Al contrario, no bien se recobró Juanita del susto y de la sorpresa,puso una cara tan feroz que daba miedo, a pesar de ser tan hermosa, yagarrando con ambas manos por los hombros a don Andrés, le sacudió lejosde sí con tal fuerza, que vaciló como ebrio y faltó poco para que cayesepor tierra. Poco antes había entrado don Paco en la antesala; de suerteque si vio el empujón, vio también los besos que lo habían motivado.
¿Qué había de hacer don Paco? Hizo como sí nada hubiese visto. Y él ydon Andrés entraron en la tertulia según costumbre.
XXVIII
Al día siguiente ocurrió en Villalegre un caso que sorprendió y diomucho que hablar.
Ni por el Ayuntamiento, ni por casa del alcalde, ni por la escribanía,ni por parte alguna pareció don Paco, que de diario acudía a todas paradesempeñar sus varias funciones. Fueron a casa de él, y tampoco lehallaron allí. El alguacil y su mujer, que le servían y cuidaban, nosabían cómo ni cuándo se había ido y no daban razón de su paradero.
Pasó todo el día sin que don Paco volviese y sin que se averiguase dóndeestaba, y creció el asombro. Nadie acertaba a explicar la causa deaquella desaparición. Mucho tiempo hacía que por aquella comarca, mercedal bienestar y prosperidad que reinaban y a la benemérita Guardia Civil,no se hablaba de bandidos y secuestradores.
¿Dónde, pues, estaba metido don Paco?
La gente se lo preguntaba y no se daba contestación satisfactoria.
Los amigos, y simultáneamente don Andrés Rubio, se mostraban inquietos.Sólo no se alteraba doña Inés. Su carácter estoico y su resignada ycristiana conformidad con la voluntad del Altísimo conservaban casisiempre inalterable la tranquilidad de su alma. Doña Inés, además, noveía nada alarmante en el suceso, y a ella misma y a sus amigos donAndrés y el padre Anselmo se lo explicaba del modo más natural. Suponíay decía con sigilo que su señor padre, aunque estaba sano y bueno ytenía más facha de mozo que de anciano, había empezado a envejecer,claudicar y flaquear por el meollo; culpa quizá de lo mucho que con éltrabajaba y estudiaba. Ello era que, según doña Inés, su padre, desdehacía tiempo, daba frecuentes aunque ligeros indicios de extravagancia yde chochez prematura. Tal era la causa que hallaba doña Inés para ladesaparición de don Paco. Y afirmando que sin más razón que su caprichose había ido paseando y tal vez vagaba por los desiertos y cercanoscerros, pronosticaba que cuando se cansase de vagar volvería a lapoblación como tal cosa.
Ni en toda aquella noche ni durante el día inmediato se cumplió, sinembargo, el pronóstico de doña Inés.
Cuando volvió Juanita a su casa, entre nueve y diez de la noche, donPaco aún no había parecido.
Juanita, que no era estoica ni tan buena cristiana como doña Inés,estaba angustiadísima y llena de inquietud y de zozobra, por más quehasta entonces lo había disimulado.
Cuando se vio a solas con su madre, no pudo contenerse más y le abrió elcorazón buscando consuelo.
—Don Paco no ha parecido—le dijo—. Mi corazón presiente mildesventuras.
—No te atormentes—contestó la madre—; don Paco parecerá. ¿Qué puedehaberle sucedido?
—¿Que sé yo? Nada te he dicho, mamá; hasta hoy me lo he callado todo.Ahora necesito desahogarme y voy a confesártelo. Soy una mujermiserable, indigna, necia. Pude tenerlo por mío y le desdeñé. Ya que lepierdo, y quizá para siempre, conozco cuánto vale, y le amo;perdidamente le amo. Y para que veas mi indignidad y mi vileza, amándolele he faltado: he atravesado su corazón con el puñal venenoso de loscelos. Yo tengo la culpa, y don Andrés está disculpado. Yo le atraje, yole provoqué, yo le trastorné el juicio, y sí me faltó al respeto, hizolo que yo merecía.
—Niña, no comprendo bien lo que dices. O es que no estoy en autos, o esque tú disparatas.
—No disparato ahora, pero he disparatado antes. Repito que he provocadoa don Andrés para vengarme de doña Inés y para dar picón a don Paco. Yoestaba celosa. Temí que él se rindiese a doña Agustina. No comprendícuánto me quería él. Ahora lo comprendo. Y ve tú ahí lo que son lasmujeres: me halaga, me lisonjea creer que me ama tanto, y esta creenciaes al mismo tiempo causa de mi pena y del remordimiento que me destrozael alma. Nada sé de fijo; pero en mi cabeza me lo imagino todo. Sin dudaél me espiaba, y en la oscuridad de las calles me vio y me reconoció, ome oyó charlar y reír con don Andrés, que me acompañó varias noches. Yél, lleno de sospechas y apesadumbrado de creerme liviana, siguióespiándome, y anteanoche, en la misma antesala de doña Inés, mesorprendió cuando don Andrés me abrazaba y me cubría de besos la cara yhasta la boca. Yo le rechacé con furia; pero don Paco pudo suponer, y deseguro supuso, que mi furia era fingida porque él había entrado y porqueyo le había visto y trataba de aparentar inocencia. ¿Sabes tú lo que yotemo? Pues temo que don Paco, juzgando una perdida a la mujer que eraobjeto de su adoración, se ha ido desesperado sabe Dios dónde.
—De todo eso tiene la culpa—interpuso Juana—esa perra doña Inés; esadegollante, que no pagaría sino quemada viva o frita en aceite.
—Te aseguro, mamá, que no sé cómo la aguanto aún; pero si esto no paraen bien y ocurre algún estropicio, quien la va a quemar y a freír soy yocon estas manos. No; no soy manca todavía. La desollaré, la mataré, ladescuartizaré. No creas tú que va a quedarse riendo.
Juana, al ver tan exaltada a su hija, temió la posibilidad de un delito,y exclamó como persona precavida y juiciosa:
—Prudencia, niña, prudencia; no te aconsejaré yo que la perdones. Buenoes ganar el cielo, pero gánalo por otro medio y no con el perdón dequien te injuria. Dios es tan misericordioso que nos abre mil caminospara llegar a él. Toma, pues, otro y no sigas el de la mansedumbre.Conviene hacerse respetar y temer. Conviene que sepan quién eres. Lo queyo te aconsejo es que tengas mucho cuidado con lo que haces, porque sitú castigas a doña Inés sin precaución, la justicia te empapelaría comoun ochavo de especias, y hasta te podría meter en la cárcel o enviarte apresidio.
—No pretendas asustarme. Si ocurre una desgracia, yo no me paro enpelillos; la pincho como a una rata, la araño y le retuerzo elpescuezo. Lo haría yo en un arrebato de locura y no sería responsable.
—No serías—replicó Juana—; pero te tendrían por loca y te encerraríanen el manoscomio, monomomio o como se llame; yo me moriría de penade verte allí.
—¿Pues qué he de hacer, mamá, para castigar bien a doña Inés sin que túte mueras de pena?
—Lo que debes hacer, ya que tienes con ella tanta satisfacción y tratoíntimo, es cogerla sin testigos y entre cuatro paredes, darle allí tusquejas, leerle la sentencia y ejecutarla en seguida.
—¿Y qué quieres que ejecute?
—Acuérdate de tu destreza de cuando niña, de cuando con la cólerahervía ya en tus venas la sangre belicosa de tu heroico padre: agarra adoña Inés, descorre el telón y ármale tal solfeo en el nobilísimotransportín, que se lo pongas como un nobilísimo tomate. Ya verás cómolo sufre, se calla y no acude a los tribunales. Una señorona de tantosdengues y de tantos pelendengues no ha de tener la sinvergüencería deenseñar el cuerpo del delito al Jurado ni a los oidores.
Al oír los sabios consejos de su mamá, Juanita mitigó su cólera, y apesar del dolor que tenía no pudo menos de reírse, figurándose a doñaInés, con toda su majestad y entono, azotada e inulta. Luego dijo:
—Aun sin propasarme hasta el extremo de la azotaina, y aun sin cometerningún crimen, he de castigarla valiéndome de la lengua, que ha delanzar contra ella palabras que le abrasen el pecho.
Ha de lanzar milengua más rayos de fuego que la uña del boticario. Cada una de laspalabras que yo le diga ha de ser como uña ponzoñosa de alacrán que ledesgarre y envenene las entrañas.
La iracunda exaltación de Juanita no podía sostenerse y se trocó prontoen abatimiento y desconsuelo.
—¡Ay Dios mío!—exclamó—. ¡Ay María Santísima de mi alma! ¿Qué va aser de mí si hace él alguna tontería muy gorda, se tira por un tajo o semete fraile? Entonces sí que tendré yo que meterme monja. Pero yo noquiero meterme monja. Yo no quiero cortarme el pelo y regalárselo a doñaInés. Un esportón de basura será lo que yo le regale.
Y diciendo esto, rompió Juanita en el más desesperado llanto. Abundanteslágrimas brotaron de sus ojos y corrían por su hermosa cara; parecía queiban a ahogarla los sollozos y se echó por el suelo, cubriéndose elrostro con ambas manos y exhalando profundos gemidos.
La madre, que estaba acostumbrada a los furores de Juanita, no habíatenido muy dolorosa inquietud al verla furiosa; pero como Juanita eramuy dura para llorar, y como su madre no le había visto verter una solalágrima desde que ella tomaba, cuando niña, alguna que otra perrera, sullanto de entonces conmovió y afligió sobre manera a Juana.
—No llores—le dijo—. Dios hará que parezca don Paco, y ni él seráfraile ni tú serás monja, como no entréis en el mismo convento y celda.
En suma, Juana, llorando ella también, a pesar suyo, hizo prodigiososesfuerzos para calmar a su hija, levantarla del suelo y llevarla a quese acostase en su cama. Al fin lo consiguió, la besó con mucho cariño enla frente, y dejándola bien arropada y acurrucada, se salió de la alcobadiciendo:
—Amanecerá Dios y medraremos.
XXIX
No quiero tener por más tiempo suspenso y sobresaltado al lector y enincertidumbre sobre la suerte de don Paco.
Nuestro héroe, en efecto, había tenido el más cruel desengaño al verprimero a Juanita, acompañada por don Andrés, atravesar a oscuras lascalles, charlando y riendo, y después al presenciar la última parte delcoloquio de la antesala y el animadísimo fin que tuvo en los abrazos yen los besos.
No quería conceder en su espíritu que Juanita fuese una pirujilla, y, noobstante, tenía que dar crédito a sus ojos.
Muy triste y muy callado y taciturno estuvo toda aquella noche en latertulia de su hija. Jugó al tresillo para no tener que hablar; hizomalas jugadas y hasta renuncios, por lo embargado que le traían susmelancólicas cavilaciones; apenas jugó una vez sin hacer puesta orecibir codillo, y perdió quinientos tantos, equivalentes a cincuentareales.
De mal humor se volvió a su casa antes que nadie se fuese.
En balde procuró dormir. No pudo en toda la noche pegar los ojos. Losmás negros pensamientos caían sobre su alma, como se abate sobre uncadáver famélica bandada de grajos y a picotazos le destrozan y lecomen.
Por lo mismo que él, durante toda la vida, había sido tan formal, tansereno y tan poco apasionado, extrañaba y deploraba ahora el verse presade una pasión vehemente y sin ventura.
Se enfurecía, y discurriéndolobien, no hallaba a nadie contra quien descargar su furor con algúnfundamento. Juanita le había despedido; no era ni su mujer, ni suquerida, ni su novia. Bien podía hacer de su capa un sayo sin ofenderle.Y menos le ofendía aún don Andrés, el cual sospecharía acaso que élhabía tenido, hacía más de un año, relaciones con la muchacha; pero enaquel momento le creía, según los informes que le daba doña Inés,decidido pretendiente y casi futuro esposo de la fresca viuda doñaAgustina Solís y Montes de Allende el Agua.
Don Paco se consideraba obligado a echar la absolución a Juanita y a donAndrés. Y, sin embargo, contra toda razón y contra toda justicia, sentíael prurito de buscar a Juanita, ponerla como hoja de perejil y darle unasoba, o bien de armar disputa a su valedor y protector el cacique y, conun pretexto cualquiera, romperle la crisma.
Todo esto, según la pasión se lo iba sugiriendo y según iba pasando yvolviendo a pasar por su cerebro como un tropel de diablos que giran endanza frenética, no consentía que lograse un instante su reposo. En vezde dormir se revolcaba en la cama, y sus nervios excitados le hacían darbrincos.
A pesar de todo, se encontraba más cómico que trágico, y se echaba areír, aunque con la risa que apellidan sardónica, no por una hierba,sino porque—según había oído contar—entre los antiguos sardos se reíanasí los que eran atormentados y quemados de feroz y sardesca manera enhonor de los ídolos.
Juanita era el ídolo ante el cual el amor y los celos, sacerdotes yministros del altar de ella, atormentaban y quemaban a don Paco. Como nopodía sufrirse, pensó con insistencia en matarse, y luego sus doctrinasy sus sentimientos religiosos y morales acudían a impedirlo. Y no bienlo impedían, don Paco se burlaba de sí mismo y se despreciaba,presumiendo que lo que llamaba él religión y moral fuese cobardía acaso.
Después de aquel tempestuoso insomnio, que convirtió en siglos lashoras, don Paco se levantó del lecho y se vistió antes que llegase ladel alba.
Abrió la ventana de su cuarto y vio amanecer.
La frescura del aire matutino entibió, a su parecer, aquella a modo defiebre que en sus venas ardía. Y como no se hallaba bien en tanestrecho recinto y anhelaba ancho espacio por donde tender la mirada, ypara techumbre toda la bóveda del cielo, determinó salir, no sólo de lacasa, sino también de la población, e irse sin rumbo ni propósito, a laventura, pero lejos de los hombres y por los sitios más esquivos ysolitarios.
Se fue sin que despertasen ni le viesen el alguacil y su mujer. Tuvo, noobstante, serenidad y calma relativa. No huyó como un loco, y tomó susombrero y su bastón, o más bien el garrote que de bastón le servía.
Además, como se preparaba para larga peregrinación, aunque sin saberadonde, y como a pesar de que pensaba a menudo en el suicidio no pensóen que fuese por hambre, ya que en medio de sus mayores pesares yquebrantos nunca había perdido el apetito, tomó sus alforjas, colocó enellas alguna ropa blanca y los víveres que pudo hallar, se las echó alhombro y se puso en camino, a paso redoblado, casi corriendo, como sienemigos invisibles le persiguieran.
Pronto recorrió algunas sendas de las que dividen las huertas que hay entorno de la villa. La primavera, con todas sus galas, mostraba allíentonces su hermosura y sus atractivos. En el borde de las acequias, pordonde corría con grato murmullo al lado de la senda el agua fresca yclara, había violetas y mil silvestres y tempranas flores que daban olordelicioso. Los manzanos y otros frutales estaban también en flor. Y lahierba nueva en el suelo y los tiernos renuevos en los álamos y en otrosárboles lo esmaltaban todo de alegre y brillante verdura. Los pajarilloscantaban; el sol naciente doraba ya con vivo resplandor los más altospicos de los montes, y un ligero vientecillo doblegaba la hierba yagitaba con leve susurro el alto follaje.
Don Paco caminaba tan embebecido en sus malos y negros pensamientos, queen nada de esto reparaba.
No tardó en salir de las huertas y en encontrarse entre olivares yviñedos; pero él huía de los hombres; no quería ver a nadie ni que nadiele viese, y tomó por las menos frecuentadas veredas, dirigiéndose haciala sierra peñascosa, donde la escasez de capa vegetal no permite elcultivo, donde no hay gente y donde está pelada la tierra o sólocubierta a trechos de maleza y ásperas jaras, de amargas retamas, detomillo oloroso y de ruines acebuches, chaparros y quejigos.
Aunque le fatigó algo su precipitada carrera, don Paco no se detuvo areposar, sentándose en una peña, hasta que dio por seguro que sehallaba en completa soledad, casi en el yermo, sin que nadie le viese,le oyese y le perturbase.
Apenas se sentó, se diría que los horribles recuerdos que le habíanarrojado de la villa, que venían persiguiéndole y que se habían quedadoalgo atrás, le dieron alcance y empezaron a picarle y a morderle otravez. Recordaba con rabia la dependencia servil con que el interés y lagratitud le tenían ligado al cacique, el yugo antinatural que le habíaimpuesto su hija, los desdenes que Juanita le había prodigado y losfavores con que a don Andrés regalaba. Pensó después en la burla de quesería objeto por parte de todos sus compatriotas cuando se enterasen delo que pasaba en su alma, y se levantó con precipitación para huir máslejos y a más esquivos lugares.
Casi corriendo bajó por una cuesta muy pendiente y vino a encontrarse,después de media hora de marcha, en una estrecha cañada que se extendíaentre dos cerros formando declive. Iba saltando por él un arroyuelo ysonando al chocar en las piedras. El arroyuelo, al llegar a sitio llanoy más hondo, se dilataba en remanso circundado de espadaña y de verdesjuncos. Algunos alerces y gran abundancia de mimbrones daban sombra aaquel lugar y lo hermoseaban frondosas adelfas, cubiertas de sus floresrojas, y no pocos espinos, escaramujos y rosales silvestres, llenos deblancas y encarnadas mosquetas.
Sitio tan apacible convidaba al reposo, y convidaba a beber el agualimpia del remanso, cuya haz tranquila, rizándose un poco, delataba lamansa corriente o que el agua no estaba estancada y sin renovarse.
El sol, que se había elevado ya sobre el horizonte y se acercaba alcénit, difundía mucho calor y luz sobre la tierra; y don Paco, buscandosombra, vino a sentarse en un ribazo y se puso a contemplar el aguaantes de beberla.
En medio de su contemplación, sintió cierta angustia y escarabajeo en suestómago, porque hacía cerca de veinte horas que no había comido, habíaandado mucho y no había dormido nada.
En suma, fuerza es confesarlo, donPaco tuvo hambre.
Miró a todos lados, como si fuese a cometer un crimen, muy receloso deque alguien pudiera verle, y convencido ya de que su soledad no podíaser mayor, metió la mano en las alforjas y sacó de aquí una blancarosquilla y un bulto envuelto, bien envuelto, en un antiguo número de El Imparcial.
¿Qué había en este envoltorio? El historiador no debe ocultar nada. Enel envoltorio que desplegó don Paco había media docena de hermosospedazos de lomo de cerdo, gruesos como el puño, de los que Juana laLarga había adobado y frito; de los que con el aliño de orégano,pimiento molido, comino y qué sé yo qué otras especias, ya calentados enla propia manteca entre la que se conservan en orzas, ya extraídos de lamanteca y fiambres, seducen a las criaturas más desesperadas y afligidasy les dicen: ¡comedme!
Don Paco se preparó a obedecer el irresistible mandato; pero pensando enaquel mismo instante en que Juana la Larga, la madre de quien causaba sutormento, era quien había guisado aquel lomo, las más tristes memoriasse le recrudecieron, y con una magra entre los dedos, al ir ya a tirarun bocado, se le atragantaron en la garganta los dos tan sabidos versosde Garcilaso que dicen:
¡Oh dulces y alegres cuando Dios quería!
No quiso Dios, a pesar de todo, que don Paco las hallase por su mal.Aunque se le saltaron las lágrimas pudo más el apetito. Ganas tuvotambién, en su desesperación, de que las magras se le volviesen veneno;pero, en fin, él se comió dos y también la rosquilla.
Hubo un momento en que echó de menos el vino y deploró no haber traídola bota. Luego se resignó y bebió agua, bajando la boca hasta lasuperficie del remanso.
Por último, como estaba molido de tanto andar, velar y rabiar, y sentíaen lo exterior el calor del sol y en lo interior el calor del lomo y dela rosquilla, a pesar de su enorme pesadumbre, fue vencido por el sueñoy se confortó durmiendo profundamente la siesta, durante la cual susdesventuras y sus penas se diría que se habían sumergido en aquel arroyocomo si fuese el Leteo.
XXX
Cuando despertó don Paco de su prolongado sueño, el sol se inclinabahacia Occidente; el día estaba expirando.
Las vacilaciones que habían atormentado a don Paco volvieron aatormentarle con mayor fuerza mientras más tiempo pasaba. Su fuga dellugar le parecía, y no sin razón, que debía de haber sido notada portodos y mirada con extrañeza. A él, que ejercía tantos oficios, lehabrían echado de menos en muchos puntos.
Se le figuraba que, como no había pedido licencia a nadie, y como suinusitada desaparición carecía de causa confesada por él, todos suscompatricios se esforzarían por hallar esta causa y acabarían porsuponerla un acto de desesperación o de despecho. Nadie dejaría delamentar su fuga sí él no volvía al lugar; pero si volvía, la compasiónse transformaría inevitablemente en burla y rechifla.
No quedaría un solo sujeto que no le preguntase con sorna qué había idoa hacer al yermo y por qué lo dejaba tan pronto, arrepentido de seranacoreta. Y los que sospechasen, y no dudaba él que algunossospecharían, que había querido suicidarse, tomarían a risa lo delsuicidio y atribuirían a miedo el que no se hubiese realizado.
Imaginaba él que, vuelto al lugar, no podría sufrir su nueva situación,porque se le figuraría que se mofaban de él cuando le mirasen a la cara.
Si se fue, dirían, porque había aquí algo que no podía aguantar, ¿porqué vuelve ahora, se resigna y lo aguanta?
Don Andrés, sobre todo, le despreciaría y le escarnecería, allá en susadentros, calculando que la fuga había sido por lo de los besos aJuanita y que ahora volvía muy resignado a llevarlos con paciencia yhasta a verlos dar de nuevo.
A Juanita misma se la presentaba muy afligida por lo pronto, llena deremordimientos porque era o iba a ser motivo u ocasión de su muerte ymuy inclinada a derramar lágrimas a la memoria de él o sobre su ignoradatumba, si es que le enterraban y ella sabía dónde y no estaba lejos;pero si Juanita le veía otra vez tan campante, y en las calles deVillalegre, acudiendo a sus ordinarios quehaceres, ya en la tertulia dedoña Inés haciendo la corte a doña Agustina, Juanita le tendría por lapersona más ruin y cuitada del orbe. Juanita se mofaría de él, y donPaco se estremecía al pensar sólo en la posibilidad de semejantevilipendio.
Era, sin embargo, muy duro matarse sin gana y sólo para que la gentetome a uno en serio, le compadezca y no le embrome.
Hubo momentos en que si don Paco hubiera tenido un revólver, acaso, encontravención de todos sus preceptos religiosos y de todas sus sanasfilosofías, se hubiera pegado un tiro; pero, afortunadamente, don Pacono gastaba armas de fuego y no llevaba ni pistola ni escopeta en aquelladisparatada excursión que estaba haciendo, perseguido por los celoscomo Orestes por las Furias. Una vez se le ocurrió encaramarse en lacima de un escarpado peñasco, precipitarse desde allí de cabeza yhacerse una tortilla. Pero si no quedaba muerto al punto y sólo serompía un brazo, una pierna o las dos, ¿no le dolería mucho, yquedándose vivo añadiría los dolores físicos a los dolores morales deque había querido libertarse?
Rumiando con amargura todo lo dicho, anduvo don Paco sin reparar elcamino que llevaba, hasta que le sorprendió la noche, oscura como bocade lobo. Ni luna ni estrellas se veían en el cielo, cubierto de densasnubes. Llovía recio y relampagueaba y tronaba.
Nuestro peregrino advirtió con pena que estaba hecho una sopa, y temióque la muerte, que anhelaba y repugnaba al mismo tiempo, pudierasobrevenir por la humedad esgrimiendo, en lugar de guadaña, reumas ypulmonías.
A la luz de los relámpagos descubrió que había llegado a una extensanava, entre las cumbres de dos cercanos cerros. Había en la nava muchoheno, grama abundante y a trechos intrincados matorrales, en quetropezaba, o alta hierba que subía hasta sus muslos, porque no habíasenda o porque la había perdido.
De pronto oyó mugidos, y al resplandor fugaz de los relámpagos creyóentrever un gran tinglado o cobertizo, debajo del cual se movían bultosmugidores, que eran sin duda toros bravos, cabestros, becerros y vacas.
—Hombre del demonio—dijo una bronca voz—, ¿qué viene usted a hacerpor aquí a estas horas y con esta tormenta tan fuerte?
Don Paco, ocultando el lugar de donde era y sin declarar su nombre, dijoque yendo de camino se había extraviado, no sabía dónde estaba y buscabaalbergue en que pasar la noche.
El boyero, que era piadoso, movido a compasión por la lamentable voz dedon Paco, salió de debajo del cobertizo, vino a él, le tomó de la mano yle sirvió de guía.
Así dieron ambos buen rodeo y llegaron a una choza bastante capaz,donde, al amor de la lumbre y en torno de una gran chimenea que teníapoco que envidiar a la de doña Inés, aunque carecía de escudo de armas,había otros dos pastores, viejos ya, y un chiquillo de diez o doce años,que debía de ser hijo del guía de don Paco.
En el hogar ardía un monte de leña, con cuyo calor pudo don Pacosecarse los vestidos, porque le ofrecieron, y él aceptó, un banquillopara que se sentase cerca del fuego.
Apartada de él, sobre un poco de rescoldo y en una trébede se aparecíauna olla, exhalando a través de la rota y agujereada tapadera espesos yolorosos vapores, con no sé qué de restaurante, lo cual produjo en lasnarices de don Paco sensación muy grata, porque con tanto andar se lehabía bajado a los pies el almuerzo. Era lo que había en la olla unguiso de habas gordas y tiernas, con lonjas de tocino y cornetillaspicantes que habían de hacerlo suculento y sabroso.
Los pastores, así como le habían dado techo amigo donde abrigarse de lalluvia y pasar la noche, le ofrecieron también su rústica cena.
El rubor tino las mejillas de don Paco al ir a aceptarla; pero no fuetan descortés ni tan abstinente que no la aceptase, la agradeciese y aunse aprovechase de ella, compitiendo en apetito con los boyeros.
Sin querer le avergonzaron también por otro estilo con su lealfranqueza. A él, que se ocultaba y mentía, le contaron cuanto había quecontar de la vida de ellos y de sus lances de fortuna, y de los sucesosde la pequeña cortijada, no muy lejos de allí, de que eran naturales.Ponderaron también la ferocidad de los toros que ellos cuidaban, sequejaron de la poca reputación que tenían y aún pronosticaron que al finhabían de abrirse camino hasta la magnífica plaza de Madrid, dondecompetirían con los de Veragua y los de Miura matando caballos aporrillo y metiendo en puño los animosos corazones de Lagartijo y de Frascuelo.
Terminada la cena y la conversación, todos se acostaron sobre sendosmontones de hierba seca y durmieron como unos patriarcas.
Don Paco se despertó y levantó al rayar el día imitando a los que lealbergaban. Supuso, para salir del paso, que iba a Córdoba; en estesupuesto los boyeros le indicaron el camino que debía seguir.
Se despidió don Paco mostrándose agradecidísimo, y pronto se alejó de lanava, marchando de prisa por la senda que le habían indicado.
A solas otra vez consigo mismo, los negros pensamientos resurgieron delas profundidades de su alma y volvieron a atormentarle.
Como él reflexionaba mucho, se estudiaba y se sumía en el abismo de supropia conciencia, procuró explicarse el singular fenómeno que en ellase estaba presentando. Entonces creyó percibir que él hasta muy tarde,hasta ya viejo, había empleado y gastado la vida en ganarse la vida yhabía carecido, acaso por dicha, de desahogo y de vagar para fingirseprimores ideales y ponérselos ante los ojos del alma, como atractivo desu deseo. Toda aspiración suya había sido hasta entonces modesta,prosaica y pacíficamente asequible; pero Juanita había venido en malhora a turbar su calma y a aguijonear su fantasía para que remontase elvuelo a muy altas regiones, donde, si bien había más luz, había tambiéntempestades que su alma pacífica y sólo acostumbrada al sosiego apenaspodía sufrir.
En resolución, don Paco vino a creer que la aparición tardía de loideal, casi muerta ya su juventud, y el nacimiento póstumo deaspiraciones que sólo por ella deben ser fomentadas, era lo que le traíatan desatinado, tan infeliz y tan loco. Volver al lugar en aquel estadode ánimo, c