Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—Entonces—dijo Ido, fatigado de aquel relato incoherente, y de aquelvocabulario grotesco—, recogió usted a ese precioso niño...

Buscaba Ido la novela dentro de aquella gárrula página contemporánea;pero Izquierdo, como hombre de más seso, despreciaba la novela paravolver a la grave historia.

«Allego y me aboco con los comiteles y les canto claro: '¿Pero señores,nos acantonamos o no nos acantonamos?... porque si no va a haber aquíuna yeción. ¡Se reían de mí!... ¡pillos! ¡Como que estaban vendidos almoderaísmo!... Sabusté tocayo, ¿con qué me motejaban aquellosmequetrefes? Pues na; con que yo no sé leer ni escribir: No es todo loverídico, ¡hostia!, porque leer ya sé, aunque no del todo lo seguío quese debe. Como escribir, no escribo porque se me corre la tinta por eldedo... ¡Bah!, es la que se dice: los escribidores, los periodiqueros, ylos publicantones son los que han perdío con sus tiologías a esta judíatierra, maestro».

Ido tardó mucho tiempo en apoyar esto, por ser quien era; pero Izquierdole apretó el brazo con tanta fuerza, que al fin no tuvo más remedio queasentir con una cabezada, haciendo la reserva mental de que sólo por laviolencia daba su autorizado voto a tal barbaridad.

«Entonces, tocayo de mi arma, viendo que me querían meter en elestaribel y enredarme con los guras, tomé el olivo y no juimos aCartagena. ¡Ay, qué vida aquella! ¡Re-hostia! A mí me querían hacermenistro de la Gubernación; pero dije que nones. No me gustan suponeres.A cuenta que salimos con las freatas por aquellos mares de mi arma. Yentonces, que quieras que no, me ensalzaron a tiniente de navío, yestaba mismamente a las órdenes del general Contreras, que me tratabade tú. ¡Ay qué hombre y qué buen avío el suyo! Parecía verídicamente elgran turco con su gorro colorao. Aquello era una gloria. ¡Alicante,Águilas! Pelotazo va, pelotazo viene. Si por un es caso nos dejan,tocayo, nos comemos el santísimo mundo y lo acantonamos toíto... ¡Orán!¡Ay qué mala sombra tiene Orán y aquel judío vu de los franceses queno hay cristiano que lo pase!... Me najo de allí, güelvo a mi Españita,entro en Madriz mu callaíto, tan fresco... ¿a mí qué?... y me presento aestos tiólogos, mequetrefes y les digo: 'Aquí me tenéis, aquí tenéis ala personalidá del endivido verídico que se pasó la santísima vidapeleando como un gato tripa arriba por las judías libertades... Matarme,hostia, matarme; a cuenta que no me queréis colocar...'. ¿Usté me hizocaso? Pues ellos tampoco. Espotrica que te espotricarás en las Cortes, yel santísimo pueblo que reviente. Y yo digo que es menester acantonar aMadriz, pegarte fuego a las Cortes, al Palacio Real, y a lo judíosministerios, al Monte de Piedad, al cuartel de la Guardia Cevil y alDipósito de las Aguas, y luego hacer un racimo de horca con Castelar,Pi, Figueras, Martos, Bicerra y los demás, por moderaos, pormoderaos...».

-VI-

Dijo el por moderaos hasta seis veces, subiendo gradualmente de tono,y la última repetición debió de oírse en el puente de Toledo. El otroJosé estaba muy aturdido con la bárbara charla del grande hombre, el másdesgraciado de los héroes y el más desconocido de los mártires.

Sumáscara de misantropía y aquella displicencia de genio perseguido erannatural consecuencia de haber llegado al medio siglo sin encontrar suasiento, pues treinta años de tentativas y de fracasos son para abatirel ánimo más entero. Izquierdo había sido chalán, tratante en trigos,revolucionario, jefe de partidas, industrial, fabricante de velas, puntofigurado en una casa de juego y dueño de una chirlata; había casadodos veces con mujeres ricas, y en ninguno de estos diferentes estados yocasiones obtuvo los favores de la voluble suerte. De una manera y otra,casado y soltero, trabajando por su cuenta y por la ajena, siempre mal,siempre mal, ¡hostia!

La vida inquieta, las súbitas apariciones y desapariciones que hacía, yel haber estado en gurapas algunas temporadillas rodearon de misteriosu vida, dándole una reputación deplorable.

Se contaban de él horrores.Decían que había matado a Demetria, su segunda mujer, y cometido otrosnefandos crímenes, violencias y atropellos. Todo era falso. Hay quedeclarar que parte de su mala reputación la debía a sus fanfarronadas ya toda aquella humareda revolucionaria que tenía en la cabeza. La mayorparte de sus empresas políticas eran soñadas, y sólo las creían yapoquísimos oyentes, entre los cuales Ido del Sagrario era el de mayorestragaderas. Para completar su retrato, sépase que no había estado enCartagena. De tanto pensar en el dichoso cantón, llegó sin duda afigurarse que había estado en él, hablando por los codos de aquellastremendas yeciones y dando detalles que engañaban a muchos bobos. Lode la partida de Callosa sí parece cierto.

También se puede asegurar, sin temor de que ningún dato histórico pruebelo contrario, que Platón no era valiente, y que, a pesar de tantabaladronada, su reputación de braveza empezaba a decaer como todas lasglorias de fundamento inseguro. En los tiempos a que me refiero, eldescrédito era tal que la propia vanidad platónica estaba ya por lossuelos. Principiaba a creerse una nulidad, y allá en sus soliloquiosdesesperados, cuando le salía mal alguna de las bajezas con que seprocuraba dinero, se escarnecía sinceramente, diciéndose: «soy pior queuna caballería; soy más tonto que un cerrojo; no sirvo absolutamentepara nada». El considerar que había llegado a los cincuenta años sinsaber plumear y leyendo sólo a trangullones, le hacía formar de su endivido la idea más desventajosa. No ocultaba su dolor por esto, yaquel día se lo expresó a su tocayo con sentida ingenuidad:

«Es una gaita esto de no saber escribir... ¡Hostia!, si yo supiera...Créalo: ese es el por qué de la tirria que me tiene Pi».

Don José no le contestó. Estaba doblado por la cintura, porque eldigerir las dos enormes chuletas que se había atizado, no se presentabacomo un problema de fácil solución. Izquierdo no reparó que a su amigole temblaba horriblemente el párpado, y que las carúnculas del cuello ylos berrugones de la cara, inyectados y turgentes, parecían próximos areventar. Tampoco se fijó en la inquietud de D. José, que se movía en elasiento como si este tuviese espinas; y volviendo a lamentarse de sudestino, se dejó decir: «Porque no hacen solutamente estimación de losverídicos hombres del mérito. Tanto mequetrefe colocao, y a nosotros,tocayo, a estos dos hombres de calidá nadie les ensalza. A cuenta deellos se lo pierden; porque usted, ¡hostia!, sería un lince para laDestrución pública, y yo... yo».

La vanidad de Platón cayó de golpe cuando más se remontaba, y noencontrando aplicación adecuada a su personalidad, se estrelló en laconciencia de su estolidez. «Yo... para tirar de un carromato—pensó—.Después dejó caer la varonil y gallarda cabeza sobre el pecho y estuvomeditando un rato sobre el por qué de su perra suerte. Ido permaneciócompletamente insensible a la lisonja que le soltara su amigo, y teníala imaginación sumergida en sombrío lago de tristezas, dudas, temores ydesconfianzas. A Izquierdo le roía el pesimismo. La carga de la bebidaen su estómago no tuvo poca parte en aquel desaliento horrible, duranteel cual vio desfilar ante su mente los treinta años de fracasos queformaban su historia activa... Lo más singular fue que en su tristezasentía una dulce voz silbándole en el oído: «Tú sirves para algo... note amontones...». Mas no se convencía, no. «Al que me dijera—pensaba—, cuál es la judía cosa pa que sirve este piazo de hombre, lequerría, si es caso, más que a mi padre». Aquel desventurado era comootros muchos seres que se pasan la mayor parte de la vida fuera de susitio, rodando, rodando, sin llegar a fijarse en la casilla que sudestino les ha marcado. Algunos se mueren y no llegan nunca; Izquierdodebía llegar, a los cincuenta y un años, al puesto que la Providencia leasignara en el mundo, y que bien podríamos llamar glorioso. Un añodespués de lo que ahora se narra estaba ya aquel planeta errante, puedodar fe de ello, en su sitio cósmico. Platón descubrió al fin la ley desu sino, aquello para que exclusiva y solutamente servía. Y tuvososiego y pan, fue útil y desempeñó un gran papel, y hasta se hizocélebre y se lo disputaban y le traían en palmitas.

No hay ser humano,por despreciable que parezca, que no pueda ser eminencia en algo, yaquel buscón sin suerte, después de medio siglo de equivocaciones, havenido a ser, por su hermosísimo talante, el gran modelo de la pinturahistórica contemporánea. Hay que ver la nobleza y arrogancia de sufigura cuando me lo encasquetan una armadura fina, o ropillas ybalandranes de raso, y me lo ponen haciendo el duque de Gandía, alsentir la corazonada de hacerse santo, o el marqués de Bedmar ante elConsejo de Venecia, o Juan de Lanuza en el patíbulo, o el gran Albaponiéndoles las peras a cuarto a los flamencos. Lo más peregrino es queaquella caballería, toda ignorancia y rudeza, tenía un notable instintode la postura, sentía hondamente la facha del personaje, y sabíatraducirla con el gesto y la expresión de su admirable rostro.

Pero en aquella sazón, todo esto era futuro y sólo se presentaba a lamente embrutecida de Platón como presentimiento indeciso de glorias ybienandanza. El héroe dio un suspiro, a que contestó el poeta con otrosuspiro más tempestuoso. Mirando cara a cara a su amigo, Ido tosió dos otres veces, y con una vocecilla que sonaba metálicamente, le dijo,poniéndole la mano en el hombro:

«Usted es desgraciado porque no le hacen justicia; pero yo lo soy más,tocayo, porque no hay mayor desdicha que el deshonor».

—¡Repóblica puerca, repóblica cochina!—rebuznó Platón, dando en lamesa un porrazo tan recio, que todo el ventorro tembló.

—Porque todo se puede conllevar—dijo Ido bajando la vozlúgubremente—, menos la infidelidad conyugal. Terrible cosa es hablarde esto, querido tocayo, y que esta deshonrada boca pregone mi propiaignominia... pero hay momentos, francamente, naturalmente, en que nopuede uno callar. El silencio es delito, sí señor... ¿Por qué ha deechar sobre mí la sociedad esta befa, no siendo yo culpable? ¿No soymodelo de esposos y padres de familia? ¿Pues cuándo he sido yoadúltero?, ¿cuándo?... que me lo digan.

De repente, y saltando cual si fuera de goma, el hombre eléctrico selevantó... Sentía una ansiedad que le ahogaba, un furor que le ponía lospelos de punta. En este excepcional desconcierto no se olvidó de pagar,y dando su duro al Tartera, recogió la vuelta.

«Noble amigo—díjole a Izquierdo al oído—, no me acompañe usted...Estimo en lo que valen sus ofrecimientos de ayuda. Pero debo ir solo,enteramente solo, sí señor; les cogeré in fraganti...¡Silencio...!, ¡chis!... La ley me autoriza a hacer un escarmiento...pero horrible, tremendo... ¡Silencio digo!».

Y salió de estampía, como una saeta. Viéndole correr, se reían Izquierdoy el Tartera. El infeliz Ido iba derecho a su camino sin reparar enningún tropiezo. Por poco tumba a un ciego, y le volcó a una mujer lacesta de los cacahuetes y piñones. Atravesó la Ronda, el Mundo Nuevo yentró en la calle de Mira el Río baja, cuya cuesta se echó a pechos sintomar aliento. Iba desatinado, gesticulando, los ojos fulminantes, ellabio inferior muy echado para fuera. Sin reparar en nadie ni en nada,entró en la casa, subió las escaleras, y pasando de un corredor a otro,llegó pronto a su puerta. Estaba cerrada sin llave. Púsose en acecho, eloído en el agujero de la llave, y empujando de improviso la abrió conestrépito, y echó un vocerrón muy tremendo:

¡Adúuultera!

«¡Cristo!, ya le tenemos otra vez con el dichoso dengue...—chillóNicanora, reponiéndose al instante de aquel gran susto—. Pobrecito mío,hoy viene perdido...».

Don José entró a pasos largos y marcados, con desplantes de cómico de lalegua; los ojos saltándosele del casco; y repetía con un tono cavernosola terrorífica palabra: ¡adúuultera!

—Hombre de Dios—dijo la infeliz mujer, dejando a un lado el trabajo,que aquel día no era pintura, sino costura—, tú has comido, ¿verdad?...Buena la hemos hecho...

Le miraba con más lástima que enojo, y con cierta tranquilidad relativa,como se miran los males ya muy añejos y conocidos.

«—Fuertecillo es el ataque... Corazón, ¡cómo estás hoy! Algún indino teha convidado... Si le cojo... Mira, José, debes acostarte...».

—Por Dios, papá—dijo Rosita, que había entrado detrás de su padre—,no nos asustes...

Quítate de la cabeza esas andróminas.

Apartola él lejos de sí con enérgico ademán, y siguió dando aquellospasos tragicómicos sin orden ni concierto. Parecía registrar la casa; seasomaba a las fétidas alcobas, daba vueltas sobre un tacón, palpaba lasparedes, miraba debajo de las sillas, revolviendo los ojos con fiereza yhaciendo unos aspavientos que harían reír grandemente si la compasión nolo impidiera. La vecindad, que se divertía mucho con el dengue delbuen ido, empezó a congregarse en el corredor. Nicanora salió a lapuerta: «Hoy está atroz... Si yo cogiera al lipendi que le convidó amagras...».

—¡Venga usted acá, dama infiel!—le dijo el frenético esposo,cogiéndola por un brazo.

Hay que advertir que ni en lo más fuerte del acceso era brutal. Oporque tuviera muy poca fuerza o porque su natural blando no fuese nuncavencido de la fiebre de aquella increíble desazón, ello es que sus manosapenas causaban ofensa. Nicanora le sujetó por ambos brazos, y él,sacudiéndose y pateando, descargaba su ira con estas palabras roncas:«No me lo negarás ahora... Le he visto, le he visto yo».

—¿A quién has visto, corazón?... ¡Ah!, sí, al duque. Sí, aquí letengo... No me acordaba...

¡Pícaro duque, que te quiere quitar esarecondenada prenda tuya!

Desprendido de las manos de su mujer, que como tenazas le sujetaban, Idovolvió a sus mímicas, y Nicanora, sabiendo que no había más medio deaplacarle que dar rienda suelta a su insana manía para que el ataquepasara más pronto, le puso en la mano un palillo de tambor que allíhabían dejado los chicos, y empujándole por la espalda... «Ya puedesescabecharnos—le dijo—, anda, anda; estamos allí, en el camarín, tanagasajaditos... Fuerte, hijo; dale firme y sácanos el mondongo...».

Dando trompicones, entró Ido en una de las alcobas, y apoyando larodilla en el camastro que allí había empezó a dar golpes con elpalillo, pronunciando torpemente estas palabras:

«Adúlteros, expiadvuestro crimen». Los que desde el corredor le oían, reíanse a todotrapo, y Nicanora arengaba al público diciendo: «pronto se le pasará;cuanto más fuerte, menos le dura».

«Así, así... muertos los dos... charco de sangre... yo vengado, mi honrala... la... vadita»

murmuraba él dando golpes cada vez más flojos, y alfin se desplomó sobre el jergón boca abajo.

Las piernas colgaban fuera,la cara se oprimía contra la almohada, y en tal postura rumiabaexpresiones oscuras que se apagaban resolviéndose en ronquidos. Nicanorale volvió cara arriba para que respirase bien, le puso las piernasdentro de la cama, manejándole como a un muerto, y le quitó de la manoel palo. Arreglole las almohadas y le aflojó la ropa. Había entrado enel segundo periodo, que era el comático, y aunque seguía delirando, nomovía ni un dedo, y apretaba fuertemente los párpados, temeroso de laluz. Dormía la mona de carne.

Cuando la Venus de Médicis salió del cubil, vio que entre las personasque miraban por la ventana, estaba Jacinta, acompañada de su doncella.

-VII-

Había presenciado parte de la escena y estaba aterrada. «Ya le pasó lopeor—dijo Nicanora saliendo a recibirla—. Ataque muy fuerte... Pero nohace daño. ¡Pobre ángel! Se pone de esta conformidad cuando come».

—¡Cosa más rara! —expresó Jacinta entrando.

—Cuando come carne... Sí señora. Dice el médico que tiene el cerebrocomo pasmado, porque durante mucho tiempo estuvo escribiendo cosas demujeres malas, sin comer nada más que las condenadas judías... Lamiseria, señora, esta vida de perros. ¡Y si supiera usted qué buenhombre es!... Cuando está tranquilo no hace cosa mala ni dice unamentira... Incapaz de matar una pulga.

Se estará dos años sin probar elpan, con tal que sus hijos lo coman. Ya ve la señora si soy desgraciada.Dos años hace que José empezó con estas incumbencias. ¡Se pasaba lasnoches en vela, sacando de su cabeza unas fábulas...!, todo tocante adamas infieles, guapetonas, que se iban de picos pardos con unos duquesmuy adúlteros... y los maridos trinando... ¡Qué cosas inventaba!

Y porla mañana las ponía en limpio en papel de marquilla con una letra quedaba gusto verla.

Luego le dio el tifus, y se puso tan malo que estuvo suministrado y creíamos que se iba. Sanó y le quedaron estascalenturas de la sesera, este dengue que le da siempre que tomasustancia. Tiene temporadas, señora; a veces el ataque es muy ligero, yotras se pone tan encalabrinado que sólo de pasar por delante delMatadero le baila el párpado y empieza a decir disparates. Bien dicen,señora, que la carne es uno de los enemigos del alma... Cuidado con loque saca... ¡Que yo me adultero, y que se la pego con un duque!... Mirenque yo con esta facha...

No interesaba a Jacinta aquel triste relato tanto como creía Nicanora, yviendo que esta no ponía punto, tuvo la dama que ponerlo.

«Perdone usted—dijo dulcificando su acento todo lo posible—, perodispongo de poco tiempo.

Quisiera hablar con ese señor que llaman Don... José Izquierdo».

—Para servir a vuecencia—dijo una voz en la puerta, y al mirar, encaróJacinta con la arrogantísima figura de Platón, quien no le pareció tanfiero como se lo habían pintado.

Díjole la Delfina que deseaba hablarle, y él la invitó con toda lacortesía de que era capaz a pasar a su habitación. Ama y criada sepusieron en marcha hacia el 17, que era la vivienda de Izquierdo.

«¿En dónde está el Pituso?» preguntó Jacinta a mitad del camino.

Izquierdo miró al patio donde jugaban varios chicos, y no viéndole porninguna parte, soltó un gruñido. Cerca del 17, en uno de los ángulos delcorredor había un grupo de cinco o seis personas entre grandes y chicos,en el centro del cual estaba un niño como de diez años, ciego, sentadoen una banqueta y tocando la guitarra. Su brazo era muy pequeño paraalcanzar el extremo del mango. Tocaba al revés, pisando las cuerdas conla derecha y rasgueando con la izquierda, puesta la guitarra sobre lasrodillas, boca y cuerdas hacia arriba.

La mano pequeña y bonita del ceguezuelo hería con gracia las cuerdas,sacando de ellas arpegios dulcísimos y esos punteados graves que tanbien expresan el sentir hondo y rudo de la plebe. La cabeza del músicooscilaba como la de esos muñecos que tienen por pescuezo una espiral deacero, y revolvía de un lado para otro los globos muertos de sus ojoscuajados, sin descansar un punto. Después de mucho y mucho puntear yrasguear, rompió con chillona voz el canto:

A Pepa la gitani... i... i...

Aquel iiii no se acababa nunca, daba vueltas para arriba y para abajocomo una rúbrica trazada con el sonido. Ya les faltaba el aliento a losoyentes cuando el ciego se determinó a posarse en el final de la frase:

lla-cuando la parió su madre...

Expectación, mientras el músico echaba de lo hondo del pecho unos ayes ygruñidos como de un perrillo al que le están pellizcando el rabo. ¡Ay,ay, ay! ... Por fin concluyó: sólo para las narices

le dieron siete calambres.

Risas, algazara, pataleos... Junto al niño cantor había otro ciego,viejo y curtido, la cara como un corcho, montera de pelo encasquetada yel cuerpo envuelto en capa parda con más remiendos que tela. Su risillade suficiencia le denunciaba como autor de la celebrada estrofa. Eratambién maestro, padre quizás, del ciego chico y le estaba enseñando eloficio. Jacinta echó un vistazo a todo aquel conjunto, y entre lasrespetables personas que formaban el corro, distinguió una cuyapresencia la hizo estremecer. Era el Pituso, que asomando por entre elciego grande y el chico, atendía con toda su alma a la música, puestauna mano en la cintura y la otra en la boca.

«Ahí está» dijo al Sr.Izquierdo, que al punto le sacó del grupo para llevarle consigo. Lo másparticular fue que si cuando la fisonomía del Pituso estabaembadurnada creyó Jacinta advertir en ella un gran parecido con JuanitoSanta Cruz, al mirarla en su natural ser, aunque no efectivamentelimpia, el parecido se había desvanecido.

«No se parece» pensaba entre alegre y desalentada, cuando Izquierdo leseñaló la puerta para que entrase.

Cuentan Jacinta y su criada que al verse dentro de la reducida, inmunday desamparada celda, y al observar que el llamado Platón cerraba lapuerta, les entró un miedo tan grande que a entrambas se les ocurriósalir a la ventanilla a pedir socorro. Miró la señora de soslayo a lacriada, por ver si esta mostraba entereza de ánimo; pero Rafaela estabamás muerta que viva. «Este bandido—pensó Jacinta—, nos va a retorcerel pescuezo sin dejarnos chistar». Algo se tranquilizaba oyendo muycerca el guitarreo y el rum rum de la multitud que rodeaba a los dosciegos. Izquierdo les ofreció las dos sillas que en la estancia había, yél se sentó sobre un baúl, poniendo al Pituso sobre sus rodillas.

Rafaela cuenta que en aquel momento se le ocurrió un plan infalible paradefenderse del monstruo, si por acaso las atacaba. Desde el punto en quele viera hacer un ademán hostil, ella se le colgaría de las barbas. Sien el mismo instante y muy de sopetón su señorita tenía la destrezasuficiente para coger un asador que muy cerca de su mano estaba ymetérselo por los ojos, la cosa era hecha.

No había allí más muebles que las dos sillas y el baúl. Ni cómoda, nicama, ni nada. En la oscura alcoba debía de haber algún camastro. De lapared colgaba una grande y hermosa lámina detrás de cuyo cristal seveían dos trenzas negras de pelo, hermosísimas, enroscadas al modo deculebras, y entre ellas una cinta de seda con este letrero: ¡Hija mía! «¿De quién es ese pelo?»

preguntó Jacinta vivamente, y la curiosidad lealivió por un instante el miedo.

—De la hija de mi mujer —replicó Platón con gravedad, echando unamirada de desdén al cuadro de las trenzas.

—Yo creí que eran de... —balbució la dama sin atreverse a acabar lafrase—. Y la joven a quien pertenecía ese pelo, ¿dónde está?

—En el cementerio—gruñó Izquierdo con acento más propio de bestia quede hombre.

Jacinta examinó al Pituso chico y... cosa rara, volvió a advertirparecido con el gran Pituso. Le miró más, y mientras más le miraba mássemejanza. ¡Santo Dios! Llamole, y el señor Izquierdo dijo al niño concierta aspereza atenuada que en él podía pasar por dulzura: «Anda,piojín, y da un beso a esta señora». El nene, en pie, se resistía a darun paso hacia adelante. Estaba como asustado y clavaba en la señora lasestrellas de sus ojos. Jacinta había visto ojos lindos, pero comoaquellos no los había visto nunca. Eran como los del Niño Dios pintadopor Murillo. «Ven, ven» le dijo llamándole con ese movimiento de las dosmanos que había aprendido de las madres.

Y él tan serio, con lasmejillas encendidas por la vergüenza infantil, que tan fácilmente seresuelve en descaro.

«A cuenta que no es corto de genio; pero se espanta de las personasfinas» dijo Izquierdo empujándole hasta que Jacinta pudo cogerle.

—Si es todo un caballero formal —declaró la señorita dándole un besoen su cara sucia que aún olía a la endiablada pintura—. ¿Cómo estáshoy tan serio y ayer te reías tanto y me enseñabas tu lengüecita?

Estas palabras rompieron el sello a la seriedad de Juanín, porque lomismo fue oírlas que desplegar su boca en una sonrisa angelical. Riosetambién Jacinta; pero su corazón sintió como un repentino golpe, y se lenublaron los ojos. Con la risa del gracioso chiquillo resurgía de unmodo extraordinario el parecido que la dama creía encontrar en él.Figurose que la raza de Santa Cruz le salía a la cara como poco antes lehabía salido el carmín del rubor infantil. «Es, es...» pensó conprofunda convicción, comiéndose a miradas la cara del rapazuelo. Vela enella las facciones que amaba; pero allí había además otras desconocidas.Entrole entonces una de aquellas rabietinas que de tarde en tardeturbaban la placidez de su alma, y sus ojos, iluminados por aquelrencorcillo, querían interpretar en el rostro inocente del niño lasaborrecidas y culpables bellezas de la madre. Habló, y su metal de vozhabía cambiado completamente. Sonaba de un modo semejante a los bajos dela guitarra: «Señor Izquierdo, ¿tiene usted ahí por casualidad elretrato de su sobrina?».

Si Izquierdo hubiera respondido que sí, ¡cómo se habría lanzado Jacintasobre él! Pero no había tal retrato, y más valía así. Durante un ratoestuvo la dama silenciosa, sintiendo que se le hacía en la garganta elnudo aquel, síntoma infalible de las grandes penas. En tanto, el Pitusoadelantaba rápidamente en el camino de la confianza. Empezó por tocarcon los dedos tímidamente una pulsera de monedas antiguas que Jacintallevaba, y viendo que no le reñían por este desacato, sino que laseñora aquella tan guapa le apretaba contra sí, se decidió a examinar elimperdible, los flecos del mantón y principalmente el manguito, aquellacosa de pelos suaves con un agujero, donde se metía la mano y estaba tancalentito.

Jacinta le sentó sobre sus rodillas y trató de ahogar su desconsuelo,estimulando en su alma la piedad y el cariño que el desvalido niño leinspiraba. Un examen rápido sobre el vestido de él le reprodujo la pena.¡Que el hijo de su marido estuviese con las carnecitas al aire, los piescasi desnudos...! Le pasó la mano por la cabeza rizosa, haciendo voto ensu noble conciencia de querer al hijo de otra como si fuera suyo. Elrapaz fijaba su atención de salvaje en los guantes de la señora. Notenía él ni idea remota de que existieran aquellas manos de mentira,dentro de las cuales estaban las manos verdaderas.

«¡Pobrecito! —exclamó con vivo dolor Jacinta, observando que el míserotraje del Pituso era todo agujeros. Tenía un hombro al aire, y una delas nalgas estaba también a la intemperie. ¡Con cuánto amor pasó la manopor aquellas finísimas carnes, de las cuales pensó que nunca habíanconocido el calor de una mano materna, y que estaban tan heladas denoche como de día!

«Toca, toca—dijo a la criada—; muertecito de frío».

Y al Sr. Izquierdo: «Pero ¿por qué tiene usted a este pobre niño tandesabrigado?».

—Soy pobre, señora —refunfuñó Izquierdo con la sequedad de siempre—.No me quieren colocar... por decente...

Iba a seguir espetando el relato de sus cuitas políticas; pero Jacintano le hizo caso. Juanín, cuya audacia crecía por momentos, atrevíase yanada menos que a posarle la mano en la cara, con muchísimo respeto, esosí.

«Te voy a traer unas botas muy bonitas» le dijo la que quería ser madreadoptiva, echándole las palabras con un beso en su oído sucio.

El muchacho levantó un pie. ¡Y qué pie! Más valía que ningún cristianolo viera. Era una masa de informe esparto y de trapo asqu