Juanita la Larga by Juan Valera - HTML preview

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Terminado este coloquio, todavía antes de salir de casa tuvo don Andrésotra conversación interesante.

Quien habló con él fue una mujer que entraba a verle con frecuencia yque le traía y llevaba recados de la señora doña Inés López de Roldán,sin duda para los negocios y obras de caridad que ellos trataban yhacían juntos.

La interlocutora de don Andrés, ya comprenderá el lector que fueSerafina.

Venía a decirle que su ama quería hablar con él y que le rogaba quefuese a su casa a la hora de la siesta.

Tan preocupado estaba don Andrés que, por más que el menor deseo de doñaInés fuese para él soberano mandato, se excusó de ir por la multitud dequehaceres que le agobiaban y sólo prometió ir a la tertulia por lanoche.

Para que doña Inés se entretuviese en su soledad o en compañía deJuanita la Larga, dio don Andrés a Serafina dos bellísimos librosdevotos que acababan de reimprimirse en Madrid, y que el librero Fe leenviaba, sabedor de las inclinaciones ascéticas y místicas de la señoraprincipal de Villalegre. Eran estos dos libros Tratado de latribulación, de fray Pedro de Ribadeneyra, y La conquista del reino deDios, de fray Juan de los Angeles.

Serafina dio a entender a don Andrés que su ama tenía grandísimacuriosidad de saber quién había apaleado a Antoñuelo y por qué motivo. Yjuzgando don Andrés que la verdad era el mejor disimulo en este caso,contó a Serafina, para que se lo refiriese a su ama, que don Paco,después de haber vagado por extravagancia y capricho, descubrió elsecuestro del tendero murciano, y que para libertarle, y aun paradefender la propia vida, tuvo que apalear al hijo del herrador, sinconocerle hasta después, porque llevaba carátula. Todo se explicaba asícon la misma verdad, y don Andrés alejaba de la mente de doña Inés hastala menor sospecha.

XXXIX

Juanita, después de haber declarado su amor a don Paco y después detener por seguro que no procesarían a Antoñuelo, se puso tan contenta yse aquietó de tal suerte, que desistió de todo propósito de venganzacontra doña Inés, a pesar de lo mucho que doña Inés la había molido.

Searrepintió también de su prolongado disimulo y se propuso, sinretardarlo ya más que hasta el día siguiente, miércoles, entre diez yonce de la noche, hacer público su noviazgo y su futuro casamiento condon Paco.

Hasta entonces tenía ella una vaga esperanza de poder preparar el ánimode doña Inés, a fin de evitar su enojo; pero si esto no se lograba,Juanita estaba decidida, contando con la decisión de don Paco, aarrostrar el enojo de doña Inés y el de todo el mundo y a hacer su gustocasándose, aunque ella, su futuro y su madre tuvieran que abandonar porinsufrible el pueblo de Villalegre, perdiendo la posición que en élgozaban.

A Juana la había visto un breve instante; pero confiaba tan poco en sucircunspección y en la serenidad de su juicio, que no se atrevió adecirle nada ni a informarla de sus proyectos de repente y sin preámbuloalguno. Aguardó, pues, hasta el día siguiente, cuando su madre volvieseya de casa de don Andrés después de concluido su trabajo, a la hora enque había citado a don Paco, para que él también hablase a su madre ylos tres se pusiesen de acuerdo.

Entre tanto, Juanita creyó prudente y decoroso no ver a don Paco, yviolentándose, le impuso la condición de que no la buscase ni tratase deverla. Juanita tenía tantos negocios que arreglar y tantas cosas en quepensar y que hacer, que no quería que por lo pronto la distrajesen deello sus amores. Era Juanita devotísima de la Virgen de la Soledad, ysubió a la iglesia que está cerca del castillo y donde se venera suimagen a darle gracias por los beneficios ya recibidos y a rogarlefervorosamente para que le fortaleciese en sus propósitos, que ellacreía santos y buenos.

Casi toda la gente estaba en la parte baja y llana de la villa. La partealta, donde está el castillo y la antigua iglesia, se hallaba aquel díamuy solitaria.

Juanita oró largo rato en el templo, casi desierto. Al salir de él tuvola desagradable sorpresa de encontrarse con don Andrés, que la habíaespiado, que la había visto subir, que la había seguido, y que laaguardaba a la puerta.

Grandes fueron la desazón y el sobresalto de la muchacha. Aunque ellacreía haber disipado todos los celos de don Paco y haberle inspiradoconfianza bastante para que no la vigilara, todavía temió que don Paco,o la viese en compañía de don Andrés o supiese por alguien que iba en sucompañía, y aunque contra ella no formase queja, acabase por ofendersede la obstinación con que don Andrés la perseguía y rompiese con él deuna manera estruendosa.

Su desazón y sus temores se acrecentaron al ver que don Andrés se acercóa ella; la acompañó mientras bajaba la cuesta, la requebró con másfervor que respeto, le recordó los besos de la antesala y le hizo lasmás atrevidas proposiciones. Como don Andrés ignoraba el concierto deJuanita con el tendero murciano, venció su repugnancia a dejar impunesciertos delitos, y entre otras ofertas, hizo a Juanita la de dar losocho mil reales para que no fuese acusado Antoñuelo.

—Ya no necesito el dinero, señor don Andrés—dijo Juanita—. Don Ramónha recuperado lo que se le debía y ha prometido callarse. Ahora yosuplico a vuecencia que me deje y no me persiga, y que no me ofendaproponiéndome lo que no puede ser. Y si vuecencia no se retrae deseguirme por mí respeto, porque yo se lo suplico con humildad,retráigase por el temor de ofender a personas que le son queridas.

—Yo no temo que esas personas se ofendan.

—Pues yo sí lo temo. Temo que se ofenda mi señora doña Inés, a quienbien quiero y a quien debo mil favores. Y temo más aún que se ofenda donPaco, quien..., fuera disimulo, ya es tiempo de que lo sepa vuecencia sino lo sabe..., es mi novio.

—¿Y cómo—dijo don Andrés—recelas tú que don Paco se escape otra vez yse vaya a vagar por esos andurriales?

—Mucho me pesaría—replicó Juanita—de que hiciese tal cosa; pero enesta nueva ocasión no sería eso lo que él haría, sino algo que yolamentaría mil veces más. Yo quiero que él y vuecencia, a quien debe éltantos favores, sigan siendo buenos amigos. Para ello es indispensableque se reporte vuecencia y no me falte.

—Al contrario—dijo don Andrés sonriendo con sonrisa algo forzada—.Quien me falta eres tú.

Dame una cita para verte en tu casa a solas y yaverás cómo no te falto. Todo será con recato y sigilo. Nada sabrán nidon Paco ni doña Inés, y no tendrán de qué quejarse ni de ti ni de mí.

Llegaban en esto a la plaza, después de haber bajado la cuesta. Juanita,sin hacer atención a las últimas palabras de don Andrés, y temerosa deque la vieran con él, porque allí había mucha gente, exclamó con ciertaangustia:

—Por amor de Dios, señor don Andrés, déjeme vuecencia en paz y no secomprometa ni me comprometa.

Don Andrés conoció sin duda que tenía razón la muchacha; cedió a susúplica y se apartó de ella. Juanita volvió sola a su casa,afligidísima, descorazonada y humillada al ver cuan poco respetoinfundía.

Era mayor su humillación al considerar que en aquellos dos días últimoshasta el idiota de don Alvaro, a pesar de los sofiones de que había sidoobjeto, había vuelto a las andadas, mostrándose con ella insolente yatrevido.

Luego que entró Juanita en su cuarto, cerró los puños con cólera, seechó boca abajo en la cama y sollozó con; amargura.

XL

Era doña Inés López de Roldán personaje de carácter tan enrevesado ycomplejo, que a menudo me arrepiento de haberla sacado a relucir comouna de las dos heroínas de esta historia, porque hallo difícildescribirla bien y transmitir a mis lectores concepto igual al que tengoformado de ella, investigando y dilucidando con claridad el móvil de suspasiones y de sus actos.

Ella misma, como era reflexiva y pensadora, y como en sus ratos de ocio,que no eran pocos, había leído y aprendido bastante, se afanaba porlograr el propio conocimiento y lo encontraba harto oscuro.

Las doctrinas de esto que llaman teosofía, novísima en Europa, aunqueantiquísimas en la India, no habían aportado aún por Villalegre, y doñaInés no podía, fundándose en ellas, suponer que su ser íntimo constabade siete diversos principios; pero doña Inés sabía que Platón daba, pocomás o menos, tres almas a todo ser humano. Haciéndose, pues, platónica,se puso a sospechar que ella tenía tres almas.

Confirmó sus sospechas y casi las convirtió en certidumbre el ver que,lejos de tener algo de mérito aquel pensamiento, concordaba en ciertomodo con la más sana y católica filosofía.

Uno de los libros que con frecuencia y gusto leía doña Inés era el queescribió el iluminado y extático varón fray Miguel de la Fuente acercade Las tres vidas del hombre. De aquí que no titubease doña Inés encompaginar que tenía tres vidas. Yo también lo imagino, y casi me atrevoa darlo por seguro. Sólo de esta suerte atino a entrever el tenebrosoenigma de su figura moral y de su extraña condición y naturaleza.

Había en doña Inés tres energías o poderes distintos, escalonados ysobrepuestos, ora de acuerdo los tres, ora independientes y en guerra,aunque formando, durante esta vida mortal, la unidad inseparable de susingular individuo.

Para cada uno de estos poderes se había buscado doña Inés un ministro, osi se quiere, una ministra. Para su alma sensual, que entendía y seempleaba en las cosas y negocios corpóreos y vulgares, tenía a Crispina,que la ponía al corriente de todos los sucesos del lugar sin elevaciónni trascendencia. Para su alma sentimental, concupiscible, irascible ydiscursiva; para su facultad y aptitud de aborrecer, amar y calcular,sobre todo en relación con lo temporal visible, tenía a la discretacriada Serafina. Y para el alma pura o ápice del alma para la supremaporción de entendimiento y del afecto, porción toda espiritual y divina,simple inteligencia o mente, había estado doña Inés sin ministra durantelargos años, hasta que por último la había hallado o la había creídohallar en Juanita la Larga, a quien tan injustamente despreció y odió deoídas y al verla por vez primera.

Fue como perla que se descubre en un muladar y que se estima más cuandoel que la descubre se persuade de que es fina. Fue flor como hallada entierra inculta, fuera de la cerca del huerto que se cultiva, por esomismo sorprende y enamora más, celándola quien la posee por el temor deque la huelle y pisotee a su paso algún animal inmundo.

Así se comprende, en mi sentir, el amor y celoso cuidado con que doñaInés miraba a Juanita, que era ya para ella lo más ideal de cuanto podíaconcebir en lo humano.

Tal vez doña Inés reconocía con dolor que su propia alma suprema sehabía inficionado e impurificado un tanto por culpa de circunstanciasexteriores que habían hecho prevalecer y triunfar en varios puntos lasotras dos almas, inferior y media. Y a fin de que no se le inficionasetambién el alma pura y superior de la amiga y ministra que habíaencontrado y que era su regalo y consuelo, quería doña Inés que Juanitafuese monja, o sea, transplantar la flor del campo abierto y sin defensaal huerto cerrado y defendido; pero como al propio tiempo se complacíay deleitaba con tener a Juanita cerca de sí, vacilaba aún y retardaba eldía en, que pensaba obligar a Juanita a retirarse al claustro.

En el momento presente de nuestra historia prevalecía en doña Inés elempeño de empujar a Juanita hacia el monjío. Preveía para ella peligrosinminentes y ansiaba salvarla, aun a costa de privarse de su agradablepresencia y de su dulce trato.

Se comprenderá qué clase de peligros temía la señora de Roldán siechamos una ligera ojeada retrospectiva y ponemos al lector enantecedentes.

Dios me libre de ser calumniador y de pecar de malicioso. Quizá fuesenponzoñosas hablillas de la malvada lengua del boticario, a lo queparece, acérrimo enemigo de Serafina.

Serafina, que era también burlona y maldiciente, murmuraba, y haciendomucha befa había referido por todas partes que la hija menor delescribano, de cuya mala salud y ruin catadura se ha dado ya cuenta,estaba prendada del boticario y le deseaba como marido, aunque sólofuese para no ser menos que su hermana mayor, doña Nicolasa, la cual ibapronto a casarse con Pepito, el hijo del albardonero, famoso doctor enleyes. Sólo se aguardaba para celebrar la boda que el diputado sacase alnovio un empleo de diez o doce mil reales que le habían pedido hacía másde un año. Doña Nicolasita estaba más impaciente que nadie; echaba milmaldiciones al diputado, decía que no servía de nada y conspiraba paraque en las próximas elecciones eligiesen a otro que sacase empleos conmás facilidad y prontitud.

Entre tanto, o de veras o fingiéndolo, había enfermado su hermana menor,y el boticario, que con permiso del médico visitaba también y teníabastantes igualas, era quien asistía a la enfermita, y tenía quevisitarla dos veces al día o por lo menos de diario.

Don Policarpo no se daba por entendido de la verdadera enfermedad ydistaba mucho de querer aplicarle el conveniente remedio.

La iguala que tenía con el escribano era de las más cuantiosas dellugar: cada año cincuenta reales. Esto, no obstante, le parecía muy pocopara pagar tanta visita, por lo cual, según Serafina, el boticariobuscaba compensación recetando mucho y obligando al escribano a gastarsu dinero en potingues de los que él elaboraba en su casa.

Yo me inclino a presumir que, ofendido el boticario por las burlas deSerafina sobre el mencionado negocio, divulgó contra ella lo que voy acontar como me lo han contado, sin responder de que sea verdad,exageración o mentira.

A lo que parece, don Alvaro Roldán, que andaba antes extraviadísimo,lejos de su casa, muy a menudo en otras poblaciones entregado a milliviandades y francachelas y gastándose los dineros con doncellitasandantes que hospedaba en sus caserías, se había vuelto sedentario,casero, morigerado y mucho más económico. El pícaro del boticariocolgaba a Serafina el milagro de esta conversión, y aun se atrevía asostener que la señora doña Inés hacía la vista gorda y no se percatabade tal milagro, cuya comodidad y baratura no podía menos de celebrar enel fondo del alma.

Como quiera que fuese, la verdad es que Serafina, que jamás notó que donAndrés persiguiese a Juanita, aunque si lo hubiera notado no lo hubieradicho, porque no le convenía decirlo, notó muy bien los atrevimientos dedon Alvaro y sus persecuciones a Juanita, y enojada y temerosa de unausurpación de atribuciones, acudió a doña Inés con el soplo.

Al principio no dio doña Inés grande importancia a la acusación; pero enaquellos últimos días la renovó Serafina con tal vehemencia einsistencia, que doña Inés se puso sobre ascuas.

Se puso como se pondría apasionada jardinera si viese que un sapo u otrobicho feo y viscoso tratara de deshojar o marchitar la planta floridaque más la deleitase.

Doña Inés estaba furiosa contra el sapo y llena de miedo también de que,interviniendo el diablo, que todo lo añasca, pudiese conseguir el saposu detestable propósito. La misma inocencia de Juanita y la libertad yel abandono en que vivía, sin el arrimo y el consejo que suele prestar laprudencia de una madre, aumentaban el sobresalto de doña Inés. De aquíque ahora estuviera impaciente por consumar su sacrificio de separarsede la muchacha enviándola a un convento cuanto antes mejor.

XLI

De harto mal talante, y a fin de no faltar a la costumbre convertida yaen deber, Juanita acudió a casa de doña Inés para las lecturas ycoloquios que ambas tenían a solas.

Aquella tarde no hubo lectura, a pesar de los nuevos libros devotos quedoña Inés había recibido.

La agitación de la ilustre señora no le consentía leer ni tratar denada que no estuviese en inmediata relación con el punto o que no fueseel punto mismo que la traía tan inquieta y azarada.

Lo que hizo doña Inés fue extremarse con Juanita en demostraciones decariño. Ella misma se calificó de pastora y apellidó a Juanita inocentecordera, dándole a entender, casi con lágrimas y con entrecortadossuspiros, el fundado temor que la afligía de verla entre las uñas y losdientes del lobo. Persistiendo en su metáfora pastoril, exclamó:

—Sí, hija mía; mi dolor sería inmenso si por imprevisión y descuido tedejase yo caer entre las garras de la infame bestia que anhela devorartey viese el cándido vellón de la cordera teñido en sangre y manchado conla impura baba del monstruo. Es menester que yo te defienda y te pongaen salvo. Por mí sola no puedo vigilarte. Lo que puedo hacer, y haré, esconducirte pronto al redil, donde irás dócil y estarás segura. Noacierto a encarecer, ni tú acertarás a figurarte cuan inmenso será misacrificio al separarme de ti, porque eres mi consuelo y mi encanto.Pero Dios quiere que nos separemos y tendré que conformarme con suvoluntad.

Juanita, más sorprendida que asustada, abría mucho los ojos y no sabíaqué responder ni qué pensar de todo aquello. Seguía silenciosa y sólodecía para sí:

«¿Qué monstruo será este que, según doña Inés, trata de devorarme?¿Sabrá ella que don Andrés me persigue y me solicita, y le llamará poreso monstruo e infame bestia? Como quiera que ello sea, yo no me atrevoaún a decirle que no me da la gana de ir al redil y que fuera de él, ysin pastora ni nada, ya cuidaré que no me coma el lobo. Lo mejor, por lopronto, es callarme y aguantar sus majaderías. El redil está lejos aún yya tendré ocasión de sublevarme, de arrancar el cayado de manos de lapastora y hasta de sacudirle con él sí se obstina en guiarme y endisponer de mí a su antojo.»

Con esta bien meditada resolución, Juanita iba, sin embargo, agotándose.Bien podríamos asegurar que a Juanita no le quedaba ya paciencia ni paraveinticuatro horas. Mucho le dolía no sacar al fin la menor ventaja desu sufrimiento y de su disimulo durante año y medio, y tener queretroceder al estado de guerra y a la situación en que después delsermón del padre Anselmo se había colocado. Por esto determinó sufriraún y esperar hasta el siguiente día.

Después de despedirse de doña Inés a las siete de la noche para volver asu casa, Juanita se encontró en la antesala con el señor don Alvaro, elcual vino hacia ella con suma galantería, y le dijo:

—Ingrata, cruel hechizo de mi vida, ¿por qué eres tan tonta y tanterca? Quiéreme y amánsate.

No sabes lo que te pierdes con no quererme.

—¿Qué he de perder yo, so peal?—contestó Juanita dándole un bufido,porque allí no había la menor razón para que ella refrenase su cólera.

Bajó las escaleras, y antes de salir a la calle se encontró en el zaguáncon don Andrés, que estaba aguardándola en acecho y que intentóretenerla asiendo su cintura.

Con ligereza se escapó Juanita sin que don Andrés la tocara, y se pusoen la calle de un brinco.

Don Andrés la siguió.

—Déjeme en paz vuecencia—dijo ella—; no sea pesado, no seaimprudente. Mire que puede salirle mal este juego.

—¡Hola, hola! ¿Te me vienes con amenazas?

—No son amenazas, son advertencias amistosas, señor don Andrés. Yo nopretendo asustarle, sino persuadirle de que tiene ya dueño lo quevuecencia pretende poseer por un liviano capricho o por antojo de unmomento.

—No quiero yo—replicó don Andrés con insolencia—privar al dueño de supropiedad.

Imagínatela como un hermoso jardín. ¿Dejará de ser suyo yperderá el jardín su lozanía y sus primores porque un forastero de buengusto y sigiloso entre en él por algunos momentos o de cuando en cuandoy goce de sus flores, de su verdura y de sus galas?

—Señor don Andrés, el jardín de que aquí se trata no tiene verduras niflores sino para su amo.

Para los demás, sin excluir a vuecencia, sólotiene ortigas, aulagas, cardillos y cardos ajonjeros.

Conque así nosuene vuecencia con entrar en él para deleitarse, porque se expone aquedar preso y pegado con el ajonje, y a salir respingando, picado porlas ortigas y todo cubierto de pinchos y de púas.

Mientras hablaba así y mortificaba a don Andrés, Juanita apretaba elpaso, y cuando estuvo ya cerca de su casa dio una carrerita, llegó aella, abrió a escape con la llave que guardaba en el bolsillo y cerró lapuerta de golpe.

Tratando de distraer su mal humor, Juanita se puso a coser conprecipitación, como si tuviese que terminar una tarea.

Rafaela, la vieja criada, entraba y salía con frecuencia en la salabaja, donde se hallaba Juanita, y abandonando la cocina dejaba ver quetenía mucha gana de enredar conversación con la joven.

Le habló variasveces, pero distraída Juanita por sus pensamientos, sólo respondía conmonosílabos, sin dar pábulo a la conversación, y la conversaciónexpiraba.

Rafaela se quedó una vez mirando en silencio la costura de la joven, yluego dijo:

—¡Ay, niña, qué pena me da de verte tan afanada trabajando siempre! Tumadre también trabaja mucho. ¿Y qué ganan ustedes con esto? Muy poco. Eltrabajo de las mujeres está muy mal pagado. Es casi imposible el ahorro.Lo comido por lo servido. Vienen las enfermedades y la vejez y traenconsigo la miseria. Entonces solemos arrepentimos de no haber sabidoaprovecha la juventud y de haber desperdiciado las buenas ocasiones.

—Veo que estás muy sentenciosa, Rafaela—interpuso Juanita—. ¿Quéquieres indicarme con eso?

—Pues quiero indicar que tú vives con mil apuros, te cansas la vista yte estropeas las manos trabajando, y dejas que tu madre trabaje tambiéncomo un azacán. Y todo ¿para qué? Para vivir pobremente, comer mal yandar por esas calles hecha un guiñapo, cubierta la cabeza con unmantoncillo de mala muerte, cuando si tú quisieras podrías ir vestidacomo una reina y ser la envidia de las más encopetadas y ricas señorasde este lugar, sin que la propia doña Inés dejara de contarse en elnúmero de las envidiosas.

—¿Y cómo he de hacer yo ese milagro?—preguntó Juanita.

—Nada hay más fácil—contestó Rafaela—. Estamos solas y te hablaré sinrodeos. Hay un hombre, el más poderoso del lugar, que se pirra por tuspedazos. Con tu sandunga le tienes embobado, y con tu desdén le tienesfrito. Todo depende de ti. Deja de ser arisca, pronuncia una solapalabra y tendrás cuanto quieras.

Disimulando su enojo con una sonrisa, dijo entonces la muchacha:

—¿Y qué palabra es esa que he de pronunciar? ¿Qué conjuro es ese que hade poner en mis manos por arte mágico tan pasmosas riquezas? ¿Quién esel hechicero que acudirá a mi evocación y que será tan generoso conmigo?

—¿Pues quién ha de ser, niña?—contestó Rafaela al ver o al imaginarque se recibían sin enojo sus insinuaciones—, ¿Quién ha de ser sino elpropio excelentísimo señor don Andrés Rubio?

—¿Y por dónde lo sabes tú? ¿Quién te encomendó que me vinieses con eserecado?

—Me lo encomendó..., nada más natural..., el confidente de don Andrés.Me lo encomendó Longino.

—Ahora lo comprendo: como Longino es tan bromista ha querido darnos unabroma, porque supongo que no me tomará por Cristo ni pensará en darme lalanzada.

—Ni lanzada ni broma. Longino te mira con el mayor respeto porque eresel ídolo de su señor, y pretende con toda seriedad, que recibas a suseñor en tu santuario.

—Pues mira, Rafaela—contestó Juanita—, di a Longino con toda seriedadtambién, que es un galopín sin vergüenza, y que él y su amo vayan aescardar cebollinos.

—No te alteres, hija; no te subas a la parra—dijo Rafaela al verenojada a Juanita—. ¿Qué se pierde ni qué ofensa se te hace en tentarel vado?

—Mejor será que tiente usted al diablo, tía bruja. ¡Arre, fuera deaquí; móntese usted en el escobón y transponga al aquelarre!

—No es para tanto furor. Yo te lo proponía por tu bien y sin interésalguno. De desagradecidos está el infierno lleno.

Rafaela se fue a la cocina refunfuñando.

Juana volvió poco después de casa del cacique.

Juanita siguió guardando silencio, sin decirle nada de lo ocurrido.

Aquella noche estuvo Juanita inquieta y desvelada. Su orgullo, en susentir humillado, le hería el corazón y no le dejaba dormir. ¿Conque nopodría ella, por sí misma y libre, hacerse respetar?

¿Sería menesteracudir a don Paco para que la defendiera, comprometiéndose? ¿Tendríarazón doña Inés en aconsejarle que fuese monja? ¿Eran tan viles susantecedentes que no podría ella ser estimada y acatada sino bajo laprotección y tutela de un hombre generoso que le tendiese la mano y lasacase del fango en que al parecer había vivido?

Estas y otras semejantes reflexiones atormentaban horriblemente a lamuchacha y espoleaban su soberbia.

Triste y ojerosa se levantó apenas fue de día.

Dos o tres horas estuvo cavilando, rabiando y formando distintosproyectos.

Varias veces pensó en ir a ver a don Paco, a quien había prohibido venira verla hasta las diez y media de la noche, y a quien se habíapropuesto no ver antes. Pensó contarle la insolente pretensión de donAndrés para que don Paco le tuviese a raya; pero pronto desistió de tancobarde propósito.

Al fin, como Juanita era muy devota, tomó su mantón y se fue a rezar ala iglesia, esperando encontrar allí inspiración y consuelo.

Juana se había ido ya de nuevo a casa de don Andrés a continuar susocupaciones culinarias y sus preparativos de la gran cena.

No ya esta vez en la iglesia de la Soledad, que está en lo alto delcerro, sino en la nueva parroquia, antiguo convento de Santo Domingo,donde fue tan maltratada por el sermón, Juanita estuvo rezandofervorosamente durante mucho tiempo.

Al salir de la iglesia para volver a su casa se encontró con Longino demanos a boca. Longino se acercó a ella, la saludó con socarrona finura yle dijo en voz baja, casi al oído:

—No sea usted tan dura y tan sin entrañas. No deje morir a quien semuere por usted de mal de amores. Déle la cita que humildemente le pide.

Juanita dio un paso atrás, como quien se aparta de objeto que le inspiraasco, y lanzó a Longino una mirada de soberano desprecio.

Longino no la comprendió.

Después, con todo sosiego y con toda la frescura de quien ha tomado unaresolución firme y sabe lo que dice y lo que hace, Juanita contestó:

—Diga usted a su amo que le aguardo esta noche en mí casa, a las ochoen punto. Rafaela abrirá la puerta. Yo estaré sola en la sala alta.

XLII

Don Paco pasó varias veces aquel día por la puerta de la casa deJuanita, pero no se atrevió a entrar en ella antes de la hora convenida.

Aunque Juanita le vio no quiso llamarle ni hablarle, tal vez por temorde revelar involuntariamente cosas que quería tener calladas.

Hasta las cuatro de la tarde estuvo sin salir de casa, cosiendo con lamayor tranquilidad.

Entonces llamó a Rafaela y le dijo:

—Oye, Rafaela: he mudado de opinión. Tus razones me han convencido.Esta noche recibiré al señor don Andrés. Ya está avisado, y creo que nofaltará. Estáte a la mira tú; ábrele, si es posible, antes que llame, ydile que suba a la sala alta, donde yo le aguardo. Tú no subirás niacudirás, suceda lo que suceda. Hasta que no vuelva mi madre ha deparecer como si no hubiese nadie en esta casa, sino yo y el señorAndrés. ¿Me has comprendido?

—Te he comprendido, y haré como lo dices—contestó Rafaela.

En seguida se marchó Juanita a pasar la tarde con doña Inés, según teníapor costumbre.

Con gran devoción y serenidad leyó a su madrina no pocas devociones yrezos propios de la Semana Santa, en que estaban.

Quiso en seguida doña Inés preparar y adoctrinar a Juanita para elmonjío, y echando mano a las obras del padre maestro Juan de Avila, aque ella era muy aficionada, le leyó, con comentarios y anotaciones desu cosecha, párrafos y aun capítulos enteros del