Hitler en Centroamérica by Jacobo Schifter - HTML preview

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V

El viaje de tres semanas en el barco le permitió a Elena pensar, como nunca antes. La niña se imaginaba lo que otros viajeros, como ella, sentían al flotar sobre el mar, hacia lo desconocido. Había leído sobre un tal Cristóbal Colón, tras indagar acerca del lugar al cual viajaba su familia. A diferencia suya, el marinero iba perdido y todos los cálculos sobre el día en que llegaría a la India, estaban equivocados. De ahí que el almirante debió haberse mareado al buscar y buscar tierra que no le aparecía. Sin embargo, a diferencia de ellas, por lo menos estaba acostumbrado al vaivén del buque. Mientras que, para su familia, los tres primeros días en el cubículo sucio de tercera clase, sin ventanas y un sofocante calor por su proximidad a las calderas, había sido un infierno.

Acostumbrada a las amplias tierras polacas, la estrechez del barco era un tormento para la familia. En los pasillos de su sección apenas cabían dos personas y el constante entrar y salir de gente de los cuartos hacía que caminar por ellos fuera una odisea. En los cubículos donde se ubicaban los pasajeros las cosas no eran mejores; las pequeñas habitaciones solo tenían una claraboya redonda por donde no se alcanza a ver más que el cielo. A ambos lados del cuarto se ubicaban las camas, distribuidas en camarotes, que recordaban más las celdas de una prisión que las habitaciones de personas que habían pagado por aquel viaje.

Elena extrañaba el sol. En las profundidades de la sección de tercera clase apenas era posible vislumbrarlo por las claraboyas. El resto del lugar estaba iluminado por las luces artificiales de la electricidad, que le daban a todo un aspecto mortecino.

En aquel hacinamiento y calor, Anita y sus tres hijos vomitaban todo lo que comían. Como compartían el baño con los pasajeros de otros seis camarotes, se la pasaban haciendo fila para ingresar. Una vez que expulsaban lo poco que habían retenido, se volvían a parar en la cola para evitar un accidente. Tanto lo hicieron que en su piso se les conocía como "los vomitivos".

Al tercer día, la joven decidió subir a tomar una bocanada de aire fresco. El mar y la brisa podrían hacerle bien y parar las jaloshes. Pasó por segunda clase, un piso más arriba, y miró dos hombres que parecían rabinos discutir sobre el Talmud. "¿Dónde irían? ¿Qué será de sus vidas?”- pensó. Al llegar a cubierta, se sintió un poco mejor.

Miraba el cielo, una que otra gaviota, la gente acomodada de primera y el imponente mar azul. A diferencia de los de Colón, pensó ella, por lo menos este barco era grande y se podía caminar. Ella miraba con recelo a cientos de mujeres emperifolladas, alegremente ataviadas y divirtiéndose, sin preocupaciones como las suyas. Si se sentían mal, los meseros corrían a traerles sales minerales. Si el calor apretaba, les brindaban zumos de frutas naturales, una copa de vino frío o un té de menta. "Mozo, tráigame una agua de limón que me muero de calor”- gritaba una pasajera de Nueva York. Más allá, una dama de la sociedad parisién lucía un vestido ligero de algodón vaporoso como la brisa del mar”.¡Qué emoción ir para el Nuevo Mundo!”- decía mientras buscaba Centroamérica en un mapa. "¡Mire qué lejos está!”- le dijo a su marido.

La mención del lugar le recordó a Elena el día en que había ido a la biblioteca de su pueblo con su hermana a buscar información sobre Costa Rica. "¿Costa qué?”- preguntó la bibliotecaria que creía que Elena le venía a tomar el pelo. "¿Es eso un lugar o un pastel?”- replicó con sorna.

La mujer detestaba atender a los judíos que para su mala suerte, eran los que más usaban la pequeña biblioteca de Dlugosiodlo. "Seguramente como pertenecen a un pueblo errante, están siempre averiguando a dónde irse”- le comentó a la compañera de trabajo. Los atenderé mientras solo pidan libros de geografía".

"Mire jovencita, aquí solo tengo libros de historia polaca y de países importantes. ¿Dónde está Costa Rica?”- preguntaba. "Papá se fue para allá. Está en América Central”- respondía Elena.

"Pues dile que se quede ahí y que no vuelva". Sin embargo, se encontró un ejemplar viejo de historia de América, con algunos mapas, en donde había algo de información sobre los viajes de Colón. "Aquí tienes muchacha, pero no te lo vayas a robar”- le dijo y lo puso, con saña, en la mesa. Elena lo tomó con entusiasmo y se sentó a leer. Sarita, su hermana, solo quería saber si era verdad que en la nueva tierra encontrarían chocolates gratis por doquier. "¡No sea tan tonta Sarita, en el único lugar en donde regalan las cosas es en Estados Unidos!".

La joven supo allí que cuando Cristóbal Colón, aquel otro viajero, partió en su cuarto viaje a América, llegaría a un lugar que llamaría Cariari, cerca de lo que hoy es el puerto de Limón en el Atlántico centroamericano. Sus metas no eran nada distintas de las de su madre; buscaba riquezas, "aunque el explorador iba con más ánimos”- le contó a su hermana.

Según decía el libro "dos indios" le brindaron información a Colón de supuestas minas de oro y le despertaron la codicia. Los nativos lo condujeron a Carambaru "en donde la gente andaba desnuda y llevan espejos de oro alrededor de sus cuellos". Le prometieron que existían grandes minas en la costa de donde sacaban los espejos de oro.

El descubridor escribiría al rey que " Vi más muestras de oro en los dos primeros días ahí que lo que había observado todo el tiempo en La Española". Sin embargo, no encontró ninguna mina. Creía, equivocadamente, que había topado con grandes riquezas y que el lugar debía estar cerca del río Ganges en la India. Elena apreció que ningún nativo estuviera interesado en hacer malos negocios con los espejos: "no quisieron vender, dar o despojarse de ellos".

"El hombre estaría totalmente errado”- le explicó Elena a su hermanita. Había creído las teorías de un tal Florentino Toscallini de que la distancia hacia la India por Occidente debía ser más corta. "Él iba con el mismo sentido de dirección que tu padre" y, quién sabe, le indicó a Sarita, si a ellas les saldría la historia al revés. "Espero que nosotras, que vamos para América, no terminemos en la India, vendidas de esclavas en un harén de Bombay".

El almirante, le explicó, llegó a América Central y no a la India como pensaba". "Igual que nuestro padre, no sabía nada de geografía y terminó en otro lugar, alejado de la frontera con Estados Unidos". Elena creía que el descubridor debió haberse ido también directo hacia Norteamérica: "Él encontró América y quedó al final más pobre que una rata. No debió haberse dejado impresionar con lo primero que vio. Los indios llevaban algunos dijes hechos del metal dorado, continúo la muchacha "pero eso era casi todo lo que tenían".

Los nativos del lugar, sin embargo, no intuyeron el error que cometieron al hablarle de las minas de oro. "En vista de que les abrió el apetito, igual que los polacos con los judíos, los exploradores se llenaron de avidez y buscaron el oro por todo lado. Nada les interesó la exuberante vegetación y la rarísima fauna que encontraron". Según ella, éstos y otros que vendrían después, quedaron hechizados por la historia de las minas y llamarían a la nueva tierra Costa Rica, porque se creyeron que la región era "rica" en oro". "Y es ahí adonde vamos dentro de unas semanas".

La viajera volvió a su realidad. Después de todo, Colón murió sin saber dónde había llegado y quizás no sufrió como se creía. "Frecuentaba a los reyes”- se dijo para sí, "y algún buen festín debió darse". "Cuando discutían cómo llegar a la India y traer montones de clavos de olor, "se tomaron botellas de vino y comido decenas de perdices y jabalís ". Estos festines los pagaban, seguramente, con la rapiña que realizaron los españoles con la expulsión, ese mismo año, de medio millón de judíos.

Elena se imaginaba a los dos golosos reyes católicos esperando el botín que dejarían los hebreos. El edicto de expulsión de 1492 especificaba que no podían llevar ni oro ni plata y que se les expulsaba por "judaizar a los conversos" "subvertir la religión católica" y, de acuerdo con el famoso inquisidor Torquemada, "matar a niños cristianos".

Elena imaginó a la católica reina pedirle a su marido:

Fernando, servidle más vino a Colón, que me encantan sus historias de cómo va a llegar a la India. Me muero por probar cómo sabría este lechón tan salado con un poco de canela. Si no tenéis más botellas, traedlas de la casa del judío Mean Des Plumado, que me las regaló con tal de que lo dejara quedarse tres meses más. Eso sí, que no se entere Torquemada porque me vendría a pedir una parte como lo hizo con los 300 conversos que quemó en 1481. El hombre inventó cuentos contra los judíos, como asesinatos rituales y otras brujerías y luego vino a pedirme que le diera la mitad de la fortuna de quienes tostó en la hoguera. No olvidéis las promesas que le hizo a los conversos: primero les dijo que les perdonaría si confesaban sus prácticas judías y luego los haría acusar, bajo tortura, hasta sus abuelas. De ese dinero no vimos ni un real. Mejor buscadme unos huevos de codorniz entre las viandas que le incautamos a la mercader Ester Mesta Faron, a la que la dejé convertirse a cambio de una donación al trono.

La reina se debía sentir generosa y magnánima con el despojo que hizo de los pobres judíos y musulmanes españoles. Se había aprovechado para comprar haciendas baratísimas a costa de los expulsados, que tuvieron que vender de sopetón. "Y Colón, ¿por qué preocuparse por él si era un judío traidor más que se había convertido para congraciarse con los cristianos?" Después de todo, pensó la joven, había entregado su alma al diablo, un judas más entre la larga lista que incluía hasta al ídolo de su madre, Karl Marx.

Sin embargo, no hubiese querido saber que el precio de la conversión, que en su caso en Hamburgo le hubiera deparado el tiquete gratis, no había valido la pena. Si, como contaba la leyenda, la reina católica le dio sus joyas para que las vendiera y recaudara el capital para hacer el primer viaje, "hubiera sido muy bestia si no guardó un anillo o un broca mantón para los imprevistos".

Elena imaginaba al almirante decir a la reina: "Mi señora Isabel, imaginad que me dieron menos pesos de lo que esperaba por vuestras joyas. El joyero de la Corona, agregaría con cizaña, no cree que fueran originales. Seguro os engañaron los judíos a los que se las comprasteis".

La reina se enojaría tanto que mandaría a degollar al pobre orfebre y así nadie sabría que Colón se dejó unos buenos zlotis o su equivalente en pesos reales. Aunque la realidad, sabía ella por parte de su moré de historia, fue que más bien habían sido judíos como Gabriel Sánchez y Luis de Santángel quienes financiaron a Colón. No obstante, la leyenda de Isabel era más romántica y Elena era una apasionada de las historias de caballería.

La soberana eventualmente recibiría su merecido. Elena se imaginó la cara que debió haber puesto cuando Cristóbal le trajo a unos indios con taparrabos y unas cacatúas como "botín" del descubrimiento. "¿Pero me vais a decir que he vendido mis anillos y pulseras de matrimonio por un par de bichos que se cagan por todo lado y me ponen peor la jaqueca? ¿Creéis que soy bruta o qué?”- gritó Isabel descompuesta de ira. "Mejor hubiera dejado a los judíos y a los musulmanes que tratado con este imbécil de Colón. Lo único bueno de este viaje es que al mísero le pegaron una sífilis y nadie sabe cómo curársela".

Mientras la joven pensaba en la biblioteca, en Cristóbal y sus negociaciones con la gran Isabel I de Castilla, el sol estaba en lo mejor y los pasajeros de primera, muchos descendientes del almirante que sí supieron sacarle el dinero a los pobres indios, esta vez a punta de trabajo en vez de oro, se sentaron a tomar un té en el descubierto salón cerca de la popa, desde el cual se podía ver todo cuando acontecía en las cubiertas de fina madera. Ella tenía que contentarse con mirar desde la distancia porque el exclusivo rincón estaba vedado a los viajeros de "tercera".

El lugar era el centro social para los ricos y famosos. Elena pensaba que debía ser seguro ya que si el buque se fuera a pique, éstos serían los primeros en abordar los botes. Por lo menos, se tranquilizó, este buque tenía una barcaza para llevar la carga al muelle y ahí habría campo para algunos de "tercera".

Había mujeres y hombres de todas las nacionalidades, bien vestidos y con sombreros de copa ellos y ellas con sombreros apuntados, de jipijapa o calañeses. Frente a ellos, unos marineros alemanes se divertían con algunas pasajeras. Elena los observó, impresionada de lo comunes y silvestres que parecían, aparentemente incapaces de un mal pensamiento, sin la perversidad que Fanny les atribuía.

Los hombres podrían haber sido modelos de los dibujos de una novela de caballería, altivos, viriles, con grandes dientes blancos que contrastaban con los cabellos rubios que el viento hacía ondear como las banderitas del asta. Estaban, aparentemente, felices de cortejar a las damas, quienes los miraban con ojos engolosinados por esos uniformes impecables y ajustados que no dejaban nada a la imaginación.

Frente a ellos, la aristocracia mantenía un delicioso cotilleo alrededor de sus tacitas de porcelana, llenas de té inglés. El sonido de las conversaciones le recordaba la multiplicidad de nacionalidades: ingleses, franceses, alemanes, norteamericanos, italianos y hasta portugueses. Era una tarde hermosa, llena de colores y de olores, sobre todo de la deliciosa pastelería que los pasajeros ingerían, ávidos.

De repente, dos paisanos suyos de segunda clase, vestidos de caftán y sombrero negros, caminaban hacia los marineros, desde la proa. Los hombres argüían sobre quién sabe qué dilema no anticipado por el Talmud o sobre los peligros de la irreligiosidad en el Nuevo Mundo, en donde sus correligionarios se olvidaban de las tradiciones judías. La conversación debió estar cautivante porque los religiosos iban distraídos, sordos de los demás.

De un momento a otro, uno de los marineros alemanes se les acercó, hizo una reverencia, le arrebató a uno de los paisanos el sombrero y lo lanzó al mar. Los otros compañeros hicieron lo mismo con el sombrero del otro paisano. Los dos pobres hombres quedaron atónitos, sin saber qué hacer, si reír, llorar o esconderse en estiba y nunca más salir de ahí. Las jóvenes que platicaban con los marineros estallaron en carcajadas. Entre más se reían, más los otros se animaban. "¡Juden, juden!, gritaban. Al calor de los gritos, el marinero más alto empezó a patearles el trasero y a decirles que se fueran de cubierta. "No queremos a los cerdos judíos en este barco, ¡vayan y hagan compañía a las ratas!"

Elena tampoco supo qué hacer, si meterse dentro de un bote salvavidas, tirarse al mar o ponerse a llorar. ¿Sabían que ella era judía? ¿Le arrancarían su pequeño sombrero celeste, el único que tenía y que su amiga Shosha le regaló antes de partir? -pensaba mientras se hacía más y más pequeñita. Se había encogido tanto que era difícil que la vieran. Sin embargo, pudo observar las expresiones de los distinguidos pasajeros de primera clase, testigos oculares del atropello. Unos hacían que no habían visto nada y seguían tomando su delicioso té. "¡Maravillosas galletas!”- decían. Otros movían la cabeza en señal de desaprobación. Unos expresaban conformidad y se reían con los marineros, alzando su taza en señal de saludo. Algunos miraban con odio, sin atreverse a abrir la boca.

De repente, todo pareció guardar un sepulcral silencio: en el salón del té, las porcelanas callaron, nadie chistaba, y los idiomas y los acentos se esfumaron con la brisa marina.

Todos se sintieron aliviados cuando los dos judíos corrieron hacia las escaleras y desaparecieron de sus vistas.

La joven estaba segura que sería la próxima. Su vívida imaginación le hacía creer que esta vez los marineros y los usuarios del salón de té se unirían para tirar su sombrero y patearla con más furia que a los religiosos. Después de todo, sus paisanos habían alquilado un camarote de "segunda" y tenían más poder y dinero que ella. Era común que entre más riqueza tenía la gente, más grande la invisible burbuja de protección que la rodeaba. Los pobres casi ni tenían y sus cuerpos eran la mar de fácil para pegarles. Si a los de "segunda”- los habían pateado en el mero rabo, los tripulantes de "tercera" tendrían aún menos consideraciones y en la moral de un barco dividido por clases, los pasajeros de aquella sección recibirían las peores patadas.

Mientras maquinaba cómo esconder su sombrero para no perderlo, un grito de mujer la sacó de su reflexión. Una atractiva dama de sociedad, de unos cuarenta bien llevados años, vestida hasta la rodilla con un traje blanco coronado por un sombrero del mismo color, cuyo velo le cubría parte del rostro, irrumpió en la cubierta.

Venía del salón de té y había dejado en la mesa a varios pasajeros, que se quedaron tan anonadados como Elena. "¡Partida de salvajes y cobardes!”- gritó en perfecto alemán. "¿Por qué no le tiran la chistera a la salvaje de su madre?"

La dama de blanco se acercó a los marineros, se quitó el sombrero y frente a ellos, parecía una más. Todos blancos, todos rubios, todos de ojos azules, todos alemanes. La mujer le lanzó su tocado a uno de ellos: "Tírelo al mar, grandísimo cobarde, atrévase a lanzarlo al océano para que me cuente después cuán hombre se siente".

Los marineros, las muchachas que cortejaban, el salón entero de té, los meseros, Elena y hasta las gaviotas se quedaron en el mayor silencio que puede darse en un barco de 500 pasajeros. En medio de la mudez se oía el ruido del mar y de las enormes máquinas propulsoras, pero la torre de Babel se había partido en dos, caído y hundido en el azul océano y nadie hablaba más.

El capitán del barco, a quien nadie había visto hasta el momento, desgarró este silencio que se asemejaba al de los cementerios, aunque sin el dolor que no sienten los difuntos. "¿Baronesa Gerffin, ¿qué sucede? ¿Tiene usted algún problema con estos señores?" La mujer volvió la cara hacia la autoridad y le dijo, sin siquiera abrir los labios más que lo necesario, como si miles de años de aristocracia habían ido reduciendo el espacio necesario para hablar: "Este trío de nazis mugrosos se ha burlado de unos pasajeros y estoy cansada de que dejen el nombre de los alemanes por los suelos". El capitán no tuvo que preguntar de quiénes se trataba antes de responder: "Señores, éste es mi buque y aquí no toleraremos que, por política, se moleste a nadie". Los viajeros de "primera”- algunos que antes habían celebrado la hazaña de los marineros, se levantaron de sus sillas y aplaudieron al capitán y a la exquisita mujer, que ahora resultaba noble y, seguramente, más rica que ninguno.

La baronesa no volvió a la mesa de sus amigos. Decidió quedarse para mirar el mar, como si esperara encontrar los sombreros de los judíos. Elena observaba sus delicados movimientos, su seguridad y sus ojos penetrantes, y no podía quitarle la vista ni moverse; estaba tan paralizada como el día que se encontró con la rata. La señora alemana se acercó al lugar en donde estaba la muchacha. "¡Que hermosa criatura!”- le dijo y le sonrió. "Nunca había visto un rostro más expresivo en mi vida”- le insistió. Pero en lo menos que Elena podía pensar era en su cara. Hizo un análisis ipso facto de su vestimenta: un traje gris con cuadros rojos y celestes que, de tanto lavar, se habían desteñido, el sombrero celeste de su amiga, zapatillas café que apenas resistirían unos tres paseos más, medias blancas cortas y un ridículo lazo rojo y celeste en la cintura. "¡Me debo ver como la empleada de la empleada de esta mujer!”- pensó para sí.

"Le agradezco lo que hizo por mis paisanos”- se atrevió a decirle en ídish. "¡No me agradezcas nada, querida, lo hice porque me da rabia esta chusma que ha llegado al poder en Alemania. Son una partida de gángsteres que quieren disfrutar a costa de otros lo que a nosotros nos ha tomado siglos de trabajo. "¿Y quiénes son ustedes?”- le preguntó Elena. "Nosotros somos...”- dijo Claudia pero la muchacha no le pudo oír por los rugidos de los motores.

Bajo el sombrero que los marineros no se atrevieron a lanzar, estaba un rostro hermoso y con temple. La baronesa era del tipo que Elena siempre gustaba: de empuje, hermosa amazona, diosa griega independiente, capaz de alianzas y guerras, lista para enfrentar a los hombres, muy lejos de las "delicadas" féminas que el victorianísimo siglo pasado y el cine, en el actual, estaban imponiendo. "¿Sabes una cosa, preciosa? ¿Por qué no vienes a mi camarote para hacer una pintura de tu rostro? Me encantaría que habláramos de tu viaje y pintar esa cara tan especial que tienes. Ven mañana para el té y me buscas en primera, soy la baronesa Claudia Gerffin, para servirte".

La muchacha no pudo reaccionar, decir que sí o que no, preguntar, pedir, aclarar nada. Nunca había estado cerca de una noble, una dama que destellaba clase, respeto, dinero y algo que la hacía más atractiva que todas: poder. La baronesa tenía algo que la joven quería y que unía a ambas más allá de raza, religión, país o edad: la capacidad de mando, algo que alguna vez tuvieron las mujeres y se la habían arrebatado, y que debía ser reconquistada. Ella, pensó Elena, no habrá tenido que pedir permiso para asistir a un cuchitril de escuela, ni tenido que transferir, como Anita, sus bienes a nombre del marido, ni siquiera servirle a un hombre, como sucedía con las judías y las campesinas polacas que conocía. "¿Qué se sentía darle una cachetada a unos marineros y saber que nada podían hacer?”- le preguntó. "¡Estupendo!”- replicó la mujer, quien a su vez le explicó el origen de la pérdida del poder.

"Al principio, en la Biblia, nosotras -explicó la baronesa- decidimos dónde vivir. Abraham se fue para las tierras de su mujer". No obstante, en un mítico momento histórico las heroínas habían perdido su hogar. "Debes estar consciente de que los períodos de exilio son claves para las mujeres”- continuó la interlocutora. De acuerdo con ella, pueden representar la libertad o la esclavitud. En el caso del exilio a Babilonia, sería lo segundo. "Las mujeres bíblicas no eran débiles criaturas y participaban en la economía de la sociedad rural antes del exilio. No solo tejían y hacían los alimentos sino que también recogían la cosecha y pastoreaban los animales. También asistían al culto público y estuvieron presentes en la asamblea a la que Moisés dio sus leyes. De ahí que tuvieran un papel importante en la narrativa".

Sin embargo -continuó la baronesa-con el regreso a Palestina, en el año 538 A.C., en los tiempos del Segundo Templo, las cosas cambiarían. Los sacerdotes poderosos que compilarían las leyes, con el fin de reforzar el nacionalismo, tratarían a las mujeres como inferiores. Las acusarían del exilio por no haber sido estrictas en seguir los principios pentateucos y rezar cuando estaban menstruando. Para reforzar la familia, las colocaron bajo el dominio absoluto de los varones y las excluyeron del sistema de educación y del religioso. Su función sería la reproducción y el crío de los niños.

A la vez, los rabinos interpretaron la misma Torá. En vista de que el Génesis, por ejemplo, insinuaba que Eva había sido dotada de una inteligencia mayor que Adán, ellos concluyeron que aunque la mujer arquetípica pudo haber tenido mayor bina, el hecho que Adán era responsable directo a Dios, mientras que Eva a él, hacía imposible que ella intuyera, en toda su extensión, las implicaciones de su desobediencia. "El rabinismo talmúdico que se fortaleció en el exilio nos quitó el poder e impuso la sumisión”- agregó la mujer. "Debes tener cuidado, ahora que vas a una nueva Babilonia, de que no te lo vuelvan a arrebatar”- le advirtió la baronesa.

Elena bajó las gradas hasta la tercera clase y juró que serían las últimas que, como mujer, descendería, aunque como judía no estaba tan segura. Al llegar al camarote en que los cuatro dormían, su madre le preguntó que dónde había estado todo ese tiempo. "Conocí a una baronesa que me quiere pintar mañana”- explicó. "Y yo soy la reina de Saba”- contestó Anita. Sin embargo, al otro día, Elena estaría puntual, porque "el tiempo no es para los pobres desperdiciar”- en el hermoso camarote de la baronesa.

Cuando preguntó por ella, la sirvienta de planta asumió que la muchacha vendría a limpiar las ventanas, sacudir los muebles de fino terciopelo negro, las deliciosas sábanas de lino y seda, las almohadas de pluma de ganso, el espejo de espléndida caoba, o el magnífico servicio sanitario con el mayor lujo de la época: agua caliente y tina de mármol. Pero no, "la joven ha venido a posar”- dijo y la recibió con una amplia sonrisa, dejándole claro a la mucama que no se trataba de ninguna empleada. "¡Pasa adelante, Elena, bienvenida a mi camarote!"

La baronesa era una excelente pintora; los cuadros terminados y los que estaban en proceso de serlo, se exhibían en las paredes y en las esquinas de la suntuosa habitación. La joven se impresionó por los colores tan vívidos de los paisajes, las caras geométricas de los personajes y el ambiente de ensueño. La baronesa pintaba una estrella azul encima de una vaca que estaba inserta en un cuadrado, sobre un pasto oscuro, y un cielo con el celeste más profundo que había visto. En otro, una bailarina, cuyo cuerpo se dividía en tres globos, danzaba en un bosque tropical, lleno de figuras onduladas con piñas, bananos y sandías, absolutamente sola.

Mientras la pintora hacía sus bocetos en el lienzo, intentando dibujar y cautivar el sentimiento que le despertaba esta joven tan hermosa, tuvo tiempo, mucho tiempo, para hablar. La baronesa quería saber todo de la muchacha, desde el día en que nació. "No es un retrato de tu cara, Elena, es un sentimiento, una idea, una ausencia, lo que quiero atrapar, aún ni sé lo que busco, ni siquiera si lo voy a encontrar".

La mujer hacía un bosquejo y lo tiraba al cesto de la basura, hacía otro y lo mandaba a volar; el siguiente tampoco le entusiasmaba y terminaba en el sofá. "Baronesa, con lo que usted ha botado en papel, mi familia come una semana”- le dijo la joven. "No me llames más baronesa, mi nombre es Claudia". "Pues le decía, Claudia, que usted desperdicia el papel".

"Mira, muchacha tonta”- le dijo la pintora en son de broma, "si crees que lo despilfarro por tratar de dibujarte, no tienes el menor sentido de lo que vales". Elena no podía parar: "¿Cuánto valgo, señora?, ¿cuánto cuesta una pobre judía en camino de la mera jungla?" La pintora agarró el cuarto o quinto papel y lo arrugó hasta hacerlo en un bodoque, volvió su rostro, le clavó los ojos azules más hermosos y le tiró el papel en la cara: "Una joven con alma de vieja vale todo un Potosí. Así de simple". La modelo sentía que había hablado suficiente sobre ella.

-¿Qué hace una mujer noble y rica en dirección al trópico?- indagó Elena.

-Voy a buscar a mi hijo, un hermoso joven que, después de mi divorcio, se fue con su padre y lo separaron de mi lado. Los nobles también tenemos problemas de exilios y separaciones, la única diferencia es que es más cómodo sufrirlos en primera clase, es todo. Si te sientes triste, un trago de whiskey te lo alivia; si quieres llorar, tienes a la mano unos pañuelitos soñados blancos de lino, si estás aburrida, un buen juego de tenis te reconforta, pero la miseria, Elena, es la misma, así de fácil-respondió Claudia.

Un silencio descendió como una pequeña nube desde la lámpara del techo, llena de lágrimas como las que ambas mujeres guardaban. "Hable señora, cuénteme la historia de su hijo, que quiero oír su acento, su idioma, su manera peculiar de hablar, que una no sabe si oye a una baronesa o a la misma Sara bíblica, antes de cometer el error de unirse con Abraham".

Claudia se soltó a reír. Le sorprendía que una muchacha tan joven la comparara con una mujer bíblica y sentía que ella y la modelo tenían algo en común: conciencia feminista.

"Eres una bandida, mujer”- le dijo la pintora, "también tengo que admitir que nunca me gustaron las heroínas de la Biblia pero reconozco que las cosas se pusieron peor en el Nuevo Testamento. Cada vez que en mi colegio religioso, porque me mandaron a uno, me hablaban de María, quería volver a leer sobre Judit. Por lo menos, la mujer era de armas tomar". Elena no podía creer que esta alemana pensara tan similar a ella, que compartiera los mismos deseos. "¿No le parece que la historia de Judit es la mejor de la Biblia?”- increpó la joven. "Completamente”- replicó. "Seguramente por eso la sacaron de la Torá y la dejaron como texto apócrifo”- insistió la baronesa.

El libro de Judit -según la pintora- es el que más cuestiona el papel tradicional de la mujer. "A diferencia de Eva cuya sexualidad es vista como la causa de la caída, ella representa la salvación del pueblo". Las fuerzas asirias, de acuerdo con ella, dirigidas por Nebucadnezar, están a punto de conquistar Betulia, en camino a Jerusalén. El pueblo, agobiado por el hambre, le ruega a los líderes que se rindan a menos que Dios indique lo contrario. Sin embargo, Judit -una hermosa viuda- les cuestiona por qué se atreven a establecer límites de tiempo a la intervención divina. Ella promete salvar a la ciudad.

La mujer-continuó la señora Gerffin- se va al campo enemigo y con la treta de que revelará el final del poblado, se entrevista con el general Olofernes, líder asirio, a quien, en un descuido, le corta la cabeza. Se presenta ante los israelitas con su trofeo y los alienta para que den un ataque sorpresa. Estos resultan victoriosos y Judit es considerada la gran heroína y salvadora de la independencia. Aunque recibe el tratamiento real en Jerusalén, la guerrera regresa a su ciudad para rehusar los múltiples ofrecimientos matrimoniales hasta su muerte. "La historia impresiona, porque está inserta en el libro más patriarcal del judeocristianismo, como una daga en el orgullo masculino”- concluyó la mujer.

"Creo, como Judit”- continuó Claudia, "que las mujeres que buscamos ser protagonistas de la historia, estamos mejor sin la compañía de los hombres. Lo mismo pasa entre los cristianos y los judíos; no podemos querernos hasta que finalice la opresión y la discriminación. Nadie respeta al más débil, Elena. Es matemática de la más simple". Sin embargo, pensó Elena, la baronesa parecía tener el