desairado
y
ridículo
que
suponían
que
había
hecho
reverenciando,sirviendo y adorando casi como una deidad a una mozuela que le desdeñabay que aceptaba, quién sabe hasta qué punto, los regalos y el amor de unrival dichoso.
Las relaciones entre Juanita y Antoñuelo tal vez parecerán inverosímilesa quien piense someramente en ello; pero yo creo que son más naturales yfrecuentes de lo que se imagina.
Desde la infancia habían vivido en la mayor intimidad Antoñuelo yJuanita.
Con cortísima diferencia, tenían la misma edad, y podía asegurarse quese habían criado juntos.
El era zafio, mal educado, travieso y atrevido;tenía pocos alcances y una voluntad tan realenga, que ni a su padre sesometía; peto en estos mismos defectos se fundaba la amistad de Juanitahacia él. Juanita había adquirido y conservaba tai imperio sobre aquelmuchacho, que lograba que la respetase, temiese y obedeciese como unperro a su amo.
A ella no se le pasó jamás por la imaginación el querer a Antoñuelo comouna mujer quiere a un hombre. Y él, como por una parte la tenía por unser superior y por otra parte sus instintos amorosos eran vulgarísimos,procuraba emplearlos y satisfacerlos en más fáciles objetos, y sin darsecuenta de ello, e ignorando su esencia y su nombre, consagraba a Juanitaun afecto puro, ideal y platónico. Sentimientos tales, si bien serecapacita, no son extraños al alma de los más vulgares sujetos. Todos ocasi todos los hombres tienen sed, tienen necesidad de venerar y deadorar algo. El espiritual, el sabio, el discreto, comprende confacilidad y adora a una entidad metafísica; a Dios, a la virtud o a laciencia. Pero el rudo, el que apenas sabe sino confusamente lo que esciencia, lo que es virtud y lo que es Dios, consagra sin reflexionar eseafecto, en él casi instintivo, a un ídolo visible, corpóreo, de bulto.
Juanita era este ídolo para Antoñuelo. Juanita era también su oráculo.El oía con religioso respeto sus advertencias y amonestaciones, y debuena fe se prometía y prometía al pronto tomarlas para pauta de suconducta. Siempre que Antoñuelo se hallaba en la presencia de Juanita,se sentía avasallado por su influjo, deslumbrado por su superiorinteligencia y ligado a la voluntad de ella. Por desgracia, no bienAntoñuelo se hallaba ausente de Juanita, el influjo bienhechordesaparecía, y los instintos brutales y las malas pasiones acudían entropel y desataban o rompían las ligaduras y arrojaban al olvido losbuenos consejos y preceptos que Juanita le había dado. Antoñuelo, lejosde la fascinación y del encanto que casi milagrosamente le habíanconservado como ser racional, se convertía en un estúpido y en unperdido.
A pesar de la ineficacia, por falta de duración, de su poder purificantesobre el alma de Antoñuelo, Juanita le quería, se interesaba por él ysentía halagado su orgullo al dominarle, aunque fuera momentáneamente.
Para dar una idea exacta de la inclinación de Juanita hacia aquel mozo,diré que se parecía a la que yo he visto que tienen ciertas grandesseñoras ya por un alano, ya por un mastín corpulento y poderoso que hayen casa de ellas, que inspira terror a las visitas, que parece capaz dederribar a un hombre de un manotazo y de destrozarle de un mordisco, yque, sin embargo, se echa con la mayor humildad a las plantas de su amay siente inexplicable placer si ella con su blanca mano le toca lacabeza o con el pie le sacude o le pisa.
En la ocasión de que vamos hablando, las feroces burlas de sus camaradashabían transformado a Antoñuelo; su domesticidad y mansedumbre habíandesaparecido: ya no era perro, sino lobo.
Traía muy estudiado el discurso, si puede llamarse discurso lo que iba adecir; y a fin de que no se le borrara de la memoria o se le enmarañaraen el caletre, deseaba descargarse de él como quien suelta un peso ydecirlo sin preámbulos. La ocasión se presentó propicia a su deseo.
Juana estaba en la cocina, y Antoñuelo halló sola a Juanita cosiendo enla sala. Venía él con el entrecejo fruncido y con marcadas señales entoda la cara de muy terrible enojo. Apenas se saludaron él y ella,Antoñuelo dijo:
—Vengo a quejarme de ti, a decirte que me has engañado. Por culpa tuyahe estado haciendo el tonto, y no quiero hacerlo más.
—Pues, hijo mío—dijo ella riendo—, yo no sé cómo te las compondráspara no seguir haciendo el tonto. Lo que yo sé es que no tengo la culpade que lo hayas sido hasta ahora, y menos sé aún en qué y cuándo te heengañado.
—Me has engañado fingiéndote santa, para que yo, embaucado, te adorase,cuando no eres santa, sino una mala mujer. Por todo el lugar no se hablade otra cosa sino de tus relaciones con don Paco, y de que te mantiene yte viste.
—¿Y has creído tú esas calumnias? ¿Y en vez de defenderme y deenfurecerte contra los calumniadores te enfureces contra mí? Juanitadejó escapar irreflexiblemente estas últimas frases.
Luego se reprimió yprocuró enmendarlas. Creía bruto a Antoñuelo, pero no lo creía cobarde.
Si dejó de defenderla fue, no por cobardía, sino por maliciosa necesidadque acepta lo malo como cierto. De todos modos, más valía así. Muchohubiera contrariado a Juanita que por sacar la cara por ella hubierareñido Antoñuelo, resultando tal vez de la riña heridas o mayoresdesgracias, que hubieran empeorado la situación.
Juanita añadió entonces:
—Bien pensado, hiciste bien en no defenderme. He sido imprudentísima.Los que no me conocen tienen algún fundamento para acusarme. Lasapariencias me condenan. Yo me resigno y perdono a los que me acusan.Perdónalos tú también, pero no los creas. Tú, que me conoces de toda lavida; tú, que sabes con qué pureza de afecto, con qué ternura de hermanate he querido y te quiero aún, no debes, no puedes creer esas infamias;pues qué, ¿no comprendes que yo soy capaz de querer a don Paco por elmismo estilo que a ti te quiero?
—Esa es grilla, esa es grilla—replicó Antoñuelo—. Tú, con tussutilezas y mentiras, quieres volverme tarumba; pero no lo conseguirás.Te burlas de mí porque me crees bobo. No quiero callar. Aunque me pongasel dedo en la boca, te morderé y no callaré. En adelante no quiero sertu juguete. Quien te conozca, que te compre. Me han abierto los ojos. Yate conozco. Eres una tramoyana y una perdida. Y tu madre es peor que tú.
La última frase la decía Antoñuelo para desafiar también la cólera deJuana, que entraba en la sala de vuelta de la cocina.
—¡Ay niña, niña!—dijo Juana—. ¡Qué paciencia la tuya! ¿Por quéaguantas los insultos de este animal de bellota, las coces de este muloresabiado?
—Señora—replicó Antoñuelo—, mire usted lo que dice y no sedesvergüence conmigo, si no quiere que me olvide yo de que es mujer y leponga las peras a cuarto o la emplume, como merece.
Al oír esto Juana ya no contestó palabra, pero se precipitó sobre el quetan atrozmente la ofendía Juanita se interpuso entre su madre y el mozo,a fin de evitar la lucha.
—Vete, vete al punto de esta casa y no vuelvas más en tu vida. Para míhas muerto. Quiero olvidar hasta el santo de tu nombre. No tengo quedarte cuenta de mi conducta. Nada me importa ni me aflige el ruinconcepto que formes de mí. Vete.
Y diciendo y haciendo, interpuesta siempre entre su madre y el mozo,recelosa de que se empeñasen en un combate tragicómico, fue empujandocon suavidad a Antoñuelo hasta la puerta de la calle. Ella misma levantóel picaporte, abrió la puerta y echó de su casa al amigo de toda lavida. Al hacer esto, en el rostro de Juanita se mostraba más bien latristeza que la cólera; Antoñuelo, al mirarla tan digna, amainó en sufuror, no persistió en sus improperios, y se fue cabizbajo y silencioso.
XXIII
Al disgusto de vivir aisladas ambas Juanas se añadía otro no menor y máspositivo.
Al principio se difundió tanto la idea de que Juana había llevado sucomplacencia inmoral hasta ser tercera de su hija, que la llamaban menospara trabajar en las casas principales por el temor de que fuese ella lapropia Celestina resucitada y tratara de pervertir a las Melibeas dedichas casas. No obstante, y como ya he dicho, aquella malísimasituación se fue poco a poco suavizando. Además, eran tan notorios y tanirreemplazables el arte y la inspiración de Juana para dirigir unamatanza, para hacer arrope, piñonate, empanadas y tortas, y parapreparar festines, que las personas de gusto y de medios desecharon losrecelosos escrúpulos, y, poniéndoles el correctivo de estar a la mira yojo avizor para que Juana no ejerciese sus presuntas artes proxenéticas, siguieron llamándola a trabajar a sus casas; y losingresos y rentas de Juana, que habían disminuido, volvieron a su estadonormal, aunque no se aumentaron.
El recogimiento y la austeridad de Juanita al fin surtieron efecto. Laidea que el padre Anselmo concibió de que había logrado convertir aaquella pecadora incipiente y de atraer al aprisco a la ovejitadescarriada antes que cayese entre las uñas y la boca del lobo, fueadquiriendo resonancia y eco entre el vulgo. Juanita fue, pues, mirada,si no como paloma sin mancilla, como Magdalena arrepentida y penitente,no de la culpa, sino del conato.
Transcurrió más de un año antes que Juanita, a fuerza de ingenio y defatigas, lograse resultado tan brillante.
La rígida doña Inés era la más difícil de ablandar. No quería creer enla virtud de la muchacha, y sospechaba que era todo hipocresía.
Cuando llegaban a oídos de Juanita noticias de la terca incredulidad dedoña Inés y de que la sospechaba de hipócrita, Juanita decía para sí:«No es mal sastre el que conoce el paño»; y sin arredrarse seguía por elcamino que se había trazado.
Llegó en esto el invierno, y doña Inés quiso vestir a todos sus niñoscon buena ropa de abrigo; Juanita alcanzaba ya alta reputación decosturera. Todo lo que pudiesen hacer Serafina y otras del lugar era unachapucería cursi si se comparaba con las confecciones de nuestraheroína, que estaba al corriente de las últimas modas de París, querecibía los figurines y que, ajustándose a ellos, sin encadenarservilmente su fantasía a una imitación minuciosa, ideaba, trazaba,cortaba y hacía trajes para las mujeres, dignos de figurar en lossalones de la corte y de ser descritos por Montecristo o por Asmodeo, y para los niños y niñas no inferiores por su gracia y por suchic a aquellos con que la prole de un milord opulento o de un banqueroinglés se engalana.
Ruego al lector que me dé entero crédito y que no imagine que sonponderaciones andaluzas, o que mis simpatías hacia Juanita me ciegan. Loque digo es la verdad exacta, pura y no exagerada.
Yo he estado enVillalegre, he visto algunos trajes hechos por Juanita y me he quedadoestupefacto. Y cuenta que yo tengo buen gusto. Todo el mundo lo sabe.
En fin, doña Inés se dio a pensar y a repensar en lo muy preciosos queestarían sus niños con los trajes que Juanita les hiciese; venció larepugnancia que sentía contra ella, la llamó a su casa y le encomendótrajes para todos, según la edad y el sexo de cada uno.
Fue Juanita a casa de doña Inés tan pobre y modestamente vestida como sisaliese de un beaterio, y tan modosita en el hablar, en la voz y en losmodales, que parecía, sin visos ni asomos de afectación, una criaturaseráfica.
Esto, sin duda, hubo ya de entreabrirle o de ponerle entornadas laspuertas del corazón de doña Inés, la cual sabía mucho y pensaría y diríaen su interior.
—Si no lo finge, en verdad que es muy buena esta muchacha; y sí lofinge, sabe más que Cardona: es admirable su fingimiento.
Así, doña Inés se predispuso ya favorablemente.
Su favor valía mucho, y doña Inés acertó a cobrárselo por instinto.También hay su poco de gorronería en los grandes y poderosos de latierra. Viene o propósito esta sentencia, porque doña Inés pagó eltrabajo de Juanita en la tercera parte de lo que valía, aun en aquellugar donde se trabaja barato, y pagó las otras dos terceras partes enel favor tan deseado y apetecido que empezó entonces a alcanzar la lindacosturera.
Los niños, con los trajes hechos por Juanita, salieron tan bien vestidosel 1 de noviembre, día de Todos los Santos, que daba gloria verlos, y lagente los miraba y los seguía en la calle. La vanidad maternal de doñaInés quedó muy satisfecha. Ni la propia Cornelia se ufanó más cuandoenseñaba a sus Gracos. Pero doña Inés fue más allá de Cornelia: no secontentó con lucir a sus hijos, sino que se propuso competir con ellos yaun superarlos en indumentaria, y decidió que Juanita también lavistiese.
Juanita se prestó a todo con el mejor talante y prodigioso acierto ehizo a doña Inés corsés y varios trajes.
Nacieron de aquí la confianza y alguna familiaridad, hasta donde eslícito y decoroso que la familiaridad se entable entre una damaprincipal y una trabajadora plebeya; pero al fin, como doña Inés teníaque mostrarse a Juanita en paños menores para probarse corsés yvestidos, ¿qué mucho que la confianza naciese y creciese?
Juanita supo después, con lentitud y por sus pasos contados, darse talmaña, que doña Inés, que ya le había confiado su cuerpo para que lovistiese, empezó a confiarle también y a descubrirle su espíritu, aunquesólo hasta cierto punto, porque el espíritu de doña Inés, según pensabaJuanita, acaso con malicia sobrada, tenía más conchas que un galápago yjamás se desnudaba y se descubría por completo.
Juanita tenía una voz melodiosa y clara y sabía leer muy bien, lo cuales bastante raro, dando a lo que leía entonación y sentido. Pronto atinóa mostrar a doña Inés que ella poseía habilidad tan útil, y no tardódoña Inés, que se fatigaba algo leyendo, en tomar a Juanita porlectora.
Claro está que doña Inés, que era mística muy elevada en suspensamientos y un tanto cuanto asceta, aunque más en lo especulativo queen lo práctico, hacía que Juanita le leyese vidas de santos y librosdevotos y morales como Monte Calvario, Gracias de la gracia, Gritosdel infierno, Espejo de religiosos, Casos raros de vicios y virtudesy Estragos de la lujuria.
Era doña Inés aficionadísima a disertar y a convencer a sus oyentes ycontradictores cuando disertaba. Si por algo se dolía de haber nacidomujer, era por no poder transformarse en predicador o en catedrático.
Juanita supo con tanto pulso seguirle el humor, que no se callaba ni loaceptaba todo desde luego, sino que impugnaba algo sus tesis y discursospara darle ocasión de que hablase más y desplegase su elocuencia, a lacual acababa por ceder, reconociéndose vencida. De esta suerte sealegraba y se exaltaba el ánimo de doña Inés, corroborando la creenciaque ella tenía en su virtud persuasiva y en su saber y talento, yhaciéndole creer, además, que después de ella, aunque a muy razonabledistancia, no había en todo Villalegre, salvo quizá el padre Anselmo,persona más talentosa y más sabia que Juanita.
La privanza de esta con doña Inés llegó al fin a su colmo.
En presencia de cualquier persona, Juanita seguía atendiéndola con elmayor respeto y dándole el tratamiento de su merced; pero en momentosde expansión, una vez que Juanita la oyó atentísimamente, impugnó susrazones y terminó por ceder a ellas, doña Inés, entusiasmada, se allanóhasta el extremo de mandarle que cuando estuviesen las dos solitas latutease.
Estas prodigiosas conquistas de la paciente y despejada muchacha leprestaron desde luego confianza en sí misma, y pudieron darle muchahonra, sí ella entendiese que la necesitaba; mas apenas le dieronmaterial provechoso, que era de lo que más necesidad tenía.
Pensaba doña Inés que no había mejor ni más espléndida paga que suafecto. Suponía tal la elevación de alma de Juanita, que hubiera sidoinjuriarla ofrecerle dinero. Un ochavo más que doña Inés le hubiese dadosobre el jornal que de ordinario ganaba, hubiera parecido una limosna.No era delicado socorrer a Juanita como a una pordiosera.
Y después de estos razonamientos tan juiciosos, como doña Inés no pagabaa Juanita sino lo que cosía, y no le pagaba, para no humillarla, ni lashoras que empleaba leyéndole libros ni el tiempo que perdía escuchandosus disertaciones, resultaba doña Inés, por obra y gracia de lo miradaque era, tenía lectora y auditorio y acompañante de balde.
XXIV
La gloriosa servidumbre en que Juanita había llegado a ponerse, si noera útil, era molesta en extremo, porque la amistad de doña Inés nopodía ser más exigente ni más imperativa. Y mientras más rebosabaentusiasmo y ternura, más se recrudecía también en exigencia y enimperio.
Había días en que no le quedaba a Juanita ni hora libre ni momento desosiego. Doña Inés la llamaba y se valía de ella para todo.
En los lugares, al menos hace algunos años, pues no sé si habrán variadolas costumbres, nunca salía una señora principal de visita o de paseosin llevar a una acompañante. Juanita tuvo, por consiguiente, a más deleer y de escuchar disertaciones, que acompañar a doña Inés en susvisitas y en sus paseos. Y cuando a esta se le antojaba de súbitovisitar o pasear y no tenía a Juanita en casa, iba a buscarla a la suya,haciéndose acompañar hasta allí por Serafina.
En los paseos rara vez leía o hacía leer doña Inés; pero, convertida enfilósofa peripatética, disertaba de lo lindo, siempre sobre religión,moral, menosprecio del mundo, alabanza del recogimiento y de laconversión interior y aspiraciones a lo sobrenatural y divino.
Conviene que se sepa que doña Inés tenía un carácter tan dominante, queno se aquietaba ni se satisfacía como no decidiese y gobernase cuantohay que decidir y gobernar.
Ella designaba el nombre que había de recibir en la pila bautismal cadavillalegrino que naciese; ella decretaba, después de estudiar aptitudes,capacidades y recursos, el oficio que cada cual había de aprender yejercer, y ella escogía marido para cuantas niñas casaderas vivían en elpueblo y pertenecían a familias merecedoras por algún título de suatención y cuidado.
El concepto que formaba doña Inés del universo visible y de cuantascosas hay en él y en él se sustentan, era concepto más pesimista que eldel propio Schopenhauer; pero el de doña Inés estaba dulcificado por dospotencias benéficas y fecundas que había en su alma. Ella podría ser, oera, más o menos pecadora. Yo no he llegado a ponerlo bien en claro, desuerte que, al ir escribiendo esta historia, lo probable es que lo dejeturbio o nebuloso. De cualquier modo que fuese, y sin escudriñar lossecretos de doña Inés en lo tocante a la conducta, aseguro con evidenciaque ella, en lo teórico, sin afectación ni mentira, tenía la másacendrada fe religiosa.
Con esta fe, y con las otras dos consoladoras ydivinas virtudes que de ella nacen, doña Inés iluminaba el mundo,hermoseándolo con celestiales resplandores.
Toda deformidad moral, todo vicio, toda dolencia, la fealdad física, lasenfermedades, la miseria, el dolor y la muerte se despojaban en supensamiento de horror y de amargura al considerar que deben sufrirse porel amor de Dios, y desvanecerse y disiparse, como la oscuridad de lanoche cuando aparece la aurora, ante la esperanza de lo trascendente yde lo ultramontano.
Para doña Inés, este mundo en que vivimos era unvalle de lágrimas y un transitorio lugar de prueba, indispensable caminopara otra vida mejor. La presente, pues, aunque fuese muy mala, no eranunca mala, ya que en ella, si se padecía con resignación, mientras másse padeciese, mejor y más abundante cosecha se recogía y se atesoraba defrutos que no se corrompen y de riquezas que nadie roba. Y como doñaInés no gustaba de quedarse atrás en nada, sino de adelantarse en todo,y ser también importante cosechera de los mencionados frutos y riquezas,muy candorosamente estaba persuadida de que padecía o había padecidomucho ejerciendo y luciendo su paciencia, compitiendo un poquito con Joby granjeándose los medios de ir al cielo derechita, sin tropezar enrama, ya se entiende que contando con la misericordia de Dios, que leperdonaría sus pecados, si los tenía, pues, según ya he dicho, no losabemos.
La otra potencia de que se valía doña Inés, sin estudio, espontánea ysencillamente para blanquear y hasta para dorar la tenebrosa negrura desu concepto schopenhaueriano del mundo, era el sentimiento vivísimo yatinado, fuente inexhausta de puros deleites, con que percibía su almatoda belleza, tanto espiritual cuanto corpórea. Llamar a esto buen gustome parece poco. El buen gusto, por lo general, es pasivo y estéril. Endoña Inés alcanzaba actividad creadora. La visión de la bellezaconcebida por doña Inés relucía en las profundidades de su alma y creabaallí otro universo ideal, semejante al exterior universo, salvo que deél todo mal y toda mengua habían sido expulsados.
Como se ve, no era doña Inés mujer adocenada, sino persona memorable, odígase digna de la historia, por lo cual me complazco yo en ponerla enla mía.
Doña Inés, y perdone el pío lector si me repito, a pesar de sus ochovástagos, estaba aún muy guapa; en lo mejor de su edad, bien cuidada,alimentada y vestida.
El asomo de rivalidad que brotó en su alma, el día de la intempestiva ypomposa aparición de Juanita en la iglesia, había desaparecidoenteramente, merced a la humildad de la muchacha y a la sumisión con quela acataba y servía. Desechados así los celos, la mente y el corazón dedoña Inés dieron entrada franca al afecto y a la admiración de labondad, del talento y de la hermosura de que Juanita estaba dotada.
No había primor en Juanita que doña Inés no advirtiese, celebrase yponderase. Llegó a notar, a pesar del pobre pañolito con que se cubríala chica espalda y pecho, la admirable perfección de toda aquella sana yvirginal estructura. De su rostro no quiero ni puedo decir más sino quele parecía el de un ángel. Y, por último, ponía en Juanita casi, casitanta discreción, ingenio y bondad como en ella misma. En suma, doñaInés miraba y estudiaba a Juanita como el sabio crítico, buen gramáticoy mejor estético mira y estudia un bello poema, o como el gran conocedory perito en las artes plásticas mira y estudia una obra maestra deescultura.
Cualquiera imaginará que, llegadas las cosas a este punto, Juanitapodría apoderarse de la voluntad de doña Inés y hacer de ella lo que lediese la gana; pero sucedió lo contrarío.
Frecuentemente recelabaJuanita que se le iba a acabar la paciencia, y allá en sus adentrosdecía:
«Peor está que estaba.» A fin de que se comprenda el fundamentoque tenía Juanita para decir
«que estaba peor», pondré aquí uno de losdiscursos que doña Inés, con frecuencia, le dirigía:
—Hija mía—exclamaba—, hay en las condiciones y circunstancias que hande influir en tu destino cierta contradicción que puede ser causa de mildesventuras. Por tu belleza, por tu talento y por la elevación moral detu alma mereces casarte con un príncipe, dechado de todas lasperfecciones. Por tu desventurado nacimiento, por la clase humilde a queperteneces y por la pobreza que te obliga a residir en este lugar,tendrás que quedarte soltera o tendrás que casarte con un labrador rudoy zafio. Si te quedas soltera, de continuo te verás expuesta a los tirosde la envidia y a las emponzoñadas mordeduras de la calumnia, y terodearán, además, groseras seducciones, a alguna de las cuales quiénsabe si cederás en un momento de flaqueza, porque todas somos débiles yninguna puede estar segura de no tropezar y de no caer si en un solomomento la deja Dios de su mano y no la sostiene con su gracia. Pues nodigo nada si, movida por la vanidad o por pasiones más tiernas y propiasde tus verdes años, y cegada por ellas hasta desconocer la ruindad delsujeto que te enamora, te casas al fin con un hombre de tu clase, conalgún palurdo de esta tierra. ¡Qué desgracia la tuya entonces! ¡Prontollegaría el desengaño!
Vaya..., me horrorizo de pensar en ello. Seríauna profanación. Sería un sacrilegio nefando.
¿Cómo entregar tantotesoro a quien sería incapaz de comprenderlo y de saber lo que vale? Enmi sentir, sería locura semejante a la de echar ramilletes de flores, envez de paja y cebada, en el pesebre del mulo, o la de derramar perlas enla pocilga del marrano en vez de un celemín de bellotas. Por otra parte,hija mía, ¿cuántos disgustos, desvelos y cuidados no vendrán sobre ticon el matrimonio? Quiero prescindir de que tu marido acaso sería pobre;y si era también torpe y holgazán, tendrías que matarte trabajando paramantenerle; y quiero prescindir de los sobresaltos y penas que te daríantus hijos, si los tenías. Lo más espantoso..., aunque no lo sé porexperiencia, me horripilo de imaginarlo..., es si descubrías en tuconsorte vicios y miserias que le hiciesen aborrecido y que hasta ascote causasen. Acudiría entonces a tu espíritu, ¡obsesión diabólica!, unpensamiento pertinaz que puede conducir a los mayores pecados. Figúratetú que pensase y discurriese como ser racional y filantrópico laturquesa en que se forman las balas: ¡qué desesperación no tendría deque la empleasen tan en perjuicio de la Humanidad! Pues no es menor larabia de la esposa que, cuando va a ser madre, recela que ha de dar almundo como copias exactas de la ruindad o de la perversidad de sumarido. Tan horrible pensamiento la inclinará a ser infiel o laarrastrará a la locura.
Esto, con adornos y variantes, era lo que decía doña Inés casi de diarioa su amiga y acompañante, sentando premisas, pero sin sacar por lopronto consecuencia alguna.
Otras veces le describía con viveza y con sombríos colores la corrupciónde nuestro siglo, el bajo nivel en que estaban las almas, lasmezquindades y maldades del mundo y lo agradable y lo conveniente quesería retirarse de él, en vista de que no puede satisfacer ninguna denuestras nobles aspiraciones.
Afirmaba doña Inés que ella había deseado y deseaba siempre buscar unsanto retiro; pero ya que no podía ser por las mil obligaciones quehabía contraído y que le era indispensable cumplir por enojosas quefuesen; porque tenía hijos que criar y educar, marido de que cuidar yhacienda que ir conservando y mejorando, a fin de transmitirla a los quehabían de heredar un nombre ilustre, que deslustrarían al quedarhuérfanos y abatidos por la villana pobreza.
En resolución, doña Inés quiso persuadir a Juanita, y me parece quehasta logró persuadirse ella misma, de que deseaba ser monja, de que porimposibilidad no lo era y de que hacía un sacrificio en no serlo.
De todo ello acabó por deducir y por declarar, como lógica solución, queJuanita debía huir de los peligros, miserias y adversidades de estasociedad corrompida, la cual no merecía gozar de su presencia, y quedebía refugiarse en el claustro mientras permaneciese en la tierra, yaque la tierra no la merecía y ya que por su valer, para el cielo, sinduda, estaba predestinada.
A pesar de las vehementes y sabias exhortaciones de doña Inés, Juanitadistaba más cada día de hallar peligroso el mundo (maldito el miedo quele tenía ella), no lograba persuadirse de que la sociedad fuese tanviciosa y tan mala, ni de que el enamorarse y el casarse pudieranacarrear tamañas desventuras. De aquí que no tuviese la menorinclinación ni vocación a la vida monástica. Pero como a doña Inés se lehabía puesto en la cabeza que ella fuese monja, y cuando formaba un planera punto menos que imposible hacerla desistir, la pobre Juanita se veíamuy apurada.
A cada momento sentía el conato de echarlo todo a rodar y de declarar adoña Inés que Dios no la llamaba por el camino por donde ella quería quefuese. Se contenía, no obstante, a fin de no armar la de Dios es Cristo,de no perder en un minuto cuanto había conseguido trabajando más de unaño y de no verse de nuevo en guerra con los poderes constituidos y contoda la población que respetaba y obedecía a dichos poderes.
Juanita no dijo que sí; no aceptó lo del monjío, pero no dijo que no;pronunció frases vagas o se calló y bajó la cabeza.
Tomand