Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Izquierdo hizo un gesto de desprecio.

«¿Qué, se nos enfada?... Pues nada, quédese usted con su angelito. ¿Puesqué se ha creído el muy majadero, que nos tragábamos la bola de que el Pituso es hijo del esposo de esta señora?

¿Cómo se prueba eso?...».

—Yo na tengo que ver... pues bien claro está que es paenatural—replicó Izquierdo de mal talante—, pae natural del hijo de misobrina, verbo y gracia, Juanín.

—¿Tiene usted la partida de bautismo?

—La tengo—dijo el salvaje mirando al cofre sobre el que se sentabaRafaela.

—No, no saque usted papeles, que tampoco prueban nada. En cuanto a lapaternidad natural, como usted dice, será o no será. Pediremosinformes a quien pueda darlos.

Izquierdo se rascaba la frente, como escarbando para extraer de ella unaidea. La alusión a Juanito hízole recordar sin duda cuando rodóignominiosamente por la escalera de la casa de Santa Cruz. Jacinta, entanto, quería llegar a un arreglo ofreciendo la mitad; mas Guillermina,que le adivinó en el semblante sus deseos de conciliación, le impusosilencio, y levantándose, dijo:

«Señor Izquierdo; guárdese usted su churumbé, que lo que es este timono le ha salido».

—Señora... ¡Hostia!, yo soy un hombre de bien, y conmigo no se quedaninguna nea,

¿estamos? —replicó él con aquella rabia superficial que nopasaba de las palabras.

—Es usted muy amable... Con las finuras que usted gasta no es posibleque nos entendamos.

¡Si habrá usted creído que esta señora tenía un graninterés en apropiarse del niño! Es un capricho, nada más que uncapricho. Esta simple se ha empeñado en tener chiquillos... manía tonta,porque cuando Dios no quiere darlos, Él se sabrá por qué... Vio al Pituso, le dio lástima, le gustó... pero es muy caro el animalito. Enestos dos patios los dan por nada, a escoger... por nada, sí, alma deDios, y con agradecimiento encima... ¿Qué te creías, que no hay más quetu piojín?...

Ahí está esa niña preciosísima que llaman Adoración...Pues nos la llevaremos cuando queramos, porque la voluntad de Severianaes la mía... Con que abur... ¿Qué tienes que contestar?

Ya te veo venir: que el Pituso es de la propia sangre de los señoresde Santa Cruz. Podrá ser, y podrá no ser... Ahora mismo nos vamos acontarle el caso al marido de mi amiga, que es hombre de muchainfluencia y se tutea con Pi y almuerza con Castelar y es hermano deleche de Salmerón... Él verá lo que hace. Si el niño es suyo, te loquitará; y si no lo es, ayúdame a sentir.

En este caso, pedazo debárbaro, ni dinero, ni portería, ni nada.

Izquierdo estaba como aturdido con esta rociada de palabras vivas ycontundentes.

Guillermina, en aquellas grandes crisis oratorias, tuteabaa todo el mundo... Después de empujar hacia la puerta a Jacinta y aRafaela, volviose al desgraciado, que no acertaba a decir palabra, yechándose a reír con angélica bondad, le habló en estos términos:

«Perdóname que te haya tratado duramente como mereces... Yo soy así. Yno te vayas a creer que me he enfadado. Pero no quiero irme sin darteuna limosna y un consejo. La limosna en esta.

Toma, para ayuda de unpanecillo».

Alargó la mano ofreciéndole dos duros, y viendo que el otro no lostomaba, púsolos sobre una de las sillas.

«El consejo allá va. Tú no vales absolutamente para nada. No sabesningún oficio, ni siquiera el de peón, porque eres haragán y no tegusta cargar pesos. No sirves ni para barrendero de las calles, nisiquiera para llevar un cartel con anuncios... Y sin embargo,desventurado, no hay hechura de Dios que no tenga su para qué en estetaller admirable del trabajo universal; tú has nacido para un granoficio, en el cual puedes alcanzar mucha gloria y el pan de cada día.Bobalicón, ¿no has caído en ello?... ¡Eres tan bruto!... ¿Pero di, no tehas mirado al espejo alguna vez? ¿No se te ha ocurrido?... Pareceslelo... Pues te lo diré: para lo que tú sirves es para modelo depintores... ¿no entiendes? Pues ellos te ponen vestido de santo, o decaballero, o de Padre Eterno, y te sacan el retrato... porque tienes lagran figura. Cara, cuerpo, expresión, todo lo que no es del alma es enti noble y hermoso; llevas en tu persona un tesoro, un verdadero tesorode líneas... Vamos, apuesto a que no lo entiendes».

La vanidad aumentó la turbación en que el bueno de Izquierdo estaba.Presunciones de gloria le pasaron con ráfagas de hoguera por lafrente... Entrevió un porvenir brillante... ¡Él, retratado por lospintores!... ¡Y eso se pagaba! Y se ganaban cuartos por vestirse,ponerse y ¡ah!... Platón se miró en el vidrio del cuadro de lastrenzas; pero no se veía bien...

«Con que no lo olvides... Preséntate en cualquier estudio, y eres unhombre. Con tu piojín a cuestas, serías el San Cristóbal más hermoso quese podría ver. Adiós, adiós...».

-X-

Más escenas de la vida íntima

-I-

Saliendo por los corredores, decía Guillermina a su amiga:

«Eres una inocentona... tú no sabes tratar con esta gente. Déjame a mí,y estate tranquila, que el Pituso es tuyo. Yo me entiendo. Si esebribón te coge por su cuenta, te saca más de lo que valen todos loschicos de la Inclusa juntos con sus padres respectivos. ¿Qué pensabas túofrecerle?

¿Diez mil reales? Pues me los das, y si lo saco por menos, ladiferencia es para mi obra».

Después de platicar un rato con Severiana en la salita de esta, salieronescoltadas por diferentes cuerpos y secciones de la granujería de losdos patios. A Juanín, por más que Jacinta y Rafaela se desojabanbuscándole, no le vieron por ninguna parte.

Aquel día, que era el 22, empeoró el Delfín a causa de su impaciencia ypor aquel afán de querer anticiparse a la naturaleza, quitándole a estalos medios de su propia reparación. A poco de levantarse tuvo quevolverse a la cama, quejándose de molestias y dolores puramenteilusorios. Su familia, que ya conocía bien sus mañas, no se alarmaba, yBarbarita recetábale sin cesar sábanas y resignación. Pasó la nocheintranquilo; pero se estuvo durmiendo toda la mañana del 23, por lo quepudo Jacinta dar otro salto, acompañada de Rafaela, a la calle de Mirael Río. Esta visita fue de tan poca sustancia, que la dama volvió muytriste a su casa. No vio al Pituso ni al Sr.

Izquierdo. DíjoleSeveriana que Guillermina había estado antes y echado un largoparlamento con el endivido, quien tenía al chico montado en el hombro,ensayándose sin duda para hacer el San Cristóbal. Lo único que sacóJacinta en limpio de la excursión de aquel día fue un nuevo testimoniode la popularidad que empezaba a alcanzar en aquellas casas. Hombres ymujeres la rodeaban y poco faltó para que la llevaran en volandas. Oyoseuna voz que gritaba: «¡viva la simpatía!» y le echaron coplas de gustodudoso, pero de muy buena intención. Los de Ido llevaban la voz cantanteen este concierto de alabanzas, y daba gozo ver a D. José tan elegante,con las prendas en buen uso que Jacinta le había dado, y su hongo casinuevo de color café. El primogénito de los claques fue objeto de unaserie de transacciones y reventas chalanescas, hasta que lo adquirió pordos cuartos un cierto vecino de la casa, que tenía la especialidad dehacer el higuí en los Carnavales.

Adoración se pegaba a doña Jacinta desde que la veía entrar. Era comouna idolatría el cariño de aquella chicuela. Quedábase estática y leladelante de la señorita, devorándola con sus ojos, y si esta le cogía lacara o le daba un beso, la pobre niña temblaba de emoción y parecía quele entraba fiebre. Su manera de expresar lo que sentía era dar decabezadas contra el cuerpo de su ídolo, metiendo la cabeza entre lospliegues del mantón y apretando como si quisiera abrir con ella unhueco. Ver partir a doña Jacinta era quedarse Adoración sin alma, ySeveriana tenía que ponerse seria para hacerla entrar en razón. Aqueldía le llevó la dama unas botitas muy lindas, y prometió llevarle otrasprendas, pendientes y una sortija con un diamante fino del tamaño de ungarbanzo; más grande todavía, del tamaño de una avellana.

Al volver a su casa, tenía la Delfina vivos deseos de saber siGuillermina había hecho algo.

Llamola por el balcón; pero la fundadorano estaba. Probablemente, según dijo la criada, no regresaría hasta lanoche porque había tenido que ir por tercera vez a la estación de lasPulgas, a la obra y al asilo de la calle de Alburquerque.

Aquel día ocurrió en casa de Santa Cruz un suceso feliz. Entró D.Baldomero de la calle cuando ya se iban a sentar a la mesa, y dijo conla mayor naturalidad del mundo que le había caído la lotería. OyóBarbarita la noticia con calma, casi con tristeza, pues el capricho dela suerte loca no le hacía mucha gracia. La Providencia no había andadoen aquello muy lista que digamos, porque ellos no necesitaban de lalotería para nada, y aun parecía que les estorbaba un premio que, enbuena lógica, debía de ser para los infelices que juegan por mejorar defortuna. ¡Y había tantas personas aquel día dadas a Barrabás por nohaber sacado ni un triste reintegro! El 23, a la hora de la listagrande, Madrid parecía el país de las desilusiones, porque... ¡cosa másparticular!, a nadie le tocaba. Es preciso que a uno le toque para creerque hay agraciados.

Don Baldomero estaba muy sereno, y el golpe de suerte no le daba calorni frío. Todos los años compraba un billete entero, por rutina o vicio,quizás por obligación, como se toma la cédula de vecindad u otrodocumento que acredite la condición de español neto, sin que nuncasacase más que fruslerías, algún reintegro o premios muy pequeños. Aquelaño le tocaron doscientos cincuenta mil reales. Había dado, comosiempre, muchas participaciones, por lo cual los doce mil quinientosduros se repartían entre la multitud de personas de diferente posición yfortuna; pues si algunos ricos cogían buena breva, también muchos pobrespellizcaban algo.

Santa Cruz llevó la lista al comedor, y la iba leyendomientras comía, haciendo la cuenta de lo que a cada cual tocaba. Se leoía como se oye a los niños del Colegio de San Ildefonso que sacan ycantan los números en el acto de la extracción.

« Los Chicos jugaron dos décimos y se calzan cincuenta mil reales.Villalonga un décimo: veinticinco mil. Samaniego la mitad».

Pepe Samaniego apareció en la puerta a punto que D. Baldomero pregonabasu nombre y su premio, y el favorecido no pudo contener su alegría yempezó a dar abrazos a todos los presentes, incluso a los criados.

«Eulalia Muñoz, un décimo: veinticinco mil reales. Benignita, mediodécimo: doce mil quinientos reales. Federico Ruiz, dos duros: cinco milreales. Ahora viene toda la morralla.

Deogracias, Rafaela y Blas hanjugado diez reales cada uno. Les tocan mil doscientos cincuenta».

«El carbonero, ¿a ver el carbonero?» dijo Barbarita que se interesabapor los jugadores de la última escala lotérica.

—El carbonero echó diez reales; Juana, nuestra insigne cocinera,veinte, el carnicero quince...

A ver, a ver: Pepa la pincha cincoreales, y su hermana otros cinco. A estas les tocan seiscientoscincuenta reales.

—¡Qué miseria! —Hija, no lo digo yo, lo dice la aritmética.

Los partícipes iban llegando a la casa atraídos por el olor de lanoticia, que se extendió rápidamente; y la cocinera, las pinchas y otraspersonas de la servidumbre se atrevían a quebrantar la etiqueta,llegándose a la puerta del comedor y asomando sus caras regocijadas paraoír cantar al señor la cifra de aquellos dineros que les caían. Laseñorita Jacinta fue quien primero llevó los parabienes a la cocina, yla pincha perdió el conocimiento por figurarse que con los tristes cincoreales le habían caído lo menos tres millones. Estupiñá, en cuanto supolo que pasaba, salió como un rayo por esas calles en busca de losagraciados para darles la noticia. Él fue quien dio las albricias aSamaniego, y cuando ya no halló ningún interesado, daba la gran jaquecaa todos los conocidos que encontraba. ¡Y él no se había sacado nada!

Sobre esto habló Barbarita a su marido con toda la gravedad discreta queel caso requería.

«Hijo, el pobre Plácido está muy desconsolado. No puede disimular supena, y eso de salir a dar la noticia es para que no le conozcamos en lacara la hiel que está tragando».

—Pues hija, yo no tengo la culpa... Te acordarás que estuvo con elmedio duro en la mano, ofreciéndolo y retirándolo, hasta que al fin suavaricia pudo más que la ambición, y dijo: «Para lo que yo me he desacar, más vale que emplee mi escudito en anises...». ¡Toma anises!

—¡Pobrecillo!... ponlo en la lista.

Don Baldomero miró a su esposa con cierta severidad. Aquella infracciónde la aritmética parecíale una cosa muy grave.

«Ponlo, hombre, ¿qué más te da? Que estén todos contentos...».

Don Baldomero II se sonrió con aquella bondad patriarcal tan suya, ysacando otra vez lista y lápiz, dijo en alta voz: «Rossini, diez reales:le tocan mil doscientos cincuenta».

Todos los presentes se apresuraron a felicitar al favorecido, quedándoseél tan parado y suspenso, que creyó que le tomaban el pelo.

«No, si yo no...». Pero Barbarita le echó unas miradas que le cortaronel hilo de su discurso.

Cuando la señora miraba de aquel modo no habíamás remedio que callarse.

«¡Si habrá nacido de pie este bendito Plácido—dijo D. Baldomero a sunuera—, que hasta se saca la lotería sin jugar!».

—Plácido—gritó Jacinta riéndose con mucha gana—, es el que nos hatraído la suerte.

—Pero si yo...—murmuró otra vez Estupiñá, en cuyo espíritu lasnociones de la justicia eran siempre muy claras, como no se tratara decontrabando.

—Pero tonto... cómo tendrás esa cabeza—dijo Barbarita con muchofuego—, que ni siquiera te acuerdas de que me diste medio duro para lalotería.

—Yo... cuando usted lo dice... En fin... la verdad, mi cabeza anda, talmente, así un poco ida...

Se me figura que Estupiñá llegó a creer a pie juntillas que había dadoel escudo.

«¡Cuando yo decía que el número era de los más bonitos...!—manifestó D.Baldomero con orgullo—. En cuanto el lotero me lo entregó, sentí lacorazonada».

—Como bonito...—agregó Estupiñá—, no hay duda que lo es.

—Si tenía que salir, eso bien lo veía yo—afirmó Samaniego con esaconvicción que es resultado del gozo—. ¡Tres cuatros seguidos,después un cero, y acabar con un ocho...! Tenía que salir.

El mismo Samaniego fue quien discurrió celebrar con panderetazos yvillancicos el fausto suceso, y Estupiñá propuso que fueran todos losagraciados a la cocina para hacer ruido con las cacerolas. Mas Barbaritaprohibió todo lo que fuera barullo, y viendo entrar a Federico Ruiz, aEulalia Muñoz y a uno de los Chicos, Ricardo Santa Cruz mandó destapar media docena de botellas de champagne.

Toda esta algazara llegaba a la alcoba de Juan, que se entretenía oyendocontar a su mujer y a su criado lo que pasaba, y singularmente elmilagro del premio de Estupiñá. Lo que se rió con esto no hay para quédecirlo. La prisión en que tan a disgusto estaba volvíale pronto a sumal humor y poniéndose muy regañón decía a su mujer: «Eso, eso, déjamesolo otra vez para ir a divertirte con la bullanga de esos idiotas. ¡Lalotería!, ¡qué atraso tan grande! Es de las cosas que debieransuprimirse; mata el ahorro; es la Providencia de las haraganes. Con lalotería no puede haber prosperidad pública... ¿Qué?, te marchas otravez. ¡Bonita manera de cuidar a un enfermo!

Y vamos a ver, ¿qué demoniostienes tú que hacer por esas calles toda la mañana? A ver, explícame,quiero saberlo; porque es ya lo de todos los días».

Jacinta daba sus excusas risueña y sosegada. Pero le fue preciso soltaruna mentirijilla. Había salido por la mañana a comprar nacimientos,velitas de color y otras chucherías para los niños de Candelaria.

«Pues entonces—replicó Juanito revolviéndose entre las sábanas—, yoquiero que me digan para qué sirven mamá y Estupiñá, que se pasan lavida mareando a los tenderos y se saben de memoria los puestos de SantaCruz... A ver, que me expliquen esto...».

La algazara de los premiados, que iba cediendo algo, se aumentó con lallegada de Guillermina, la cual supo en su casa la nueva y entródiciendo a voces: «Cada uno me tiene que dar el veinticinco por cientopara mi obra... Si no, Dios y San José les amargarán el premio».

—El veinticinco por ciento es mucho para la gente menuda—dijo D.Baldomero—. Consúltalo con San José y verás cómo me da la razón.

—¡Hereje!...—replicó la dama haciéndose la enfadada—, herejote...después que chupas el dinero de la Nación, que es el dinero de laIglesia, ahora quieres negar tu auxilio a mi obra, a los pobres... Elveinticinco por ciento y tú el cincuenta por ciento... Y punto en boca.Si no, lo gastarás en botica. Con que elige.

—No, hija mía; por mí te lo daré todo...

—Pues no harás nada de más, avariento. Se están poniendo bien lascosas, a fe mía... El ciento de pintón, que estaba la semana pasada adiez reales, ahora me lo quieren cobrar a once y medio, y el pardo adiez y medio. Estoy volada. Los materiales por las nubes...

Samaniego se empeñó en que la santa había de tomar una copa de Champagne.

«¿Pero tú qué has creído de mí, viciosote? ¡Yo beber esas porquerías!...¿Cuándo cobras, mañana? Pues prepárate. Allí me tendrás como la maza deFraga. No te dejaré vivir».

Poco después Guillermina y Jacinta hablaban a solas, lejos de todo oídoindiscreto.

«Ya puedes vivir tranquila—le dijo la Pacheco—. El Pituso es tuyo.He cerrado el trato esta tarde. No puedes figurarte lo que bregué conaquel Iscariote. Perdí la cuenta de las hostias que me echó el muyblasfemo. Allá me sacó del cofre la partida de bautismo, un papelejo queapestaba.

Este documento no prueba nada. El chico será o no será...¡quién lo sabe! Pero pues tienes este capricho de ricacha mimosa, allácon Dios... Todo esto me parece irregular. Lo primero debió ser hablardel caso a tu marido. Pero tú buscas la sorpresita y el efecto teatral.Allá lo veremos... Ya sabes, hija, el trato es trato. Me ha costado Diosy ayuda hacer entrar en razón al Sr. Izquierdo.

Por fin se contenta conseis mil quinientos reales. Lo que sobra de los diez mil reales es paramí, que bien me lo he sabido ganar... Con que mañana, yo iré después demedio día; ve tú también con los santos cuartos.

Púsose Jacinta muy contenga. Había realizado su antojo; ya tenía sujuguete. Aquello podría ser muy bien una niñería; pero ella tenía susrazones para obrar así. El plan que concibió para presentar al Pituso a la familia e introducirlo en ella, revelaba cierta astucia. Pensó quenada debía decir por el pronto al Delfín. Depositaría su hallazgo encasa de su hermana Candelaria hasta ponerle presentable. Después diríaque era un huerfanito abandonado en las calles, recogido por ella... niuna palabra referente a quién pudiera ser la mamá ni menos el papá detal muñeco. Todo el toque estaba en observar la cara que pondría Juan alverle. ¿Diríale algo la voz misteriosa de la sangre? ¿Reconocería en lasfacciones del pobre niño las de...? Al interés dramático de este lancesacrificaba Jacinta la conveniencia de los procedimientos propios detal asunto.

Imaginándose lo que iba a pasar, la turbación del infiel, elperdón suyo, y mil cosas y pormenores novelescos que barruntaba,producíase en su alma un goce semejante al del artista que crea ocompone, y también un poco de venganza, tal y como en alma tan noblepodía producirse esta pasión.

-II-

Cuando fue al cuarto del Delfín, Barbarita le hacía tomar a este untazón de té con coñac. En el comedor continuaba la bulla; pero losánimos estaban más serenos. «Ahora—dijo la mamá—, han pegado la hebracon la política. Dice Samaniego que hasta que no corten doscientas otrescientas cabezas; no habrá paz. El marqués no está por elderramamiento de sangre, y Estupiñá le preguntaba por qué no habíaaceptado la diputación que le ofrecieron...

Se puso lo mismito que un pavo, y dijo que él no quería meterse en...

—No dijo eso—saltó Juanito, suspendiendo la bebida.

—Que sí, hijo; dijo que no quería meterse en estos... no sé qué.

—Que no dijo eso, mamá. No alteres tú también la verdad de los textos.

—Pero hijo, si lo he oído yo.

—Aunque lo hayas oído, te sostengo que no pudo decir eso... vaya.

—¿Pues qué? —El marqués no pudo decir meterse... yo pongo mi cabezaa que dijo inmiscuirse... Si sabré yo cómo hablan las personas finas.

Barbarita soltó la carcajada.

—Pues sí... tienes razón, así, así fue... que no quería inmiscuirse...

—¿Lo ves?... Jacinta. —¿Qué quieres, niño mimoso?

—Mándale un recado a Aparisi. Que venga al momento.

—¿Para qué? ¿Sabes la hora que es?

—En cuanto sepa el motivo, se planta aquí de un salto.

—¿Pero a qué? —¡Ahí es nada! ¿Crees que va a dejar pasar eso de inmiscuirse? Yo quiero saber cómo se sacude esa mosca...

Las dos damas celebraron aquella broma mientras le arreglaban la cama.Guillermina había salido de la casa sin despedirse, y poco a poco sefueron marchando los demás. Antes de las doce, todo estaba en silencio,y los papás se retiraron a su habitación, después de encargar a Jacintaque estuviese muy a la mira para que el Delfín no se desabrigara. Esteparecía dormido profundamente, y su esposa se acostó sin sueño, con elánimo más dispuesto a la centinela que al descanso. No habíatranscurrido una hora, cuando Juan despertó intranquilo, rompiendo ahablar de una manera algo descompuesta. Creyó Jacinta que deliraba, y seincorporó en su cama; mas no era delirio, sino inquietud con algo deimpertinencia. Procuró calmarle con palabras cariñosas; pero él no sedaba a partido. «¿Quieres que llame?».—«No; es tarde, y no quieroalarmar... Es que estoy nervioso. Se me ha espantado el sueño. Ya se ve;todo el día en este pozo del aburrimiento.

Las sábanas arden y mi cuerpoestá frío».

Jacinta se echó la bata, y corrió a sentarse al borde del lecho de sumarido. Pareciole que tenía algo de calentura. Lo peor era que sacabalos brazos y retiraba las mantas. Temerosa de que se enfriara, apurótodas las razones para sosegarle, y viendo que no podía ser, quitose labata y se metió con él en la cama, dispuesta a pasar la nocheabrigándole por fuerza como a los niños, y arrullándole para que sedurmiera. Y la verdad fue que con esto se sosegó un tanto, porque legustaban los mimos, y que se molestaran por él, y que le dieran tertuliacuando estaba desvelado. ¡Y cómo se hacía el nene, cuando su mujer, condeliciosa gentileza materna, le cogía entre sus brazos y le apretabacontra sí para agasajarle, prestándole su propio calor! No tardó Juan enaletargarse con la virtud de estos melindres. Jacinta no quitaba susojos de los ojos de él, observando con atención sostenida si se dormía,si murmuraba alguna queja, si sudaba. En esta situación oyó claramentela una, la una y media, las dos, cantadas por la campana de la Puertadel Sol con tan claro timbre, que parecían sonar dentro de la casa. Enla alcoba había una luz dulce, colada por pantalla de porcelana.

Y cuando pasaba un rato largo sin que él se moviera, Jacinta seentregaba a sus reflexiones.

Sacaba sus ideas de la mente, como el avarosaca las monedas, cuando nadie le ve, y se ponía a contarlas y aexaminarlas y a mirar si entre ellas había alguna falsa. De repenteacordábase de la jugarreta que le tenía preparada a su marido, y su almase estremecía con el placer de su pueril venganza. El Pituso se lemetía al instante entre ceja y ceja. ¡Le estaba viendo! La contemplaciónideal de lo que aquellas facciones tenían de desconocido, el trasunto delas facciones de la madre, era lo que más trastornaba a Jacinta,enturbiando su piadosa alegría.

Entonces sentía las cosquillas, pues nomerecen otro nombre, las cosquillas de aquella infantil rabia que solíaacometerla, sintiendo además en sus brazos cierto prurito de apretar yapretar fuerte para hacerle sentir al infiel el furor de la paloma quela dominaba. Pero la verdad era que no apretaba ni pizca, por miedo deturbarle el sueño. Si creía notar que se estremecía con escalofríos,apretaba sí dulcemente, liándose a él para comunicarle todo el calorposible. Cuando él gemía o respiraba muy fuerte, le arrullaba dándolesuaves palmadas en la espalda, y por no apartar sus manos de aquellaobligación, siempre que quería saber si sudaba o no, acercaba su nariz osu mejilla a la frente de él.

Serían las tres cuando el Delfín abrió los ojos, despabilándosecompletamente, y miró a su mujer, cuya cara no distaba de la suya elespacio de dos o tres narices. «¡Qué bien me encuentro ahora!—le dijocon dulzura—. Estoy sudando; ya no tengo frío. ¿Y tú no duermes? ¡Ah!La gran lotería es la que me ha tocada a mí. Tú eres mi premio gordo.¡Qué buena eres!».

—¿Te duele la cabeza? —No me duele nada. Estoy bien; pero me hedesvelado; no tengo sueño. Si no lo tienes tú tampoco, cuéntame algo. Aver dime a dónde fuiste esta mañana.

—A contar los frailes, que se ha perdido uno. Así nos decía mamá cuandomis hermanas y yo le preguntábamos dónde había ido.

—Respóndeme al derecho. ¿A dónde fuiste?

Jacinta se reía, porque le ocurrió dar a su marido un bromazo muychusco.

«¡Qué alegre está el tiempo! ¿De qué te ríes?».

—Me río de ti... ¡Qué curiosos son estos hombres! ¡Virgen María!, todolo quieren saber.

—Claro, y tenemos derecho a ello. —No puede una salir a compras...—Dale con las tiendas.

Competencia con mamá y Estupiñá; eso no puedeser. Tú no has ido a compras.

—Que sí. —¿Y qué has comprado?

—Tela. —¿Para camisas mías? Si tengo... creo que son veintisietedocenas.

—Para camisas tuyas, sí; pero te las hago chiquititas.

—¡Chiquititas! —Sí, y también te estoy haciendo unos baberos muymonos.

—¡A mí, baberos a mí!

—Sí, tonto; por si se te cae la baba.

—¡Jacinta! —Anda... y se ríe el muy simple. ¡Verás qué camisas! Sóloque las mangas son así... no te cabe más que un dedo en ellas.

—¿De veras que tú?... A ver ponte seria... Si te ríes no creo nada.

—¿Ves que seria me pongo?... Es que me haces reír tú... Vaya, tehablaré con formalidad.

Estoy haciendo un ajuar.

—Vamos, no quiero oírte... ¡Qué guasoncita!

—Que es verdad. —Pero. —¿Te lo digo? Di si te lo digo.

Pasó un ratito en que se estuvieron mirando. La sonrisa de ambos parecíauna sola, saltando de boca a boca.

—¡Qué pesadez!... di pronto...

—Pues allá va... Voy a tener un niño.

—¡Jacinta! ¿Qué me cuentas?... Estas cosas no son para bromas—dijoSanta Cruz con tal alborozo, que su mujer tuvo que meterle en cintura.

—Eh, formalidad. Si te destapas me callo.