Hitler en Centroamérica by Jacobo Schifter - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

VI

En América, David Sikora tuvo un comienzo muy dificultoso. Fue uno de los dos judíos que llegó, en 1927, a aquel puerto del Atlántico costarricense. No hablaba ni una palabra de español y, en un pésimo inglés, adivinó que había un comerciante "alemán" que tenía un gran negocio en la capital, San José. Para su sorpresa, el dueño no era otro que Enrique Yanquemeleví, un paisano. Sin saber ningún oficio y mucho menos la agricultura que nunca practicó en su patria, optó por pedirle trabajo en su almacén, Cien Flores. Sin embargo, cuando se dirigía a la Avenida Central, se lo toparía, por pura coincidencia, frente a la Catedral. La primera conversación con Yanquemeleví fue rápida y provechosa.

-¡Qué maravilla encontrar a un paisano en este país tan lejano de Polonia!-dijo David. -Para mí es una sorpresa encontrar a otro judío polaco en Costa Rica. ¿Qué sabe usted hacer?-preguntó don Enrique.

-Necesito ayuda. Solo he estudiado en una yeshiva. No tengo más que 25 dólares conmigo. Tengo que trabajar en lo que sea -exclamó el inmigrante mientras miraba hacia la iglesia de donde salía el novio, un hombre que parecía alemán y se desposaba con una mujer tica.

-Sin el español va a ser difícil que usted pueda hacer algo. Pero puedo darle trabajo en mi almacén, Cien Flores, como buhonero. Usted gana una comisión de lo que vende y busca clientes fuera del centro. Eso sí, déjeme su pasaporte de garantía-finalizó el dueño.

Los pocos judíos que habían llegado antes que él también trabajaban para este almacén. David tuvo que laborar como klapper. Su profesión consistiría en vender ropa y telas en los sectores urbanos y rurales marginales. Para 1930, según le contó el dueño del almacén, 99 judíos -prácticamente 9 de cada 10 de todos los que habían ingresado en el país - laboraban como buhoneros. Algunos más tarde le contarían que el almacén les ayudó a surgir y otros que los explotó y les quitó los pasaportes para tenerlos bajo su dominio.

El trabajo de David consistió en ir a vender mercadería a los pueblos rurales. Tenía que salir a caballo el día siguiente a Alajuela, segunda ciudad del país, y sus pueblos aledaños. Como no hablaba español, haría sus ventas por medio de las señas y los números.

Explicarle a sus futuros clientes las bondades de sus trapos, sin poder comunicarlo con palabras, sería un gran reto. Cuando llegó a la ciudad, se sentó con su valija en el parque central y llamaba con la mano a los que pasaban. Algunos se detenían porque les atraía este hombre de ojos y cejas tan negros que gesticulaba de forma tan extraña que lo consideraron un mago.

Los campesinos esperaban que el hombre sacara un conejo del sombrero o hiciera algún truco. Pronto una pequeña muchedumbre lo rodeaba, en el usualmente tranquilo parque sembrado de grandes árboles de mango y bordeado de poyos de concreto.

-Mirá, Abdulio- sonrió con ingenuidad don Paco, un gordo campesino de la ciudad de Naranjo a su amigo, oficinista del gobierno. No entiendo a este señor. Tengo varios minutos de esperar su truco y lo único que hace es enseñarme esta tela. No le veo nada particular a abrir una valija y sacar un trapo. Además, usa un montón de ellos. Se los pone encima a la muchacha que está a la par mía como si quisiera hacer algún truco con ella. No habla español y dice palabras que no le entiendo nada.

-Es algo viejo que he visto en el circo en San José que llegó hace tres años. Dentro de unos minutos sacará un conejo de la tela y seguro que partirá en dos con un cuchillo a la mujer. Esperemos un ratito- le contestó Abdulio.

David no tenía la menor idea del desconcierto que estaba causando. El hombre trataba de explicarles que quería venderles la tela para hacer un lindo vestido. Los campesinos le aplaudían solo por cortesía ya que los malabarismos no les impresionaban.

"Debe ser muy bueno porque ha venido con su circo desde lejos”- se sorprendió Malaquías, un tabernero del centro de la ciudad. "Pero no veo la magia”- le respondía el otro. "No se preocupe, nunca se sabe de dónde saltará la liebre".

Después de presenciar desde varios costados, el hombre sacó un pañuelo blanco de su bolsa, tomó una moneda de 25 céntimos y se la dio en agradecimiento. "¡Muy bien, muy bien!”- le explicó con una sonrisa. "Es el mejor espectáculo que he visto. Se merece una recompensa". Los demás, para no quedarse atrás, hicieron lo mismo y sacaron sus monedas, aplaudiendo con gusto. David hizo cinco colones en su primer día y no tuvo que desprenderse de un solo trapo. Con esta gran fortuna pudo comprar su almuerzo y cena.

"¡Qué gente más galante y extraña!”- pensó, "me dieron plata y no se llevaron la mercadería". David creía que los espectadores le estaban pagando solo por enseñarles las telas. En Polonia, nadie tenía un gesto así de amable. Mientras se alejaban del lugar, Malaquías le guiñó un ojo a un compañero: "¡Qué buen espectáculo! ¿Se fijó usted cómo saqué más de 30 colones de las carteras de las mujeres mientras miraban a ese loco?" El tabernero se había aprovechado para desplumar a los espectadores quienes no habían sentido en sus monederos los finos dedos.

Sin saberlo, David había iniciado el fenómeno del klapper, que a partir de los años treintas se convertiría en la principal actividad de todos los que vendrían después. La experiencia fue universal y forzada. Muchos de los buhoneros, amigos del esposo de Anita, así se lo contaron en la sobremesa en el Hotel Central de Alajuela. Rogelio, por ejemplo, le admitió que no tuvo opción: "Yo hice lo mismo que el 99% de la comunidad en aquellos tiempos: trabajar como buhonero. Era la única alternativa real que teníamos". Jacobo, compañero de habitación, lo hizo a pesar de que lo odiaba: " No fui hecho para comerciante. Nací para político, pero no pude hacerlo porque tuve que trabajar de buhonero". Los que no quisieron laborar en este sector, tuvieron que dejar el país.

Como no sabían hablar español –le confesaron a David- les era imposible conocer las direcciones de los lugares donde vendían. Apuntaban las descripciones de las casas, a fin de recordarlas. La primera venta de José fue en una casa rosada en el Barrio Keith, en San José. Para recordar dónde estaba, apuntaba "casa rosada con dos ventanas, 100 varas de la línea del tren". Algunos, la mayoría, probablemente, vendían exclusivamente en el barrio dónde vivían, o en otros cercanos. Otros instalaron "tienda" en la calle, generalmente en algún lugar con bastante movimiento tales como el Hospital San Juan de Dios o el Parque Central. Para los más ambiciosos o agresivos, la zona de trabajo era el área rural y sus pueblos "vírgenes" en cuanto a comercio se refiere. Tuvieron que salir al campo por varios días cargando la mercadería, ya sea a pie o a caballo, pagándole a veces a un peón para que llevara la valija.

La vida era dura para todos. Moisés, otro inquilino de su hotel, solía partir con su caballo hacia el campo los lunes en la mañana para volver -con suerte- en las altas horas de la noche de los jueves a San José. Herman, veterano de nueve años de estas faenas, le contaba que sus viajes a pueblos rurales y pequeños como Tres Ríos, San Pedro y Coronado duraban una semana entera y su única ayuda era su caballo porque "él no era de los "ricos" que podía costear un peso diario a un peón que lo ayudara. Adolfo solía perderse en el camino: "No conocía el español ni el país. Me fui a trabajar a Paraíso de Cartago. En la noche, al devolverme para San José, tomé un camión en Cartago. Creyendo que había llegado a San José, me apeé en Tres Ríos, que quedaba a 20 kilómetros de la capital. Hasta la media noche me di cuenta de que no estaba en San José. Tuve que caminar toda la noche”- les contaba a sus camaradas.

Jacobo tenía un horario tan difícil como los huéspedes y compañeros de David: "Conseguimos crédito en los almacenes y tanto mi hermano como yo empezamos a vender en los pueblos. Se surtía al contado y en abonos. Yo, por ejemplo, despachaba el domingo en el cantón de Desamparados; en Santa Bárbara, el día lunes; San Antonio de Belén, Ojo de Agua y Río Segundo, el martes; Barva de Heredia, San Pablo, San Pedro, Barrio Jesús, el miércoles; Santo Domingo y Tibás, jueves; Santa Ana y Villa Colón, el viernes y todavía vendía en Sabanilla de Montes de Oca el sábado por la mañana, desde la Paulina hasta Mata de Plátano. Todo esto lo hice a pie durante un año y medio o dos años".

Los buhoneros se quejaban de las vías: "Era muy duro ese trabajo porque los caminos eran muy malos y en invierno me di más de una "sentada". En el trayecto de Mercedes de Heredia a San Roque, había que meterse dentro del barro hasta la rodilla. Aún aquí en San José los caminos eran pésimos. Recuerdo que el paso de Moravia a Tibás era dificilísimo. Más de una vez me caía". Otros, del mal tiempo: "No me gustaban los aguaceros ni tampoco tocar la puerta como pidiendo limosna. Nunca me gustó ser klapper".

Salomón, por ejemplo, lamentaba otros peligros: "No todos pagaban puntualmente y una vez un cliente me salió amenazando con un machete por cobrarle una cuenta". Sin embargo, igual que David, no podían fallar: "Tenía que ahorrar para traer a mi familia. Sabía que estaban pasando toda clase de vicisitudes. Los había dejado hacía algunos años y pensaba en ellos todo el tiempo. Ahora dependían de los pocos dólares que les enviaba. Con eso vivían y comían. A veces quería salir corriendo de vuelta, me cansaba de trabajar día y noche y pensaba "¿qué estoy haciendo aquí solo, trabajando sin parar?" Pero no podía flaquear. Era como escoger entre mi familia y mi persona. Escogí a mi familia".

Después de aquellas largas sesiones de conversación en el hotel, David volvía al otro día al mismo parque, en Alajuela, para continuar con sus "ventas". Nuevamente hacía sus gesticulaciones y los espectadores esperaban que saltara de la valija un conejo o una gallina. Sin embargo, aunque aplaudían en cada tela que sacaba, el circo no les convencía. David jamás había visto que la gente recibiera un trapo con tanto brío pero no comprendía por qué no lo vendía. Mientras sacaba un shmate y metía otro, una muchacha -que luego averiguaría era "mujer alegre"- conversaba con su compañera, igualmente absorta en el asunto.

-Laura, a mí no me parece que el mago sea nada bueno pero, ¿no ves qué linda tela usa para sus trucos? De ésa me puedo hacer un vestido precioso para la fiesta la semana entrante. Voy a preguntarle si lo quiere ofrecer.

-Pregúntale de una vez si me vende a mí el pañuelo con el que saca los conejos-contestó la otra.

La mujer le escribió en un papel "dos colones" y le señaló el trapo. David entendió perfectamente que era una oferta. Escribió, por su parte "3" y la retornó a Emilia. Ésta volvió a escribir "2.50" y le sonrió. David asintió y había hecho su primera venta. La segunda sería el pañuelo que vendió por 1.25 colones.

-¿¡Viste, Laura, qué buena compra hicimos!?

-Creo que eres una bárbara que le compraste al mago sus artículos de circo. El pobre se quedará sin nada con qué hacer los trucos.

-La verdad es que como mago es bien malito y mejor que los venda en vez de seguir perdiendo el tiempo.

Al otro día, la voz se corrió en Alajuela de que el mago se retiraba del negocio y estaba rematando todos sus chécheres. Las mujeres oyeron que Emilia había adquirido un metro y medio de tela a buen precio y que los pañuelos estaban bien baratos. De ahí que al tercer día la gente hacía fila para comprar el resto de la mercancía. Por medio de papelitos con números que iban y venían, se despachaban más metros y metros de telas. "Señor mago, señor mago, tome este papelito que quiero la tela con la que usted saca el tepezcuintle”- le gritaba una campesina. La amiga la corregía: "¡No seas tan maicera! El mago saca solo conejos".

David estaba feliz con su éxito inicial. Finalmente había logrado que los campesinos entendieran que podían llevarse los shmates. "La gente de Costa Rica”- pensaba por dentro, "es muy generosa. Me pagan por enseñarles las telas, cosa que en Polonia nadie hacía. Seguramente no tienen suficiente efectivo para llevárselas".

Al hombre se le ocurrió introducir el crédito y hacerles las cosas más fáciles. Unas de las primeras clientes fijas serían Emilia y su compañera, que lo invitaron a vender en su casa. Cuando David, tres meses después, hablaba suficiente español, iría a visitarlas. El lugar era un discreto burdel de Alajuela, al que llegaban los señoritos del pueblo. Ahí conocería a la crema y nata de la sociedad manuda, como se les decía a los alajuelenses. David contactó a más clientes y aprendió las discreciones de la vida sexual costarricense. "Venga a vender a mi casa”- le dijo un hombre atractivo de unos 30 años, "pero no se le ocurra contarle a mi esposa dónde me conoció".

Al prostíbulo llegaban unos hombres a quienes no les interesaban las muchachas. Uno de ellos lo sentó en su mesa y le pidió que le mostrara las telas. "¡Qué divina!”- exclamó el joven. "Se verá muy bonita en su esposa”- respondió David, leyendo de un papelito la frase.

"¿Cuál esposa?”- respondió el muchacho. "Esta tela es para hacerme un vestido".

Unos minutos después, David observaba cómo este joven hablaba de cerquita con un hombre de San José. "Tengo un corte especial para la fiesta en la Casa del Terrón”- le decía. El muchacho que le pidió que lo llamara Chepa de ahora en adelante, lo pondría en contacto con sus amigos, la mayoría de San José. "Les presento a mi diseñador de ropa que acaba de llegar de Polonia”- decía. "Pueden comprarle a crédito y además, ser francas con él ya que sabe todo lo mío".

El submundo homosexual le depararía muchos clientes. No era cualquiera quien se atrevía a entrar en sus bares de "mala muerte”- como se les conocía. Algunos de ellos estaban cerca del Mercado Central y otros en los sectores más alejados de la ciudad. La mayoría no tenía nombre, solo un letrero en la puerta: "Fiesta Privada". Sin embargo, la policía no se tragaba el cuento porque los rótulos se caían de viejos. David mismo aprendería este truco de los bares homosexuales. Cuando adquirió su primer negocio en el mercado, pondría otro cartel permanente: "Liquidación Total Esta Semana". Muchos hombres famosos iban a ellos y ahí el vendedor sería invitado a casas de mujeres de la sociedad que también comprarían sus telas. "No se atreva a venderle a la esposa de Mario la misma que me dio a mí para el vestido”- le decía el amante del banquero. "Es más, le doy el doble si logra vender ese chuica café horrible que tiene de hueso".

Los lugares estaban llenos de quienes debían comprar a escondidas. No podían hacerlo en las tiendas porque todos se enterarían de su vida secreta. De ahí que fueran clientes "naturales" de los buhoneros. "¿Cómo se me vería este vestido rojo”- preguntaría un homosexual llamado Susanita. "Te hará ver como Salomé en la danza de los siete velos”- decía David. "Ojalá que sea así porque a Max, mi amante, le encanta hacer el amor con temas bíblicos".

Los homosexuales se sorprendían cómo un hombre "tan decente" socializara con ellos. Más les llamaba la atención que no se asustara con la policía, la que frecuentemente los extorsionaba. Sin embargo, David estaba acostumbrado. "En mi tierra, por ser judío, a uno lo detienen por cualquier cosa y lo presionan para que pague sobornos”- les decía. Una vez las autoridades cayeron en el bar y pusieron a todos contra la pared. Cuando les llegó el turno para revisarlo, un policía le comentó al otro: "Lo único que nos faltaba. ¡Un maricón polaco!".

El vendedor se identificaba con ellos. Sabía lo que significaba esconder su identidad, ser rechazado y perseguido por la iglesia cristiana. "Nosotros, los judíos, somos en Polonia como los homosexuales en Costa Rica”- les decía. Anni, un homosexual que gustaba vestir de mujer ocasionalmente, le preguntaba: "¿Y conoce allá a alguno como nosotros?" "Pues sí, un hermano de mi señora que se voló los sesos".

Los homosexuales le brindaron su amistad y algo más: el profundo conocimiento de la vanidad femenina. Susanita reprendía frecuentemente al buhonero: "Pero hombre, deje de vender estas telas españolas de flores tan encendidas, ¿acaso en este país somos gitanas?" Le enseñaba el gusto de las mujeres costarricenses: "Nos atrae lo femenino y la ropa con encajes, pero no lo chillón ni lo grande. Unas margaritas pequeñas con un fondo verde están bien pero jamás esas flores de ayote en un tafetán rojo".

David no volvió a comprar un shmate sin consultarle al homosexual: "¿Qué te parecen estos fulares de Estados Unidos?”- preguntaba. "Más maiceros que la gente de Cartago”- respondía.

La extensión del crédito a las clases populares fue en sí un hecho revolucionario en el país por no haberse puesto en práctica hasta la fecha. Las condiciones de los trabajadores tanto rurales como urbanos eran malas. David averiguaría que su sueldo promedio era de 26 dólares mensuales. Las condiciones en las viviendas eran también precarias. En el cantón central de San José, en los años treintas y cuarentas, el más urbanizado de todos, 2 de cada 10 casas carecían de servicios sanitarios y de electricidad y la mitad de cocina eléctrica.

Las clases bajas –se dio cuenta el inmigrante- no podían adquirir sus artículos básicos al contado con estos salarios. Sin embargo, con la introducción de los "pagos polacos" se hacía posible. A diferencia de lo que sucedía en Polonia, el comerciante se dio cuenta de que el pueblo apreció la innovación. Se estableció así una alianza entre los judíos y las clases bajas. Susanita los defendía porque "sin ellos vestiríamos como pordioseras". Lo mismo pensaría La Polvera, una hechicera comunista: "Los polacos son pobres, no debemos dejar jamás que los comerciantes explotadores, dueños de la Avenida Central, nos vuelquen contra ellos".

Las buenas relaciones se reflejaban en el bajo nivel de deudas sin cobrar. El Almacén Cien Flores, gestor de la nueva revolución del crédito, asignaba solo un 10% del precio de los productos al fondo de reserva para "cuentas malas" con los ambulantes. En otras palabras, David se fijó de que "pagan porque no quieren perdernos". La experiencia de sus amigos era también positiva. Jacobo le decía a David que la gente lo ayudaba: "La gente me hace la vida más fácil. Cuando salgo a trabajar con la valija me encuentro siempre con señoras que se apiadan de uno y me dicen "Ay señor, pobrecito, venga y se toma un fresco o un vaso de leche con nosotras". José, compañero de habitación se lo confirmaba: "La gente me compra a veces por lástima ya que se dan cuenta de que no tengo dónde caer muerto. Sé que muchos me quieren".

David aprendería que la revolución del crédito ayudaría a algunos de los comerciantes establecidos. Una empresa como Cien Flores prosperó gracias a ellos. En los años de 1930 y 1934 su capital era apenas de 200 mil colones, según Yanquemeví. En 1940, llegaría a 350 mil y a 450 mil en 1945. La rentabilidad de la compañía se incrementó también gracias al aporte de los buhoneros judíos. A pesar del progreso, el nivel de ganancias –como descubriría David era modesto.

Con una tasa de rentabilidad baja no es de extrañar que muchos pasaran años como buhoneros antes de emprender actividades mejores y esto solo era posible con la ayuda de familias enteras, un subconsumo auto impuesto y mucha, mucha paciencia.

Fue por ello que la impresión de Anita, que creía que David se gastaba el dinero en curves, era falsa. A pesar de las ventas, las ganancias "eran raquíticas". Muchas veces apenas alcanzaba para pagar el alquiler del cuarto de la pensión en donde vivía y comía junto con otros buhoneros.

Aunque es justo reconocer que Anita podría no haber estado lejos de la verdad y que la amistad con su clienta Emilia duró mucho tiempo y que algo pudo haber pasado durante los siete años antes de traer a su familia, ya que su única alegría era tomarse una copa en el bar y oír un poco de música antes de proseguir su camino. La mujer le tenía lástima: "¡Pobrecito David!”- le decía. "¡Tan lejos de su patria y su familia!" David sonreía y contestaba: "¡Pobre Emilia! Tan linda y tan sola". ¿Hubo amor entre ellos? Después de todo, ¿qué podría suceder entre un hombre relativamente joven y soltero, con bonitos ojos y mirada dulce, sin parientes, con una gran melancolía y buena experiencia en los artes amatorios, y una muchacha atractiva, en un país tropical en donde los cuerpos se muestran y se contornean, las noches son calientes, las miradas se clavan, los suspiros vuelan y los piropos tienen ecos?