PRÓLOGO
"¡Se acaban los Sikora, se acaban los Sikora!”- fue el grito que pegué antes de despertarme. Había tenido un largo sueño, lleno de imágenes extrañas que empezaban en el campo santo judío. Nuestra familia crecía en el cementerio y me soñé que construían dos o tres nuevas criptas mientras otras estaban aún frescas, como mal planeadas ciudadelas-hongo de los muertos. A como iba la cosa, habríamos más adentro que afuera. Mientras los Schifter se reproducían como cuilos, observé en la pesadilla, mi lado materno se encogía hasta desaparecer. Héctor me pidió que me calmara y dejara de pegar alaridos porque aún quedaban algunos parientes de mi madre.
"Es cierto que algunos medio tarados sobreviven pero también hay algunos que pueden continuar la especie”- me dijo para tranquilizarme "¿Me estás diciendo que tuve una pesadilla?”- pregunté incrédulo. "Una más de las que has tenido esta semana”- fue su respuesta. Sin embargo, había sido tan real que no estaba seguro de cuál era más cierta. "Me imagino -me dijo él- que no podrás volver a dormir. Pues contame, otra vez, lo que soñaste para ver si conciliás el sueño”- fue la receta ordinaria de un compañero nada entusiasmado con tanta aventura onírica.
Todo había empezado -le expliqué- en el campo santo israelita de Costa Rica, con sus tapias de ladrillo rojo, situado al suroeste de la ciudad capital, detrás de la gran necrópolis católica, El Cementerio Obrero de San José, y no muy lejos del de los protestantes, el Cementerio Extranjero. Observé el momento en que la propiedad fue adquirida el 19 de abril de 1931, debido, afortunadamente, a la intervención, entre otros, de mi abuelo David Sikora. Noté cuando firmó y pagó con un cheque al portador en nombre de los pocos judíos que había en el país. Le dijo al vendedor que como esperaba traer a su mujer en el futuro, quería tener un lote especial para ella. "Si la tengo que estrangular, no la voy a dejar en la calle”- le comentó.
Pude observar una reunión de la Jevra Kadishe cuando se estableció ese mismo día y el 9 de octubre de 1932, el primer entierro. Mi abuelo estaba feliz: "Ven lo que les dije, que había que ser precavido. Ya tenemos a nuestro primer inquilino". "El hombre es un afortunado”- le contestó don José, otro paisano, "porque compró este terreno en una ganga". "Sí" -replicó mi abuelo- "imagínate lo que costará vivir aquí en cincuenta años".
En otro sueño, me vi en la época actual, ingresando solo en el cementerio. En cinco décadas, el lugar ha crecido. Cientos yacen en él, inclusive mi madre que murió el 2 de octubre de 1985. Hice la visita porque quería cerciorarme del lugar de nacimiento de mis parientes para una novela que quería escribir.
-Pero si no escribís ficción- me cuestionó mi compañero de desvelos.
-Sí en este sueño- afirmé.
Cuando entré, me topé con un horrible monumento de cemento y mármol, proyecto que financió el grupo Yad Vashem y que honra a los seis millones de judíos asesinados por Hitler y los nazis. Se calificaba a sí mismo como "el primero en las Américas de las víctimas del Holocausto" y tiene como lema "¡Recordar es nuestro deber! ¡Nunca jamás! Nuestro Grito". Éste contiene dos columnas y, entre ambas, la estrella de David. Una con una figura romboide adicional cuyo simbolismo es mejor dejar inexplorado.
-¿Pero existe en realidad esa obra?- indagó mi amigo.
-Que existe, existe y es un monumento tan feo que asusta en las pesadillas.
A la par, descansaba una pila de agua para que los visitantes, al salir del panteón, se lavaran las manos, porque la visita, como la menstruación, requiere limpieza ritual. A continuación, divisé un montón de piedras para colocarlas en las tumbas. Ésta fue donada, según recuerdo, por Masha Teitelbaum de Scharf. Inmediatamente, seguían las pequeñas secciones de tumbas, ordenadas de acuerdo con cierto orden cronológico.
Las más antiguas, a la derecha, era fácil de reconocer por lo sencillo de sus acabados, el uso de árboles caídos, para simbolizar la vida truncada de los jóvenes, como ilustración y en lugar de mármol, el cemento. Varias criptas eran de personas que murieron en su paso por el país. Los nombres de los difuntos se han borrado de las lápidas más antiguas, arrebatándoles hasta la más modesta forma de inmortalidad. En estas secciones más iniciales, algunas familias habían hecho "reservaciones" y compraron lotes para enterrar a sus difuntos. De esta manera, los que murieron en décadas distintas podían descansar juntos. En el caso de mis abuelos, no fue previsto. Es más mi abuela solía advertirnos que "les vengo a jalar las patas si me entierran a la par de ese hombre".
En los años setentas, un espíritu competitivo guiaba el diseño de cada lápida: una especie de gesta se desarrolló, aunque los participantes, en vez de víctimas potenciales del juego, estaban todos muertos. Las bóvedas, nada contentas con permanecer en el suelo, empezaron a crecer hacia el cielo, en una réplica de la ciudad de Nueva York. Cada familia quería que la de su difunto tuviera más altura. De ahí que subían como la inflación. La gente empezó a perderse porque una lápida tapaba hasta cuatro filas; en otras ocasiones, los Empire States, mataban a las pobres plantas.
"Moishele”- decía una visitante a otro, "¿no puedes cortar un poco la estrella de David para poder sembrar rosas? ¿No ves que la tumba de tu madre es tan alta, que no le llega luz a la de mi abuela?" Otros, se quejaban de que algunos difuntos que por mala suerte no habían quedado juntos, no podían hablar: "Yudko, la tumba de tu padre tiene una Menorá tan alta que la de mi padre, que está atrás, no puede comunicarse con mi madre". Yudko, por su parte respondía, como buen judío, con otra pregunta: "Si ellos no se hablaban cuando vivos, ¿para qué quiere que lo hagan ahora?"
Las polémicas llegaron a un punto tan caliente, que una mujer sabia sugirió la decisión salomónica de volar cuchilla y prohibir que ninguna alcanzara más de metro y medio de altura. La nueva ley empezaría a regir a partir del año siguiente y las malas lenguas, que nunca faltan, decían que muchos viejecitos que habían pagado por el diseño de sus moradas, con el fin de ahorrarse unos cincos, se apresuraron a morir, antes de que la nueva ley se implantara, para no tener que vivir en tan incómodas condiciones.
-¿Y se acabó el problema?- me preguntó un poco sin esperanza mi acompañante, quien quería volver a dormir.
-No, le respondí con consistencia- la nueva ley, como la revolución obrera en Rusia, que tanto interesó a mi pobre abuela, no trajo la igualdad social. Si no se podía ir hacia arriba, pensaron algunos, se haría a lo ancho, con lápidas más gruesas. Algunas de ellas eran solo de cemento, otras combinaban loza de piso y cemento; muchas, cemento y mármol, y las más grandes, el más pesado mármol o el último grito de la moda: granito azul. Pero existían tipos distintos, los mejores importados de Italia. Los de clase media, optaban, por un material brasileño de inferior calidad y los más pobres, ¡horror de los horrores!, el mármol guatemalteco. Obviamente, el capital que había hecho el difunto o la difunta quedaba impregnado en la roca. Ciertas bóvedas valían tanto que atraían a ladronzuelos. Esto cuando había suerte. En muchas ocasiones, los vecinos del barrio tiraban, en medio del funeral, piedras para recordar a los judíos que, ni muertos, tendrían paz.
-Es el sueño más absurdo que has tenido, ¿a quién le importaría impresionar con las tumbas? Con razón no puedes dormir bien- me replicó un soñoliento escucha.
-No, sí competían, por lo menos en mi cabeza- repliqué.
Para los que carecían de medios, los epitafios repararían la humillación. "Fuisteis la princesa de nuestro hogar”- decía uno en español y en hebreo. La lápida contigua no se iba a quedar atrás: "A la reina de nuestra felicidad". Más allá, otra quiso dejar las cosas claras: "La zarina de nuestras alegrías". En el caso de los hombres, ninguno era "príncipe”- "rey" o "zar" sino "rectos”- "amorosos”- "justos" y "sabios". Había uno ambiguo porque no se sabía si era un recordatorio del difunto o una admonición post mortem: "El sabio de corazón es llamado el hombre sensato y la dulzura de sus labios incrementa sus esperanzas (Proverbios 16-21)”.
En medio de esta gesta, pude recordar a mi madre que, consciente de las atribuciones masculinas, solía decirme, cuando hacíamos visita, que aún los más ganufen tenían epitafios que realzaban su honestidad y su rectitud. "Pero madre, también hay un montón de curves a las que se describe como santas”- le contestaba para emparejar las críticas por género.
Elena no se daba por derrotada. Ignoraba mi comentario y se reía de la tumba de don Abraham, a quien su mujer le había escrito que era el hombre más sabio sobre la tierra y el "grandísimo cabrón no sabía más que escribir cheques". Por mi parte, le mostré la de doña Mishke que era enana y habían anotado "a la paloma de alto vuelo". Elena me indicó que la tumba del señor Guasesteyn decía que era "una alma generosa”- cuando todos sabían que un gran ganef que se dedicaba a estafar a los judíos pobres, comprándoles tiendas antes de que se murieran y no pagando después.
En mi pesadilla, los más pobres, que nunca faltan, se vengaban con los números. A los cementerios judíos no se puede llevar flores, pero nadie dijo nada sobre sembrar plantas.
En la tumba de doña Sarah, se apiñaban las matas de margaritas como vacas en un camión para el matadero. La de Raquel tenía tantos rosales que eran un peligro público. "Miriam”- dijo una visitante, "me puncé con las espinas". "No se puede pasar tranquila con esa selva que tiene ahí". La competencia por los jardines llevaba a algunos al hurto: "Dicen que Samuel es tan miserable que se roba las margaritas del vecino para sembrarlas en la tumba de su padre".
La rivalidad se extendió a los árboles. Don Rogelio, por ejemplo, sembró unos pinos. Herman, su vecino, no quiso quedarse atrás y trajo unos hermosos laureles de la India. Sin embargo, no se percató de que estos árboles echan enormes raíces y pronto la pobre difunta de su mujer y sus vecinas quedaron como quien dice a flor de tierra. En otros casos, los pájaros que pernoctaban en sus copas, hicieron un reguero de cuitas sobre los finos mármoles. La mujer sabia que yacía contiguo a la de mi abuelo, sugirió que se pasara una regulación prohibiendo la siembra de árboles.
-¿Y con eso se acabaron los problemas?- me indagó mi amigo como solía hacerlo en nuestra charla.
-¡No! La justa pasaría luego a los asistentes de los entierros- Afirmé con contundencia.
Las familias más numerosas tenían una ventaja por su fuerza reproductiva y cuando perecía uno de ellos, sin importar la relación con el difunto, venían en manada. Nadie podía competir con los Rubiplein, para darles un nombre, porque eran como hongos que se reproducían por generación espontánea. Sus funerales eran formidables y la gente apenas cabía. "¡Dan ganas de morirse”- decía doña Ruth, "con un entierro tan concurrido!" Sin embargo, aquellos mortales con genes menos agresivos, podían compensar con presiones sociales. Si se había hecho alguna fortuna, se podía llamar a cientos de deudores y dejarles saber que, o asistían al funeral, o pagaban sus cuentas. "¿Quién era doña Menche?"- oí que preguntaba un paisano a otro. "Pues la abuelita de Golcha, la prima de tu abuela. Si no la conoces, ¿para qué vienes?" "Es que le debo plata a su hijo".
Para los carentes de instrumentos de convencimiento, existía, como en todo universo justo, otra oportunidad: ir a todos los entierros para que los demás hicieran lo mismo cuando le tocaba a uno volver al polvo y a las cenizas. Doña Perla, una amiga de mi abuela, por ejemplo, esperaba grandes concurrencias en sus funerales porque no se había perdido uno en cuatro décadas. Tanta era la preocupación de no contar con dolientes, que, si alguien se moría en sus vacaciones, la mujer se venía del extranjero. A ella no le molestaba su reputación de ave de mal agüero porque solía llamar a los parientes de los enfermos para planear su "agenda". "¿Crees que me puedo ir tranquila a Puntarenas?”- preguntaba. "Claro que sí, Lupita tiene una semana más de vida”- respondía la amiga.
La fobia más generalizada era no solamente carecer de una muchedumbre de dolientes, sino de "quórum". La religión requiere una miniyan de 10 hombres (las mujeres no cuentan), sin ésta, no se podía hacer el sepelio. Algunas familias se vieron, así, en la angustiosa situación de, en pleno funeral, buscar algún varón que faltaba. "¿Cuántos penes tenemos?"‟- escuché, en mi pesadilla, que decía una doliente feminista a quien le molestaba que, aunque había treinta mujeres y solo siete hombres, no se podía llevar a cabo la ceremonia. "Faltan seis veitsim”- le respondía su hermana. La pobre corría al teléfono público a llamar a tres sobrinos mayores de 13 años. "Si no se aparecen ahorita en el cementerio, no les quedará un solo huevo para hacer miniyan”- les gritaba.
La inútil empresa de hacer que los muertos digan cosas de los vivos, me tenía, en el sueño de esta noche, sin cuidado. No obstante, una última justa, me atrapó y ahí empezó mi congoja. Cuando se visita a un difunto, en la tradición judía, es costumbre dejar, en la tumba, una piedra. Nadie sabe cómo se originó este ritual y se cree que proviene de los entierros bíblicos que las usaban para las criptas. En algún momento, éstas dejaron de usarse para la sepultura y se utilizaron como recordatorio. No obstante, en mi sueño, el rito se prestaba para nuevas contiendas ya que había tumbas sin una y otras que tenían más de la cuenta.
Fue el enterrador, un tico que de beber cerveza estaba todo panzón y con brazos fuertes quemados por el sol, quien me explicó que las tumbas sin piedritas estaban así porque los difuntos no tenían parientes vivos o su familia se había olvidado de ellos. “En mi caso, como buen cristiano, visito la de mi madre todos los domingos, siempre que el tiempo lo permita. Sin embargo, usted nunca viene, ¿no es así?”- cuestionó. Ante esta aseveración, quise dejar en claro que existían otras posibles. "Algunos se les hace una tragedia venir a los cementerios y he oído que a usted algunos clientes le pagan, con tal de no tener que hacer visita los domingos, por colocar piedras". El hombre se rascó la panza, sonrió y me dijo: “Uno está para ayudar, es un comando cristiano”.
-¡Pobre hombre! ¿Quién podría tener una mente tan podrida para soñar que un humilde trabajador lucre de esa forma? Debes consultar esta idea tuya en terapia- me dijo mi compinche.
Tomé, pues, la decisión, en el sueño, de "emparejar" la competencia y evitar que mi madre fuera la última en el censo de las rocas. No obstante, me perdí y no encontré la tumba. Anduve por los sinuosos caminos de las criptas, sin dar con la morada. Pensé que mi madre estaría enojada por mi falta de visitas y había optado por mudarse sin dejar su nueva dirección. Iba de lápida en lápida sin ningún éxito hasta que tuve que pedir ayuda al enterrador, quien hizo una mueca y me dijo que “algunos vienen tan poco que se olvidan dónde están sus familiares”. Decidí mentalmente pedir perdón a mi progenitora y explicarle que si no había venido más frecuentemente era porque aún me dolía saber que estaba muerta. Una vez hecha la explicación, como por arte de magia de los sueños, apareció la cripta. "No se olvide de escribir sobre cómo tu madre lo regañó”- me indicó el enterrador antes de lanzar una carcajada, rascarse de nuevo el estómago y seguir con su trabajo.
La lápida no tenía más que dos piedras. Las de algunos vecinos, las suficientes para llenar los múltiples huecos de la carretera. Al depositar unas veinte y reivindicar, así, aunque haciendo trampa, a los Sikora, me fijé en una de las dos originales, que no era mía y que estaba pintada de azul. Alguien había tenido el cuidado de colorearla y dibujar un triángulo rojo. Busqué al sepultador y le pregunté si sabía quién dejaba tan colorido mineral. El hombre la miró y me pidió que me la llevara porque si la veían otros, empezaría la competencia de colores y el cementerio terminaría, lleno de bolas, como los playgrounds de MacDonalds. "Esa piedra la trae un señor el primer lunes de cada mes, a las dos de la tarde, siempre una distinta, no como usted que las recoge en la calle".
A pesar de tan insolente regaño en venganza por haber dicho antes que negociaba con las piedras, le pregunté cómo era el hombre. “Pues no sé -me dijo el enterrador- es un hombre alto, de unos 75 años, pelo blanco. ¿Le recuerda a alguien?”. La descripción no me ayudaba adivinar quién podía ser ya que no describía a ninguno de mis parientes. “Pues no es ningún fantasma”- replicó el enterrador. “La piedra es suficientemente sólida”- añadió.
Me atreví a especular: “Elena, mi madre, había establecido una organización de lucha contra el cáncer y podía ser que este individuo estuviera agradecido”. “Mire joven- respondió- no sé quién es este hombre pero tengo treinta años de trabajar en este cementerio y si algo puedo decir es lo que no es. No es un simple amigo de su familia. Si lo fuera, yo soy la pequeña Lulú".
Grande es la sapiencia de un enterrador ya que al observar las visitas de los vivos, conoce más de los muertos que nosotros mismos. Mientras pensaba en sus palabras, miré el reloj y noté que, convenientemente, como sucede en los sueños, eran casi las dos de la tarde del lunes 3. Me eché unos pasos atrás para observar la llegada del misterioso caballero.
“Este sueño es tan largo”- me dijo Héctor, deseando volverse a dormir que “hace corta la película Lo que el viento se llevó ”. “Aún hay más”- le advertí.
Él llegó justo a la hora señalada. Calzaba a la perfección la descripción del enterrador. Como si los difuntos no tuvieran tiempo que perder, sacó una piedra azul de su bolsa, la besó y la colocó en la tumba de mi madre. Una vez que hizo el ritual, tomé valor y me acerqué: "Perdone, señor, le dije, soy hijo de Elena y me ha impresionado su devoción y cariño, quería agradecerle su lindo gesto". "Me asustó usted”- me contestó con un español con acento de país europeo nórdico, "no lo había visto". Lo miré de frente y era agradable a la vista, con unos grandes ojos azules. Sentí que él hacía lo mismo con los míos, como si fuéramos dos oculistas. Me dijo que se llamaba Carlos, que había sido amigo de mi madre y que solía hacerle visita. Quise preguntar más pero me invitó a tomar un café a su casa y me dirigió, sin que aceptara las excusas que murmuré que no quería abusar de su tiempo, hacia el chofer que lo esperaba en el auto.
De que era rico, no había dudas. Un Mercedes Benz, en Costa Rica, vale una fortuna y el barrio Rohrmoser en San José, al oeste de la ciudad, era el más lujoso. La casa, blanca y de dos pisos, con el gusto "moderno" de grandes espejos oscuros y líneas rectas, era ostentosa. Por su apellido, había averiguado que era alemán y que había hecho una fortuna gracias a almacenes de ropa y clínicas médicas privadas. "Pase adelante, Jacobo, está usted en su casa”- me dijo su esposa que se presentó como Yadira mientras me miraba de reojo. Los sillones de cuero negro, las mesitas de caoba y de vidrio grueso, los armarios oscuros con exquisitos jarrones, principalmente una colección fabulosa de copas checas y cracovianas de cristal de color, demostraban su exquisito gusto. Una colección de cuadros modernistas, algunos de pintores famosos de principios de siglo como Georges Braque, francés, Paul Klee, suizo y Stuart Davis y Marsen Hartley, norteamericanos, adornaba las paredes.
"Son buenos cuadros”- le dije, "pero no me gusta el modernismo". Aunque no me preguntó, le expliqué que la modernidad nos legó las peores ideas universales, como el patriotismo nacionalista, la única religión, la psiquiatría, la cárcel, la educación sexual, los nazis, el estalinismo, el Estado, la terrible idea de comunidad y los campos de concentración. El arte moderno con su exploración de la percepción y sus límites, se me hacía inútil. Don Carlos no estuvo de acuerdo. Creía en las posibilidades de la razón y el desarrollo científico. Pensaba que los seres humanos habían perdido, en ocasiones, el camino, pero no tenían otra opción que "ir para adelante".
No obstante, me dejó saber que el nazismo había sido la peor tragedia de la historia. Traté de disculparme por criticar las pinturas y le confesé que era un posmodernista desencantado, incapaz de creer en nada. Había perdido la fe en la historia y más en poder escribirla sin ejercer la censura y la marginalidad. A pesar de ello, añoraba parir una novela. Mi objetivo era rescatar la experiencia de una generación de supervivientes: hombres y mujeres valientes que se estaban extinguiendo. Solo quedaba de ellos un pálido reflejo en las nuevas generaciones.
Mi madre era independiente, feminista, luchadora, le expliqué, mientras que la nueva generación de mujeres judías tiene como metas principales quedar electa de cheer leader en el colegio y de Miss Dadeland en Miami. Desde que Elena murió, hablan de ella como una abnegada esposa y miembro de una conservadora comunidad, cuando la realidad es que nunca pudieron aceptar sus ideas de justicia social y de liberación femenina. Quiero escribir su historia antes que los "machitos" del Centro Israelita silencien la disidencia y nos hagan creer que la mujer hebrea, la que hasta 1997 no podía votar y todavía no puede oficiar un rezo, fue sumisa desde el principio. Mi madre nunca aceptó la dictadura de los veitsim (huevos) y no quiero que ellos tengan, con su desaparición, una última victoria".
-Un discurso muy apasionado- me dijo Héctor. No sabía que querías escribir con tantas ganas una novela.
-Pues yo tampoco lo sabía- le expliqué. No lo sé aún. Era un sueño.
-¡Sí claro!- replicó con ironía.
Le comenté a don Carlos que no sabía cómo hacerlo. "Siento que estoy paralizado en este trabajo. Deseo hacer una historia verídica pero no tengo suficiente información. Por otro lado, nunca he escrito ficción. “¿Para qué perder el tiempo con descripciones de lo que no existe cuando la realidad era mágica e infernal?”- preguntó y me miró a los ojos. Tuve que admitirle que tenía, a la vez, un trauma con las descripciones. Un buen escritor debe poder "crear" ambientes y nunca me fijaba en los calzoncillos que me ponía. ¿Cómo iba a describir un paisaje, una ciudad o una persona si, a veces, usaba zapatos de colores diferentes? "Un día”- le conté, "cuando vivía en Chicago, caminé tres cuadras sobre aceras de cemento fresco. Me di cuenta porque los obreros se me tiraron encima, a pesar de que estaba metido en la mezcla hasta la rodilla". "¿Se imagina usted a un observador más despistado?"- pregunté. "Es una especie de parálisis, le dije, una imposibilidad de dar el paso".
Mi anfitrión quiso saber la finalidad de la historia. "¿Quería hacer una contribución a la religión judía, a Israel, al pueblo hebreo?" Pero no lo sabía. Lo único que entendía era para quién no era. Despotriqué contra la religión, los rabinos, los ortodoxos, los kosher, los sionistas. "¿Cómo podemos los judíos, después de Auschwitz, creer en Dios?”- hice mi pregunta retórica preferida. No soportaba que algunos paisanos míos se habían convertido, cuando adultos, en "más papistas que el Papa". Se preocupaban, ¡horror de los horrores!, de no comer carne con queso, como si el mismo Dios, que no tuvo la valentía de parar las cámaras de gas, tuviera el aplomo de castigarlos por ello. "Me imagino estar presente ante El Supremo, le dije a don Carlos, y que me venga a mí con el cuento que por no ser kosher, no podía ingresar en el Cielo. Si usted no cumplió, le diría, con la promesa de cuidar a su pueblo elegido, ¿quién le dio el derecho de juzgarme?"
Para terminar, le di mi análisis metafísico: "Dios se quemó en los hornos y se hizo humo". "Pero está el Estado de Israel”- me contestó. "Los sionistas, le dije, negociaron con los nazis, en 1934, mientras los otros judíos luchaban por un boicot que tumbara a Hitler. Prefirieron obtener dinero para trasladar a 20 mil inmigrantes alemanes a Palestina. Buscaron, además, a los más "aptos" a los que imagino decidiendo: “Llenemos esta pequeña cuota de visas con judíos ignorantes que solo sepan sembrar papas, ¿para qué queremos intelectuales? Que se queden en Alemania". Esto no es nada nuevo. En 1903, después del progromo de Kishinev, Herzl, el papá del sionismo, trató de sacar provecho al reunirse con Plehve, Ministro del Interior ruso quien ordenó la matanza. Herzl negoció apaciguar a los judíos revolucionarios a cambio del apoyo del zar al movimiento sionista. Él impuso el modelo para que, cuarenta años después, hicieran lo mismo con Hitler. “No, mi querido don Carlos, los judíos polacos no hemos votado aún, y ya nunca lo haremos, sobre si el establecimiento del Estado de Israel justificó pactar con el diablo”. Ahora, Israel se nombró heredero del Holocausto y de todos los judíos y lo utiliza para inculcar más nacionalismo". No, no quería escribir la historia para ninguno de ellos.
"Entonces, ¿para quién es la novela?”- me increpó. "Pues para las mujeres, para las brujas y los maricones”- le respondí. "Suenas igual que tu abuela”- me reprendió. Don Carlos me hizo saber que mi vómito ideológico estaba fuera de contexto. Después de todo, apenas nos conocíamos y él podía haber estado en Alemania empujando en los vagones de los trenes de ganado. No sabía nada de él y no tenía por qué abrirme de esa forma.
-Estoy totalmente de acuerdo con don Carlos- me señaló Héctor. Vos siempre abrís la boca más de la cuenta y no me extraña que hasta en los sueños.
Le di a don Carlos la razón, acepté lo inapropiado de mis abruptos y le hice "la pregunta": "¿En dónde estuvo durante la guerra?" "En un campo de internamiento para personas sospechosas de conexiones nazis en Estados Unidos”- me respondió. Aproveché el silencio para observar las fotos en la mesita contigua al oscuro sillón. En una de ellas, posaba un hombre, que me imagino era don Carlos, sin camisa, en un galerón repleto de camas, que por no ser de tipo bunker, pareciera más bien un granero. "¿Era éste el campo?”- fue mi pregunta. Me dijo que sí y volví a mirar la vieja foto. "Era un hombre muy atractivo y galán”- comenté para mí.
"¿Conoció a mi abuela?”- interrumpí el halago. "¡Claro!”- respondió y sonrió. No supe qué más decir. No me atrevía a hacer la "otra pregunta". Mientras sacaba de mis gavetas mentales el dónde, cómo, y por qué, miré los cuadros. Esta vez, uno en particular me llamó la atención. Una pintura cubista con triángulos y globos. En el primero, estaba una hermosa cara de mujer y unos ojos que se me hicieron familiares. La mirada estaba fija en mí, justo para que no la perdiera. De un momento a otro, creí que había un espejo inserto que reflejaba mi rostro. "¿Esa pintura es de mamá?”- le dije. "Sí, lo es. Me la vendió un compañero en los campos de concentración para poder comprar droga”- me explicó. "¿El triángulo que enmarca su cabeza es el mismo que pinta en las piedras?""¡Sí!" "¿Por qué le cambió de color?" "Por el rojo que usaron en los campos contra los alemanes que se oponían al nazismo" "¿Se quisieron los dos?". "¡Claro que nos amamos! ¿Cómo se dio cuenta?”- me hizo él ahora otra pregunta. "Mi madre odió a los nazis pero jamás dijo una palabra contra los alemanes. Tres de sus mejores amigas lo eran también”- contesté.
-¡No puedo creer que soñés algo tan inmoral!- fue la respuesta de Héctor.
-Pero, ¿qué querés que haga? ¿Voy a censurar mi inconsciente?- respondí con ira.
En el sueño, no podía dejar de pensar que la historia de mi madre se hacía una réplica de West Side Story, a su vez otra de Romeo y Julieta: él, cristiano y alemán, ella polaca judía. Las familias debían haberse opuesto; la religión no lo permitiría. Mi abuela Anita era la apropiada para jugar de arpía. Los enamorados tendrían una canción preferida, posiblemente "Singing in the rain”- en alusión a la tormenta que se les debió venir encima. Ninguno murió, pero se casaron con la persona equivocada. En el caso de mi madre, era absolutamente obvio. Su matrimonio había sido arreglado y mi padre era el hombre menos adecuado para ella. "No es nada inteligente”- le diría mi abuelo David, "pero no te morirás de hambre con él". Sentí a mi padre tan cerca como el planeta Plutón. Así que si Elena se había involucrado con este atractivo personaje, me parecía una excelente elección. Por lo menos, hubo un hombre a quien amó. Antes de que don Carlos hablara, le hice una pregunta que tenía en la punta de la lengua, lista para reventar como un botón de chinas y ¡puf!, salió: “¿Y qué de los hijos de Elena?”: En los Sikora, la tradición dice que no dudes de los primeros, pero sí del último".
-Ahora resulta, según este sueño, que sos un bastardo- se burló mi amigo.
-Con mucho orgullo- le respondí.
Al distinguido amigo de mi madre le preocupaba que hubiera cortado con mi pueblo. Sostenía que, por la Shoa, la nueva generación tenía el compromiso de no "darle a Hitler una última victoria". La asimilación, la pérdida de la religiosidad, el ateísmo y la indiferencia al Estado de Israel, eran una manera de hacerlo. Si iba a escribir un libro sobre Elena, ¿cómo dejar por fuera su judaísmo? Aceptó que debía ser difícil oírlo de labios alemanes pero que, él más que cualquiera, cuando se percató de la monstruosidad del Holocausto, vivía con el martirio. "El nazismo”- me dijo, "estuvo a punto de hacer desaparecer al pueblo hebreo y es un imperativo moral, tanto de los alemanes como de los judíos, que no suceda. En una sórdida manera, quedamos vinculados para siempre". A pesar de su creencia en la modernidad, mi interlocutor detestaba la idea de que una nación esté formada de gente con la misma sangre, religión, política y, no dudó en mencionar: orientación sexual. "La riqueza de los estados es su diversidad y tolerancia, no que todos vayan a misa y al fútbol”- afirmó. Le volví a preguntar si había tenido algo que ver con el nazismo y me dijo que sí, pero que lo había dejado a tiempo, justo cuando conoció a Elena. "¿No me está mintiendo y empujó a alguna ancianita en los vagones?" "No al coche, dijo, pero, como toda mi generación, la abandoné en el andén".