Incertidumbre by Hermine Oudinot Lecomte du Noüy - HTML preview

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—Un niño abandonado, que mi padre recogió en otro tiempo y que hasabido adquirir en nuestra cristalería de Creteil, la ciencia completade su oficio, sin descuidar sus estudios escolares. Con una rarafacultad de asimilación siguió los cursos nocturnos y aprovechó todaocasión de instruirse. Habla el inglés, el alemán, y actualmente essubdirector de la fábrica. Los obreros lo quieren, lo respetan y loobedecen, porque sabe mandar con suavidad y firmeza.

—¡Pero ese hombre es un prodigio entonces!

—No se entusiasme, Alicia—dijo Diana;—un prodigio, quizá; peroseguramente un flirt imposible.

—¿Es feo?

—¡No, hasta es hermoso a su modo; no se le podrá reprochar que seaenclenque, por ejemplo! y a quien le guste las espaldas anchas y elbusto poderoso... ha de agradarle. Solamente que es un hombre serio,severo y en sociedad no es amable, se lo prevengo.

—¿Por qué dices eso?—exclamó María Teresa, dirigiéndose a su prima concierta vehemencia.—Las cualidades de Juan le dan tal valor, que no estábien imputarle como defecto lo que le reprochas. Está tan ocupado, queno tiene tiempo para tomar parte en nuestras frivolidades mundanas. Consu trabajo diario y su pensamiento absorbido por las cosas serias, nopuede realmente tener el aire de un clubman.

—La señorita María Teresa defiende admirablemente a susamigos—observó Platel;—esto provoca el deseo de aumentar el número deellos.

María Teresa tendió, sonriéndose, la mano al joven.

—Usted figura en el número, Platel; en efecto, creo ser una buenaamiga; pero en este momento soy simplemente justa. Por lo demás, ustedva a conocer a Juan; llega esta noche y pasará algunos días connosotros. Ustedes podrán apreciar por sí mismos, que es merecedor detodas las simpatías.

—Nadie lo duda, puesto que usted lo afirma—dijo Huberto Martholl, queno perdía un solo movimiento de la joven.

La conversación fue interrumpida por otros jugadores de tennis; contaronhazañas que nadie escuchó, y formaron círculo aparte. Después, cuandolos jugadores hubieron reparado sus fuerzas comiendo sandwiches,muffins, dulces, té y vino de Madera, todo el mundo se levantó.

Alicia de Blandieres se aproximó a Diana, que hablaba con Mabel d'Ornay,para decirle a ésta, en tono de confidencia:

—¡Oh! querida mía, es exquisito, su Huberto Martholl.

Mabel d'Ornay se echó a reír:

—¡Mi Huberto Martholl! ¡con qué posesivo comprometedor lo calificausted!... ¡Vaya! ¡ya está usted conquistada, mi pobre Alicia!Decididamente, trastorna la cabeza de todas las jóvenes, nuestro amigo.

Alicia tomó cómicamente la mano de la joven, y sacudiéndola con fuerza:

—¡Qué hermoso ejemplo de desinterés da usted, Mabel, no atesorandosus flirts y poniéndolos a la disposición de sus amigas!

—Pero, si Martholl no es mi flirt—gimió Mabel, mirando con inquietudhacia Max Platel.

—Entonces, mejor, si es una tierra libre para conquistar—

continuóalegremente Alicia.—Cada una de nosotras tiene derecho a tratar dellegar primero para plantar la bandera vencedora.

—¡Ah!—exclamó Diana,—¡después de esto, nadie se atreverá a afirmarque la juventud femenina no es colonizadora!

La hora de comer se acercaba. Habiendo dicho Bertrán Gardanne que iba arecibir a Juan, todo el mundo se dispersó, dándose cita para la noche enel Casino. Las dos primas fueron a vestirse. María Teresa bajó sola pocodespués; quería estar allí para recibir a Juan.

Algunos días antes, Jaime había escrito, desde Budapesth, que creía queJuan pasaba por una crisis moral, que debían atenderlo un poco, así comodebían convidarlo a pasar unos días en Pervenches.

Inmediatamente la joven rogó a su madre que invitase a Juan, y ésteaceptó la invitación porque, con el fin de sacudir su preocupaciónmoral, había resuelto visitar por segunda vez las cristalerías deAustria, proyecto que deseaba someter a la aprobación del señor Aubry.

La hora de la llegada del tren se aproximaba. María Teresa pensó queJuan se alegraría de la prueba de amistad que le daba saliendo a suencuentro. Vería, pues, su semblante leal iluminarse con la sonrisadulce y feliz que tenía siempre cuando la veía.

Después de haber cortado algunas flores en el jardín que rodeaba lacasa, se sentó ante la balaustrada de la terraza, puso el ramo a su ladoy esperó.

Estaba contenta de que Juan viniese a Pervenches, porque, aunque veíacon menos frecuencia que antes al compañero de su infancia, leconservaba mucha afección. Recuerdos de aquel tiempo, que la jovenconsideraba lejano, le venían a la memoria; pero como el ambiente en quevivía por el momento, hacía predominar en ella las impresiones mundanas,pensó de pronto en lo que su tía había dicho un día, al oír alabar lasgrandes cualidades de Juan:

—Juan Durand, es quizá un carácter, pero nunca será un hombre de mundo,a pesar del buen ejemplo de ustedes y de la instrucción que le hacendar.

Para una joven de veinte años, por sensata que sea, el joven que no esun lindo maniquí acicalado, buen bailarín y diestro jinete, pierde muchode sus méritos.

María Teresa era demasiado inteligente para no tener conciencia delningún valor del juicio de la señora Gardanne, pero a pesar suyo estabapreocupada, y esa tarde, contemplando con mirada distraída el crepúsculoque descendía lentamente hacia la tierra, la idea de la obligación enque se vería de presentar a Juan a sus amigos, la inquietaba vagamente.Suspiró con real inquietud.

—¡Con tal que no se le ocurra bailar!—pensó.

En esto su temor era vano. Juan conocía tan bien lo que le faltaba parafigurar en sociedad, que se había convertido casi en un salvaje. En unprincipio se había irritado contra sí mismo.

Aislado y solitariodespués, se desahogaba juzgando fríamente la vaciedad y frivolidad delas palabras y actos mundanos.

El ruido del carruaje que entraba en la gran avenida devolvió a Teresala noción del momento presente. Ante la escalinata, Bertrán saltó alsuelo; Juan que iba a imitarlo, se detuvo, conmovido y feliz. Acababa dever a la joven. Esta avanzaba hacia él, cordialmente, tendiéndole lasmanos.

—Gracias, por haber venido... Espero que se quedará algún tiempo connosotros. Vamos a tratar de convertirle en un perezoso; aquí no hay quepensar sino en descansar y en divertirse ¿no es verdad?

Juan no contestó en seguida. Al fin consiguió dominarse y con voz casiexenta de vestigios de emoción dijo:

—Usted es demasiado buena en añadir estas palabras de bienvenida a laamable insistencia que han tenido en invitarme el señor y la señoraAubry. En cuanto a convertirme en un perezoso, debe usted renunciar;sería hacerme un mal servicio.

Mi trabajo es mi sola razón de ser. ¿Paraqué serviría yo, si no trabajase?

Al pronunciar estas últimas palabras, Juan no pudo reprimir ciertoacento de amargura, como si se burlase de sí mismo. María Teresa notó laligera tristeza que trascendía a través del aire feliz de su amigo.

—Venga, Juan—le dijo tomándolo por la mano;—voy a conducirlo a suhabitación. He elegido la que tiene más linda vista; por la mañana,cuando abra los ojos, verá el mar; eso lo distraerá de los horizontes dela fábrica.

Se dirigieron a la escalera. Juan, contemplando a su conductora, laseguía lleno de felicidad. Al llegar al segundo piso, ella abrió unapuerta y mirando a su compañero, dijo:

—Aquí está su jaula, la he adornado con mis propias manos; deseo detodo corazón que sea usted mi prisionero por mucho tiempo.

Y como Juan, al darle las gracias, le devolviese las flores que le habíatomado para aliviarla, ella arrancó del ramo unas rosas, que le entregó,agregando:

—Tome usted para su boutonnière, y ahora apresúrese, que la campanade la comida sonará dentro de media hora.

—Guardo estas flores porque tienen para mí el mérito de venir de susmanos; pero yo no sabría llevarlas con gracia en mi boutonnière, comosus elegantes amigos; estaría ridículo.

—¿Por qué?—interrogó María Teresa simulando no comprender.—Son ideasque usted se hace; déjeme colocarle las flores...

Y Juan vio con emoción, aquellas pequeñas manos colocar hábilmente sobrela solapa de su vestido las fragantes rosas.

—¡Mire un poco—dijo sonriendo la joven.—Está usted igual a esosjóvenes tan elegantes!... Hasta luego; lo esperamos en el hall.

Media hora después la familia se encontraba reunida, y Juan recibía detodos una acogida afectuosa. La señora Aubry tomó su brazo para pasar alcomedor; el señor Aubry se colocó entre las dos jóvenes y se apoderóalegremente de un brazo de cada una de ellas, en tanto que Bertrán yMartholl, invitados ese día, seguían muy correctos.

Estos jóvenes, al lado de Juan, ofrecían un visible contraste:delgados, pálidos, delicados, parecían no haber nacido para la lucha.Las finas siluetas de hijos de familia, holgados dentro del smoking,hacían resaltar la fuerza muscular de Juan.

Sus anchas espaldas, surostro enérgico tenían cierta belleza, una belleza viril que hacíadominante su mirada luminosa, súbitamente dulcificada, hasta la másinfinita ternura, cuando se posaba sobre María Teresa.

Pero Diana tenía razón; Juan no era el joven sociable y seductor queAlicia de Blandieres hubiera querido que le fuese presentado, a lanoche, en el Casino. Alicia no habría mirado con buenos ojos a aquelcaballero poco elegante, poco versado en la ciencia de las actitudes, eignorante de la moda que rige, como soberana, los movimientos de lossaludos y de los shakehands.

Juan, al lado de Bertrán y Huberto, reclamos vivientes de sus sastres,parecía un hijo del pueblo, de ese pueblo que es carne y sangre de lanación, y se destacaba entre aquellos dos jóvenes incoloros peroselectos.

De toda su persona, tallada vigorosamente, emanaba como una promesa deprotección física o moral; su aspecto confortaba, y su fisonomíainspiraba confianza.

En la mesa, sentado entre María Teresa y la señora Aubry, producía laimpresión de la fuerza serena y tranquila, mientras escuchaba,sonriendo, las frases que revoloteaban a su alrededor.

Apenas terminadoel primer plato, el señor Aubry le dirigió la palabra.

—Y bien, amigo mío, ¿qué hay de nuevo en la fábrica? Tus últimas cartaseran un poco lacónicas. Me debes algunos detalles.

—¡Oh! papá—exclamó María Teresa,—por favor, espere usted a estar solocon Juan para hablar de sus asuntos. Además hay que dejarlo descansar aeste pobre joven; le hace falta. Aquí, hay una tregua; son lasvacaciones; no se habla de la fábrica.

Al oír a su hija, el rostro del señor Aubry se había oscurecido.

—Vamos, veo que a ti como a tu hermano este tema te fastidia, y losiento mucho. Habría sido muy feliz, lo confieso, si hubiera tenido unhijo que participase de mis gustos y que sintiese placer en cultivareste arte que yo amo tanto, porque ocupa el cuerpo y el espíritu. Unbuen cristalero es a la vez un sabio, un artista, un hombre de estudio yun hombre de acción.

Ahí tienes, hija mía, un programa, que seguramenteno realizará un cualquiera. ¿No tengo razón, Juan?

Y como Juan aprobase con una inclinación de cabeza, el señor Aubrycontinuó:

—¡Ah! Juan, felizmente, no es como Jaime; nuestros asuntos no le sonindiferentes. ¡Ah, no! siente en su alma la misma pasión que yo por elcristal. ¡Cómo nos entendemos! ¡Lo que hemos trabajado juntos alresplandor de los mismos hornos, cáspita! Y es de la raza de aquelloshombres de que en otro tiempo se creaban los caballeros industriales.

—Usted exagera, señor—respondió Juan;—cristalero, sea, perocaballero, no. ¡Esta denominación le sienta a usted mejor que a mí! Sí,yo amo a nuestra querida cristalería. Solamente que comprendo que no sediviertan mucho los que nos escuchan cuando hablamos. Caemos en lasridiculeces de esas madres que alaban sin cesar a sus hijos delante depersonas que ningún interés tienen. Además, aunque el estado decristalero sea un estado noble, no faltan otros igualmente atrayentes.Seamos justos. Si todo el mundo fuera cristalero, ¿qué sería denosotros, mi querido maestro? No debe usted lamentar nada; Jaime habríatrabajado el cristal sin convicción, en tanto que será un soberbioabogado, bajo su toga. Y podrá sernos útil si tenemos pleitos, él nosdefenderá.

—¡Oh! Jaime no estima mucho los pleitos sobre negocios.

Prefiere lascausas sensacionales.

—Yo sé lo que le conviene a Jaime—interrumpió Diana:—un hermosocrimen con un asesino difícil de defender. Lo que hace la reputación deun abogado, no es ganar siempre sus pleitos, sino abogar en causas deresonancia. Se habla más de los que dejan guillotinar a sus clientes,que de los que los salvan de la ruina. Supongo, pues, que Jaime sededicará a la clientela de la Corte de Asises.

La señora Aubry la interrumpió para dirigirse a Juan.

—Dime, hijo mío, espero que te quedarás con nosotros algunas semanas.Hace mucho tiempo que no tienes vacaciones; esta vez quieroverdaderamente que pases aquí la estación entera de baños; sé quetendrás gran placer...

—Mi mayor placer es estar con ustedes, señora, usted lo sabe bien; peroel reposo no me conviene. No sé qué hacer cuando no me entrego a misocupaciones habituales. Sin embargo, mi deseo es quedarme el mayortiempo posible; nada, por el momento, exige mi presencia en Creteil.Antes de salir de allí, he organizado todo, y para el trabajocorriente, Rousseau es un hombre en quien se puede fiar. No essolamente en previsión de una permanencia en Pervenches, por lo que hetomado estas disposiciones; tengo la intención de volver a visitar lascristalerías de Bohemia. He oído hablar de nuevos procedimientos defabricación; querría examinarlos, para someterlos a su aprobación, miquerido protector.

—Bien, amigo mío, reconozco ahí tu espíritu de iniciativa; pero por elmomento, no veo la necesidad...

—¡Oh! no, tío—exclamó a su vez Bertrán,—no vuelva a caer en sushistorias de cristalería. Un poco de paciencia, que pronto vamos adejarlos solos; entonces podrán conversar libremente y ocuparse de susnegocios. Nosotros admiramos las hermosas obras que salen de sus manos,pero es inútil enterarnos de cómo se hacen. Mi intervención es de meraprudencia: porque los conozco. Si se les deja ir, en algunos instantesllegaremos a las combinaciones químicas, y como no entendemos nada,ustedes habrán hablado sin provecho para nadie.

—Vaya—dijo Juan festivamente,—no hay nada que hacer,

¡tenemos un malpúblico!

Cuando se levantaron de la mesa, María Teresa se acercó a Juan y lepreguntó si quería acompañarla al Casino.

—Agradezco mucho su generosa oferta; pero si usted me permite, voy aquedarme con su papá. Soy un ser huraño, me gusta poco la sociedad.¿Cree usted que yo consentiría en darle la molestia de mezclar mipersona a través de sus relaciones balnearias? Tendría que presentarme asus amigas ¡qué tarea tan abominable! Y si me aburriese en un rincón,usted se creería obligada a dejar a sus amigos para venir a conversarconmigo.

Sería, pues, un verdadero estorbo para usted. Prefiero que mepermita quedarme con su padre; fumaremos un cigarro en el jardín,hablando de cosas que nos interesan.

—¿Entonces, desde su llegada hay que darle plena libertad paraabandonarnos?

María Teresa fue interrumpida por Diana:

—¡Y bien! ¿cuándo acabarán de hablar en ese rincón los dos?

¿Sabes? sonya las diez... ¿No partiremos nunca, tía?

—Las estoy esperando, hijas mías—respondió la señora Aubry.

—Juan, ayúdeme usted, entonces.

Y María Teresa dio al joven su manto blanco incrustado en guipur deIrlanda.

Después de haberlo colocado delicadamente sobre los frágiles hombros,Juan retrocedió, diciendo con admiración:

—¡Parece usted una reina, María Teresa!

Ella se sonrió, y le tendió las manos:

—Pero muy pobre reina, pues no sé hacerme obedecer.

Juan la acompañó hasta el coche, donde se hallaban ya la señora Aubry yDiana. Mientras pudo seguir con la vista la luz de los faroles, huyendoa través de los árboles, quedó allí inmóvil, como si aquella forma puray blanca le hubiera arrebatado el espíritu. Sentía ahora no haber ido.¿Por qué no había querido acompañar a María Teresa al Casino? ¿No era sumás grande felicidad verla, estar a su lado? ¡Qué necedad dejar escaparaquellos minutos preciosos en que la habría visto vivir y moverse enaquella decoración de lujo y alegría! Sin embargo, había sido prudenteno acompañarla; conocía demasiado, por haberlo experimentado ya, elsuplicio de verla en un baile. ¡Qué celos tan espantosos sufría cuandola veía, amable, sonriente, y siempre rodeada de jóvenes! En estasocasiones se había dado cuenta del estado de su corazón.

En unprincipio, desesperadamente, había tratado de luchar contra aquelsentimiento naciente que en su alma escrupulosa no se reconocía elderecho de abrigar. Si bien los años habían transcurrido, modificando susituación y dándole la esperanza de un hermoso porvenir, creía que paralos Aubry, él era siempre el niño pobre recogido por caridad. En cuantoa María Teresa ¿no era absurdo esperar el ser a sus ojos jamás otra cosaque un buen empleado,

a

quien

le

hacía

demasiado

honor

con

atenderloamablemente? Pero si Juan se esforzaba en sofocar en lo más profundo desu ser su sentimiento, a pesar suyo, deseaba ardientemente gozar elmayor tiempo posible de la presencia querida de María Teresa, y vivía enel temor continuo del casamiento de la joven. Cada vez que ella iba a unbaile o que algún joven desconocido era recibido en casa de los Aubry,Juan, angustiado, se preguntaba:

—¿Será éste quien se la llevará?

Hasta entonces, felizmente, María Teresa se había mostrado difícil,declarando que no se casaría nunca sin conocer bien, apreciar y amar aquien había de ser su marido. A pesar de estas declaraciones deprincipios, Juan no se hacía muchas ilusiones; sabía que elacontecimiento que él temía, más o menos tarde tendría que producirse,pues María Teresa, rica y linda, reunía todas las condiciones de unbrillante partido.

Al salir para Etretat, se había prometido ahogar valerosamente en sí loque sentía. Esperaba ser bastante fuerte para dominarse; pero al volvera ver a la joven, después de una ausencia de dos meses, se dio cuenta deque su mal, en vez de calmarse, llegaba al paroxismo, y que nunca podríaser para ella un simple amigo.

Estaba en este punto de sus reflexiones, cuando el señor Aubry seaproximó a él:

—Y bien, Juan, ¿en qué piensas? Te andaba buscando; la noche estámagnífica; vamos a dar una vuelta por el jardín a la claridad de lasestrellas.

—Como usted quiera, mi querido señor.

Juan encendió un cigarro, y siguió al señor Aubry.

—A la verdad, en esta hermosa propiedad se goza de una calma y de unreposo deliciosos. ¡Cómo han crecido estos árboles después de la últimavez que vine, hace tres años!

—El hecho es, mi querido amigo, que tú no tomas vacaciones confrecuencia.

—No las necesito todavía; son convenientes para usted, que trabajadesde hace mucho tiempo; por eso me esfuerzo en reemplazarlo para queusted pueda descansar un poco. ¡Lo tiene bien merecido después de habercreado una inmensa fábrica que está hoy en plena prosperidad!... Yo notengo por qué darme vacaciones; gracias a usted he entrado en un negocioque marchaba solo y que basta vigilar ahora; la tarea es fácil; bastaser un trabajador celoso.

—No seas tan modesto, amigo mío; desde luego, un trabajador inteligentees cosa rara; tú sabes cómo lo cuido; tú, además, tienes el espíritucreador, gusto e iniciativa. Nunca dudo del éxito de tu trabajo. Apropósito ¿de qué proyecto hablabas, cuando nos interrumpieron aquellascriaturas terribles? ¿Decías que querías ver las cristalerías deBohemia?

—Mi verdadero pensamiento voy a decírselo a usted; nuestra cristaleríaes única, porque de ella salen obras admirables; pero usted sabe mejorque nadie lo que nos cuestan las tentativas de arte, a causa de losnumerosos ensayos que exigen. Antes de llegar a la meta, hacemos grandesdesembolsos, que nos vemos obligados a reparar subiendo el precio de laventa. Recuerde lo que nos costó el tallado en agujas marinas. Creo quesi conjuntamente con este arte de gran lujo, establecemos unafabricación de objetos de venta más corriente, podríamos obtener grandesbeneficios, que nos ayudarían prodigiosamente a ensayar otrascombinaciones químicas, necesarias para las creaciones nuevas. En suma,hoy corremos muchos riesgos, pues la venta de un objeto de arte, no esnunca segura; hay que encontrar al aficionado, al entendido. Porejemplo, en este momento, nuestras experiencias para hacer el ópalo noshan exigido

grandes

desembolsos;

si

nos

ocurriese

cualquiercontratiempo, tendríamos un serio perjuicio. Esto me preocupa a menudo,sobre todo desde que me han impresionado las malas noticias que correnrespecto del Banco Raynaud. No he querido comunicarle esta noticia. Sehabla de ruinosas operaciones. Usted tiene mucho dinero en ese Banco;habría que tomar, quizá, algunas precauciones. Siempre he temido algunacatástrofe que pudiera repercutir contra nosotros; ¡como lo veo tanconfiado a usted!...

Desde que Juan empezó a hablar de la casa Raynaud, el señor Aubry sehabía puesto inquieto.

—¿Qué me dices? ¡Eso es inverosímil! ¿Estás cierto de tu información?Sería muy grave... ¡Bah! no puedo creer, debe ser algún falso rumor; haygente que no retrocede ante nada para hacer la guerra de competencia; esuna casa sólida la de Raynaud, ¡qué diablos!

—Cuando el furor de la especulación interviene, nunca se está seguro dela solidez de una casa bancaria. En todo caso, hay que tener prudencia,y yo no tengo tanta confianza como usted.

—Tú eres juicioso y de buen consejo, lo sé; es una excelente cosa; pero¡cáspita, no hay que exagerar! Bueno, volvamos a tu idea; no laencuentro mala. Ciertamente, de buena gana fabricaré objetos de ventacorriente, teniendo cuidado, naturalmente, de conservar las bellasformas. Decididamente, te haces más práctico que yo; tienes el espíritumás comercial, es evidente; estás en el movimiento, y, además, esconveniente que las antiguas casas sean renovadas; tú eres joven,activo, enérgico, y he pensado, con frecuencia, que podíassustituirme... ¡No protestes! Es preciso que lo sepas, hijo mío, cuentocontigo para la continuación de mi obra; cuando conocí la defección demi hijo, una gran tristeza se apoderó de mí; es terrible, sabes, pensarque una casa creada por mí mismo, que contiene toda nuestra vida, ha depasar a manos extrañas. Y, entretanto, es fatal, después de largos añosde labor, la inteligencia se entorpece, la energía se debilita.Generalmente es por falta de savia que declinan las grandes cosas. Poreso, sólo después que te he visto en la obra, dejándote en plenalibertad, he recuperado la tranquilidad.

—Mi querido maestro, usted es realmente el alma de la fábrica... ¿Quésería yo sin usted?

—Yo te he formado, sé lo que vales. Seguramente mi colaboración te esútil todavía; pero yo puedo enfermar y verme en la imposibilidad dedirigir nuestros asuntos; ahora bien, sabiendo que tú estás allí, notemo los acontecimientos; es mi recompensa de haberte hecho el hombre devaler que eres. Tú tienes todas las condiciones que se necesitan paracontinuar mi obra.

—Mi querido protector, sin usted yo no sería nada.

—Y sin ti yo me convertiría en nada. Desgraciadamente para los hombresde mi carácter, llega un momento en que es imposible producir la mismasuma de trabajo; cuando, como yo, se ha sido la palanca elevadora de unacasa, se entristece uno ante la idea de ver derrumbarse el edificioconstruido con tanto trabajo. Así, volviendo a lo que te decía durantela comida, tuve un gran pesar la primera vez que comprobé la pocaafición de Jaime a nuestra industria. ¡Ah! ¡no tiene ese fuego sagrado!¡Tener en sus manos un negocio como éste, que da, en bueno o mal año,unos treinta mil pesos de beneficio neto, y desecharlo para contentarsecon ser el hijo de su papá!... ¡En fin!

Contigo, sin embargo, la tareale habría sido fácil... Pero no, no le gusta. Tendría que levantarsetemprano, renunciar a los sports, a los five o'clock... No se hapreocupado en saber que, aparte de un millón, puesto laboriosamente enun Banco, la fábrica es toda la fortuna de mi mujer y de mis hijos. ¿Quésería de ellos si yo desapareciese?

Te lo declaro; sólo después que te he visto dirigir las cosas, es cuandohe recuperado la confianza en el porvenir. Cuento contigo, Juan. Túserás el continuador de mi obra. ¡Ah! la realización de mi sueño seríaque tú llegases a ser mi hijo a otro título... Pero, esto sólo puedodesearlo; no me corresponde intervenir. Creo que los padres no tienen elderecho de dirigir los sentimientos de sus hijos ni de fijar susdestinos en materia de sentimientos. ¡No importa! para ti, para MaríaTeresa, para mí, este suceso constituiría nuestra mayor felicidad.

Juan, paralizado por indecible emoción, estaba absorto ante aquellarevelación; luego tomó una mano del señor Aubry y la estrechó confuerza, murmurando con voz ahogada:

—¡Oh, gracias, mi querido señor! pero usted tiene razón; ni usted ni yodebemos influir...

Juan, en su profunda turbación, no pudo terminar la frase.

El señor Aubry no insistió, y hasta simuló no apercibirse de nada,inquieto por la impresión que sus palabras habían causado en el alma desu hijo adoptivo, y temeroso de haberse avanzado demasiado.

Dejó de caminar, y dijo con aire indiferente, tirando su cigarro:

—¿No encuentras que hace un poco de fresco bajo estos árboles? Voy aponerme el sobretodo para ir al Casino. ¿Quieres venir conmigo?

Juan dio una respuesta evasiva, y permaneció solo, quebrantado por laemoción, incapaz de dominar los pensamientos confusos, felices yangustiosos que hervían en su mente.

¿No era un sueño lo que acababa de oír? Lo dudaba, después que el señorAubry se había ido; pero el fuego del cigarro que brillaba aún entre elcésped, lo tranquilizó. ¿Así, pues, el señor Aubry y Jaime, no seindignaban ante la idea de que el huérfano pudiera un día convertirse enun hijo y en un hermano?

¡Cómo resonaban aún en sus oídos aquellas palabras mágicas!

¡Y él, Juan,que apenas se atrevía a soñar en lo que el señor Aubry había expresadoen alta voz, con tanta sencillez y naturalidad! ¡No era, pues, unirrealizable sueño! ¡Los sentimientos que él sofocaba con tanta pena,los alentaba en él, le daban casi el derecho de declararlos! Erademasiado. Y, loco de alegría, se repetía las palabras de esperanza...Entonces, una ráfaga de orgullo se apoderó de él. Gracias a su energíapara el trabajo, podía aspirar a aquella gran felicidad que era toda suambición: casarse con la que amaba, vivir cerca de ella, tenerla siemprea su lado. Y arre