Ocupaban aquel grande y conocido palco de escena que la administracióndel establecimiento se reserva, cediéndolo de cuando en cuando a losamigos de la casa, y ese palco es tanto más buscado cuanto que de éldepende un saloncito colocado enfrente del otro lado del corredor.
Eran las nueve y media y acababa de levantarse el telón para darprincipio al segundo acto de Mademoiselle de la Seiglière, cuando laatención que Beatriz y la de Aymaret prestaban a la pieza, fuebruscamente interrumpida por la estruendosa entrada que efectuaban treso cuatro personas en el palco opuesto al que ocupaban nuestrasconocidas, quienes reconocieron en seguida a la baronesa de Grèbe, porsu familia de La Treillade, escoltada de su fiel institutriz y seguidadel marido y del marqués de Pierrepont.
Estas señoras y caballeros parecían estar de muy buen humor, tanto, quela exuberancia de sus demostraciones levantaron en la sala algunosmurmullos de descontento.
Todo París se ocupaba hacía algún tiempo de la intimidad de Pierrepontcon la joven baronesa de Grèbe, y en cuanto al barón, enteramentedomado, fascinado e hipnotizado por su mujer, había concluído por formarparte de la numerosísima cohorte de maridos de que rebosa el mundo y delos cuales no sabe uno si compadecer la ceguera o admirar lacomplacencia. Aun para los que desconocían los escabrosos detalles deestas relaciones públicas del marqués con la tierna recién casada, lacircunstancia precisamente de la extremada juventud de su cómplice, ledaba un aire de criminal corrupción de menores que causaba universalrepugnancia. Fue esta grave falta nuevo motivo de tristeza para susamigos de otros tiempos, que veían degradarse bajo sus ojos, deescándalo en escándalo, esta noble, delicada y caballeresca figura quetanto los había hechizado en otros tiempos.
Mucho tiempo hacía que Beatriz y su amiga ni pronunciaban siquiera elnombre del marqués, cuando sufrieron la contrariedad de encontrarse conél y Mariana cara a cara en una función del teatro Francés. No tardaronen advertir que a su vez fueron reconocidas, considerada la expresión defisonomía de los vecinos y el incesante jugar de los anteojos; Marianase expresaba con viveza, pareciendo mostrar decidido empeño en llamarla atención del marqués sobre el palco de Fabrice.
En el entreacto Jacques, a quien un trabajo urgente llamaba a casa, seretiró, seguido del vizconde, que se fue al círculo a jugar suindispensable partida de bésigue. La señora de Aymaret debía acompañara Beatriz a su domicilio al concluir el espectáculo.
En los mismos momentos en que los dos maridos abandonaban la sala,Pierrepont, pareciendo obedecer contra su voluntad una orden de Mariana,se levantaba y salía de su localidad. Beatriz, que tras del abanico nocesaba de mirarlo, sintió que el corazón se le saltaba del pecho, y auntuvo que ponerse sobre él la mano para contener sus violentos latidos.
—¿Qué tienes... qué te ha dado?—le preguntó la vizcondesa.
—¡Estoy segura de que viene a vernos!
—¡Qué disparate!... ¿Estás loca?
—¡Ya lo verás!
Tres o cuatro minutos después tocaron ligeramente la puerta del palco.La señora de Aymaret se levantó a abrir y Pierrepont entró.
Saludó cortésmente pero con frialdad, y echó a su alrededor una miradacomo extrañando encontrar solas a las dos damas.
—¿Pues qué, se ha ido Jacques?—les preguntó.
—Sí—respondió la vizcondesa—; acaba de irse.
—¡Oh!... ¡qué fastidio!... ¡qué fastidio!—añadió Pedro ocupando concierta extraña torpeza el asiento que le ofrecían, con torpeza tal quese le cayó el anteojo de teatro, recogiéndolo con risas tan exageradasque chocaron a aquéllas damas—.
Estaba encargado de trasmitirle unamisiva... una misiva... a ese buen Jacques... pero no dudo de que laseñora Fabrice tendrá a bien servirme de intermediaria... y naturalmenteobtendrá de su marido cuanto le pida...
La incorrección del lenguaje del marqués, el balbuciente acento con queacompañara sus palabras, lo descompuesto de su gesto y modales, noescaparon a las jóvenes amigas, que convinieron dolorosamente para susadentros en cómo eran una verdad los hábitos de intemperancia que se leatribuían a aquél.
—He aquí el caso—continuó Pierrepont, mientras las señoras escuchabancon verdadero estupor—. Todo el mundo se ocupa del retrato de missNicholson que Fabrice acaba de terminar...
una obra maestra segúndicen... la baronesa Grèbe está encaprichada de tener uno también...pintado por la mano del grande artista... pero según parece... estárecargado de trabajo...
rehusa clientela... hay que aguardar turno...hacer antesala... y yo quisiera uno... un retrato... de la mujer de mijoven amigo... por intermedio, repito, de la señora Fabrice.
Ni la índole de la petición, ni las formas con que fuera hecha, eranasuntos que pudiesen complacer a Beatriz.
—Mi marido—respondió aquélla con glacial desdén—jamás me consultaacerca de los modelos de mi agrado... Nunca hablamos de cosas que serefieren a su profesión.
—¡Ah!... ¿según parece... la señora de Fabrice nos niega su apoyo... eneste particular?
—Sí, señor, lo niego—replicó Beatriz levantándose con dignidad—.Elisa, permite que me sirva de tu cupé; volverá dentro de veinteminutos.
Pasó altivamente delante de Pierrepont, abrió la puerta del palco yentró en el salón de enfrente poniéndose su abrigo de pieles. La señorade Aymaret había venido a ayudarla; diéronse la mano y Beatriz se fue.
Pierrepont de pie, inmóvil, mudo, asistía en la penumbra del palco aesta breve escena. Por fin, decidióse a ir al encuentro de la vizcondesaque permanecía en el saloncito; la interesante dama se había sentado enun diván y respiraba con dificultad cual si una mano de gigante leoprimiera el corazón. El marqués paróse delante de ella, agitadas lasmanos por un ligero temblor, encendidas la frente y las mejillas, porquela cólera había acabado por trastornarlo, y siempre balbuciente ensayóformular una disculpa.
—A usted se lo puedo decir... con el respeto debido... mi intención noha sido... No entra en mis costumbres, usted sabe, insultar a unaseñora... no creo que me he hecho acreedor... a su enfado... Por lodemás, ahora es ya asunto a debatir entre hombres... En cuanto austed... me permito evocar recuerdos...
que supongo...
De pronto callóse, como advirtiese que la señora de Aymaret ocultaba surostro entre las manos y que las lágrimas escapaban de sus ojos,humedeciendo sus guantes.
Hubo dos o tres minutos de silencio; en seguida el marqués, pálido comoun cadáver, le dijo en baja, aunque firme voz:
—¿Por qué llora usted?
La vizcondesa no le respondió sino con una explosión de sollozos.
—¡Ah!... lo sé—replicó el marqués, sacudiendo tristemente la cabeza—;llora por causa mía... llora por causa del hombre a quien ha honrado consu amistad... con su estima... y a quien contempla hoy caído en laúltima degradación... pero si le causo lástima... si le causo horror...¿de quién fue la culpa sino de esa miserable mujer que acaba de irse?
—¡Señor de Pierrepont!
—¡Nada de nuevo le digo, señora... nada!... El cambio singular que seha efectuado en mi vida es tal vez un enigma para todo el mundo menospara usted... Es imposible que usted... ya que no los demás, no adivinela causa verdadera...
—Algunas veces... sin duda—murmuró la vizcondesa—, esa idea ha pasadopor mi cabeza... Pero, ¿cómo aceptarla?... ¿Cómo suponer que unadecepción, por amarga que ella sea, haga caer a un hombre...?
Titubeó un momento.
—¡Tan bajo!...—dijo Pierrepont, terminando la frase—. ¡Pero, porDios, señora, usted ha sido mi confidente... en esa terrible hora de mivida! Tenga usted en cuenta, pues, lo que ha debido ser para mí esedesengaño a que se refiere... A esa edad en que el destino del hombreestá en suspenso, es casi siempre una mujer quien lo decide... quien loconvierte en bueno o en malo...
Cuanto a mí, esa mujer fatal ha sido suamiga de usted... Tal cual ella se me aparecía entonces, con su temiblebelleza y sus supuestas virtudes, era a mis ojos como el vivientesímbolo de la dicha que yo soñaba en el seno de un hogar respetado...Yo había cifrado todo mi porvenir, toda mi vida en ese ensueño de queella era la inspiradora... Usted sabe todos los obstáculos que nosseparaban, usted conoce todas las objeciones, todas las resistencias quedebía yo arrostrar o vencer... Usted sabe que estaba pronto a todas lasabnegaciones, a todos los sacrificios...
No ignora que lo aceptaba todo,las privaciones, las estrecheces, la sujeción, el trabajo... con tal quefuera mi mujer... Sabe, en fin, cuánto la amaba... con qué locaternura... casi santa, me atrevo a decirlo así... Y cuando ella haburlado un amor semejante, le admira a usted que me haya convertido enun insensato y que la llame una miserable.
—Señor de Pierrepont, le compadezco con toda mi alma...
pero, ¿es dignode usted, de su buen sentido, de su rectitud, llamar miserable a unamujer porque ha rehusado casarse con usted?
—¡No la trato de miserable porque haya rehusado casarse conmigo... sinoporque durante meses y años ha alentado mi pasión, porque me ha hechocreer que la compartía... y porque mintió, en fin!... Vamos a ver,señora, ¿cree usted que soy un niño? ¿cree que pude engañarme conrespecto a su actitud, a sus miradas, a su acento, a su silencio mismo?Pues que, ¿todo eso no estaba diciendo que me amaba? ¡Vamos, que ustedmisma estaba persuadida y todo eso no era más que mentiras y fríacoquetería!... Y es que entonces, a pesar de mi escasa fortuna, paraella que no tenía nada, era yo un partido... pero el día en que unpretendiente más rico se le presentó, arrojóse en sus brazos sin mirarque me partía el corazón.
—¡Si supiera, señor, si supiera cuán injusto es usted!
—¡Se arrojó en sus brazos sin mirar que me partía el corazón!—continuócon exaltación creciente—, y todo lo que por mí pasó en ese momento,todo lo que he sentido de desencanto, de humillación, de dolor, desalvajes celos... ¿cómo no lo comprende usted? He pensado en darme lamuerte... pero la vida que llevo es un suicidio como cualquier otro...con el descrédito y la vergüenza además.
—¡Señor de Pierrepont... cálmese, se lo ruego... cálmese!...
—Ha conseguido volverme loco... me ha hecho perverso en todo sentido...¡Ah! le juro que ella misma ha de convencerse de lo que digo. ¡Ahorahace un instante, me negaba un favor baladí... y todo por ultrajar a esamujer... que vale bien poco, es verdad... pero que, de cualquier maneraque sea, es mejor que ella...! ¡Pues bien, o nos dará una satisfaccióna la baronesa y a mí, o le mataré a su marido!... De todos modos loaborrezco; un hombre honrado y todo lo que se quiera... pero a quienaborrezco, sí... ¡hará el retrato de mi amante o lo mandaré al otromundo!...
—Señor de Pierrepont—exclamó la vizcondesa, oprimiendo el brazo delmarqués—; por todo lo que más quiero y lo que más respeto; por todocuanto hay de más sagrado, le juro... ¿me oye usted? le juro que Beatrizes inocente de lo que la acusa.
—¡Sin duda, se lo ha dicho ella!—murmuró Pierrepont sonriendo conamargura.
—¡Ay, Dios mío!—continuó la señora de Aymaret fuera de sí—. Puesbien, me lo ha dicho... me lo ha dicho todo... me ha confesado todo...me ha dicho que le ama a usted desde su infancia y que nunca ha amado aotro hombre sino a usted... me ha dicho que la idea de ser su mujer erala única de sus ilusiones... que le adoraba, en fin... y que la tía deusted la obligó a rehusar su mano de usted so pena de desheredarle...que por usted se ha sacrificado... que por usted ha sufrido elmartirio...
¡Ahí tiene usted la verdad pura!... y le digo que será elúltimo de los hombres si alguna vez hace que me arrepienta de laindiscreción culpable... culpabilísima... que acabo de cometer...únicamente para evitar una desgracia... para evitar el crimen quepremedita usted.
El marqués la contemplaba con mirada incierta, aun dudando todavía, perola confidencia que acababa de brotar del corazón y de los labios de lavizcondesa tenía tal sello de verdad, que por sí misma se imponía; asílo comprendió rápidamente el marqués, y tomando con efusión las manos dela de Aymaret, mientras se sentaba delante de ella abrumado y confuso:
—¿Es posible?...—le dijo—. Sí, yo sé que nunca falta usted a laverdad... ¡Oh! que Dios le premie el bien que me ha hecho usted... ¡Oh!¡cuan agradecido le estoy!... ¡No me da usted la dicha, ay!... pero almenos me devuelve carácter y honra.
—¡Tomo nota de ello!—díjole la vizcondesa apretando la mano dePierrepont, y le dio entonces detalles de las amenazas de que Beatrizhabía sido víctima por parte de la muerta baronesa, no habiendo ya razónpara ocultarle esos particulares que Pedro demostraba avidez en conocer.
El movimiento de los espectadores de la sala les dio a entender que unacto terminaba.
—Mi querido señor—dijo al marqués la vizcondesa poniéndose de pie—,los dos tenemos necesidad de reposo... y todavía más de reflexión... porotra parte, deben empezar a inquietarse en el palco de enfrente por suausencia.
Pierrepont hizo un gesto de soberana indiferencia.
—Vaya usted mañana a verme a las dos—concluyó la señora de Aymaret—.Tenemos que tratar una cuestión muy seria, el de la conducta a seguirrespecto a Beatriz.
—Hasta mañana, pues, señora... y todavía una vez gracias mil... ¡Oh,gracias mil!
Y ganó la puerta del corredor mientras que ella entraba en su palco.
XIII
PASIÓN
La prudente mujercita pasó una noche muy inquieta pensando lasconsecuencias probables o posibles de la grave revelación que se habíavisto obligada a hacer al marqués. Esta trascendental confidencia le fuearrancada por necesidad tan imperiosa que nada podía reprocharse en sufuero interno, no pudiendo caber duda alguna acerca de que el primero desus deberes fuese evitar a cualquier costa y ante todo el peligro de unsangriento conflicto personal entre Pierrepont y Fabrice; pero no poreso deploraba menos haberse visto reducida a tan apremiante extremidadsin que pudiera ocultarse a su buen juicio que la fuerza de lascircunstancias iban a poner a Beatriz, para el futuro, en una situaciónpor extremo delicada con respecto al hombre que se hallaba en posesióndel secreto de aquélla.
Dejar ignorado que Pierrepont lo conocía hubiese sido ilusoriapresunción, porque Elisa no podía esperar que el marqués se condenase enlo sucesivo a la misma reserva que observara en el pasado, siendoimposible suponer tampoco que consintiese ahora en continuar soportandoel desprecio de Beatriz sin intentar ante ella una justificación de supasada conducta, aunque no fuese más que de aquella observada la nocheanterior en el palco del teatro Francés. Y desde el momento
que
unaexplicación
era
inevitable,
pensó
acertadamente la señora de Aymaret quesería más decoroso y menos arriesgado hacerla ella misma a lainteresada, descartando por ese medio a Pierrepont. En cuanto al nuevosesgo que forzosamente iban a tomar las relaciones de Beatriz con elmarqués, nada le pareció mejor a fin de prevenir todo peligro sino hacerun llamamiento a los sentimientos de honor que en los dos reconocía.Franca y recta nuestra vizcondesa, otorgaba generosa y tal vez excesivaconfianza a los nobles y leales procederes; así, pues, dado este sentir,consideradas estas circunstancias, parecióle imposible que ningúnexpediente cualquiera pudiese dar el laudable resultado que perseguía.
Bajo la impresión de estas ideas fue que recibió al marqués cuando fue acasa de ella al otro día en la hora que la vizcondesa le había fijado.Pierrepont se presentó muy serio, y su hermoso rostro, aunque un pocoalterado, no conservaba traza alguna de aquella perversa risa que seapoderara hacía tiempo de su semblante a guisa de mueca nerviosa.
—Asegúreme de antemano, querida amiga, que no he soñado lo que meconfió usted anoche.
—Y no lo ha soñado usted... Ahora hablemos razonable y seriamente, sies posible. Le he libertado de una pesadilla que desgarraba sucorazón... ha sido un poco a pesar mío, lo confieso... pero, en fin,creo que, eso no obstante, me guardará algún agradecimiento.
—Un agradecimiento infinito.
—Lo veremos... Hablemos claro. Posee usted ya el secreto de Beatriz;sabe usted que le ha amado mucho y que en lugar de haberle traicionado ysacrificado, como creía usted, ha sido ella, por el contrario, quien seimpuso un verdadero martirio. Hoy tiene ya otras afecciones, otrosdeberes, y esté usted seguro de que no conseguirá apartarla de ellos,pero si abusa de mi forzada indiscreción, conseguiría turbar sutranquilidad... y a mí, señor, en premio del servicio que le heprestado, me sumiría en un abismo de dolor.
—Déme usted sus órdenes, dígame qué quiere que haga.
—Pierrepont, está usted para siempre separado de la mujer a quien undía pensó usted unirse, y que le amaba como usted la amaba... eso, no loniego, es una gran pena, una gran desdicha, pero irremediable,consumada; no, no debe, pues, pensar en otra cosa que en poner acubierto de un seguro naufragio aquello que aun todavía puede ser;honrosamente salvado; no le exijo que abandone París y que no vuelva aver a Beatriz, no, eso sería demasiado... pero sí le ruego que la vea enlo sucesivo como a una mujer de la que nada hay que esperar fuera de laamistad y de la estima. Mucha firmeza necesitará usted, lo sé, para darcumplimiento a mi súplica; ¿mas no me dijo usted ayer mismo que le habíadevuelto el carácter... y el honor?
—Señora, espero darle la prueba.
—Gracias mil—respondió la vizcondesa conmovida—, pero, para ayudarleen su propósito—añadió sonriendo—, me permitirá usted que tome algunasprecauciones sugeridas por mi antigua experiencia... Entre todas lascontingencias que podrían poner a prueba su tesón, hay una que preveo yque deseo evitarle... Le ruego que prescinda de toda explicación directacon Beatriz; yo la pondré al corriente de lo ocurrido hoy mismo y notendrá más sino presentarse de nuevo en casa de Fabrice como si nadahubiera pasado. Le prometo que será bien recibido; no se le hará alusiónalguna ni en cuanto al presente ni en cuanto al pasado, y usted mepromete, ¿no es verdad? rehuírlas también por su parte... ¿me prometetambién no enternecerse?... ¿me promete, en fin, no ser para Beatriz másque un bueno y antiguo amigo como lo es para mí... y nada más?
—Se lo prometo, y creo no tener en ello gran mérito, porque lo que meofrece me parecerá bien grato en comparación a lo que he sufrido.
—¡Sea en hora buena!... ahora le despido... Voy inmediatamente a sucasa. Le he dado cita para hoy a mediodía.
—Pero, señora, puesto que usted me prohibe que me sincere ante ella,que me justifique a sus ojos, a lo menos que sepa...
—Lo sabrá todo... Si no le escribo vaya usted a verla cuando tenga porconveniente, pero con preferencia el lunes... es el día que recibe... yasí se perderá entre mucha gente... eso será menos violento para usted ypara ella... ¡Pero es tarde! ¡Me voy!...
¡Hasta otro día!
Y se separaron...
Todavía bajo el imperio de la dolorosa escena de la víspera no habíapodido aún Beatriz dominar sus angustias cuando recibió por la mañana ellacónico billete por el cual la señora de Aymaret la preparaba paratener con ella una importante entrevista. Después, al momento que la vioentrar, corrió la mujer del pintor al encuentro de su amigapreguntándole con grande inquietud:
—¿Qué hay?.... ¿qué ocurre?
—Hay en primer lugar que te traigo las excusas del marqués dePierrepont, y además la seguridad de que en adelante no nos harásonrojar la amistad que le profesamos.
—¿Es verdad lo que me dices?—exclamó Beatriz uniendo las manos en untransporte de grata sorpresa..
—Sí, hija mía; pero esa satisfacción la he comprado un poco cara...Siéntate, que voy a contarte mi historia.
Y le refirió la tormentosa conferencia que tuvo la víspera con elmarqués en el saloncito del teatro Francés, sin omitir, por supuesto, eldesenlace. ¡Había traicionado a Beatriz! Pero la había traicionado paradefenderla contra injustas y crueles imputaciones, para volver la calmaa un desdichado en la desesperación, en fin, y, sobre todo, paraconjurar el inminente peligro de un deplorable desafío.
Beatriz, que la escuchaba con apasionado interés, no respondió sinocubriendo de besos la mano de su amiga.
Segura ya del perdón de aquélla, pasó la vizcondesa al terreno de lasrecomendaciones, de los consejos, de las súplicas, repitiendo bajo otrasformas lo mismo que había dicho a Pierrepont, poniendo en antecedentes asu amiga de lo que conviniera con el marqués y procurando hacercomprender a aquélla, como Pedro por su parte lo comprendía también,que, al renunciar a lo imposible, al aceptar lo irreparable,encontrarían todavía algunos encantos en su recíproca situación,encantos sin duda melancólicos, pero puros y profundos en su mismapoética nobleza. Fuera de eso no quedaba para Beatriz más que oprobio,degradación, sonrojo, y para la misma señora de Aymaret eternosremordimientos por una imprudencia tan involuntaria como imprescindibleen evitación de mayores males.
Beatriz le dio las gracias con efusión, confesándole que en lo íntimo desu conciencia se alegraba de que Pierrepont supiera la verdad y quesería aún más dichosa si lo viese volver a la buena senda, asegurando ala vizcondesa que en cuanto a lo demás podía tener confianza en ella.«Hay—le dijo con entera buena fe y no sin un poco dealtivez—pensamientos que nunca me asaltan... He sufrido mucho, y muchome queda que sufrir todavía, pero aun cuando no tuviera principiostendría bastante orgullo, demasiado respeto a mí misma para ir a buscarel consuelo de mi perdido amor en una intriga galante.
Después de tan satisfactoria conferencia, la señora de Aymaret volvió asu casa y se tendió en un sofá durmiéndose con sueño de justo.
El día siguiente de estos sucesos era un lunes, y, por consecuencia, elde recepción en casa de Beatriz. No quiso aguardar Pedro más tiempo paradar un paso que lo atraía y lo inquietaba al mismo tiempo; encontró aaquélla rodeada de visitas, circunstancia que atenuó las dificultades deesta primera entrevista. Un apretón de manos bastante prolongado, unrápido cambio de profundas miradas fue toda la explicación que medióentre ellos.
Al abandonar la sala entró el marqués en el taller de Jacques, quien nopudo reprimir, al ver a su antiguo amigo, un movimiento de sorpresa y deembarazo.
—Querido maestro—le dijo sencillamente Pedro—, heme aquí de nuevo...semejante al hijo pródigo... En una palabra, he tenido gravesdisgustos... lanzándome para olvidarlos en una miserable vida decalavera... sin conseguir mi objeto... y vengo hoy a buscar ese olvidoen el seno de mis antiguos amigos... no sin confesar que por ahí debierahaber empezado.
—Tú eres siempre bien venido, queridísimo Pedro—replicóle el pintor,dándole un prolongado y vigoroso apretón de manos—.
Tu presencia mehacía falta y también tus consejos... y para reparar de seguida eltiempo perdido, voy a enseñarte un cuadrito que me está dando quehacer—y diciendo esto levantó un forro de sarga que cubría elcaballete—. Para que no te equivoques—
continuó—, principiaré pordecirte que es el retrato de miss Nicholson; como ves, la pinto enfigura de Hebe, y en el viejo estilo de nuestros padres, es un ensayo...Hebe se apresta a ofrecer la copa a los dioses... que están entrebastidores... ¿qué te parece?... ¡Yo la encuentro atroz!
—¡Es magnífico!—contestó el marqués, después de un minuto de examen.
—¡Vamos, tanto mejor! Pero hay todavía para diez sesiones...
Tengo otrapelota en el tejado... pero ésta es la mar... figúrate que la primeravez que vino a verme descubrió el bueno de papá Nicholson, curioseandoen mis cartones, el bosquejo de cuatro grandes recuadros representandolas cuatro estaciones... se ha enamorado de aquéllos y quiere que se lospinte para su comedor de Chicago... Ya ves que nada se rehusan, enChicago... Cuatro pedazos de pinturas de tres metros por dos... ¡comoquien no dice nada!... «Pero, señor—le dije—, para dar a usted gustotendría que consagrar exclusivamente a esa obra un año de vida... por lomenos... y francamente, mis medios no me lo permiten...»
¡Motivo de máspara estimular al buen señor, que me ha ofrecido una fortuna!... ¡Y comoal fin tengo mujer e hija, es ésta una ocasión para asegurarles suporvenir... por cuyo motivo he aceptado!
—¡Has hecho muy bien, y papá Nicholson tiene mejor gusto de lo que yosuponía!... ¿Y has empezado ya tus recuadros?
—No están más que esbozados... pero no puedo trabajar aquí...
el talleres demasiado chico... Me veo obligado a aceptar la hospitalidad de unvecino hasta que vuelva a mi colgadizo de Bellevue, donde nosencontraremos a nuestras anchas los recuadros y yo. Hemos vuelto aalquilar la quinta del año pasado, y mi mujer, en consideración a estetrabajo excepcional, me concede instalarse en el campo muy temprano esteaño. ¡Espero, mi querido marqués, que no aprovecharás otra vez nuestraresidencia en el campo para hacernos una nueva rabona!
—Teme, por el contrario, verme aparecer con demasiada frecuencia en tuhorizonte—respondió Pierrepont riendo.
Así se vieron restablecidas bajo el pie de la antigua intimidad, lasrelaciones amistosas de estos dos hombres. Fabrice no pudo ocultar a sumujer el contento que esto le causaba, y, por la tarde, durante lacomida, como hablasen de ese particular, la mortificó inocentemente consus embarazosas preguntas acerca de lo que ella pudiese saber o adivinarsobre las causas que originaron esta dichosa y repentina conversión dePedro.
—Se me figura—dijo el pintor a Beatriz—, que tu amiga la señora deAymaret es quien ha operado el milagro.
—Eso mismo me imagino yo—respondió Beatriz.
—Lo que me llama más la atención es que anteanoche en el teatro, sin irmás lejos, de todo tenía cara menos de penitente.
—¡Pues precisamente!—replicó Beatriz—. Fue a nuestro palco a ver aElisa cuando ya nosotros nos habíamos ido, y aquélla le predicó unsermón sin paño.
—¡Qué atractiva personita! Mas Pedro echa la culpa de sus calaveradas agrandes disgustos que ha tenido... ¿Qué grandes disgustos han sidoésos?... ¿Tienes alguna idea?
Beatriz dio respuesta a su marido con un signo negativo de cabeza y ensus labios se dibujó indefinible sonrisa.
Pocos días después de estos incidentes, ocupábase la crónica escandalosade París de una ruptura entre el marqués de Pierrepont y la baronesa deGrèbe. Estos rumores eran fundados.
Habiendo decididamente rehusadoaquél servir de intermediario con Fabrice para que éste hiciera elretrato de la joven dama a la moda, ésta lo despidió después de unaviolenta escena, y aunque mandó llamarlo al día siguiente por medio deun almibarado billete, Pedro fue inexorable, por más que el barón Julio,completamente domesticado ya, se hubiese tomado personalmente el trabajode llevar por sí mismo la misiva.
En los primeros tiempos inmediatos a la reconciliación de Pierrepont conBeatriz, tuvo la señora de Aymaret el gusto de ver que las rec?