Incertidumbre by Hermine Oudinot Lecomte du Noüy - HTML preview

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respondió Juan, queevidentemente quería eludir las preguntas sobre asuntos y números.

—¡Ah, mi pobre Juan! tengo absoluta confianza en ti, puedes estarseguro.

—Pues bien; si es así, ¿por qué se inquieta? Le afirmo que conseguirérestablecer nuestro crédito y reponer nuestra casa al estado en que sehallaba, gracias a la fabricación a bajo precio que hemos iniciado. Lesuplico cese de atormentarse; estoy seguro del porvenir. Usted debecreerme puesto que yo se lo afirmo; ¿podría yo engañarlo? Los modelosque he hecho fabricar rápidamente, han gustado. Tenemos ya pedidos muyimportantes, lo que me ha permitido tomar compromisos a término fijo,para los pagos que a usted lo preocupan. Nuestra antigua venta marchasiempre, y hasta marcha bien; el presente y el porvenir estánasegurados; respondo de ello, mi querido señor.

—Tu iniciativa, tu energía me confunden... ¡Ah, tú me salvas, Juan!

—Pero, no, no, nada está en peligro; yo lo ayudo simplemente.

En tanto que el joven hablaba, María Teresa lo contemplaba:

¡cómo habíacambiado su fisonomía bajo la triple influencia de los tormentos de sucorazón, de su actividad cerebral y de las veladas multiplicadas! Sucara había palidecido; sus grandes ojos negros, brillantes de fiebre,acompañaban singularmente la sonrisa resignada que se dibujaba en suboca. En fin, el alma se revelaba bajo aquella ruda envoltura y dabacierta belleza a su rostro severo. Su voz vibrante, ardiente, tenía granencanto cuando, como en aquel momento, tomaba un acento de autoridadmezclada de dulzura.

—Está bien, tengo fe en ti—dijo el señor Aubry que se debilitaba.—Túrespondes del porvenir y del presente de la cristalería; pero hay otropresente que me preocupa: me inquieta la situación de mi hija a causa dela falta de esos bribones... Al celebrar sus esponsales, contrajecompromisos, y ésos tú no puedes asegurarme que los cumpliré...

—¿Por qué no?—respondió Juan, con gran calma;—sería necesario saberqué compromisos ha contraído usted...

Pero el señor Aubry se exasperaba:

—¿Entonces no comprendes nada? Puedes imaginarte que al realizar esosesponsales, he prometido una dote... Sí, tres mil pesos de renta ysesenta mil en dinero contante. ¿Podré, estando embrollados mis asuntos,retirar todos los años esa renta de la casa?

Juan, ayudando al señor Aubry a incorporarse sobre las almohadas, dijo:

—Podemos arreglarnos de manera que usted cumpla sus promesas sin tocarlos rendimientos de la fábrica, indispensables a nuestra producción y ala reconstitución del capital perdido en el banco Raynaud.

—¿Cómo? ¡di pronto!... ¿Por qué medios? Yo he buscado y no heencontrado nada...

—Es muy sencillo. Mientras la casa no esté completamente a flote, yorenuncio a mis sueldos; con esto, usted asegura dos mil pesos de renta asu hija; la señora Aubry, haciendo economías en la casa, encontrarápronto los mil pesos restantes. Para formar el capital de sesenta milpesos, yo traspaso al fondo social los sesenta mil pesos que usted me hahecho ganar. Usted podrá colocarlos en el canastillo de bodas, rogandoal señor Martholl, que le conceda un pequeño plazo para la entrega delos otros cuarenta mil pesos. De esta manera los novios tendrán algunosaños de absoluta seguridad, aunque la fábrica no marche bien, lo que notenemos que temer, ciertamente.

Dominado por una gran emoción, el señor Aubry murmuró con voztemblorosa:

—Juan, hijo mío, jamás consentiré en que hagas tales sacrificios,jamás, hijo mío... pero te los agradezco; es bueno, es grande, lo que mepropones con tanta sencillez; es la acción de un noble corazón. Tú hasganado ese dinero economizando; yo no puedo aceptarlo, sería expoliarte.

—No diga usted eso, mi querido señor... yo sería muy desgraciado.¡Cómo! ¿no comprende usted mi satisfacción de retribuir en tan ínfimasproporciones, todo el bien que usted me ha hecho? Si Jaime fuera elautor de la propuesta que yo hago,

¿no la aceptaría usted? Confiese quesí, que la habría aceptado.

Entonces no rehuse; si no, establecería unadiferencia entre Jaime y yo, y ya no le creería yo cuando me llamase suhijo.

—¡Juan, Juan!—se limitaba a repetir el señor Aubry, dominado por laemoción.—¡Si tú también eres mi hijo!

—Permítame hacer la combinación tal como yo la entiendo.

Exijo por elmomento que usted no se ocupe de nada. Si su cerebro trabajara menos,estaría ya restablecido; tenga, pues, calma, se lo ruego. En cuanto alcasamiento de María Teresa, no debe usted retardarlo por miserablescuestiones de dinero. Es imposible que persista en negarse a asegurar lafelicidad de su hija por tan fáciles medios.

—¿Su felicidad?... Esto es lo que me preocupa... ¡Si supieras cuánto mehace sufrir la idea de que lo sucedido pudiera perjudicar a mi hija!

—No, no la perjudicará, ni siquiera lo sospechará—dijo Juan con vozenérgica.—Ella no sabrá nada, jamás, de nuestra combinación; las cosaspasarán como si esta catástrofe no nos hubiese afectado... ¡Ah, miquerido señor! ¡todo, con tal que sea dichosa!

—Pero—respondió el señor Aubry, que buscaba un medio de rehusar laoferta generosa de Juan,—tal vez Martholl aceptaría nuevascondiciones... Ama a María Teresa.

—Le ruego no dé ningún paso en ese sentido. No sería proceder condignidad, créame; eso no serviría sino para arrojar el descrédito ennuestros asuntos. Y además, reflexione, si ese señor desconfiase de lasnuevas proposiciones modificadoras de las convenciones, ¿sería bienhecho de nuestra parte llevar la duda al alma de María Teresa? Ella creeen ese hombre, ella lo ama... Querido señor, le suplico que haga sinvacilar lo que le aconsejo.

—Pero, ¿qué será de ti, hijo mío? ¡yo te despojaría! Tú puedesequivocarte. ¿Si a pesar de tus valientes esfuerzos, nuestra casa no selevantase?...

—Piense usted primero en María Teresa, en ella sola; poco importa lodemás. Se trata de ella, no se ocupe usted de mí: yo no necesito denada. Con tal que yo trabaje hasta mi último día y que usted me guardeun sitio a su lado, viviré resignado, si no feliz...

María Teresa, que no había perdido una palabra de esta entrevista, sesintió incapaz de continuar oyendo; abandonó el gabinete y se refugió ensu cuarto para llorar.

Así era lo que Juan quería hacer para que ella pudiera casarse conHuberto. Juan, que si se pareciera a muchos otros hombres, habríaempleado su voluntad, en crear obstáculos a su matrimonio. ¡No lebastaba sufrir en silencio! ¡quería además dar cuanto poseía! ¡Qué almamás generosa y noble!

La admiración que sentía la joven por Juan, la hizo notar, sin querer,lo singular que era la conducta poco afectuosa de Huberto. ¿Por qué larareza de sus visitas coincidía con el mal estado de los asuntos delseñor Aubry? ¿Por qué había expresado el deseo de demorar su casamiento?¿Sería solamente por delicadeza, para dejarla libre de dedicarse alcuidado del enfermo por lo que Huberto había manifestado aquel deseo?

Sí, sí, ahora comprendía; temía que ella no tuviese dote, y tomaba susprecauciones. Había sabido, sin duda alguna, que el desastre del bancoRaynaud, perjudicaba a la cristalería.

Realmente, su novio hacía tristefigura al lado de aquel Juan, a quien en su estrechez de espíritu, habíaconsiderado durante años como un hombre de condición inferior a la suya.¡Cuánta vergüenza experimentaba al comprobar que no había sabidoadivinar el valor moral de aquel ser humilde, y que había necesitado deaquellas circunstancias para conocerlo! Entonces se acusó de ingratitud,comprendiendo que ella era el ídolo del amor de Juan.

Llamaron a la puerta; la criada venía a anunciarle que le esperaban paracomer. Se levantó y se miró a un espejo; como las huellas de suslágrimas eran visibles todavía, no quiso bajar, temiendo alarmar a sumadre, y sobre todo, porque no tenía valor para ver a Juan. Contestóque, sintiéndose fatigada, iba a meterse en cama. En efecto, una granpesadez la invadía; habría querido dormir, no pensar más; pero susobreexcitación demasiado grande ahuyentaba el sueño bienhechor. Susojos, al cerrarse en las tinieblas, aprisionaban la imagen de Juan entresus párpados.

Veía aquel varonil semblante, inclinado sobre el señorAubry, en tanto que le explicaba con voz cariñosa su rudo y múltipletrabajo, y las medidas que debía adoptar, para no aplazar el casamientoanunciado. ¡Qué alma más enérgica y amorosa descubría en él! Por unfenómeno singular, le impresionaba menos su desinterés que su pasiónsilenciosa semejante a un culto. Todos los flirts le habían preparadopoco para apreciar aquel noble y grande amor que se expresaba con tantaabnegación. ¿Qué palabras de amor había pronunciado Juan? Ninguna. Lapasión pura que lo devoraba no precisaba de palabras para que la jovenestuviese segura de su intensidad, más segura que de la que otro, nohacía mucho tiempo, le afirmaba sentir con declaraciones y juramentos.

—Huberto y yo nos hemos dicho mentiras muy dulces—se decía;—pero, élque no se ha atrevido a hablar ¡cómo ha sabido encontrar el camino de micorazón!

Luego juzgó que era demasiado severa con Martholl; en suma no podíareprocharle nada decisivo que hubiese contribuido a la modificación desus sentimientos. Su admiración por la conducta de Juan ¿bastaba, pues,para hacerla injusta? Lanzó un suspiro, viendo que no entendía nada delo que pasaba en ella. Y, sin embargo, entre aquel caos de impresiones,distinguía claramente la felicidad que sentía por haber inspirado unapasión tan grande.

Conmovida más profundamente de lo que hubieradeseado, permaneció largas horas despierta, gozando unas veces en hacerrevivir los incidentes que le habían revelado la pasión de Juan, ydesolada en seguida y llena de remordimientos ante la idea de lo quecreía ser su defección respecto a Huberto.

Muy adelantada estaba la noche, cuando le pareció oír gemidos. Selevantó, se puso apresuradamente un peinador blanco, y abriendo lapuerta, escuchó en efecto quejidos que partían del cuarto de su padre.

Corrió hacia él.

Juan estaba inclinado sobre el lecho.

—¿Qué hay?—interrogó ansiosa, en voz baja.

Al oír su voz el joven se estremeció y contestó sin volverse:

—Sufre... no lo encuentro bien... todavía no ha tenido un momento dedescanso.

—¿Por qué no ha llamado usted?

—Era inútil; no hay más que darle la poción calmante prescripta por eldoctor, pero, esta vez, no lo calma nada; tuvo, hace poco, un síncopecorto; creo que ahora está un poco mejor.

Por prudencia acabo detelefonear al médico.

Juan pasaba suavemente por la frente del enfermo un pañuelo mojado enéter. María Teresa se inclinó y rodeando con su brazo la cabeza de supadre, lo contempló con inquietud. Aquella fisonomía dolorosa, pobladapor una barba gris y mal cortada

¿era el rostro de antes? Tan rápidocambio, en un ser tan querido, la conmovió profundamente.

De improviso, el señor Aubry pareció salir de su sopor, paseó a sualrededor una mirada vaga, y una tenue sonrisa entreabrió sus labiossecos. Después, pasando sobre su frente la mano temblorosa como paraconcentrar sus pensamientos, se puso a hablar ligero con vozentrecortada:

—¿Eres tú, Juan?... ¡ah! sí, yo sabía bien que serías tú quien mesacaría de este agujero... fuera de las tinieblas... tú tienes un brazorobusto... robusto... sí, sí, yo te esperaba... yo sabía que túvendrías... ¡oh! ¡qué mal estaba, qué mal!... pero ya estás aquí...quita esa piedra... aquí, aquí, sobre mi pecho, sobre mi cabeza.

—¡Ay, Dios mío!—exclamó María Teresa, asustada,—¡está delirando!...¡Padre!... ¡Papá!... aquí estoy yo, que te adoro...

papá ¿me oyes? ¡Oh,padre, padre, no delires más!

El señor Aubry continuaba:

—Sabes, Juan... hijo mío, mi verdadero hijo... sí, tú, Juan...

tengo elmedio de... te sorprendes... espera... espera... ¡Ah, ah, ah! ¡aquíesta... el medio de!...

Y el señor Aubry atraía hacia sí a Juan, con sus manos temblorosas.

—Escucha, voy a decirte el medio... ¡ah, ah! vas a quedar contento...escúchame... voy a darte el... ¡Ah, Dios mío!... Yo...

¿qué, qué? tedaré... daré... mi querida hija... ¡sí, eso es!... ¡María Teresa a ti...a ti! tú trabajarás para ella, tú... para que sea siempre feliz...¿Juan, Juan? promete... promete...

Juan, pálido hasta en los labios, había tratado de detener al señorAubry; pero a medida que éste hablaba, se apoderó de él una emoción tanviolenta que quedó mudo, escuchando, enloquecido, las palabras febrilesdel enfermo, y los sollozos ahogados de María Teresa.

De pronto, el señor Aubry pareció percibir a su hija:

—¿Tú estás ahí también, mi querida hija?... soy feliz... tú...

él...reunidos... cuídala bien, Juan... ¡cuídala... no la dejes llevar...por... la desgracia! la desgracia... cuida... cuida...

Y haciendo un supremo esfuerzo, tomó entre sus manos las dos cabezasinclinadas hacia él, y los aproximó en un abrazo.

Juan se estremeció al sentir contra su cara la carne perfumada de MaríaTeresa, y las caricias de sus cabellos.

—...¡Así... así... bueno!—proseguía el señor Aubry,—ahora puedoirme... ¡ah! viéndolos a los dos... juntos... sobre mi corazón...

Abrió los brazos y cayó sobre las almohadas.

Una atmósfera densa se cernía sobre ellos y María Teresa, extenuada,continuó sollozando sobre el hombro de Juan.

Debilitado por las fatigas y las veladas, incapaz de dominar ya susnervios, exasperados más aún por las palabras del señor Aubry,trastornado por el contacto de María Teresa que, desfallecida, seapoyaba sobre él, Juan, no pudo resistir.

Rodeando a la joven con susbrazos, la estrechó, y con voz ardiente y apasionada, soltó al fin susecreto:

—¡María Teresa, yo la amo!

Ella balbuceó sin fuerzas:

—¡Dios mío, Dios mío!

La hora que acababa de transcurrir había sido tan angustiosa para susalmas turbadas que, inconscientes, permanecieron así en brazos uno delotro, creyendo vivir en un sueño.

La joven fue la primera en reponerse; se apartó de Juan, y señalando laventana:

—Es necesario abrir—dijo—no vemos a mi padre.

Juan obedeció.

La pálida claridad del alba naciente entró en la habitación.

Acostado en su lecho, el enfermo dormía; sus rasgos, momentos antescontraídos por el sufrimiento, se dilataban poco a poco; la respiraciónera menos jadeante, más regular.

María Teresa, aniquilada, se recostó en el gran sillón, en tanto queJuan, yendo hacia ella e inclinándose a su lado, le decía con voz grave:

—María Teresa ¿me perdonará usted algún día de haberme atrevido?...Dígame cuando menos que tengo disculpa; dígamelo, se lo suplico. ¡Hacetanto tiempo que ahogo mi corazón y sello mis labios para ocultar milocura! Pero las palabras que acababa de oír ¿no eran como para hacermeperder la razón? Yo sé muy bien que no debo tener esperanza; nunca la hetenido, se lo juro; yo sé que ama usted a otro... Esas palabras, las hepronunciado a pesar mío, mi amiga, mi hermana, al oírla llorar sobre mipecho.

¡Le suplico que me diga que me perdona!... Yo haré lo que ustedquiera, no volveré a verla más, renunciaré a mi única alegría: la decontemplarla. Puedo soportar todo excepto su enojo.

Y como la joven permaneciera muda, enloquecida por aquella situaciónnueva que había creado la confesión de Juan, éste añadió, interpretandomal su silencio:

—¡Pero míreme por favor, vea cuánto sufro! ¿No merezco su piedad? ¡Ah,tenga piedad! ¡Piedad, solamente!

Involuntariamente, ella volvió hacia él su cabeza recostada sobre unalmohadón. Al ver las miradas de súplica que ardían en aquella pálidacara, una extraña angustia la sobrecogió, y mientras que Juan decía entono suplicante:

—Le ruego, María Teresa, que me diga que no está irritada contra mí...¡perdóneme!

La emoción de la joven se hizo tan fuerte que su garganta no pudo darpaso a ningún sonido; entonces, sintiéndose incapaz de formular suspensamientos y de substraerse a las sensaciones que la agitaban, letendió la mano, cerrando los ojos.

¿Qué podía decir, además, si no se reconocía en el derecho de pronunciarlas palabras que a sus labios subían de su corazón?

En aquella hora decisiva había sido conquistada por completo; Juan lehabía revelado el amor verdadero, el que brota vibrante y natural de lahumanidad. ¡Ah! aquel grito que resonaba aún en sus oídos ¡cómo habíaconmovido todo su ser! Había comprendido aquel clamor lanzado por lasangre y por la carne, por el espíritu y por el alma de un hombre. Magiade la voz humana: las palabras de amor hacían arder su corazón y lasaturaban de una dulzura incomparable.

¿Por qué estaba comprometida? ¿Por qué no podía romper aquella fútilpromesa, y dar a Juan no sólo el placer del perdón sino también la dichade aceptar su mano?

Asustada del impulso irresistible que sentía crecer en ella, y queriendosubstraerse a la tentación de mostrar a Juan la emoción que laembargaba, se levantó y salió del cuarto sin pronunciar una palabra.

Juan la vio alejarse y creyó haber perdido para siempre todo lo que lequedaba de ella: su confianza y su amistad. Un dolor inmenso lo anonadó;creía haber sufrido hasta entonces; pero esto no era nada en comparaciónde lo que sentía en aquel momento, torturado por la certidumbre dehaberse hecho ridículo u odioso a su adorada María Teresa.

XVIII

Después de esta última crisis, el señor Aubry estuvo varios días enpeligro. Durante algún tiempo, los médicos consideraron desesperado suestado. Al fin, los solícitos cuidados y la fuerza de su constitucióntriunfaron de la enfermedad.

Huberto había ido a enterarse del estado del enfermo, pero cada vez másse sentía helar a la vista de aquella casa triste y de aquella familiadesolada. Además, los informes que recibía sobre la cristaleríaaumentaban su reserva y su circunspección. Su madre y él contemplabancon inquietud los acontecimientos probables: la muerte del señor Aubry yla quiebra de la casa.

La señora Martholl concibió temores muy serios. Preocupada de que suhijo pudiera encontrarse en una situación comprometida, se hizoapremiante y persuasiva. Huberto se mostró dócil a las exhortacionesmaternales; no pareció obstinarse

en

demostrar

a

María

Teresasentimientos

inoportunos; sin embargo, débil y vacilante, no osabaprovocar una franca ruptura. Con tenacidad, la señora Martholl se echóen busca de algún motivo «honorable» que los sacase de apuros; pero suimaginación, práctica en habilidades diplomáticas, permanecía infecunda,no sugiriéndole sino medios evasivos y dilatorios. Finalmente, a fuerzade acumular sobre aquella idea que la acosaba, todos los recursos de suespíritu fino y despreocupado, concluyó por encontrar un subterfugio.

Un día que su hijo venía de la calle Vaugirard trayendo muy malasnoticias, le dijo:

—Mi querido Huberto, hay que acabar y no eternizarnos en estasituación. Si no te decides a solucionar las cosas, podemos sersorprendidos por los acontecimientos y vernos en la imposibilidad deesquivarnos. Mientras más esperes, más difícil será eludir lasresponsabilidades que te amenazan. Y después

¿qué actitud observarásante la impresión de ciertas emociones?

El espectáculo del dolor y de lamuerte nos hace sensibles y arriesgas proceder irreflexivamente,influido por la presencia de una novia deshecha en lágrimas.

A Huberto le parecía que la prudencia de su madre tomaba un aspecto algomaquiavélico, pero no lo llevaba a mal; sabía que hay que ser indulgentecon las exageraciones del amor materno.

Las de la señora Martholl leprocuraron el famoso medio

«honorable.»

Según sus consejos, Huberto debía decir a su novia que la señora Hussonacababa de caer enferma en Valremont, donde había ido a pasar algunosdías. Él y su madre se veían en la obligación de ir a prodigar susafectuosos cuidados a aquella excelente amiga que los llamaba y losesperaba.

Huberto puso en ejecución este proyecto en el momento mismo en que elestado del señor Aubry inspiraba más vivas inquietudes; anunció a MaríaTeresa que se ausentaría por algunas semanas.

Para la joven fue un alivio la noticia de esta partida; las visitas deHuberto le eran penosas desde que estaba segura de la tibieza de suamor, comparado con el de Juan.

Además, sufría, porque en su rectitud se consideraba en falta.

Aquellanoche de dolor y de delirio en que las palabras de su padre le hicieronconocer el estado de alma de Juan, había interpuesto una sombra entreella y Huberto. Muchas veces quiso confiarle la afección creciente quesentía hacia Juan, y referirle los sacrificios que éste quería hacerpara que su casamiento no fuese demorado. Pero ¿cómo abordar tal asuntosin cometer una indiscreción respecto a Juan y aparecer haciendo presiónsobre el mismo Huberto? Temía humillar injustamente a este últimodeclarándole que no sería su esposa si no la tomaba sin dote, pues noconsideraba digno de él ni de ella, aceptar el sacrificio de Juan.

Anhelando salir del laberinto en que sus pensamientos se perdían, noencontraba la senda que su conciencia atormentada le sugería tomar parasalir al gran camino donde evolucionaría lealmente.

Mil escrúpulos la detenían; si hubiera estado cierta de que su noviodeseaba una ruptura, no habría vacilado en retirar su palabra. PeroHuberto nada había dicho que justificase tan repentino cambio de ideas.Que quisiera romper su compromiso después de seis meses de contraído,por una miserable cuestión de dinero, le parecía una suposición grave einfundada. ¿Por qué sospechar que Huberto se hubiese prendado solamentede su dote? Probablemente consideraría muy natural renunciar a lasventajas pecuniarias que ella podía haberle proporcionado.

Por otraparte, no había dejado de observar un cierto despego en su novio, peroesta impresión no era una certidumbre.

Los días de dolor que sobrevinieron, en los que hubo que disputar a supadre a la muerte, la alejaron por algún tiempo de todo lo que no fueraaquella única y piadosa ocupación.

Solamente cuando la mejoría esperadapermitió, al fin, a toda la familia vivir en una atmósfera de libertad,fue cuando María Teresa volvió a ser presa de las mismas irresoluciones,tanto más cuanto que durante aquellas horas crueles Juan habíacontinuado demostrando una consagración admirable, luchando a la vezcontra la ruina y contra la muerte. El pobre Juan al lado de ella semostraba como avergonzado. Huía de su presencia, no atreviéndose amirarla. Si sus manos se rozaban, al levantar juntos las almohadas delseñor Aubry, él palidecía de angustia, y, en el silencio de la alcoba,María Teresa sentía los latidos precipitados de aquel corazón sobre elcual, una noche, se había apoyado cariñosamente.

—¿Hasta cuándo conseguiría ocultar al joven el lugar, cada día másgrande, que ocupaba en su pensamiento?

En cuanto a Huberto, su ausencia se prolongaba. Habiendo sabido lamejoría sobrevenida en el estado del señor Aubry, «la aprovechaba,»había escrito, «para quedarse en Valremont al lado de la señora Hussonque quería retener a sus amigos.»

María Teresa no acertaba a juzgar la conducta de su novio, y no seresolvía por lo tanto a romper con él, cuando una conversación lailuminó y le suministró la solución que buscaba.

Desde que su querido enfermo estaba fuera de peligro, ella y su madrerecibían a las personas que iban a informarse de la salud delconvaleciente. Entre las más asiduas se contaban a la señora Gardanne ysu hija. La solicitud de esta última no se refería exclusivamente a lasalud del señor Aubry; existía otro asunto que picaba su curiosidad.

Un día, no pudiendo contenerse más, Diana preguntó:

—¿Qué se hace tu Huberto? No se le ve ya por aquí.

María Teresa, confusa, se limitó a responder evasivamente:

—Probablemente viene a otras horas que tú, lo cual explica que no loencuentres.

Pero Diana escuchaba distraídamente la respuesta a su pregunta; en elmismo orden de ideas, acababa de hacer otro descubrimiento importante.

—¡Hola!—exclamó, señalando el dedo de su prima,—¿ya no llevas tuanillo?

—¿Mi anillo?—dijo María Teresa ruborizándose,—lo habré olvidado en mitocador.

En realidad, hacía algún tiempo descuidaba intencionalmente ponerse suanillo de novia; había observado que los ojos de Juan eraninvenciblemente atraídos por el fulgor del rubí tornasolado, sobre elcual parecían caer todas las caricias de la luz. De manera que por unadelicadeza instintiva, no queriendo colocar diariamente ante sus ojos unsímbolo que debía afligirlo, no se ponía el anillo. Muchos eran los díasque esta joya descansaba en su estuche.

—No se debe quitar el anillo de novios—declaró sentenciosamente Diana.

—¿Qué quieres? He estado tan atormentada, he pasado por talesangustias, que no es extraño que se me haya olvidado de ponerme hoy esaalhaja.

—Eso no es una alhaja, es tu anillo—insistió Diana.

Luego, decidida a ir hasta el fin, en la seguridad de que superspicacia natural la había conducido sobre la buena pista, continuó:

—¿Entonces Huberto no ha sabido que mi tío ha estado muy mal?

—¿Por qué me preguntas eso?

—Pues, por una razón muy sencilla; porque no ha estado a tu lado en losdías de peligro.

—En efecto—respondió María Teresa, que por un exceso de delicadeza noquería acusar a Huberto,—tuvo que ausentarse algunos días antes de laúltima crisis que sufrió papá.

—¿Y tú no lo llamaste? Supongo que habría venido, en vez de ir a lascarreras de Ascot; Bertrán lo encontró allí... Huberto manejaba un mail lleno de señoras muy chic, y en el que todo el mundo, incluso él,parecía divertirse extraordinariamente; Bertrán pudo reconocer a missMaud Watkinson, ¿sabes? esa americana tan rica de quien se ha habladotanto este invierno y que anda por todas partes con la Condesa deHusson.

—No conozco a miss Maud Watkinson—dijo María Teresa, tratando deencubrir bajo un aire de gran indiferencia la sorpresa que le causabanlas palabras de Diana.—Hace cuatro meses que vivo reclusa... Pero dime,a propósito de esto, ¿la Condesa de Husson no acaba de estar muy enfermaen Valremont adonde había ido a pasar unos días?

—¡Tú sueñas, mi pobre María Teresa! ¿Enferma en Valremont la Condesa deHusson? Es imposible; no ha cesado de mostrarse en todos lados: en elBosque, en la Opera los viernes, en las quincenas de la Marquesa deBeaufort, en el garden-party de la Embajada de Inglaterra, en la fiestade los Drags en Auteuil... y

¡qué sé yo!

María Teresa sintió que la inundaba una alegría indefinible;