Incertidumbre by Hermine Oudinot Lecomte du Noüy - HTML preview

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—Espere, entonces, para manifestar tales alarmas.

—Tengo miedo; a veces los malos se agravan de pronto—

murmurótristemente la joven.

Luego, creyendo haber encontrado un argumento decisivo, añadió:

—Además, estoy segura que mamá no querrá salir de casa.

—Todo puede arreglarse—propuso Huberto conciliante,—

ofreceré dossillas en el palco a la señora Gardanne y a su hija.

Venga, le ruego,María Teresa, me contrariaría mucho que usted faltase a este estreno.

—Me cuesta mucho rehusar, puesto que ha sido por mí por quien usted hatomado el palco... En fin, puesto que desea tanto mi presencia, tengaprevenida a mi tía; pero no prometo ir, sino en el caso de que mi padreno se empeore.

Hasta la noche María Teresa se ocupó en cuidar al señor Aubry, cuyoestado de fiebre y de debilidad continuaba siendo el mismo.

La noche estaba muy adelantada cuando Juan llegó, con aire preocupado.Algunos minutos después, la señora Gardanne hacía decir a su sobrina quela esperaba abajo, en su coche.

—¡Oh, cuánto me cuesta ir!—exclamó María Teresa,—y, sobre todo,dejarte sola aquí, mamá.

—Pero su mamá no quedará sola, puesto que yo estoy aquí—

dijoJuan.—Además, he venido esta noche con la intención de exigir queustedes descansen; yo velaré solo a su papá; hoy es mi turno.

—Querido Juan—intervino la señora Aubry,—tú trabajas bastante de día,me opongo, absolutamente, a que te prives del sueño.

—Me paso muy bien durmiendo poco, y nunca me he sentido fatigado.Después, que me quede aquí o en casa, es lo mismo, tengo que examinarestos papeles durante toda la noche.

Y Juan mostró un grueso paquete.

—El tiempo apremia, es necesario que yo me dé cuenta exacta de lasituación; hay aquí trabajo para varias noches. En todo caso, puedeusted estar segura de que el asunto se arreglará, y permítanme tener lasatisfacción de serle doblemente útil a mi protector.

—Puesto que lo quieres, amigo mío...—dijo la señora Aubry.

—Voy a instalarme en su cuarto, y estoy cierto que dormirá, a pesar delresplandor de mi lámpara: mi presencia lo calma.

Luego, dirigiéndose a María Teresa:

—Usted ve que puede ir sin temor: le ruego que así lo haga, a fin deprobarme su confianza en mí.

—Y bien, anda a vestirte, hija mía—aconsejó la señora Aubry.—Juaninsiste tan afectuosamente, que tenemos que aceptar. Despáchate ligero.Entretanto, voy a hacer subir a tu tía, debe dormirse en su coche, y leharé compañía; nos encontrarás en el salón chico.

La señora Aubry bajó a los departamentos de recepción.

María Teresa quedó sola con Juan. Vacilante todavía, le preguntó despuésde un corto silencio:

—¿No le choca a usted que vaya al teatro?

—Absolutamente, es muy natural. Además, siempre me ha gustado verladivertirse.

—¡Oh! este estreno no es para mí una diversión, inquieta como estoy porla salud de mi padre...

—Entonces, supongo que no es por la pieza por la que va al teatro estanoche...—no pudo dejar de decir Juan.

Pero se detuvo, algo avergonzado, no sabiendo cómo terminar su frase sinironía, y agregó con voz diferente, de arrepentimiento:

—Deme, al menos, la pobre satisfacción de hacerme creer que le sirvopara algo.

María Teresa calló, convencida de que cuanto dijera en adelante, seríapara Juan motivo de tristeza.

—¿Jaime le acompañará, sin duda?—interrogó el joven.

María Teresa no había pensado en eso; reflexionó y aprobó la idea.

—¡Tiene usted razón! Así será mejor... Voy a prevenir a mi hermano. Deesta manera, mi tía no tendrá que esperarme, nos reuniremos en elteatro, y después, si yo quiero salir antes del fin del espectáculo,podré hacerlo. ¡Gracias por su idea, Juan!

Y en una expansión cordial le tendió la mano para darle el adiós; él laestrechó débilmente en la suya.

Esta observación de Juan, que le sugería una combinación práctica, quela hacía libre de sus actos durante la noche, probaba una vez más aMaría Teresa la importancia que sus menores acciones tenían para suamigo.

El telón caía, terminando el primer acto, cuando María Teresa y Jaimehacían abrir el palco de Huberto.

Al entrar fueron recibidos por las exclamaciones de Huberto, de laseñora Gardanne y de su hija.

—¡Al fin llega usted!—dijo Martholl, ayudando a María Teresa aquitarse el abrigo, mientras su tía agregaba:

—¡Era tiempo! Felizmente no los hemos esperado, que si no, perdíamos elprimer acto, que es precioso. ¿Por qué tardaron tanto?

—Hasta el último minuto, mi hermana no sabía si vendría...

—¡Todo es bien, si bien termina, Jaime!—respondió alegrementeMartholl, instalando a María Teresa entre su tía y Diana.

Como mirara a las dos jóvenes, no pudo contenerse de decir, dirigiéndosea su novia:

—¿No encuentra usted que su prima está interesantísima esta noche?

Diana estaba, en efecto, muy elegante con un traje blanco, discretamenteescotado. Al oír estas palabras de alabanza, no pudo disimular unasonrisa de triunfo.

Mientras la cumplimentaba, Huberto, habiendo examinado a su novia conojo escrutador, añadió en el mismo tono que habría empleado parareprochar una incalificable falta de corrección:

—¿Por qué se ha puesto usted este vestido tan sombrío? Su toilette estáalgo fuera de lugar aquí, en una noche de estreno.

En efecto, María Teresa, en sus preocupaciones hasta el momento desalir, no había pensado en ponerse un traje de gala.

Ofendida por esta observación, que consideraba inoportuna, la jovenreplicó con viveza:

—¡Qué singular es usted! ¿cree que no hay más ocupación que la depensar en vestirse y adornarse?

—Perdóneme, querida amiga, pero he hablado por amor a la oportunidad ya la corrección.

Después de contestar, Huberto, incomodado, se echó un poco hacia atrás.Entonces la señora Gardanne, como si hubiera querido prevenir unaquerella de enamorados, dijo en tono conciliante:

—¡Es un trastorno tan grande, un enfermo en una casa!

—Muchas gracias, tía; pero no necesito ser excusada—declaró fríamenteMaría Teresa.

El telón se levantaba y todo el mundo calló.

Desde las primeras palabras de los actores, la joven comprendió que nopodría interesarse en lo que pasaba en la escena. Su atención no sesostenía, a pesar del interés de la pieza, la calidad de los actores yla amenidad de una sala tan selecta.

Todo lo que allí había, gente,ruido, luces, desaparecía ante su preocupación. Sus ojos, rehusando verla realidad, miraban en su interior el cuadro que su imaginacióninquieta les presentaba. En lugar de aquella sala de teatro, dondeflorecían hermosas mujeres entre terciopelo rojo, oro y brillantes,tenía la percepción de un cuarto sombrío, de la cama de su padre y bajola luz velada de la lámpara, inclinado sobre un montón de papeles, de unrostro grave y pensativo.

Oía reír a Huberto y a Diana. ¿De qué? Ella nada había comprendido.Ellos seguían la pieza, sin duda; trató de hacer como ellos, de dirigirsu espíritu fugitivo a la obra, pero fue en vano: la imagen de Juanreaparecía. Lo veía alineando cifras a la luz triste de la habitación.No era como los otros, Juan no se parecía a ninguno de los que larodeaban. No conociendo más que el trabajo y el deber, la imperiosanecesidad de distracciones sociales no existía para él.

Sin embargo, él había dicho: «Vaya a divertirse, yo estoy contento dequedarme aquí.» Pero, ¿qué pensaría de ella, de la poca vacilación quehabía tenido en dejar a su padre para venir al teatro?

—¿Qué hago yo aquí?—pensaba,—¿para qué he venido? Se acordó que habíasido con el único objeto de complacer a Huberto; dio vuelta hacia él, afin de convencerse, a lo menos, de que su presencia lo hacía feliz. PeroHuberto no la miraba, su atención estaba consagrada a la señoritaBrandes, que estaba en la escena, y parecía no ocuparse más que de ella.

—Me alegraría mucho de irme a casa—pensaba María Teresa.

Tuvo, no obstante, que esperar al fin del segundo acto, y que asistir auna parte del tercero; entonces, no pudiendo contenerse más, y a pesarde la insistencia en que se quedase, presentó sus excusas a su tía,agradeció a Huberto su atención y rogó a su hermano que la acompañase asu casa.

Apenas había salido del palco, cuando ya Diana se volvía hacia el novioabandonado, y le decía:

—No comprendo a María Teresa. Marcharse así en el momento másinteresante, es absurdo... Casi es una descortesía hacia usted. ¿No hatomado usted este palco para ella?

Convengamos: mi tío no está tanenfermo como para que ella no pudiera quedarse hasta el fin.

—Está inquieta—dijo Huberto;—se explica; adora a su padre.

—Sí, pero esta es una exageración de amor filial, y casi un atentado asu amor conyugal.

—En fin, esperaré a que el señor de Chanzelles se restablezca, entoncesrecuperaré mis derechos de novio.

—Es de desearse—dijo la señora Gardanne.—Mi pobre hermano tiene,creo, en este momento, graves intereses en juego; no convendría queestuviese mucho tiempo enfermo.

—¡Ah! ¿realmente?—interrogó el joven.

—Sí, mi marido se preocupa de eso hace varios días.

Huberto, comprendiendo que sería poco delicado sorprender de esa manera,cosas susceptibles de interesarlo, demostró indiferencia, con grancontrariedad de Diana, y habló de otra cosa.

Una gran calma adormecía su casa cuando entró María Teresa.Tranquilizada por este silencio, subió sin hacer ruido hasta el cuartode su padre, y como la puerta estaba entreabierta, se deslizó alinterior. En seguida se detuvo.

Era el mismo cuadro que se le representaba, acosándola, en el teatro: lapálida cabeza del enfermo descansaba sobre las almohadas, y la blancuradel lecho resaltaba bajo las cortinas caídas. En un rincón, débilmenteiluminado por una lámpara baja, Juan escribía.

Avanzó suavemente hacia la mesa de trabajo, y el joven, habiendolevantado los ojos, vio surgir de la penumbra el rostro de la que amaba.No pareció sorprendido; mirando la aparición con sonrisa de extático,murmuró como en sueños:

—¡Fantasma querido!

María Teresa no podía sorprenderse de los extraños efectos alucinantesde un pensamiento absorto. ¿No había evocado ella hacía un momento, loque veía allí, en aquel cuarto? Comprendió que su verdadera imagen sesobreponía al sueño interior de Juan; respetando su locura permanecióante él, muda y pensativa, no osando moverse.

Pero Juan había recobrado el sentido de la realidad; balbuceó,levantando los ojos hacia ella:

—¿Es usted?... ¿Es usted?... ¡Ya!... ¿Ha concluido el espectáculo?Disculpe mi confusión, pero estoy absorto en abominables cálculos.

María Teresa, simulando que no veía la turbación de Juan, dijo:

—No he tenido valor para oír el tercer acto; la inquietud me torturaba.

—¿Por qué, si yo estaba aquí? Hace usted mal en no tener confianza enmí. Mire, su padre está tranquilo; se despierta de tiempo en tiempo, mellama, y después vuelve a dormirse, satisfecho de verme trabajar a sulado.

—¡Ah, qué bueno es usted de velarlo así!

Juan, contemplando siempre a la joven, respondió sonriendo:

—Entonces ¿usted cree realmente que yo hago algo meritorio?

Espero queno... Porque eso me haría suponer que usted no es muy difícil decontentar en materia de acciones loables.

María Teresa, sin contestar, evolucionó lentamente por la pieza.Descubrió, en breve, lo que buscaba, sobre una pequeña mesa: jamón,pollo frío, asados, manteca, miel, ron y todos los utensilios necesariospara hacer té.

Se volvió hacia el joven:

—Juan, mi madre ha hecho preparar algunos alimentos para ayudarle apasar la noche. ¿Quiere usted que yo le sirva su cena?

—Gracias, no necesito nada.

—Sí, usted necesariamente tiene que tomar algo.

—No, no, se lo aseguro.

Hablaban en voz baja; sus palabras eran, apenas un murmullo.

Juan veíacerca de él la cara querida, los hermosos ojos soñadores que evocaba tana menudo y en el silencio de aquel cuarto de enfermo, una profundaturbación lo invadió.

María Teresa, como si tuviera conciencia de lo que pasaba en él,creyendo eludir aquel lazo tendido por la soledad y la exaltación de lavelada, pronunció con entonación imperiosa y porfiada:

—No le pido su opinión: hay que cenar; esta mesa revela de una maneraperentoria la orden de mamá... es inútil que se ría y mueva la cabeza,¡usted cenará, Juan! ¿Quién me habrá dado un amigo tan caprichoso?¡Pronto, un fósforo para encender el calentador! ¡Ah! Juan, usted era unamigo más obediente en otro tiempo... ¡Entonces cumplía todas lasórdenes de Teresita!

Juan se estremeció y sin fuerzas ante el recuerdo del querido pasado,que era su único placer, tendió su caja de fósforos. María Teresa convoz seria y cariñosa continuó:

—Deje un momento sus números. ¿Quiere que yo participe de su cena,diga?... Llevaremos la mesa al gabinete de vestir; dejaremos la puertaabierta para velar a papá, sin que nos oiga.

Vamos, vamos, abandone suspapeles durante cinco minutos, y venga a hacer la cenita...

Juan no pudo resistir más. Dijo:

—Entonces permítame que la sirva... ¿No era así como hacíamos cuandousted era la querida Teresita?

Con mil precauciones y cuidando de no tropezar con nada para nodespertar al señor Aubry, transportó la mesa y se puso a manejarhábilmente los diversos utensilios, preparando el té y cortando losasados.

—¡Qué diestro es usted!—observó María Teresa.

—¿Le sorprende? Un buen cristalero tiene que ser diestro de manos.

Para no hacer ruido en el cuarto cambiando muebles, Juan tomó untaburete y se sentó casi a los pies de la joven. Bebieron y comieron ensilencio. Juan obedecía las menores órdenes de María Teresa, sintiendouna extraña voluptuosidad en resistir primero para verse despotizado ydarse luego el placer de la obediencia.

—¡Juan, este sandwich más!

—No, no puedo...

—¡Es preciso!...

—No tengo más ganas.

—¡Yo lo quiero!

—Le aseguro...

—¡He dicho que quiero!

Y él tomaba el sandwich ofrecido por aquella mano delicada.

¡Qué nohabría comido, con tal de ver la sonrisa de triunfo que entreabría loslabios de su amiga! Murmuró:

—Como por demás... felizmente el té me salvará, si no concluiría ustedpor ahogarme.

Se sonreían confiados y alegres.

El señor Aubry hizo un movimiento; temiendo despertarlo, volvieron a sulado y permanecieron silenciosos en la calma del cuarto.

Entonces, bajo la influencia algo misteriosa del silencio y de la luzdiscreta de la lámpara, el bienhechor olvido expulsó del alma de Juantodo lo que no era la real felicidad de la presencia querida. Nadaexistió para él fuera de aquel ser de tal delicadeza y de encanto; creíavivir en un sueño, no quería ni saber en qué lugar de la tierra seencontraba allí solo con ella.

Sí, ella estaba allí, tan cerca, que sentía el fino aroma de iris conque perfumaba sus cabellos, tan cerca, que podía tocar el extremo de suvestido avanzando la mano. ¡Ay! tantas veces aquel ademán había hechodesvanecer su sueño, que no se arriesgaba ahora.

María Teresa se sentía retenida en el canapé como por invisible lazo.Sin embargo, Juan no la miraba, ni pronunciaba una palabra. Pero,semejantes a nubes de incienso, los efluvios de adoración que emanabandel joven, la envolvían en una atmósfera de ternura, y gozaba de unasensación de felicidad ignorada hasta entonces.

Ella misma, sin darse cuenta, rompió el encanto: habiendo avanzado lamano sobre la mesa, en la órbita luminosa de la lámpara velada,irradiaron los fulgores del rubí de su anillo de novia y el ojo deJuan, atraído, vio como sangrar la mano de su amada.

Con este simple juego de luz, la realidad entró de nuevo en su espíritucomo dueña imperiosa, suscitando el recuerdo del novio.

Juan,desalentado, apoyó sobre el muro su cabeza aniquilada.

María Teresa quelo miraba, le dijo, sin comprender el verdadero motivo de aquel súbitodesfallecimiento:

—Usted se fatiga demasiado; no trabaje más esta noche, se lo ruego.Vea, mi padre duerme, es inútil que usted se quede a velar toda lanoche.

Y como se levantase dirigiéndose hacia la cama, Juan exclamó con ungesto de indiferencia:

—¡Qué importa que yo duerma o que yo vele!... ¡Adiós, María Teresa!...

Y la condujo hasta la puerta de la habitación.

XV

A la mañana siguiente Huberto fue a hacer su visita habitual.

Cuando su prometido se marchó, María Teresa se sintió desamparada, y sepreguntaba por qué aquella visita de Huberto la dejaba tan triste.Contribuía también a ello la idea suya de reprocharle de nuevo el trajesombrío que se había puesto la víspera para ir al teatro. ¡Ah! erasiempre el clubman ligero, el hombre chic, eternamente esclavo de suspreocupaciones de snob y esto, en el momento mismo en que ella ansiabasentir una emoción

tierna,

una

solicitud

afectuosa,

capaz

de

confortarladurante el período de inquietud que atravesaba.

Sí, ese día, todo la irritaba en él: su levita impecable, sus cabellosadmirablemente brillantes, su cara de placidez, reflejando la íntimasatisfacción de sí mismo.

Pero, después de dar libre curso, durante algunos instantes a suirritación, concluyó por pensar que quizá no era razonable de su parteensañarse así con su novio. Porque ella estaba triste, no era motivopara que él cambiase su manera de vestir. Luego, examinándose consinceridad, descubrió que era otra la causa de su mal humor así como delas distracciones que había tenido durante la visita de Martholl.

En efecto, mientras escuchaba a Martholl decirle, con su voz deentonaciones rebuscadas, las cosas amables y triviales que acostumbraba,el recuerdo de un semblante de rasgos demacrados, de expresiónangustiada y ardiente, hería su espíritu de una manera singular. Despuésde haberse distraído pensando en esto, miró con atención a suinterlocutor y le pareció que no veía con el mismo agrado aquellosbigotes sedosos que antes le gustaban tanto.

¡Ah! Huberto no tenía aspecto de fatigado, y no creía que fuera cuidandoenfermos como se fatigaría nunca.

Agitada por estos pensamientos, se sintió de pronto invadida por unremordimiento; hacía mal en acordarse tanto de Juan desde que sabía queera amada por él, y mal en acoger las emociones que le producía esterecuerdo. Siendo prometida de Huberto, no debía permitir que otroocupase su pensamiento.

Trató de convencerse que su turbación proveníade la sorpresa que había recibido al descubrir el amor de Juan. ¡Ydespués, es tan triste ver sufrir! Y Juan sufría. Se conmovía todavía,recordando su mirada desesperada. En su ingenuidad atribuyó a unsentimiento de piedad sus frecuentes cavilaciones sobre Juan.

Pero, puesto que ella iba a casarse, y se iría de la casa, seconsolaría, sin duda, cuando no la viese más. Los sentimientos másviolentos no resisten a las largas separaciones. ¿Por qué, entonces,inquietarse tanto por aquel dolor pasajero? Ella también, debíaolvidarlo. Para llegar a este resultado trató de concentrar todo supoder de evocación sobre los meses de verano, durante los cuales Hubertola había conquistado, en la alegría de aquella playa normanda tanpropicia para el flirt. Pero desgraciadamente, el estado de su espírituno se prestaba a las reminiscencias alegres; no se armonizaban con sutristeza.

¿Por qué, pues, aquel amor no la sostenía en las horas de prueba? ¿Porqué no era su refugio en los momentos sombríos?

No podía admitir que, al pedir su mano, Huberto procediese por vanidad.¡No! no podía creerlo. Y sin embargo, ¡cuánto vacío no dejaba en su almael amor de su novio! ¡Ah! ¡cómo habría agradecido que le murmurasepalabras de consuelo! ¿Qué barrera contenía en él esas expansiones tannaturales entre dos seres destinados el uno al otro? Si no le demostrabacompasión en su desgracia ¿cuál era la causa? Sin duda, la naturalezapoco sensible del joven no lo incitaba a profundizar la pena que ellasentía, ante las fatalidades que amenazaban a los seres más caros a sucorazón. Pero ella misma ¿no tenía algo que reprocharse? ¿Se habíaconfiado a él como a un amigo y protector, en quien se busca amparo yconsuelo en el dolor? No; en vez de revelarle sus angustias se habíacontentado con escuchar distraídamente las frases de salón y lashistorias de club que, en su inconsciencia, Huberto no considerabainoportuno referirle. En justicia, se reconoció algo culpable. Así,pues, tomó la resolución de demostrarse más afectuosa en sus próximasentrevistas. Sería, sin duda, el mejor medio de excitar la sensibilidadlatente que, no quería dudarlo, debía haber en él.

Con el espíritu lleno de estas ideas, se dirigió al cuarto de su padre;pero, cuando estuvo a su lado, todas sus preocupaciones desaparecieronante el sentimiento, punzante como un dolor físico, de su impotenciapara cuidar al querido enfermo. En la semioscuridad entreveía aquellafaz pálida y demacrada, con una expresión de sufrimiento que alteraba,hasta hacerla desconocida, su amada fisonomía. El señor Aubry no salíade un profundo sopor, y María Teresa pasó las lentas horas del díavelando aquella somnolencia. Al empezar la noche, se agitó, y pidió coninsistencia que llamaran a Juan. María Teresa experimentó un singularalivio cuando apareció el joven, como si su presencia constituyera elsoberano remedio.

Desde el umbral de la puerta, Juan tuvo que responder a lasinterrogaciones febriles del señor Aubry. Oyéndolos hablar de negocios,la joven se retiró y bajó al salón para esperar a su prometido que debíallegar a comer con ella.

Algunos minutos después, Huberto llegaba de frac, como era su costumbre.Aun en la intimidad de aquellas comidas de familia, no se desprendía delas formas convencionales de los centros mundanos. El molde deimpecabilidad social que se había impuesto, le había hecho perder elsentido íntimo y familiar de la existencia. Aun a solas con su novia, nose desarmaba, y su conversación se refería generalmente a todas lasmanifestaciones de la vida elegante y del sport.

Las primeras palabras que dirigió a la joven no eran las más apropiadaspara animarla a abrirle su corazón, como se había propuesto. Antes deque ella se hubiese sentado a su lado, Huberto comenzó con aire alegre:

—Estoy encantado; esta tarde he ensayado mi automóvil. Es una joya,usted verá; vuela y hace sus sesenta kilómetros por hora. ¡Mañanatemprano vengo a buscarlas! Iremos a Versalles, almorzaremos en elcamino.

—Pero usted sabe bien que mi madre y yo no podemos salir—

dijo MaríaTeresa, que, para permanecer fiel a su programa, no se formalizó por lafalta de memoria de Huberto, respecto a la enfermedad de su padre.

Y se aproximó a él, cariñosa y afable, tratando de provocar el incidentesobre el cual contaba para dar más expansión y afectuosidad a susconversaciones.

En ese momento se abrió la puerta del salón y Juan entró.

Bruscamente, tuvo bajo sus ojos este grupo: María Teresa, al lado de suprometido, sentados en un sillón, e inclinada hacia él, en tanto queHuberto estrechaba en su mano la mano de la joven.

El pobre Juan tembló,pero por un esfuerzo de voluntad se dominó; ¿no era aquél un espectáculoal que debía habituarse?

María Teresa bastante turbada presentó a los dos jóvenes, aunque ya seconocían de Etretat. Huberto saludó sin levantarse.

Para él, Juan no eramás que un empleado. La joven advirtió esta actitud, se ofendió yqueriendo evitar a Juan una humillación, trató de distraer su atenciónpreguntándole vivamente:

—¡Y bien! Juan ¿cómo ha dejado usted a mi padre?

—Está muy nervioso. He bajado para substraerme a sus preguntas. Me veoobligado a contestarle; eso lo fatiga; no quiero decirle nada más estatarde. Como voy a comer con ustedes, su señora madre me ha aconsejadoque me refugie aquí. ¿No incomodo?

—¡Absolutamente, amigo mío!—se apresuró a contestar María Teresa.

Hablando, Juan se acercó a una mesa, tomó de ella unos diarios, y seaisló en un rincón del vasto salón. Probó a leer, pero la hoja temblabaen sus manos. Ante su impotencia para dominarse, estuvo indeciso entreel deseo de marcharse para no ver a los novios, y el temor de parecerridículo abandonando el salón porque ellos estaban allí.

La entrada de la señora Aubry y de Jaime lo sacó de apuro.

—Amigo mío—dijo Huberto a este último,—si yo hubiera sabido dóndeencontrarlo hoy, habría ido a buscarlo; he ensayado mi máquina, es unamaravilla.

—Desgraciadamente, yo trabajaba y no habría podido aceptar su amableinvitación. Paso los días trabajando, lo cual no es divertido.

En seguida volviéndose hacia Juan, Jaime continuó:

—Y bien, amigo, ¿qué hay de nuevo hoy? Vas a tranquilizarnos o aaumentar nuestras alarmas.

La señora Aubry se acercó también al joven.

—No tienes aire de satisfecho, hijo mío. ¿Se complican las cosas?

Juan respondió en voz baja, pero Huberto, al fijarse en aquellasinterrogaciones cuyas respuestas no había oído, recordó las frasesinquietantes de la señora Gardanne, haciendo alusión a un asunto quepodía ser perjudicial para su hermano.

Durante la comida, Huberto hizo hábilmente algunas preguntas las cualesfueron contestadas evasivamente, pues en el fondo todos estaban máspreocupados de la salud del señor Aubry que de su situación comercial.En cuanto a Juan, hacía lo posible por soportar valerosamente susufrimiento moral, para que nadie lo sospechase; ¿no debía, acaso,acostumbrarse a la idea de ver a otro al lado de la que amaba? Paraescapar a su suplicio, no tenía siquiera el derecho de huir: todo loataba a aquella casa, en aquel momento en que dos sombras amenazadorasse cernían sobre ella: la ruina y la muerte. Su deber estaba allí, nopodía substraerse a esta ineludible tarea.

Para olvidar la penosa hora presente, haciendo abstracción de lasituación en que se encontraba, se absorbió en el doloroso problema delos acontecimientos que iban a surgir y que era necesario evitar a todacosta. Sí, lucharía, intentaría supremos esfuerzos, y esto, sobre todo,por María Teresa, a fin de ahorra