BIBLIOTECA DE «LA NACION»
H. L. N.
INCERTIDUMBR
E
BUENOS AIRES
1909
Imp. y estereotipia de LA NACIÓN.—Buenos Aires.
Capítulos: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII,
XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX
La novela que con el presente volumen ofrecemos a nuestros lectores, esde un corte delicado, y de tal manera interesa, que quien empiece sulectura es difícil la deje sin haberla saboreado hasta el final.
Tiene una tendencia altamente moral y transcendental, cual es el premioal amante noble, desinteresado y constante, que, creyéndose inferior enméritos a la persona amada, oculta su amor y sólo aspira a la felicidaddel ser querido.
También desarrolla otros temas de no menor interés: tales son lasvacilaciones de la mujer elegante entre el hombre de mundo superficial yvano y el hombre honrado, trabajador y noble que carece de dotesmundanas, y el castigo de la persona que sólo va al matrimonio comomedio de elevar la situación en que vive, aunque ésta sea bastantebuena.
Es un estudio social perfectamente acabado que ha de agradar a nuestroslectores. Sobre todo, Incertidumbre será una de las obras que másinterés ha de despertar en el bello sexo.
Su autor se oculta bajo un pseudónimo, seguramente por un sentimiento deexcesiva modestia, pues, por lo interesante de la fábula y el perfectoestilo en que está escrita, revela altas dotes literarias. Sólo se sabede él que es el mismo autor de otra novela titulada Amitié Amoureuse,publicada anteriormente en París, que llamó la atención de todaFrancia.
INCERTIDUMBR
E
I
En una admirable noche del mes de junio reina extraordinaria animaciónen el viejo castillo de Creteil. En el patio de entrada, el continuorodar de los carruajes no cesa hasta después de haber dado las doce enel campanario de la iglesia. Los curiosos de la aldea se han alejado,satisfechos de haber admirado algunas elegantes toilettes, y contempladola suntuosa decoración del vestíbulo, de columnas enguirnaldadas, conflores y luces eléctricas. Todo es allí alegría, calor y perfume. Sinembargo, no lejos de la fachada de la vasta mansión, que da sobre elMarne, un joven se pasea a lo largo, en actitud meditabunda y de unamanera nerviosa. Ni las armonías de la orquesta del baile que dan losAubry de Chanzelles, en honor de los veinte años de su hija MaríaTeresa, ni el bullicio de las voces juveniles, que llegan hasta elpaseante solitario, por las grandes ventanas abiertas de los salones,lo distraen de su melancolía. Las fragantes flores del jardín exhalan envano sus perfumes penetrantes: permanece insensible a las bellezasmisteriosas de la noche, tan absorto está en sus pensamientos. Así esque, grande es su sobresalto, cuando un amigo, a quien no ha sentidoaproximarse, exclama, golpeándole familiarmente en la espalda:
—¡Y bien, Juan! ¿Por qué nos has dejado hace más de una hora?
—Para tomar aire.
—¿No te bastan las ventanas abiertas?
—No.
—¿Prefieres la compañía de las tinieblas a la de las jóvenes que hanvenido a festejar a mi hermana?
—Desde aquí veo desfilar sus elegantes siluetas, tan bien como en elsalón.
—Creo que muy poco te ocupas de esas señoritas, amigo mío; lo que túmiras es el suelo, y con tal persistencia, que hace un momento creía quete ejercitabas en clasificar científicamente las piedras de los caminos.
—Te engañabas, Jaime.
El tono seco de la réplica puso fin a las bromas del recién llegado.Distraídamente sacó una cigarrera de su bolsillo y tendiéndola hacia sucompañero:
—¿Quieres uno?—dijo.
—No, gracias.
—Son exquisitos...
—Me gusta el tabaco sin perfume; el tuyo no puede ser apreciado por unplebeyo como yo.
—¡Como quieras!...
Jaime Aubry de Chanzelles conocía demasiado a su amigo para insistir.Cerró la tabaquera con un golpe seco, encendió su cigarrillo, y, despuésde haber lanzado al espacio algunas bocanadas de humo, dijo:
—Brillante la fiesta, ¿eh?
—Muy brillante.
—¿Por qué has desertado del cotillón?
—Podría devolverte la pregunta.
—¡Oh! yo, es bien sencillo: me substraigo a las confidencias de miprima. No habrás dejado de reparar que la querida Diana, siente por míla clásica simpatía de las personas que se han criado juntas, cuando,por milagro, no se detestan. Pues, en estos casos, sucede una u otracosa. Hacia los veinte años, por poco que escaseen los pretendientes, laprima descubre de pronto que el primo es lo que le conviene. De estamanera, no hay miedo de equivocarse, ni sobre el carácter, ni sobre lasalud, ni sobre la fortuna. El mundo contempla el suceso conenternecimiento. Me parece que oigo los cuchicheos: «¿Saben ustedes lanueva?
¡Diana Gardanne se casa con su primo!—¡Oh! ¡querida mía, esto esdelicioso!—¡Un casamiento por amor!—Lo creo, ¡se adoran desde la épocaen que paseaban en brazos de sus niñeras!» ¡Y así se escribe lahistoria!
Divertido, a pesar suyo, por el tono burlón de Jaime y por lasexclamaciones grotescas con que recitaba su monólogo, Juan sonriéndosemurmuró:
—Exageras...
—¡Absolutamente! Nadie pondrá en duda nuestro amor ardiente; nadie sedirá: Diana es una joven prudente; no tiene ninguno de los gustos,ninguna de las aspiraciones de su primo; pero, como los pretendientesno abundan, no quiere quedarse para vestir imágenes. La vida de familiala abruma; desea llevar una vida más mundana; entonces ¿por qué noecharle el anzuelo al primo? Y es por una serie de razonamientossemejantes, usuales en las jóvenes extremadamente prácticas, que no sepreocupan de encontrar el amor en el matrimonio por lo que mi prima seha decidido a amarme.
—¡Oh! considero a Diana Gardanne incapaz de hacer tales cálculos.
—Estás equivocado. Por disfrutar de fortuna, sospecho que está decididaa todo.
—¿La perspectiva de casarte con ella te asusta?...
—¡En efecto, nunca he tenido tanto miedo! Por eso, hace un momento, hepretextado una repentina indisposición para substraerme a los encantosdel boston. No tengo ni sombra de carácter. Así es que evito con muchocuidado, desde hace dos meses, lo que la querida niña llama: «nuestrasdeliciosas horas de intimidad.» Aunque su mirada es glacial y su narizostenta proporciones borbónicas, me conozco: si por desgracia me hablasede su ternura y de su admiración por mi hermosa inteligencia, en unanoche como ésta, sería capaz de contestarle:
«¡Como no!...» o«¡Perfectamente!» En fin, cualquiera de esas palabras apasionadas,irreparables, que lo hunden a uno en un abismo, para toda la vida.
—No haces mal el papel de bufón; sin embargo, no carece de encanto elcasarse con una amiga de la infancia, cuyo carácter se conoce, cuyosgustos...
—¡Inocente! ¿Crees tú que jamás pueda conocerse a una joven? ¡Casi nome atrevo a alabarme de conocer a mi hermana!
—María Teresa tiene un carácter franco, leal... no comprendo cómopuedes compararla...
—Ciertamente; pero, en cuanto le llegue la hora de la ambición y elamor ¿sabemos lo que será? Papá, el otro día, le dijo, riéndose, quetenía seducido al Conde de Chateliez... Tú, como yo, la viste sonrojarsehasta parecer una amapola y murmurar:
—Padre, su amigo es algo maduro... ¿No ha pasado ya los cuarentaaños?... Si fuera más joven, tal vez me dejaría tentar...
Seduce eltítulo de condesa. ¡Condesa María Teresa! ¡No haría mala frase!...
—Es cierto.
El tono sombrío con que Juan pronunció estas palabras, pareció a Jaimetan expresivo que estuvo a punto de exclamar:—
¡Ea, cuéntame tu secreto,Juan! ¿Acaso no soy tu hermano, por nuestra larga intimidad? ¡Tómame porconfidente, pobre diablo, y sufrirás menos!
Pero guardó silencio, conociendo la naturaleza altiva de su amigo, y losobstáculos serios que lo separan de su hermana.
Jaime piensa que lo mejor era provocar las confidencias. ¿Pero cómo? ¿Elmedio más sencillo no sería demostrar a Juan la misma confianza quereclamaba de él? Se apresuró, pues, a aprovechar la hora para llevar laconversación a un terreno propicio:
—¡Ah! el pensamiento de las jóvenes, es para nosotros indescifrable; sujardín secreto nos es inaccesible. Si nos aventuramos en él ¿será afuerza de sutileza o a golpes de hacha como conseguiremos hallar elcamino que conduce a su corazón?
¡Gran problema por resolver!
—¿Es esa la causa que te ha determinado a viajar? ¿Cuentas ejercitarteen los corazones extranjeros, antes de atacar los de nuestrascompatriotas?
—¡Qué genio! ¡Reconozco la admirable ciencia de las sabias deducciones!¡Has adivinado! ¡Marcho a estudiar el alma de la desconocida que amaréquizá!, y sobre todo... ¡Oh!, muy sobre todo... por huir de la joven queno amo. ¡Si supieras cuánta energía se tiene en estas tristescircunstancias! ¡Es espantoso!
Mañana, tomaré el rápido para Strasburgo.Dentro de ocho días estaré en Viena. Pasaré a Budapest, y regresaré porel Tirol austriaco y la Suiza. Y tú ¿qué piensas hacer en tusvacaciones?
—Todavía no sé si las tendré. Tu padre y yo no podemos dejar a un mismotiempo la fábrica. El señor Aubry me ha parecido algo fatigado en estosúltimos días; desearía que descansase de una manera continua, en vez deveranear, como el año pasado, yendo y viniendo de Etretat a Creteil.
—En caso que él acepte mi combinación, yo permaneceré aquí.¡Oh!—añadió contestando a un gesto de su amigo,—¡no me compadezcas! Megusta la tranquilidad de mi casa. Ese pequeño pabellón que tu padre mehizo construir allá, al extremo del jardín, a orillas del Marne, es miparaíso. Desde allí observo todo lo que pasa en la fábrica y en elparque. La arboleda que me aisla, no es tan espesa que me impida ver lasavenidas... ¡He reunido tan buenos recuerdos en seis años que habito esepabellón!
—¡Seis años ya! Me parece que ayer hacíamos los planos.
¿Recuerdas?
—¡Si me acuerdo! Tu hermana fue el hábil arquitecto y quien dibujó eljardín que lo rodea. Las rosas Niel y las yedras, que plantó contra lasparedes, guarnecen ahora las ventanas; no puedo abrirlas sin creer ver aMaría Teresa con sus delicadas manos llenas de tierra, plantando lasenredaderas...
—¡Qué buenos tiempos eran aquéllos! Ella tenía catorce años, túveintitrés, yo veinte. ¡Qué dulce compañerismo nos unía entonces! ¡Ycómo nos trataba mi buena hermanita! Por tu culpa:
¡tú aprobabas todo loque ella te decía!
—¡Bah, eran fantasías propias de su edad!
—¿Tú lo crees? Eran caprichos de una déspota insoportable.
—Sí, pero ¡qué corazón y qué sinceridad! ¡Jamás una mentira salió desus labios! ¡Qué hermosa mirada resplandecía en sus ojos cuando se lecorregían sus faltas!... siempre leves. Su inalterable alegría eracontagiosa; yo corría y jugaba con ella como un chiquillo. ¡Hermosotiempo en efecto! Todo eso ha pasado, concluido...
Jaime se mordió los labios para no reír; observó que el sentimientoexaltado convierte a los más inteligentes en seres ingenuos como niños.
—Mi buen Juan, todo el mal proviene de que hemos crecido.
—Tienes razón; cada año me aleja de María Teresa, y así es mejor,puesto que un abismo me separa de ella...
—No veo cuál es ese abismo. Tú, como mi padre, eres hijo de tus propiasobras.
—Con esta diferencia, que tu padre pertenece a una distinguidafamilia; si un día conoció la miseria, antes había gozado de una buenafortuna y vivido en la alta sociedad.
—No hagamos juego de palabras, Juan. Voy a decirte, antes de mipartida, algo que hasta ahora he guardado para mí y que quiero hacerteconocer: siempre he deseado que tú y mi hermana os amaseis.
—¿Estás loco?
—No, no estoy loco. Y la emoción de tu voz me prueba que la mitad, porlo menos, de mi deseo se ha cumplido. Pero, hay que convenir, en que,con tu maldita modestia y tu gran orgullo, nunca llegarás a nada. Cadadía te alejas más de María Teresa.
La habitúas a no ver en ti más que unempleado fiel, cuando debías hacerle comprender tu gran valor. Tú, quetienes tan buena presencia como cualquiera de los jóvenes que la rodean;tú, en cuanto estás cerca de ella, tomas un aire sombrío y unasactitudes tímidas que te perjudican. Te complaces, se creería, en serexclusivamente el hombre de la fábrica, cuando no debías olvidar que,educado con nosotros, casi lo mismo que nosotros, tienes el deber detransformarte en ciertas horas en hombre de mundo.
—Pero...
—¡No me interrumpas! Es así como quiero que te reveles a mi hermana. Envez de esto, te alejas de ella, huyes. ¿Cómo puedes esperar que ella tedescubra? ¿Piensas que por sí sola, sin que la ayudes un poco, llegará aapreciar tu verdadero mérito, ni comprender al hombre de gran valor quesolamente mi padre y yo conocemos?
—Sin embargo, no puedo ir a tirarle de la manga y decirle:
¡Atención,yo no soy un cualquiera!
—¡Eh! ¿Quién habla de eso? Veamos, ¿por qué no has bailado con ellaesta noche? Has pasado el tiempo vagando como un marido, de puerta enpuerta, para concluir por refugiarte aquí.
Esto es absurdo, permítemeque te lo diga.
—No, Jaime, procedo con lealtad. No es posible que yo asuma la actitudque me indicas, sin abusar odiosamente de los inmensos beneficios que herecibido de tu padre. ¿Sé yo el destino que él aspira para su hija?Tengo la confianza del señor Aubry hasta el punto de que me trata como aun hijo; tengo una amplia libertad para hablar con María Teresa veinteveces al día
¿y me aprovecharía yo de estas circunstancias para ir aturbar la paz de su hija, procurando hacerme amar? ¡No, mil veces no!Tanto más, cuanto que esta vil seducción parecería inspirarse en unaespeculación abominable. ¿No se sospecharía que quiero adueñarme de lafábrica de cristales y convertirme en el sucesor de tu padre,solicitando la mano de tu hermana?
—¡Eres intratable!
—Soy sensato. Tu hermana puede aspirar a todo. ¿Quién soy yo para ella?Olvidas generosamente mi humilde origen, y la manera cómo tu padre mesacó de la miseria; ¡a mí me toca acordarme!
—Pero si María Teresa supiera... quien sabe si...
—Escucha, Jaime: Vas a jurarme que no harás nada porque lo sepa. Seríaodioso y cruel. Ahora le soy indiferente ¿no me detestará si sabe que meatrevo a amarla? Amigo mío, te lo suplico, déjala en la ignorancia. Siella supiese algo, yo la perdería para siempre. No tendría más esaconfianza, ese abandono, que tiene cuando me habla; nuestras relacionesse harían tirantes, cesarían probablemente... ¡Jaime, te ruego, puestoque me has arrancado esta confidencia, que guardes el secreto!
—Te lo prometo. Pero ¿no sería mejor que yo hablase?
—¡Me perderías! ¡No, no! cállate, ¡por favor! Si hablas, dejo la casa,me marcho, huyo...
—Bueno, está bien, no diré nada. Adiós, Juan. Dentro de algunas horasestaré lejos; abracémonos, pues pasará mucho tiempo antes que nosveamos.
—Te deseo un feliz viaje, mi querido Jaime.
Se unieron en estrecho abrazo. Luego, Jaime subió al vestíbulo; suelegante silueta se destacó sobre el resplandor del salón iluminado, ypronto desapareció entre la muchedumbre.
Juan continuó sus paseos, no ya ante la casa, sino a la sombraprotectora de una doble fila de tilos, bóveda sombría que desciende ensuave pendiente desde el castillo hasta el Marne.
Una dulce alegría,turbada por ligeros remordimientos, embarga su espíritu. Sin dejar desentir infinita gratitud hacia Jaime, por no haberse indignado cuando lereveló el misterio de su corazón, lamenta no ser ya el único dueño de suquerido secreto. Teme que una palabra, menos aún, una mirada, un gestode Jaime, no sea una revelación para María Teresa. Y eso, Juan, noquiere que suceda. No solamente se reprocha su amor a la señorita Aubryde Chanzelles, sino que su gran preocupación subsiste: Si ella supieseque la amaba ¿no cambiaría de actitud hacia él?
Ante esta dolorosa perspectiva, sus ojos se velan, su corazón se contraede angustia, y murmura, desesperado:
—¿Por qué no he tenido energía para negar? ¿Qué esperaba?
¿Que Jaimehiciera desaparecer la distancia que me separa de su hermana? ¡Locura,locura! ¡Con tal, Dios mío, que nadie sospeche la osadía de mi sueño!
Sufre, y su pensamiento evoca, con angustiosa lucidez, el lejano pasado.Se mira tal como era la tarde de invierno en que el azar lo puso ante elseñor Aubry, en París, en el salón escolar del sexto distrito.
Un extraño fenómeno de su memoria sobreexcitada le produce unareminiscencia exacta no sólo de los hechos sino también de su estado dealma de niño. Experimenta casi la dolorosa opresión que paralizó sucorazón y anudó su garganta a su entrada en el salón profusamenteiluminado. Muchos niños están ahí acompañados de sus madres o de suspadres; él está solo y se siente pequeño, triste, desgraciado.
Los señores de la comisión escolar, sentados, tranquilos y solemnes,detrás de una ancha mesa cubierta con tapiz verde, se le figuran jueces,tan terribles, que trata de no ser visto; se esconde en un ángulo de lavasta sala.
Suenan nombres lanzados por los ujieres; algunas personas se levantan,hablan, salen. Juan mira casi inconsciente; de pronto ve adelantarse auna mujer hacia la mesa. La voz del alcalde, señor Aubry de Chanzelles,llega por primera vez a los oídos de Juan.
El alcalde habla con claridaden un tono grave y benévolo. En vez de amonestar a aquella mujer,llamada a justificar las ausencias demasiado frecuentes de su hijo a laescuela, se afana en demostrarle la necesidad de velar sobre lainstrucción y desarrollo de la inteligencia de los niños.
Juan, tranquilizándose poco a poco, escucha con atención.
Cuando elseñor Aubry, inclinado hacia la pobre mujer, la interroga con bondad, yluego oye las respuestas embrolladas de la desgraciada que se excusa deno poder mandar todos los días a su chico a la escuela, porque le ayudaen su trabajo, Juan no pierde una palabra de los consejos que le da elseñor Aubry al explicar el verdadero interés del niño.
La buena mujer, muy conmovida, se aleja sin poder responder.
El gran salón se halla casi desierto. El señor Aubry va a levantar lasesión, cuando el ujier llama con voz sonora:
—¡Juan Durand!
Estas dos palabras, que hace tanto tiempo resonaron en el vasto salón dela alcaldía de la plaza de San Sulpicio, ¿por qué prodigio, su sonoridadllena aún los oídos de Juan? Se ve a sí mismo acercarse a la gran mesade tapete verde con paso vacilante, arrastrando sobre la alfombra susgruesos zapatos clavados.
Semejante a muchos chicuelos de París que han soportado durasprivaciones, Juan se presenta con una figura flaca y demacrada.Intimidado y tembloroso, hace girar entre sus manos una vieja gorracolor azul desteñido, y se detiene ante la comisión. El alcalde examinasus notas con aire grave. ¡Ah, desgracia! ¿por qué su rostro se llena deseveridad?
—¿Qué significa esto, señor Durand?—interroga el señor Aubry.—Hacequince días que no se le ve a usted en la escuela.
¿Por qué eso, eh?
Juan baja la cabeza y con voz lastimera contesta:
—Es porque mamá estaba enferma y después se ha muerto.
—¿Muerto?
—Sí. La llevaron hace tres días...
Toda la severidad del alcalde desaparece; bondadosamente lo interroga:
—¿De qué enfermedad ha muerto tu mamá?
¡Oh, cómo recuerda Juan la emoción con que aquella frase fue dicha!Súbitamente recuperó la confianza y se hizo locuaz.
—Fue un día que llovía... en el ómnibus... Estuvo enferma un mes; peroel médico dijo en seguida que no podía hacerse nada porque estabacansada de haber trabajado demasiado.
—¿En qué trabajaba tu madre?
—Era costurera para las tiendas. Cosía todo el día, y hasta por lanoche. Yo quería trabajar para ayudarla, pero ella no quería.
Decíasiempre: Tienes que ir a la escuela para aprender.
—¿Y tu padre?
—Hace mucho tiempo que ha muerto también; era emplomador y se cayó deun techo cuando trabajaba.
—¿No tienes parientes?
—No, nadie.
—Después que ha muerto tu mamá ¿en dónde vives? ¿quién te da de comer?
—La portera de la casa, porque me quiere mucho. Dijo ella a su hermano,que es carpintero, que me tomase de aprendiz, y ahora trabajo...
El señor Aubry, pensativo, no lo escuchaba ya.
Juan recuerda el miedo que sintió creyendo haber hablado demasiado.
—Señores—dijo el alcalde dirigiéndose a los miembros de lacomisión,—hemos concluido; pueden ustedes retirarse. Voy a ocuparme deeste niño.
Y cuando se quedó solo con Juan, continuó sus interrogaciones.
—¿Te gusta trabajar de carpintero?
—¡Uf! ¿si me gusta?... el patrón es muy duro, cuando se emborracha pegafuerte.
Juan no ha olvidado aún la mirada llena de ternura con que el señorAubry lo contempló durante largo tiempo, mirada penetrante y buena, quele dio valor.
—Ven acá, Juan Durand. Puesto que el oficio de carpintero no te gusta¿quieres que yo sea tu patrón?
—¿Usted?
—Sí, yo.
Juan recuerda que dijo con desenfado:
—Pero si usted es el señor alcalde, no puede ser mi patrón...
El señor Aubry se sonreía.
—Sí, Juan, yo puedo ser tu patrón. Tengo una gran fábrica de cristales,y muchos obreros. Tú ya tienes edad bastante para comprender lo que tevoy a decir; escúchame con atención. Yo he sido, como tú, un pobre niñodesgraciado. Como tú, yo he tenido hambre, he tenido frío. Como tú, yoencontré un hombre que me socorrió. Me enseñó a trabajar y a tenerperseverancia y valor, y ahora soy un hombre rico, considerado. Voy ahacer lo mismo contigo; te enseñaré a trabajar, y si tienesperseverancia y energía también serás rico.
Así diciendo, lo tomó de la mano y marchó a hablar a la porteraprotectora del huérfano.
Un mundo de pensamientos confusos agitaba el cerebro de Juan,estupefacto. En aquella misma hora, se asombraba de su suerteinverosímil, y en su corazón rebosa