I.
Elena miraba el muelle y el gran barco trasatlántico, una masa imponente gris, que la llevaría quién sabe dónde. ¿Qué idea podía tener una jovencita judía en 1934 acerca de un país llamado Costa Rica, ubicado en América Central? Ninguna. Le sonaba a fruta o a postre más que a un lugar. La joven sí sabía que lo de "rica" se lo había puesto otro viajero que se cree fue judío y que había cruzado, en el mismo año en que los sefarditas serían expulsados de España –hace cuatro siglos- en un barco mucho menos imponente.
Las nubes sobre Hamburgo se oscurecían con colores de rojo marrón y de pequeñas pintas oscuras. Nunca había visto tanta agua junta ya que provenía de Polonia Central, lejos de barcos y océanos. A sus catorce años, estaba a punto de salvar su vida. Vivía a media hora de Treblinka, uno de los más eficientes campos de exterminio y de haberse quedado en Dlugosiodlo, su pueblo, hubiera sido llevada en un "brinco". Pero, como ironías hay en la vida, sería más bien un tren y un barco alemanes los que la ayudarían a escapar de las garras del Holocausto que se avecinaba.
La muchacha se alejó unos pasos de su madre y de los otros pasajeros, de los gritos de los cargadores, de las grúas, de las carretillas y de los embalajes que estaban siendo cargados, a un lugar más tranquilo de donde podía mirar la fascinante masa de agua. Fantaseaba con la idea de que podría ver su rostro en las movedizas pequeñas olas bajo el muelle. La imagen de su cara se reflejaba en este cambiante espejo negro que le hacía ver a otra Elena que nunca fue ni sería. Ésta sabía cosas de su historia y de su vida que la joven desconocía. En este momento crítico, la muchacha escuchaba los pensamientos de la otra Elena, sumergida bajo la superficie del mar. "¿A quién? ¿Para qué?"- preguntó la primera Elena. Pero la aceitosa e inestable imagen no estaba para preguntas sin respuesta. Ella quería contar una historia.
Desde los seis años, tuvo que ayudar a su madre en el negocio y en el cuidado de sus dos hermanos. Su padre se había marchado a América. Los dejó solos. Eran pobres y aunque escuchó que existía la riqueza en el Nuevo Mundo, no tenía la menor idea en qué consistía. Para algunos, en América las calles estaban pavimentadas de oro, pero su madre le aclaró que ésas eran las de los norteamericanos.
"Adonde fue tu padre”- le explicaba, “no creo que existan calles de oro, plata o cobre. Desde que se fue, el hombre no me ha mandado ni un centímetro de pavimento".
Dlugosiodlo, situado entre Varsovia y Bialistok, se dedicaba a la explotación maderera. Lo único grande que había era la iglesia cristiana, que ella nunca había visto por dentro. Sin embargo, desde afuera se miraba imponente, con sus dos columnas de ladrillo rojo y ovaladas ventanas que tenían dos espirales negras tan estrechas que la hacían verse como los sombreros de las brujas de los cuentos de hadas. En el centro de la fachada había un enorme rosetón y, a los dos lados, ventanas alargadas con vitrales, como si la iglesia hubiera ambicionado en su juventud verse convertida en una catedral gótica.
La sinagoga, por su parte, era más rústica y pequeña, aunque no menos hermosa. Había sido construida en el siglo XVIII de la madera de los cipreses del pueblo y contaba con un gran techo que parecía una taza de sopa invertida. El shull estaba decorado con pasajes bíblicos, grabados con letras iluminadas sobre la madera y en una combinación de lindos colores. Adentro, una escalera ondulada de madera llevaba a las mujeres al segundo piso porque ellas no podían rezar junto con los hombres. Se contaba en el pueblo y había quedado registrado en el pinkes del shull que el famoso Rebbe Velvele Sbarzher no había podido creer sus ojos cuando miró la belleza de esta sinagoga de madera y que la había bendecido y declarado que, por ser una pequeña joya arquitectónica, nunca debería ser víctima del fuego
En este shteitel polaco, los cristianos y los hebreos vivían, como dice el dicho, "juntos pero no revueltos". Aunque tenían relaciones económicas y hasta eran socios, no socializaban y cada grupo vivía aparte: los cristianos en las áreas rurales y los judíos en el centro del pueblo. Para los cristianos, los hebreos eran "el otro”- todo aquello que ellos supuestamente no eran: competitivos, materialistas, obscenos y nada generosos. Algunos los creían idólatras porque bailaban y adoraban unos rollos de papel; otros decían que eran tercos porque no aceptaban “el hecho evidente” de que Cristo fuera el Mesías.
Los hebreos tenían sus propios prejuicios. Consideraban a los campesinos polacos ignorantes porque no sabían leer ni escribir. A diferencia de su religión que ponía énfasis en la lectura y en la discusión del libro sagrado, la iglesia estimulaba solamente la aceptación de los dogmas y además, por su asociación con las clases pudientes, el vulgo vivía pobre y sin educación.
La ignorancia promovía que cuando las cosas salían mal, los males se les inculparan a los judíos. Una acusación era que para la Pascua, los hebreos utilizaban la sangre de los niños cristianos. Otra, que tenían arreglos con el demonio para succionar la riqueza de la nación. En períodos de crisis, estas acusaciones impulsaban sublevaciones y matanzas de judíos conocidas como pogromos. Sin embargo, en los tiempos normales, las ideas estereotipadas no impedían el contacto diario. El campesino polaco, por ejemplo, compraba sus caballos del hebreo y le vendía el trigo y las hortalizas. Su mujer conseguía su ropa en la tienda hebrea y comerciaba sus patos y gallinas con la dueña. Por más de mil años habían vivido bajo este arreglo y cada uno era "el otro" para sendos grupos religiosos, un "otro" familiar, conocido pero nunca amado.
Las casas de este poblado eran de madera, de colores pasteles, con cercas y techos inclinados del mismo material. En el centro del pueblo se levantaba una plaza con un monumento dedicado al General Naczelnikowi Bojownikov, héroe nacional polaco que, como todo héroe de su país, debía haber matado quién sabe cuántos rusos y ucranianos. El hombre amenazaba aún sentado sobre su exuberante caballo y en pose de guerra, listo para terminar con más "enemigos" de la patria.
Los polacos se consideraban, igual que los judíos, un pueblo sufrido y solían comparar desgracias. La nación había sido, hasta la Primera Guerra Mundial, devorada por sus más aguerridos vecinos: Prusia, Austria y Rusia. La pérdida de la independencia, durante todo el siglo XIX, había sido un duro golpe para el nacionalismo polaco y una fuente de conflictos con los hebreos. Cuando los austriacos les otorgaban más derechos que los mismos polacos, los últimos resentían que los judíos apoyaran la política de Viena. Sin embargo, la situación era diferente en el frente ruso. Los judíos polacos que fueron incorporados por los zares soñaban con una mayor libertad y luchaban tanto como los polacos por la independencia de lo que consideraban – provisionalmente hasta la próxima expulsión- su patria.
La familia Brum-Sikora estaba dedicada al pequeño comercio y tenía dos tiendas construidas de madera, una frente a la otra, en la plaza principal: la de la abuela Rivke Malke y la de su madre, Anita Brum. En la ventana, se mostraban suéteres y blusas de lana y vestidos de falda larga. Adentro, más mercadería como valijas y artículos para el hogar. Como tiendas de paisanos, las primeras siempre listas para cualquier viaje en caso de un pogromo.
Como era costumbre en las familias judías más adineradas, las mujeres trabajaban mientras los hombres leían el Talmud y estudiaban la Torá. Los hebreos no tenían, en el shteitel, ni clase política, ni profesional; de ahí que la única distinción de riqueza era el lujo de contar con un rabino o un erudito en el hogar. En el caso de ambas familias, los hombres se la pasaban en discusiones dialécticas en la sinagoga mientras sus mujeres hacían las labores más prosaicas, como ganarse el sustento diario.
Mientras Anita trabajaba en la tienda, Elena jugaba el papel de padre y madre, protectora y mentor de sus dos hermanos menores: Samuel y Sarita. La muchacha aprendió desde muy temprano no solo a guiar a sus hermanos, sino también a ayudar a su madre como contadora y vendedora en la tienda. Fue siempre diestra con los números porque tenía que atender a los compradores. Como lo que vendían eran shmates, desde muy temprano aprendió el arte de adivinar los temores y los complejos de la gente, algo muy parecido a la sicología.
"Esa blusa amarilla se le ve divina”- expresaba la niña en perfecto polaco a una clienta.
La mujer se sentía halagada. No estaba segura si ese color era aún apropiado para su edad, pero como una niña no miente, pensaba ella, debía vérsele bien. Esta niña, no obstante, sí lo hacía: "¡La pobre no se da cuenta”- decía para sus adentros, "que las tetas se le miran como repollos!".
No había luz eléctrica en el pueblo, ni conciencia de la existencia de los peculiares poderes del electromagnetismo. El transporte se hacía principalmente con carretas y caballos. El pueblo era cruzado por carretones llenos de tucas de madera que iban para Varsovia o Bialistok. En el invierno, la nieve cubría los techos y las copas de los árboles y perdía su blancura al mezclarse con la tierra de las calles sin asfalto, lo que manchaba los zapatos de los transeúntes. Algunas veces el invierno era tan crudo que la temperatura llegaba hasta menos de 38 grados bajo cero. Cuando esto sucedía, hasta la escuela se cerraba. Un día Elena y Samuel fueron devueltos a la casa por el mismo profesor que le informó a doña Anita que no mandara a sus hijos a la escuela cuando hacía tanto frío.
“Ni que se fueran a congelar como pescados”- se quejó la mujer que no consideraba que el mal tiempo era excusa para dejar de estudiar.
La única diversión en el pueblo era la taberna, a la que solo los polacos y los judíos menos religiosos asistían debido a su mala fama de ser centro de borrachos y de pleitos. El dueño de esta era un paisano, don Israel Porn, que las malas lenguas decían que gustaba mucho de la vodka. Sin embargo, sus correligionarios preferían no emborracharse ante él porque tenía una lengua muy suelta y les contaba a sus mujeres cuánto habían bebido sus maridos. Anita, por cierto, solía enviarle de regalo unas camisas con el fin de que Israel le soltara cuánta vodka había bebido su primer marido. “Ese borracho me las va a pagar”- amenazaba la mujer cuando se enteraba que este había consumido más de dos botellas y que se había gastado toda su mesada en licor.
En el verano, la gente iba a los bosques cercanos y el pueblo quedaba desierto. Los polacos cristianos no vivían nada mejor pero como tenían sus casas en el campo Elena no sabía cómo eran. Un reducido número de paisanos judíos tenía dinero. Magda, la hija del carnicero y de Golde, por ejemplo, comía mucho mejor, compraba lindos vestidos y no trabajaba como ella.
"Pero es que tiene a su padre aquí”- le explicaba la madre. Elena pensaba entonces que el padre valía oro.
Su casa de madera era tan decrépita que olía siempre a humedad. Las habitaciones, pequeñas y sombrías. El único lugar más caliente era la cocina en donde había una enorme chimenea que servía de cocina y de calefacción. Las ventanas daban al patio en donde se localizaba el corral y el excusado de hueco. En vista de que las casas estaban una junto a la otra, las gallinas de las vecinas y las propias vivían en relaciones íntimas.
"Elena, consígueme una para la cena”- gritaba su progenitora. "Trata de equivocarte y escoge la de la vecina".
Los excrementos, tanto de las aves como los propios, eran retirados solo los lunes y el carretonero se los llevaba de noche, cuando nadie lo mirara. Los olores eran tan fuertes que muchas veces no podían dormir. Durante el invierno, el frío calaba los huesos. Una de las peores torturas era ser el primero en ir a la cama. Como ésta era compartida, las hermanas se rifaban para ver quién la calentaba.
"Sarita, te hice la tarea. Me debes de recompensa una cama tibia".
Samuel, el muchacho que estaba unos pocos años de su bar mitzvah, tenía el privilegio de tener su propio cuarto y cama, aunque no contaba con nadie que se la calentara. Sin embargo, cuando llovía en el verano, la casa se llenaba de agua por las muchas goteras, su cuarto quedaba inservible y tenía entonces que dormir con ellas o verse forzado a defenderse del diluvio que lo forzaría a construir un arca y llenarla, como El Señor había dispuesto, con una pareja de cada especie.
"¿Pero por qué te lamentas que se mete el agua por los huecos del techo?”- le preguntaba burlonamente la madre a su hermano Samuel. "¿No era que te gustaba la naturaleza? Pues mira la luna y las estrellas por los agujeros en el techo". La mujer no estaba para oír quejas de los inquilinos de su hogar. Pensaba que su hijo se quejaba demasiado y que además, comía más de la cuenta. “El bandido ese suele comerse todo el pan, la mantequilla y el salami que encuentra y está más gordo que las gallinas del rabino”- se quejaba Anita cuando su único hijo varón protestaba por las goteras.
Con esto daba por terminado el asunto y no se discutía más la necesidad de arreglar el techo, para lo que nunca había suficiente guelt. "No sé por qué se quejan tanto de las goteras”- decía la mujer, "¿acaso se van a derretir por un poco de agua?"
Elena solo tenía memorias amargas. Lo único que le pareció bonito del pueblo era los paseos, en el verano, al bosque aledaño. Altísimos árboles de ciprés cubrían los alrededores, con abundantes arbustos de moras silvestres. Le encantaba llenar su cesto y llevarle a su madre para que horneara un delicioso pastel. También disfrutaba comerlas hasta empacharse.
"Lo único gratis en Polonia son estas moras y a mí me aflojan el estómago”- protestaba nuevamente su progenitora. "En vez de traer frutillas y poner en peligro la vida de tu madre”- "¿por qué no vas donde Golde y tomas unos huevos?"
La cena de los viernes, para el Shabat, era otro recuerdo agradable. Su madre cambiaba el ambiente de la casa, ponía un mantel especial, prendía las candelas y cocinaba lo mejor de la semana, especialmente el guifilte fish que le encantaba. Fuera de eso, todo lo demás eran tzures.
La otra Elena, la que oía en el puerto de Hamburgo como si la historia no fuera de ella, estaba consciente de que todos los recuerdos han sido influidos por los acontecimientos posteriores. El final de las cosas determina su interpretación. Es más, sentía cierta culpa de recordar algo bueno porque lo miraba como compartir la decisión de los que se quedaron. Y los que lo hicieron no pudieron estar en lo correcto. Mientras lo pensaba, el viento empezó a soplar en la playa.
La joven tuvo que despedirse de su reflejo en el agua y caminar despacio, como si estuviera en el funeral en el que nunca estaría de espectadora. Dejar una vida es una muerte, un camino que se dejó de cruzar. Los viajeros lo saben bien y la joven era una más en una larga procesión. "Millones de posibles gestas se hallan en el fondo del mar de aquellos que partieron y nunca volvieron”- recordaría después. Mirar desaparecer su rostro en el agua y verlo ahogarse sin un ritual apropiado era un sacrilegio. La joven tiró una migaja de pan al mar: "Mejor te dejo algo de comer y no flores”- le dijo a su imagen.
El principio del final había empezado unos cuantos meses antes, aunque los judíos nunca saben cuándo empiezan ni terminan las cosas. Unos dicen que su martirio se entabló desde Abraham, otros desde los babilonios o los romanos y algunos que con los cristianos. Así que Elena no estuvo nunca segura del origen preciso de la partida. Estaban siempre prestos para irse. El asunto era saber cómo partirían de estos tiempos de naciones y de fronteras. Su madre la había llevado a la capital con el fin de tomar las fotos y arreglar sus pasaportes.
"Necesito tener los papeles listos si el holgazán de tu padre hace algo de dinero en América”- le había confesado.
En Polonia, obtener el pasaporte era una odisea tan complicada como cruzar la frontera con Alemania. Conseguirlo estaba sujeto al arbitrario proceder de las autoridades. La expedición se dilataba, a menos que el solicitante pagara un buen soborno. Concedido el pasaporte, a menudo se cobraban derechos indebidos. Si las autoridades se daban cuenta de que algunos impuestos no habían sido cancelados, lo invalidaban inmediatamente.
Anita aprovechaba la travesía a la capital para compartir con su pequeña hija las desdichas de su matrimonio. Su padre había sido un shidaj y el segundo de ella, cosa nada común en Polonia. La gente no se casaba por amor sino para sobrevivir.
"Uno busca que el hombre tenga algo con qué darnos de comer”- le insistía.
El matrimonio con el padre de Elena había sido el segundo de Anita, algo poco común en Polonia. El primer marido había resultado un shikker y además, un shlemiel en la cama. Elena, con su típica inocencia, su belleza reflejada en los ojos expresivos, saltones y que danzaban como una garza frente al sol, no comprendió entonces qué significaba la palabra. "¿Será que no tenía fuerzas para oír sus quejas?" Pues esta "falta" de fuerzas y de dinero había roto el matrimonio y su madre le pidió a la shadján que le consiguiera un buen partido.
"La desgraciada no buscó como debía”- le diría Anita, "y me consiguió lo primero que encontró. Como tu padre leía el Talmud, creyó que eso sería suficiente para mí”- se quejaba. "Ella me explicaba que una divorciada no podía escoger mucho y que debía pagarle más por un marido. Con esa plata, mejor me hubiera comprado un vestido".
Una vez en la capital, Elena dejó de ser su confidente ya que ese día Anita no quería que la acompañara a las oficinas estatales.
“Quédese en la casa”- expresó ella “porque tengo mucho que hacer y usted se va a aburrir”.
“No quiero quedarme sola mamá”- le imploró con lágrimas Elena. Unas lágrimas que cuando rodaban por su cara se transformaban como dos diamantes deslizándose sobre una belleza, que en un futuro próximo sería admirada por seres inimaginables. “¿Por qué no me lleva?”. La hija sintió algo extraño al mirar que antes de salir su madre se peinara y pusiera, a escondidas, un perfume de su cuñada. Años después pensaría que quizás tenía algún tendero judío que visitar.
La casa en que Anita dejó a Elena era la de la tía política Fruncha, que alquilaba aposentos a sus parientes. Ese día ninguno estaba porque se habían ido temprano a buscar empleo en las tiendas o almacenes judíos. Sin embargo, los dueños cubrían sus necesidades de mano de obra con los familiares desempleados y bastaba con ellos. Los hebreos estaban siendo arruinados por la industrialización polaca. Ésta borraba sin misericordia los pequeños negocios y alentaba la concentración en unos pocos. Los paisanos solo tuvieron cabida en el sector de consumo, lo más vulnerable en tiempos difíciles.
"Dependemos de vender artículos para el hogar”- reclamaba la tía, "y es lo que menos se necesita hoy en día".
"Es mejor trabajar en algo que no hacer nada en la casa”- le respondió una prima antes de salir a buscar oficio. La mujer estaba dispuesta a bregar en lo que fuera ya que ni para comer tenía.
Fruncha, la dueña, que cobraba por los cuartos y las comidas, le deseó suerte porque "le debía tres meses de renta". Ella tenía que cobrar algunos alquileres. "Az och un vail! Nadie paga, se quejaba, tengo que suplicar por la renta, como si me hicieran a mí el favor. Te arrepentirás cuando encuentres mi cuerpo en putrefacción, una víctima más del hambre!”
La noción de que los niños tienen derechos y no debían ser abandonados no había llegado aún a Polonia, preocupada por la recesión, el paro y la pobreza. Los críos eran tratados como pequeños adultos y colaboradores en el hogar y en el negocio. Sus temores eran muy poca cosa para aquellos obsesionados con los suyos. Elena nunca había estado en una ciudad tan grande y tampoco sola en una casa ajena. Ésta tenía muchos cuartos, todos oscuros, cerrados y llenos de fantasmas de familiares que murieron meshugeneg, orehman o por su propia cuenta. "No entres en aquél que no se ha abierto desde que mi marido, tu tío, se mató de un tiro”- le indicó la dueña. Elena temió que el esqueleto o aún peor, el espíritu, estuviera aún en el cuarto.
La única decoración en la casa era un espejo y el candelabro en el comedor para el Shabat. Contempló su reflejo. ¿Era hermosa? Nunca lo sabría porque, aunque se miraba, no se veía. No era que su belleza fuese subjetiva. Era preciosa. Tenía un color de piel claro con un ligero toque de aceituna. Sus ojos eran tostados profundo y expresaban ternura pero a la vez inteligencia. A veces miraba de una manera desconcertante, con una expresión que decía cosas distintas. Irradiaba amor y una furia indescriptible. Su boca era sensual y la nariz larga y simétrica. El pelo negro, un grado menos que el del azabache, ondulado y fino como la seda. La mujer llamó la atención hasta el día de su muerte. Pero nunca conoció su hermosura.
"Los espejos nunca dicen la verdad. Nos engañan y nos muestran las cosas como no son. No podemos creer en ellos”- reflexionaba. Unos años después, un espejo le probaría que estaba equivocada.
El tipo de la niña no era común entre los judíos polacos. Su padre, David, de quien había heredado las facciones, tenía fisonomías particulares. De acuerdo con una historia familiar, los Sikora venían de Itil, capital del Imperio Jázaro, un reino judío que desapareció del mapa. Según algunos historiadores, los restos de la ciudad, en razón del hundimiento de las tierras aledañas al mar Caspio, se encuentran bajo el mar. Los jázaros descendían, entre otros, de los turcos ogúricos, originarios del Asia Central. El reino tuvo un período de independencia durante 800 años entre los siglos V y XIII de nuestra era. Comprendía una extensa región que abarcaba el sur de Rusia, el norte del Cáucaso, la sección oriental de Ucrania, Crimea, Kazajstán occidental y el noroeste de Uzquebistán.
Su población –de acuerdo con su progenitor- se había establecido a orillas del mar Caspio, que era conocido también como el mar jázaro. Aún ahora los pueblos turcos, persas y árabes lo llaman así. La ciudad de Kiev fue poblada por ellos y de ahí el origen turco del nombre: Kui: orilla del río; ev: población. El imperio jázaro constituyó una ruta comercial importante entre Asia y Europa. Sin embargo, esta particularidad no pasaría a la historia. Lo que sí lo convertiría en un reino sui géneris es que sus reyes, en el año 740, optaron por convertirse al judaísmo. El kagán o rey jázaro lo hizo como forma de contrarrestar las presiones de sus vecinos: el Imperio Bizantino cristiano y el Califato Musulmán. De esta manera, obtendría un papel de mediador neutral en las luchas de ambos credos. “Pero también escogió –agregó David con orgullo- porque comprendió que el judaísmo era mejor”.
Según una leyenda que le había contado su abuelo, los jázaros se hicieron judíos por convencimiento filosófico. David tenía copia de un documento que se publicaría hace muchos años y que su abuelo había copiado de un libro que le regaló un rabino jasídico, sobre la correspondencia del rey jázaro a Jasdai Ibn Shaprut, médico y ministro de Abderramán III, califa de Córdoba. Según ahí se anotaba fue el mismo Dios, por medio de un ángel, quien se le apareció al rey Bulán, soberano de los togarmi. Le prometió que si dejaban la idolatría y "observas mis preceptos, estatutos y sentencias te bendeciré y multiplicaré". Dios cumpliría el trato y le daría triunfos y riquezas y Bulán decidió escoger la mejor religión monoteísta para su pueblo.
“Como el rey era un hombre sabio y cortejado por los cristianos y los musulmanes” – explicó David a Elena- optó por hacer un debate en su pueblo acerca de las virtudes de las tres religiones. Sin embargo, cada uno vindicaba la suya y no se ponían de acuerdo. De ahí que buscara un arreglo: les preguntaría a los líderes religiosos que escogieran la mejor. Fue primero donde el musulmán y le dijo: "¿La mejor religión es la de los israelitas o la de los cristianos?" "La de los israelitas es preferible”- dijo el cadí mahometano. Luego iría dónde el sacerdote cristiano y haría la misma pregunta pero esta vez entre mahometanos e israelitas. "La creencia de los israelitas”- contestaría aquél. Ante este consenso, el rey optó por la judía: "Los dos confesáis que la religión de los israelitas es la mejor y más verdadera, por lo que elijo la de los israelitas que es la de Abraham".
Anita, fuerte en sus convicciones y con un carácter que la llevaría a lugares prácticamente inalcanzables, no estaba muy convencida de la leyenda que contaba su esposo. Según ella, existía otra versión entre los judíos. Aparentemente, el rey jázaro buscaba una religión que le permitiera a los hombres vivir de las mujeres. "Se habían cansado de tanta guerra y conquistas y deseaban dejarle a su esposa las tareas del gobierno". El sabio rey iría primero donde los mahometanos y les preguntaría cómo trataban a las mujeres. "Las compramos por docena y las mantenemos en un harén”- respondió el cadí. No estando contento con la respuesta, iría con el cristiano. "Las mujeres son la tentación del demonio y les ponemos cinturones de castidad para que no nos traicionen”- sería su respuesta. Al interpelarle al rabino, al rey le encantó su respuesta: "Las mandamos a la tienda para que nos mantengan". No había más discusión. "Jazar se hizo judío y de ahí en adelante a las pobres mujeres nos tocó mantener a esta partida de turcos, buenos para nada”- decía la mujer.
A pesar de las versiones distintas de Anita y de David, el maestro de historia confirmaría la versión de su padre acerca de que muchos jázaros se convirtieron al judaísmo, aunque el reino toleró las tres religiones. Con la pérdida de la independencia, a manos de los rusos kievenanos, los jázaros tuvieron que convertirse o emigrar. Muchos se irían al occidente, incluyendo Polonia. Ahí se mezclarían con los hebreos occidentales y perderían su lengua, identidad y costumbres, pero no su judaísmo. Sin embargo, la belleza de los jázaros haría que sus mujeres (¿y sus hombres?), fueran apetecidas en las cortes de Bizancio y de Bagdad.
Mientras divagaba sobre esto, Elena continuaba la pesquisa en casa de su tía. Los muebles eran viejos y oscuros. Uno que otro contaba con un tapiz en buen estado pero la mayoría tenía costurones y hoyos profundos que se podían tragar desde un pequeño peine hasta una persona de pies a cabeza. En el pueblo se decía que los asientos se comían a los niños que se portaban mal. De ahí que la joven nunca pusiera su tuges en uno de ellos y que, como muchos judíos, no usara los muebles de la sala. Años después pensaría que la miseria llegaría a tal punto, que los muebles empezarían a tragarse a las familias y luego a los pueblos enteros.
"Quizás los judíos que desaparecieron –se dijo para su fuero interno- están aún escondidos en las butacas antiguas que los polacos terminarían robando".
En vez de sentarse en uno de ellos y lastimar a quién sabe cuántos niños, prefirió mirar los cuadros en la pared. Había muchas fotos de deudos que más bien asustaban por sus grandes barbas, vestidos negros y oscuros ojos llenos de tristeza y de miseria. Años más tarde, una prima le contaría que las caras de terror que mostraban los judíos polacos se debían a que la cámara fotográfica era toda una innovación cuyos efectos sobre el alma cautiva eran desconocidos. "O quizás, ante la luz, intuyeron su sino".
Las expresiones asustaron a la niña. Las personas posaban en vez de "parecer" naturales como sería la costumbre después. Su mirada directa hacia el lente hacía que los que veían estas fotos, sintieran que dialogaban con ellos. Para su extrañeza, había una de su madre y su padre en la pared. No sonreían, ni se tocaban.
Elena sintió que Anita, desde el cuadro, le preguntaba: "¿Qué miras, niña tonta? Si estás chocada por lo joven que luzco, debes saber que es por culpa de este hombre que mi vida se convirtió en una desdicha. No he hecho otra cosa que trabajar y obrar. Mi esposo solo sabe leer el Talmud y nunca ha hecho algo por su cuenta".
Su padre se defendió: "Si me hubieran dejado examinar un poco más a esta arpía antes de decir que sí al shidaj, me hubiera ido para Siberia o me hubiera muerto de hambre, cosas inconsecuentes en comparación con este consorcio. La felicidad con ella es tan grande como una comparecencia ante la Inquisición bajo la presidencia de un Torquemada con dolor de muelas".
Elena, mareada de las imágenes en pugna, prefirió mirar otras fotografías. Una era la de Samuel, el tío suicida, atractivo y con unos labios carnosos, llenos de deseo. "Se mató cuando se dio cuenta de que no podía entrar en los Estados Unidos”- le había dicho Fruncha.
"¿Qué hizo que se matara por un país?"- indagó.
“Se puso Meshugeneg kop”- murmuró la tía al insinuar que no había sido por el país propiamente: Samuel tenía un amigo muy querido que se había ido para Chicago. Al saber que nunca lo volvería a ver, se pegó un tiro. "Tú debes saber que existen hombres que se encariñan demasiado con otros y que por suerte, nos dejan en paz a las mujeres".
En aquel momento, la jovencita no entendía a qué se refería. "Los que se despachan deben ser enterrados como castigo lejos de los demás, frente a la tapia de los cementerios. Sus almas nunca encuentran descanso”- comentó la mujer.
El tío parecía mirarla con fastidio. "Sí, me maté, pero lo que la loca no te dice es que lo hice porque estaba harto de ella y de toda la familia. Mi única esperanza era obtener la visa y los americanos no me la quisieron dar. Ahora quedé como dibuk en esta mugre casa, oyendo a mi esposa quejarse todos los días".
"Lo que no cuentas es que te mataste por amor”- replicó la foto de una mujer gorda, hermana de Fruncha y con la cara de terror de la pintura favorita de Elena, "Los búlgaros huyendo de la vacuna" de origen desconocido: "No tienes que echarle la culpa de tu tragedia a mi hermana. Lo que te pasó fue por degenerado".
Un grito salió del cuadro de los abuelos de Elena