá usted qué bien me voy a portar ahora.¿Hombres?, ni mirarlos. No quiero cuentas con ninguno. Mi hijito y nadamás.

—Sí... quien te conozca que te compre.

—¡Ah!, usted no me conoce, señora... ¿Cree que...? Ja, ja, ja... Mihijito, y aquí paz... Verá usted; nos haremos cargo de que es hijo delas tres, y tendrá tres madres en vez de una...

A la santa le hizo gracia aquella extraña idea.

«Mire usted; después que Dios me ha dado al hijo de la casa, no leguardo rencor a la otra...

Porque yo soy tanto como ella por lo menos...Como no sea más. Pero pongamos que soy lo mismo. No le guardo rencor, ycomo me apuren mucho, hasta le tomaré cariño... Tres mamás va a tenereste rico, esta gloria: yo, que soy la mamá primera; ella la mamásegunda, y usted la mamá tercera».

«¡Pero, hija, qué alborotada está usted, y qué disparates dice!(tomándole el pulso y examinando con alarma el brillo de sus ojos).Extraño mucho que el pobre Juanín encuentre qué sacar de ese pecho...».

Las demás personas que en la casa entraron estaban en la sala, sinatreverse a pasar mientras durase aquel animado coloquio de la diabla yla santa, cuyo lejano run run oían. Guillermina pasó a la salita enbusca de Ballester, que estaba muy cariacontecido junto a los cristalesde la ventana, mirando a la plaza, y le dijo: «Está esa mujerexcitadísima, y me temo que se seque... ¿Hay aquí antiespasmódica?».

—Sí, sí, la preparé yo con muchísimo esmero; pero traeré más estanoche. ¿Dice usted que está excitadísima?

—Pero atroz... Cabeza trastornada; dice mil despropósitos. Entre usted.

Cuando Ballester le propuso que tomara la medicina, replicó la joven:«Lo que quiero es agua.

Tengo una sed horrible... la boca seca». Bebiócon ansia, y entre tanto, la fundadora llevaba aparte a Ballester y ledecía:

—Oiga usted. Y su marido, ese pobre hombre, ¿qué viene a buscar aquí?¿Qué hace, qué dice, cómo ha tomado esto?

—Señora—replicó el regente fluctuando entre la seriedad y la risa—.¿Usted no lo entiende?...

pues yo tampoco. Su natural es tímido. Poreso, cuando veo que rompe a hablar con personas que no son de confianza,me escamo mucho. De algún tiempo acá todo cuanto ese chico habla es tanatinado, que podrían tenerlo por suyo los siete sabios de Grecia.

—¿Pero no está...?—preguntó la dama llevándose a la sien su dedoíndice.

—A saber... Él fue quien le trajo el cuento de lo del tal con la cual,quiero decir, con la Fenelona. Yo no me fío de la cordura de estecaballerito, y siempre que le cojo a mano le registro, a ver si traealgún arma. No me gusta nada verle aquí.

Rubín e Izquierdo estaban sentados en el sofá de la sala, ambossilenciosos, Fortunata llamó a Ballester y a Platón para contarles loque había hecho, y en tanto Guillermina se fue a sentar junto aMaximiliano, insinuándose con él por medio de una sonrisa de benignidad.Quiso la dama hablarle, y no pudo decir una palabra, pues con todo sutalento y práctica del mundo no acertaba con la clave de las ideas queante aquel hombre, dada la situación de él, debía desarrollar. ¿Qué lediría? ¡Este sí que era problema! ¿Qué tono tomaría? ¿Era cuerdo el talo no? Porque si había dificultades considerándole demente, tratándolecomo sano las dificultades eran tales que rayaban en lo imposible. ¿Lehablaría del niño?... Jesús qué disparate. ¿Le diría que su mujer erauna joya?

¡Qué barbaridad! ¿Acometería el estado real de las cosas? Nipensarlo. ¿Lo tomaría por el lado religioso y de la resignación?Tampoco. ¿Por el lado mundano? Quia... Nunca se había visto la buenaseñora enfrente de un problema de ciencia social tan enrevesado ytemeroso. Aquel enigma superaba a cuantos enigmas había visto ella en suvida infatigable.

«Vamos—pensó la fundadora—, ¿a que tirando por la calle de en mediosalgo bien? Es lo mejor, y este sistema siempre me ha dado resultados.Oiga usted, caballerito...».

—Señora... Y aquí se atascó el diálogo, porque la santa no se atrevíaa pasar adelante. Pero quiso Dios que la misma esfinge le abriese caminodiciéndole: «Yo conocía a usted de vista y de fama; pero nunca habíatenido el gusto de hablarle... Es usted una santa, y cuando se muera, lacanonizaremos y la pondremos en los altares».

—Gracias; es favor—replicó ella con gracejo—. Y a mí me parece que elsanto es usted.

—Yo... (sin maravillarse mucho de la lisonja). Pero de mí a usted hayuna gran diferencia.

Cierto que yo he ganado algunas batallitas contramis pasiones; pero no he llegado, ni con mucho, al grado de perfecciónque usted. Disto bastante todavía. Si con padecer se llegara, yaestaríamos en el pináculo, porque yo he padecido mucho, señora. Usted sepasmará de la serenidad que nota en mí. Todos se pasman, y no es paramenos. Porque aquí donde usted me ve, he estado loco, loco perdido...

—Lo sé, lo sé... ¡Ay, qué dolor!

—Y he ido pasando por este y el otro grado. Primero tuve el deliriopersecutorio, después el delirio de grandezas... Inventé religiones; mecreí jefe de una secta que había de transformar el mundo. Padecí tambiénfuror de homicidio, y por poco mato a mi tía y a Papitos. Siguieronluego depresiones horribles, ganas de morirme, manía religiosa, ansiasde anacoreta, y el delirio de la abnegación y el desprendimiento...

Pero Dios quiso curarme, y poco a poco aquellos estados fueron pasando,y la razón, que estaba muerta, empezó a nacer, primero chiquitita, ydespués creció tanto, tanto, que se me hizo un cerebro nuevo, y fui otrohombre, señora. Y me encontré entonces con la novedad de un grantalento, perdóneme usted la inmodestia, con una gran aptitud para juzgarde todas las cosas...

Guillermina estaba pasmada y no se le ocurría nada que oponer a aquellasrazones.

Expresábase él con admirable serenidad y con fácil y auningeniosa palabra, sin atropellarse ni vacilar un instante, lasfacciones reposadas, todo cortesía y aplomo.

«Y cuando volví a la vida, porque volver a la vida fue aquello,encontreme como el que sube a un monte muy alto, muy alto, y ve todaslas cosas de golpe, reducidas a mínimo tamaño.

'Aquello—decía yo—queme pareció tan grande, vedlo allá tan chiquitín'. Híceme cargo de todolo que había pasado durante mi enfermedad, que más bien me parecíasueño, y vi la infidelidad de esa desgraciada, vi también que tenía unacría, y la claridad de aquella razón nueva y robusta que yo habíaechado, me hizo ver un caso de aplicación de la justicia, y consideréque era de mi deber contribuir a la extirpación del mal en la humanidad,matando a esa infeliz, con lo cual la redimía, porque yo he dichosiempre: 'Bienaventurados los que van al patíbulo, porque ellos en susuplicio se arrepienten, y arrepintiéndose se salvan'».

Guillermina iba a contestar algo a esto; pero el otro no la dejaba meterbaza.

«Aguárdese usted un poquito, que falta la segunda parte. Pensaba yo cómorealizaría aquel acto de justicia, cuando la casualidad, mejor serádecir la Providencia, me deparó una solución mejor y más cristiana quela muerte. Esta pobre mujer no necesitaba de mi justicia. Dios mismohabía dispuesto su castigo y una lección tremenda. ¿Qué debía yo hacer?Dejar que hiriera la lección. La infidelidad castiga la infidelidad.¿Hay nada más lógico que esto? Yo debía, pues, dejar que obrase lalógica. Di gracias a Dios por aquella luz que hizo venir a mí. Dios esel único que castiga, ¿verdad, señora? ¡Y qué bien que lo sabe hacer! ¿Aqué usurparle sus funciones?

Dios, realizando la justicia por medio delos sucesos, lógicamente, es el espectáculo más admirable que puedenofrecer el mundo y la historia. Así es que yo me lavo las manos, y dejoque la lección natural se produzca y la justicia se cumpla. ¿Es esto serrazonable? ¿Es esto ser cuerdo...?».

Hizo la pregunta cruzándose de brazos, y Guillermina después de vacilar,le dijo: «Vaya si lo es. Y Cristo nos enseña que no debemos tomarnos lajusticia por nuestra mano, pues Dios castiga sin palo ni piedra, y Élda a cada criatura lo que le conviene. Cuando alguna injusticia nosenvuelve, por picardías de los hombres, lo que debemos hacer esaguantar, y cruzarnos de brazos y decir: 'Vengan palos. Mientras más mehumillen, más me levantaré después. Mientras más me azoten aquí, mássalud tendré allá'».

—Eso mismo pienso yo. Los resentimientos que había en mi corazón, loshe ido desechando...

La idea de matar la considero yo ineficaz yabsurda, como un medicamento equivocado. Sólo Dios mata, y Él es quiensiempre enseña. Yo he tenido celos horribles, yo he tenido rencoresardientes; sin embargo, toda esta maleza va cayendo bajo el hacha de larazón... Razón y nada más que razón. Ya no pienso en matar a nadie, niaun a los que tanto odié. Veo las admirables enseñanzas de Dios, veo alos malos recibir su castigo, y procuro no merecerlo yo...

Este es misistema, esta es mi vida.

Segismundo había llamado a Guillermina desde la puerta de la alcoba.Allí cuchichearon algo referente a Fortunata, y habiéndole preguntado ala santa su parecer respecto al joven Rubín, la fundadora se expresó deeste modo: «Lo último que me ha dicho es el colmo de la sabiduría y dela cordura; pero...».

—No las tiene usted todas consigo... Ni yo tampoco.

-IX-

Izquierdo entró con una botella de cerveza y detrás el mozo delcafé de Gallo con un grande de limón, ponchera y copas. «Laseñora—dijo él queriendo ser amable—, va a tomar un vasito de cervezacon limón».

—¡Quite usted allá!—replicó la dama—. Yo no bebo esas porquerías. Selo agradezco...

A Fortunata la invitaron también; pero ella no quiso tampoco tomarlo, ypidió leche. Ballester, atento a serle agradable, mandó a Encarnaciónpor la leche, y Guillermina se despidió para retirarse en el momento enque entraba Plácido, que había subido presuroso y lleno de oficiosidad aponerse a sus órdenes.

Segismundo observaba a su amiga, y a la verdad, no le parecía su estadomuy católico. El falso gozo que la hacía reír a cada instante no erabuena señal, y hubiera él deseado que hablase menos.

Pero todo se volvíacontar el lance con Aurora, dándole proporciones trágicas, y una vezconcluido, lo empezaba de nuevo, revelando contra la que fue su amigauna saña implacable.

Ballester la contradecía suavemente, recomendándolela prudencia, la tolerancia y el perdón de las injurias. No sabiendo yaqué decirle, llegó hasta sacarle el ejemplo de Maximiliano, que llevabacon tan cristiana mansedumbre el cargamento de sus agravios. La diabla,al oír esto, se reía más, diciendo que su marido era un santo, unverdadero santo, y que si le canonizaban y le ponían en los altares,ella le rezaría y le escupiría. Esto no lo oyó Rubín, que a la sazónestaba jugando a las damas con Izquierdo.

Trajeron la leche, y cuando Encarnación se la servía a su ama, esta vioque habían caído dos moscas; le entró mucho asco y puso a la chiquillacomo hoja de perejil, llamándola puerca y descuidada. El regente mandótraer más leche, y dijo que la de las moscas se la bebería él, pues notenía asco de nada. Sacó los insectos con el dedo meñique, y su amiga lecriticó esta acción, llamándole sucio y tratándole con cierta sequedad.Trajeron la leche bien tapada para que no cayeran moscas, y mientrasFortunata se la bebía, Ballester se tomó la otra, diciendo bromas ychuscadas, con las cuales no lograba disipar la negra tristeza en que lajoven había caído tras la ruidosa alegría. Mandola acostar, yentretanto, pasó el farmacéutico a la sala, haciendo que atendía aljuego de las damas. No podía tener tranquilidad mientras Maxi estuvieraallí, ni se fiaba de sus apariencias resignadas y filosóficas. Condisimulo, y fingiendo que le hacía cosquillas, por jugar, le tocó losbolsillos, temeroso de que llevara algún arma. Pero nada encontró en sudisimulado reconocimiento. A pesar de todo, no quería Ballester irsesin llevarle por delante, y tanto bregó con él, que hubo de conseguirlo.Salió, pues, el regente haciendo propósito de volver, pues su amiga lehabía puesto en cuidado.

Platón se fue también al anochecer, pero a las nueve regresóencendiendo luz en la sala. No eran las nueve y cuarto, cuandoFortunata, que había empezado a dormitar, sintió pasos, y vio que unhombre entraba en la alcoba. «¿Quién es?—preguntó alarmada, echando losbrazos a su hijo—.

¡Ah!, eres tú, Maxi; no te había conocido. Está estotan oscuro...».

La tos perruna de su tío la tranquilizó, diciéndole que no estaba sola.Mandó a la chica que trajese luz, pues se le había despabilado el sueño,y José, atento a custodiarla, se asomaba a cada instante a la alcoba.Sentose Maximiliano junto a la cama como el día anterior, ybondadosamente le dijo: «Esta tarde había aquí mucha gente y no pudehablarte. Por eso he vuelto. Ya sé que tú y Aurora os pegasteis. DoñaCasta está furiosa, y mi tía, no puedes figurarte lo alborotada que estácontra ti. Sobre este suceso de hoy se me ocurre a mí una cosa que tequiero comunicar».

—Dímelo, dímelo prontito—indicó ella, que sin saber por qué, esperabade aquel hombre, a quien tenía en tan poco ideas extrañas y quizásconsoladoras.

—Pues lo que has hecho esta tarde favorece a tu enemiga—afirmó Rubíncon severidad de médico, aguardando el efecto que tales palabras habíande hacer en ella—. Sí; favorece a tu enemiga. Tú eres tonta y noconoces la naturaleza humana. Yo, desde que entré en esta gran crisis dela razón, todo lo veo claro, y la naturaleza humana no tiene secretospara mí.

Fortunata no comprendía. «Me explicaré mejor. Quiero decir que almaltratar a tu rival le has dado la victoria sobre ti. El hombre a quienqueréis las dos pudo haber vacilado antes de elegir la quedefinitivamente había de merecer su amor. Ahora no vacilará. Entre unaque se descompone y hace las brutalidades que tú hiciste y otra quepadece y es maltratada, el amor tiene que preferir a la víctima. Todavíctima es por sí interesante. Todo verdugo es por sí odioso. En unpleito de amor, la víctima gana siempre. Ésta es una verdad que estáescrita en el corazón humano como en un libro, y yo leo en él tan clarocomo leemos una noticia en El Imparcial. Yo lo sé todo; nada se meoculta. Demasiadas pruebas tienes de ello».

A Fortunata le hizo esto tan mal efecto, que sintió ganas de coger lapalmatoria y tirársela a la cabeza. Respondió con despecho: «Pues sigana ella, mejor. A mí no me importa nada que él la quiera ni que ladeje de querer...».

—Y ahora la va a querer tanto—agregó Maxi impasible y frío—, la va aquerer tanto, que los amantes de Teruel van a ser paja al lado de ellos.La querrá porque ha sido atropellada, y las víctimas siempre inspiranamor. Créetelo porque te lo digo yo, que todo lo sé. La querrá conlocura, más que a ti, más que a su mujer; y hará con ella lo que no hizocon ninguna.

Abandonará a su mujer y a sus padres para vivir a susanchas con ella... Y serán felices y tendrán muchos hijitos.

Lo que la de Rubín dijo no fue más que un mugido. Hizo ademán de cogerla palmatoria.

Después se tapó la cara con la mano.

«Yo te digo estas cosas porque son la verdad, y te pego con la verdadpara que la lección escueza. Así, así es como aprendes. Bonitaenseñanza, ¿verdad? Cierto que duele y hace sangre; pero padecer yaprender son sinónimos. Por tu bien es. Tu conciencia se purificará, yojalá te murieras con esta pena, porque te irías derecha al Cielo».

La joven lloraba con angustia, y él no parecía tenerle compasión.

«Veo que me crees y haces bien. Lo que te he dicho ha salido siempreverdad. Yo lo sé todo, y mi razón me presenta la vida como un panoramaante los ojos. Es un don que recibí de Dios.

Cuando estaba loco,adivinaba por inspiración; bien lo sabes, y recordarás que te anunciétodo lo que iba a pasar... La verdad venía entonces a mí envuelta enuna especie de simbolismo, como las verdades reveladas a los pueblos deOriente. Pero luego entré en la época de la razón, y la verdad se meofrece clara y desnuda, y desnuda y clara te la digo. ¿Acerté aencontrarte cuando todos me decían que te habías muerto? ¿Acerté adescubrir lo de Aurora con los detalles de casa, hora a que se reunían,etcétera? Pues ya ves. Nada se me esconde, y lo que acabo de decirte esel Evangelio. Has dado la victoria a tu enemiga... aguanta el golpe. Tuvíctima y tu verdugo serán felices y tendrán muchos hijos».

—Cállate, cállate o verás...—dijo Fortunata amenazándole con el puño,y tratando de vencer el terror sugestivo y supersticioso que su maridole inspiraba—. Yo también sé verdades y te voy a decir una.

—Pues dímela pronto.—Digo que eres un hombre sin honor...

Maximiliano se estremeció ligeramente, pero nada más. Seguía oyendo. «¿Yqué más?» dijo.

—¿Te parece poco?—prosiguió la diabla, que de rabiosa que estaba,tenía espuma de saliva en los labios—. Pues Ballester y doñaGuillermina lo decían hace poco: «Es un santo; pero no tiene elsentimiento del honor». Conque ya sabes. Déjame en paz. No quiero vertemás. Unos dicen que estás cuerdo, y otros que estás loco. Yo creo queestás cuerdo, pero que no eres hombre; has perdido la condición dehombre, y no tienes... vamos al decir, amor propio ni dignidad...

Conqueahí tienes tu lección. Aguanta y vuelve por otra. ¿Qué creías?, ¿que yoiba a sufrirte tus lecciones, y no te iba yo a dar las mías?

—Lo que dices (con glacial estoicismo) es propio de una criatura llenade debilidades y de impurezas, en quien la razón se halla en estadoembrionario, y que habla y obra siempre al impulso de las pasiones y delvicio.

¡Tiologías! —gritó Fortunata exaltándose y moviendo los brazos comouna actriz en pasaje de empeño—. Si tú hubieras tenido tanto así dedignidad, me habrías pegado un tiro... No lo has hecho. Mejor para mí. Yotra cosa te digo. Si hubieras tenido un adarme de sangre de hombre,cuando viste a ese y a esa, les habrías pegado seis tiros, dejándolessecos a los dos. Pero tú no tienes sangre. Esa santidad y esacristiandad y esa pastelera razón son la horchata que tienes en lasvenas...

Izquierdo, que oía desde la puerta, se alarmó, creyendo oportuno evitaraquel coloquio que tan mal giro tomaba: «Ea—dijo entrando—, bastantehemos hablado. Y usted, señor de Maxi, haga el favor de tomarsoleta...».

Le cogía por un brazo, sin que él hiciese resistencia. Rubín estaba algoaturdido, como si analizara y descompusiera en su mente las acusacionesde su mujer antes de darles la réplica que merecían. De repente, cualmovida de un impulso epiléptico, Fortunata se incorporó en el lecho,echó los brazos hacia adelante, clavó los dedos de una mano en el hombrode su marido con tanta fuerza que le tuvo atenazado, y comiéndoselo conlos ojos, le gritó de este modo:

«Marido mío, ¿quieres que te quierayo?, ¿quieres que te quiera con el alma y la vida?... Di si quieres...Yo me he portado mal contigo; pero ahora, si haces lo que te pido, meportaré bien. Seré una santa como tú... Di si quieres...».

Maxi la interrogaba con su mirada luminosa.

«Di si quieres. Verás cómo lo cumplo. Seré una mujer modelo, y tendremoshijos tú y yo...

Pero has de hacer lo que te digo. Yo te juro que no mevolveré atrás, y te querré. Tú no sabes lo que es una mujer que se muerepor un hombre. ¡Pobretín