En cuanto a Fabrice, admitiófácilmente que Pedro abandonaba un viaje hacia el cual nunca lo vieramuy inclinado.
Y entonces principió para los dos cómplices esa existencia turbada,mezcla de embriagueces y de amarguras, de olvidos y de remordimientos,de secretas concupiscencias y de terrores secretos que es la vida mismade los amores culpables. Podían, por fin, hablar sin reserva del pasado,confiarse todo lo que recíprocamente habían sentido y sufrido el uno porel otro, borrar los últimos lineamientos del terrible equívoco que portanto tiempo los tuvo separados, y los mismos transportes de la pasióneran descoloridos detalles comparados al hechizo de estas mutuasconfidencias, de estas horas de ternura. Pero sus entrevistas íntimas noeran frecuentes; lo eran aún menos que antes de su común falta; lainocencia había huido y observaban con la angustiosa atención del quedelinque; observaban y observaban, y todavía no observaban lo bastante.Jacques era de natural tan generoso y confiado, estaba tan acostumbradodesde su temporada en los Genets a la intimidad de Pierrepont conBeatriz, se hallaba tan absorbido en el trabajo gigantesco que traíaentre manos, que ni remotamente sospechaba la traición de que veníasiendo víctima; pero un ojo por desventura más desconfiado, máspenetrante, velaba en lugar del artista desdichado.
La antipatía de Gustavo Calvat hacia su cuñada Beatriz había ido de másen más creciendo por efecto de sus cotidianos rozamientos y de los maldisimulados desdenes de aquélla; había ido de más en más creciendo hastael punto que hoy era no ya aversión, sino irreconciliable odio; tampocosimpatizaba Calvat con el marqués de Pierrepont, quien lo trató siemprecon altanera frialdad. Aunque el pintor continuase, bondadoso como era,recibiendo al taimado aprendiz en su casa y ayudándolo pecuniariamente,no podía pasar inadvertido para aquel ente que estorbaba, que no era contanta frecuencia invitado a comer, que Beatriz, que se ocupaba mucho dela educación de Marcelita, evitaba el dejar a la niña a solas con él, yante tales procederes, que Calvat consideraba verdaderos ultrajes, nohabía venganza que no se encontrase pronto a esgrimir contra aquellaque paso a paso lo iba desalojando de una casa que él consideraba comosuya.
A fin de ahorrar tiempo había encargado Jacques a su cuñado de algunossecundarios detalles en la grande obra que lo ocupaba, y Calvataprovechaba esta circunstancia para presentarse más que de costumbre enel taller del pintor, so pretexto de ofrecerle sus servicios, y cuandoéstos holgaban íbase a fumar en el jardín o a acechar por fuera de laquinta el paso de Marcelita.
Cierto día, como volviese de dar un paseo por el parque con la niña,entró bruscamente en el taller, y después de asegurarse de que Fabriceestaba solo, le dijo de repente:
—¡Querido, tengo que hablarte!
—Habla—replicóle el pintor prosiguiendo tranquilamente su trabajo.
—Me causa pena tocar este punto, pero me parece que no harías mal enque Marcelita volviese a su colegio de Auteuil. Es la hija de mi hermanay eso me impone ciertos deberes.
Fabrice bajó lentamente los escalones del andamiaje sobre que pintaba, ymirando fijamente a Calvat:
—¿Qué me quieres decir con eso?
—Quiero decirte que Marcela está aquí en malísima escuela, y que nodebe permanecer por más tiempo en ella.
—¿Por qué?
—Mi querido Jacques—replicó Calvat—, siento mucho abrirte los ojos ydestruir tus ilusiones acerca de tu princesa... Pero...
pero puesto quelo quieres, sea... ¿Sabes la pregunta que hace un momento me dirigía laniña a propósito de su excelente madre, de su irreprochable maestra?«Tío—decíame—, ¿se dan besos los caballeros y las señoras cuando noson marido y mujer?»
«Algunas veces...—le respondí—en ciertasocasiones... ¿Por qué me preguntas eso, Marcelita?...» «Porque ayertarde, después de comer, cuando volvía a dar las buenas noches a papá enla sala, vi que el señor de Pierrepont besaba a mamá.»
Apenas tuvo tiempo de terminar estas palabras, cuando Fabrice,agarrándolo por el cuello, casi hasta ahogarlo:
—¡Miserable!—le dijo—, ¡estás ebrio!... ¡Vete! ¡Vete de mi casa!
Y lo empujó, arrojándolo fuera del taller.
—¡Pobre tonto!—murmuró Calvat haciendo una repugnante mueca.
—¡Te he dicho que te vayas!—añadió Jacques marchando hacia su cuñado.
Este hizo un signo amenazador de cabeza y se retiró seguido por lamirada de Fabrice, que no le quitó la vista hasta que le vio franquearla verja.
Vuelto al taller, intentó maquinalmente el pintor reanudar su trabajo,pero la voluntad lo abandonaba; nublada la vista, inerte la mano, pusocon desaliento sobre la próxima mesa paleta y pinceles, y sentándosesobre el borde de aquélla dióse a cavilar...
Sí... Calvat es unmiserable... un alma degradada por los desórdenes y la pereza... capazde todo por satisfacer sus envidias y sus odios... detestaba aBeatriz... siempre la había perseguido con su sorda malevolencia...ahora ya incidía en la calumnia abierta... Esto era palmario... PeroJacques se decía al mismo tiempo que su mujer, de la cual continuaba tanapasionado cual en el día mismo de sus nupcias, no cesó nunca demanifestar hacia él frialdades de hielo, marmóreas resistencias... Esasfrialdades radicaban sin duda en su íntima complexión... mas... Yentonces las pérfidas insinuaciones de la señora de Montauron venían aclavar sus dientes de acero en el alma del desventurado artista. ¡Qué deveces creyó él descubrir en su altiva consorte, esos sentimientos dedesdén, de disgusto, de enojo, de arrepentimiento, de que le hablara encierta conversación memorable la difunta baronesa!... Y esa idea de queBeatriz no lo amaba era para el pintor una tortura dantesca, sólo unmomento ahogada en el febril trabajar... Pero, en fin, porque amase máso menos a su marido no dejaba de ser Beatriz quien Beatriz era...¡Beatriz!... esa casta y altanera criatura a quien él vio sufrir contanta nobleza su infortunio, a quien él vio rechazar con virtud tantalos protervos consejos, las falaces tentaciones de la suerte adversa...¡Oh, sí, no había duda! si a él no lo amaba, el honor y el deber eranpara ella un culto, y de esos dioses jamás renegaría... Cierto que susimpatía por Pierrepont era manifiesta y evidente, pero, ¿la inocenciade esa propensión no la proclamaba suficientemente esa misma tácitapublicidad de que Beatriz la revestía? ¿no se explicaba, sin esfuerzoalguno, por afinidades de nacimiento y de educación, de tradiciones defamilia y comunes recuerdos?... ¿El mismo marqués no era citado comoviviente símbolo de la más caballeresca lealtad?...
¿Cómo, entonces,infamar a los dos con la sospecha de una duplicidad tan abominable, deuna traición tan baja?... y eso por las imputaciones de un ser comoCalvat, bajo la fe de una delación que tenía todas las viles aparienciasde cualquier carta anónima... Porque las palabras que Calvat tuvo lavillanía de poner en labios de Marcelita, Jacques estaba seguro de quela niña jamás las pronunció... y ese indigno Gustavo había contado deantemano con la impunidad, convencido; cual se hallaba, de que Fabricenunca interrogaría a su hija acerca de tan difíciles capítulos.
Sumido estaba aún el artista en estas crueles cavilaciones, cuando lacortina de antigua tapicería que cubría la puerta del taller abrióse depronto dejando ver el fresco y lindo rostro de Marcela.
—¿Te incomodo, papá?
—No, hija mía—respondió éste cubierto de densa palidez.
—¿Puedo entrar?
—Sí, mi vida.
Y entró la niña, con un aro en la mano, presentando a su padre lafrente.
—¿Estás triste, papá?
—¿Por qué he de estar triste?
—¡Como no trabajas!
—Descanso un poco. ¿Tú has estado corriendo?... ¡Estás roja como unaamapola!
—No, papá, vengo de dar mi lección de piano con mamá.
—¿Es buena contigo tu mamá?
—Muy buena.
—¿Tú la quieres mucho?
—Mucho... pero a ti más que a ella... Me voy a jugar... pero bajo losárboles... no al sol... no tengas cuidado.
Iba a salir; Fabrice la llamó.
—¡Ven, alma mía!... voy a preguntarte una cosa... ¡Ven, corazón mío!
Tomó la cabeza de Marcelita entre sus manos y mirándola fijamente:
—Marcelita... vas a decirme... una cosa...
—¿El qué papá?
Titubeó algunos segundos; en seguida, bruscamente, sonriendo con amargasonrisa:
—Quiero que me des otro beso... ahora anda... anda a jugar...
nenamía... corre.
Y Marcelita se fue corriendo.
Cuando desapareció, el artista, cuyo carácter era firme cual la roca,enjugó, sin embargo, una lágrima. Después se levantó, tomó su paleta ypúsose a pintar.
Al día siguiente experimentó la sorpresa de ver a Calvat entrar en eltaller.
—¿Cómo te atreves a presentarte en mi casa?—le preguntó conamenazadora gravedad.
—Querido—respondió Calvat en tono de sumisión—, he consultado con laalmohada... vengo a presentarte mis excusas...
No estaba ayer ebriocomo me dijiste un poco rudamente, y aun añado que no falté a laverdad... Pero he hecho mal, convengo, en venir a repetirte un cuento deniño que debió afectarte profundamente, y que podía ser, que eraseguramente, un embuste. He reflexionado y estoy persuadido de queMarcelita ha inventado la historia que me contó. Los niños, tú lo sabes,son grandes embusteros, y sus invenciones tienen con frecuencia ese airede malicia socarrona y de falsa inocencia que es fácil de advertir en labroma de tu hija... Con más, que nada se adelantaría con interrogarla...porque, en ese caso, sostenga la niña su mentira o la retire, se quedauno como estaba... Por consecuencia, me parece lo mejor pasar por altola falta de la niña, olvidar mi exceso de celo... bastante comprensible,por otra parte... y darme la mano.
La justificación alegada por Calvat no dejaba de ser fundada, y, además,llevaba al alma atormentada del pintor algunos fulgores de bonanza.
—¡Bueno, pase!... pero te prevengo que en lo sucesivo no quiero oír niuna sola palabra reticente acerca de mi mujer... ¡ya lo sabes!
Sin embargo, desde el día que la duda se posó en su espíritu, no pudoJacques, por grande que fuera su imperio sobre sí mismo, impedir quealgo traslucieran Beatriz y Pedro de la obsesión que lo atribulaba, y sepenetraron de que eran objeto de una tal vez involuntaria vigilancia;resolvieron, pues, de común acuerdo, hacer aún más raras susentrevistas íntimas, y obstáculos tales puestos a su pasión, dieron porresultado que ésta se hiciera todavía más imperiosa, más absorbente.Jamás llegaron a verse fuera de la quinta de Bellevue, porque Beatrizopuso
una
resistencia
invencible
a
todas
las
combinaciones quePierrepont le presentó para facilitar sus citas a solas. ¡Era culpable,es cierto! pero aun en su falta conservaba esa elevación de alma quedesprecia los ruines expedientes de la galantería vulgar, y excepcionalhubiese sido que en las condiciones
de
existencia
que
les
habían
creadolos
acontecimientos, no hubieran buscado para suplir a sus habladasternuras el medio fatal de escribirse. Con este error contaba Calvat.
Como el lector habrá previsto, no afectó aquel villano elarrepentimiento de su delación, y no se excusó con Fabrice sino paraprocurarse de nuevo entrada en la casa y vigilar más de cerca a aquellaque había resuelto perder. Calvat era un infame, pero no era un tonto, yposeía, sobre todo, esos rastreros gustos de polizonte que son casisiempre sintomáticos en los bohemios de su cuño. Ya antes que Marcelale hubiese dirigido la terrible interrogación, terrible en su candormismo, que el adocenado aprendiz apresuróse a llevar a su cuñado, habíaaquél entrevisto, con esa malignidad y esa penetración del odio, loslazos que unían al marqués con Beatriz, pero comprendió que se perderíaa sí mismo si después de sus cuestiones con el pintor no presentaba aéste en la ocasión primera la prueba irrefutable del delito.
Convencido por una serie de deducciones naturales de que los dos amantesdebían escribirse, se aplicó a descubrir sin descanso sus medios decorrespondencia. Los frecuentes y largos paseos de Beatriz en la avenidade los arrayanes le parecieron equívocos, conjeturando que sus cartashabrían de cambiarse por cima del poco elevado muro que cercaba eljardín de la parte del camino; pero su vigilancia en aquellos contornosresultó baldía.
¿Se escribirían sencillamente por el correo? Calvat,para cerciorarse, se impuso la costumbre de hacer centinela ante laverja de la quinta a la hora que llegaba el cartero.
Conociéndolo este hombre por cuñado del pintor le entregaba las cartasdirigidas a la casa, y Calvat estudiaba cuidadosamente los sobrescritos.Aunque Fabrice no abría jamás las que recibía su mujer, no era verosímilque el marqués escribiera a Beatriz sin tomar excepcionalesprecauciones, y fue así que al cabo de algunos días llamó la atención deCalvat el gran número de las que llegaban en esta forma: «Señora JacquesFabrice; para entregar a la señora vizcondesa de Aymaret»; y estimularontanto más
sus
sospechas,
cuanto
que
la
letra
parecía
evidentementecontrahecha: decidióse a abrir una, y encontróse con que, efectivamente,era toda del puño de Pierrepont: he aquí su contenido:
«Querida Beatriz, sí, esta existencia de engaños y traiciones es indignade nosotros y me complace que opines sobre este punto como yo... Entanto que esta situación se prolongue, nuestra dicha no será más que unavana ilusión, nuestro amor no será otra cosa que un continuosufrimiento... ¿Y no hemos ya sufrido demasiado?... Cree firmemente quesoy tan incapaz como tú de buscar frases hipócritas para engañar mipropia conciencia...
Somos culpables, lo sé, pero, ¿qué crimen de amorpudo encontrar mayores excusas?... ¿Se cruzaron jamás entre doscorazones honrados y sinceros parecidas fatalidades?... Sí, somosdelincuentes, pero somos también al propio tiempo víctimas de lacontraria suerte... Sería realmente vergonzoso y criminal perseverar enesta vía de abominable duplicidad...
¡Huyamos, pues!... ¡Te lo ruego,alma mía, dígnate consentir!...
Confía en mí... he tomado todas lasmedidas... Todo cuanto un hombre puede hacer, otro tanto haré yo paraque tu destierro sea un destierro de encantos... ¡Te adoro!— Pedro.»
Cuando hubo terminado su lectura, crispóse la cara de Calvat con unasonrisa de réprobo; dobló la carta, empujó la verja y se dirigió altaller de Fabrice.
—Hola, ¿eres tú?... Creí que sería el marqués, quien quedó en venir hoypor la mañana.
—No, no es el marqués; soy yo—respondió Calvat—.
Querido—prosiguió,bajando un poco la voz—, no me acusarás más de ser un borracho y unembustero, supongo... La casualidad me ha puesto en posesión de unacarta que tiene mucho interés para ti... Como pariente y amigo tuyo, porgrande que sea mi sentimiento...
me
es
imposible
dejar
deentregártela...
Convendrás conmigo cuando la hayas leído.
—No la leeré—replicó Jacques rechazando la mano de Calvat que letendía la carta—. ¡Sal de aquí al instante, y te prohibo que vuelvasjamás a poner los pies en mi casa!
—Ya me volverás a llamar, y como no soy rencoroso, volveré a tu primerapalabra. Esa carta es de Pierrepont dirigida a tu mujer. Ahí te la dejo.
La arrojó sobre la mesa y salió del taller.
Ya solo, el artista tuvo un momento de horrible duda.
Inmóvil,petrificado, veía delante de sí la mesa, y sobre la mesa la carta.
Por fin marchó hacia aquélla, con paso de autómata, con paso de estatua.Tomó en sus manos los fatídicos renglones, titubeó todavía, hizo unmovimiento como para rasgar la carta; después, con brusca decisión, ladesplegó y la leyó.
Calvat, por su parte, al irse pasó por delante de la habitación dondeBeatriz trabajaba sentada a su ventana, aproximóse vivamente y dijo:
—Señora; tengo el gusto de comunicarle que en el momento en que me esdado el honor de hablarle, su marido se ocupa en leer la última carta desu amante de usted... Buenos días.
Y se dirigió hacia la verja; pero cuando iba a cerrarla alguien lo hizoseña de que la dejara abierta; era el marqués que venía de la estación.Cruzaron un saludo. Calvat dobló la esquina de la calle inmediata yPierrepont entró en la quinta.
Bajo el golpe de la tremenda noticia que acababa de dársele, Beatrizquedó fulminada; había oído las palabras de Calvat, pero al principio nodio distintamente con su sentido; después una luz terrible se hizo en suespíritu y comprendió... Una carta de Pedro estaba en manos de sumarido... Y de una mirada advirtió como en un caos sombrío todo lo quepodía salir en algunos minutos de los pliegues de aquella misiva: eldeshonor, la vergüenza, la perdición, la muerte. Cerró los ojos ydurante un momento no vio más que tinieblas surcadas por siniestrosrelámpagos. De pronto, pasos que sonaban en las calles del jardín lasacaron de su aturdimiento;
miró
al
exterior
y
reconoció
con
terrorindescriptible al marqués que, atravesando aquél, se dirigió al tallerde Fabrice. Se levantó después súbitamente, extraviada, loca, sinreflexión, sin precisos designios, arrastrada por el terror de unconflicto inminente entre aquellos dos hombres; lanzóse fuera de sugabinete, con su labor de tapicería en la mano, y bajó corriendo
losescalones
del
peristilo,
dirigiéndose
con
precipitado paso hacia eltaller donde Pierrepont acababa de entrar.
Beatriz se acercó a las cortinas que cubrían la entrada de aquél,levantó ligeramente una de ellas y se puso a escuchar hasta donde se lopermitía el latir desordenado de su corazón...
Aún alcanzaba a ver loque pasaba en el interior del taller.
Fabrice, en el momento en que Pierrepont entró, ocupábase en cargar dospistolas, regalo precisamente de su amigo Pedro, y con las cuales teníacostumbre de tirar por vía de ejercicio en el jardín.
—¿Te gustan siempre esas armas?—le preguntó el marqués tomando ydejando en seguida sobre la mesa aquella que Jacques acababa de cargar.
—Encantado—respondió.
—¿Vas a tirar al blanco?
—Sí.
—¡Bueno! vamos a hacer una apuesta si quieres.
—Con mucho gusto.
—¿Estás hoy malo?... No tienes buen semblante.
—Sí, no me encuentro bien... acabo de tener una escena muy desagradablecon Calvat.
—¡Ah!... precisamente salía cuando yo entraba.
—Ese miserable ha jurado a mi mujer un odio mortal.
—Sí, desde hace tiempo.
—Ahora mismo la difamaba de una manera horrible.
—Eso prueba que es un malvado y nada más.
—Lo he echado de mi casa.
—¡Bien hecho! aunque has tardado demasiado en hacer esa ejecución.
—Y, sin embargo, me ha turbado... esto no puedo decirlo sino a unantiguo amigo como tú lo eres... Sí, me ha turbado... Me ha dejadodudas...
—¿Dudas sobre una mujer como la tuya? ¡Vamos, Jacques, estás loco!
—Sí, ¿no es verdad?—replicó Fabrice—; tú la conoces bien...
y aunantes que yo... Me responderías de su honor con el tuyo,
¿no es cierto?
—¡Absolutamente!
—Y harías bien... porque el tuyo y el suyo corren parejas...
Y poniendo la carta del marqués bajo la vista de éste:
—¡Lee!
Pierrepont retrocedió cual si delante de él se hubiese levantado unespectro. En seguida, tomando de sobre la mesa la pistola que acababa decolocar en ella y entregándola a Fabrice por el culatín:
—¡Mátame!—le dijo.
—No—replicó el pintor—, por lo menos no de esa manera.
Dio algunos pasos a lo largo del taller como para fijar sus ideas,después, volviéndose al marqués:
—¿Puedes, si quieres—le dijo—, explicarme algunos giros de tu cartacuya significación no alcanzo?... Invocas como excusas ciertasmisteriosas circunstancias del pasado, ciertas fatalidades que pesaronsobre la señorita de Sardonne y tú... ¿Puedo saber a qué haces alusión?
Pierrepont relató brevemente lo que aconteciera en otros tiempos entreBeatriz y él, su recíproco amor, y cómo la señora de Montauron obligópor fuerza a la joven a rehusar la mano que él le ofrecía.
Después de una pausa de reflexión y de silencio, Fabrice le respondió:
—Tu sentimiento hacia la señorita de Sardonne te hará desear sin dudaque este asunto se trate entre nosotros sin ruido, sin escándalo, a finde evitar a ella una tacha de que yo deseo también ver a salvo minombre.
—Todo lo que me propongas con ese fin—respondió el marqués—, estáaceptado de antemano.
—Un duelo con su acompañamiento ordinario de padrinos, etc., revelaríatodo al público... Hace un momento me proponías que jugásemos unapartida a la pistola... Acepto... Somos poco más o menos de la mismafuerza en esa arma... Aquel de nosotros que gane su vida... el que lapierda, pierde la existencia en el suicidio.
—¡Sea!... queda convenido—respondió Pedro.
—Cada uno de nosotros empeña su honor en que respetará esascondiciones.
—¡Queda convenido!—repitió Pedro.
—Ahora—continuó el pintor—, fuerza es que me resigne a hacer unasúplica... Sé que esto es absolutamente incorrecto, y te ruego que meexcuses. He aquí de qué se trata... Si me toca dejar a mi hija huérfana,no quisiera, al menos, dejarla sin recursos.
Ahora bien, nada tengo, sise exceptúan cien mil francos que Nicholson me ha dado a cuenta por losrecuadros, cantidad que, según convenio, tendría que devolverle si notermino mi trabajo... debe darme, además, el doble de aquella suma eldía que entregue la obra concluída... No creo que podré acabarlos antesde cuatro meses... Te pido, pues, que si a mí me toca morir, me acuerdesese plazo de que te he hablado... y no tengo necesidad de decirte queeste convenio es recíproco.
Había en esta petición del desdichado artista algo tan conmovedor, queel marqués volvió la cabeza para ocultar la contracción casi convulsivade su rostro.
—Será—dijo—como lo deseas.
El pintor guardó las pistolas en su caja y tomó algunos blancos.
—Conozco mucho estas armas. ¿Quieres que nos sirvamos de otras?
—¡Es inútil!—contestó Pedro—. Yo también he tirado frecuentemente conellas. ¡Vamos!
Dejaron el taller y se dirigieron a esa avenida de los arrayanes de quetanto hemos hablado en el curso de nuestra narración.
Recordará tal vezel lector que en uno de los extremos de la citada avenida existía unaplancha de tiro: en frente, al lado opuesto, había un asiento rústicoempotrado en la pared. Cuando Pierrepont y Fabrice se aproximaron a laplaca para fijar los cartones, advirtieron a Beatriz sentada en elcampestre banco: Beatriz trabajaba en su tapicería.
Los dos hombres cambiaron una mirada.
Uno y otro sabían que la avenida de los arrayanes era para Beatriz unlugar favorito de paseo y de retiro. Así, pues, no se sorprendieron deencontrarla allí, creyendo que únicamente la casualidad la había llevadoa aquel sitio; pero su presencia durante la escena que se preparaba ibaa dar a ésta un carácter trágico que impresionó vivamente a los dos,imponiéndoles al propio tiempo un disimulo de fisonomía y de lenguajeque en momentos semejantes era tan penoso como necesario.
Beatriz, sin embargo, sostenida por el horror mismo de la tremendacrisis y por la excesiva tensión nerviosa, continuaba trabajando en subordado con gran calma aparente, devolviendo a Pierrepont con su sonrisahabitual el saludo de éste.
—Hermoso día—le dijo—, ¿no es verdad?
—Sí, un verdadero día de verano... Aprovechándolo, vamos a jugarFabrice y yo un partido a la pistola.
—¡Ah! ¿cuál de los dos es más fuerte?
Pierrepont hizo un gesto de incertidumbre.
—Ahora vamos a verlo—respondió sonriendo.
Fabrice colocó en el banco, al lado de ella, la caja de caoba y unpaquete de cartuchos.
Las armas de que iban a servirse eran pistolas Flobert, de gran calibre.
Los blancos o cartones de tiro estaban divididos, según práctica, en unnúmero determinado de círculos concéntricos, desarrollándose alrededorde un punto mitad negro mitad blanco, punto que en el tecnicismo de lostiradores suele llamarse la mosca. La distancia de tiro era todo ellargo de la avenida, es decir, veinticinco pasos próximamente. Delantede Beatriz, profundamente
conmovida,
bajo
su
aparente
tranquilidad,acabaron los jugadores de fijar las bases de la partida.
Esta sería de siete disparos; el tiro era a voluntad; cada uno haría dosde aquéllos seguidos en las dos primeras entradas; en la tercera losdisparos serían tres por cada lado sin solución de continuidad. Cadasector del blanco tocado por los tiradores daba a éstos el número depuntos determinados por el uso, número de puntos que, por otra parte,llevan siempre marcados los cartones.
El círculo más lejano del centro,un punto; la mosca, siete.
Una moneda arrojada al aire indicó que Fabrice debía tirar el primero;rompió, pues, sus fuegos y alojó sus dos primeras balas en el interiordel segundo círculo; Pierrepont, más inhábil esta vez, o menos dichoso,perdió una de sus balas en la plancha, la otra tocó el cartón. Esteprimer pase aseguraba, por consecuencia, cuatro puntos a Jacques y unosolo a Pierrepont.
—Me parece que me guardas consideración—dijo el pintor.
—De ningún modo—replicó Pedro.
Al segundo pase Fabrice metió sus dos balas en el tercer círculo.Pierrepont, después de aquél hizo dos y dos. Jacques tenía diez puntoscontra cinco.
La tercera prueba le dio todavía una ventaja más considerable; con sustres balas marcó doce puntos; tenía así veintidós contra cinco.
Pierrepont, cuya actitud revelaba una especie de descuido y desaliento,se preparaba a hacer sus tres últimos disparos; montaba su pistola,cuando un ligero rumor le hizo volver la cabeza y sus ojos encontraronlos ojos de Beatriz, fijos en él con una expresión tal q