Juanita la Larga by Juan Valera - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

XXXIII

Don Paco, después de vagar en la soledad por espacio de dos días ydespués de tantas penas, emociones y lances, anheló para desahogoconfiarse por completo con alguien. ¿Y con quién mejor que con elmaestro de escuela, hombre de bien, sigiloso y tan excelente ydesinteresado amigo, primero de Juanita y de él más tarde?

La mujer del alguacil fue, pues, a llamar a don Pascual de parte de donPaco.

Don Pascual vino y don Paco se lo contó todo. No le dio ninguna comisiónni embajada para Juanita; pero don Pascual, por una benévola usurpaciónde atribuciones y de empleo, se declaró él mismo y se nombró embajador,se fue a ver a Juanita que, desvelada y triste, se acababa de levantar yle refirió con fidelidad minuciosa los furores y penas de don Paco, suscelos, su desesperación, sus propósitos de suicidio o de extrañamientoperpetuo, y, por último, el combate de la casilla, el delito deAntoñuelo, los golpes que éste había recibido, así como su vuelta y lade don Paco a Villalegre.

Contó también que el tendero murciano y su mujer, con más impacientefuria, no se conformaban con callarse sin delatar a Antoñuelo y sinenviarle a presidio, si no se les devolvían en el término de tres díaslos ocho mil reales que no habían recobrado y que el cómplice deAntoñuelo se había llevado consigo.

Según informes adquiridos y comunicados por don Paco, Antoñuelo por nadadel mundo diría el nombre y la condición del forastero que habíacometido con él el delito.

Por otra parte, aunque Antoñuelo le delatase, de nada valdría esto pararecobrar los ocho mil reales por medio de la Justicia, sin envolver enel proceso al hijo del herrador y condenarle y perderle.

El afecto profundo y extraño, como de madre o como de hermana, queJuanita había sentido por Antoñuelo toda su vida, renació entonces convehemencia en su corazón, olvidándose de los groseros agravios con quela había ofendido aquel mozo.

Juanita se propuso salvarle, lograr que se echase tierra al asunto yevitar su deshonra y su ida a presidio, aunque para ello fuera menesterbuscar los ocho mil reales en el mismo infierno.

A esta penosa agitación de Juanita se contraponía en su alma otraagitación dulcísima, otro sentir, en vez de aflictivo, delicioso ybeatificante, que aumentaba y enardecía su amor al saberlo tan bienpagado, y que lisonjeaba su orgullo. A pesar del dolor y del sobresaltoque la conducta criminal de Antoñuelo y sus consecuencias le causaban,Juanita se juzgó venturosa, y sin duda lo era.

Sólo faltaba ya, y urgía y no daba un instante de espera, el desengañara don Paco, el persuadirle de que ella era inocente, y el convencerle deque ella le amaba.

Ya don Pascual, en su largo coloquio con don Paco, había hecho esfuerzospara convencerle de la inocencia de Juanita. Don Pascual le aseguró queél conocía muy bien el noble y leal carácter de ella y cuan virtuosa yhonrada había sido siempre en medio de la completa libertad en que habíavivido, sin que su madre la vigilase y la tuviese siempre a su lado.

Su madre había tenido que ir a las casas donde la llamaban a trabajar,dejando a Juanita con una criada o completamente sola cuando ni criadatenían. Juanita, además, sin que nadie la acompañase ni mirase por ella,había pasado de la niñez a la mocedad en medio de las calles y en tratoy conversación con toda clase de personas.

Nadie, sin embargo, se le había atrevido, porque ella sabía hacerserespetar, y ni las personas maldicientes habían formulado nunca contraella una acusación fundada que pudiera, en manera alguna, deslustrar sudecoro.

Lo que don Paco había visto, lo que había causado su enojo y sudesesperación no era, por consiguiente, culpa de Juanita, sinoinmotivado atrevimiento de don Andrés, quien, si algo logró porsorpresa, fue rechazado violentamente en seguida.

Don Pascual sostenía, además, que Juanita no había provocado la audazacometida de don Andrés, a la que daba por única causa el engreimientodel cacique y su convicción de que todo había de rendirse a su voluntady ser propicio a su deseo.

No bien se enteró Juanita de todo esto oyendo hablar al maestro deescuela, procuró que terminase la visita y que éste se fuera.

Cuando se vio sola, sin hablar a su madre para no perder tiempo, tomó elpañolón, se lo echó de cualquier modo en la cabeza y se fue a casa dedon Paco, escapada.

XXXIV

Llegó Juanita a la casa, llamó a la puerta y salió a abrirle la mujerdel alguacil. Juanita le dijo:

—¿Está don Paco en casa? ¿Está levantado y solo? Necesito verle yhablarle sin tardanza.

—Solo y levantado está en la sala de arriba—dijo la mujer delalguacil.

Sin aguardar más contestación ni más permiso, Juanita apartó a un lado asu interlocutora, echó a correr, subió las escaleras, dejó el manto enun banco de la antesalita y entró destocada en la sala donde estaba donPaco.

La sorpresa y el júbilo de éste fueron indescriptibles, por más queestuviese receloso aún de que en los atrevimientos de don Andrés lacoquetería de Juanita había entrado por algo.

Agradecido a la visita noesperada, don Paco se mostró muy fino, pero disimuló su alegría yprocuró poner el rostro lo más grave y severo que pudo.

—No estés enfurruñado conmigo—dijo Juanita, tuteándole por primeravez—. Yo estaba celosa de doña Agustina y enojada contra ti con tanpoca razón como tú estás ahora enojado; yo quería darte picón. Soy leal.Confieso mi culpa y me arrepiento de ella. Es cierto; provoqué a donAndrés sin reflexionar lo que hacía. Perdónamelo. Me besó por sorpresa,pero lo rechacé con furia. Te lo juro; créeme; te lo juro por lasalvación de mi alma; no le rechacé porque tú entraste, y más duramentelo hubiera rechazado yo si tú no entras. Vengo a decírtelo para que meperdones, porque te amo. Quiero que lo sepas: estoy arrepentida dehaberte despedido y me muero por ti y no puedo vivir sin ti.

¿Qué había de hacer don Paco sino ufanarse, enternecerse, derretirse yperdonarlo todo al oír tan dulces y apasionadas frases en tan linda yfresca boca? No sabía, sin embargo, qué decir ni qué hacer, y, comogeneralmente ocurre en tales ocasiones, dijo no pocas tonterías.

—Apenas puedo creer—dijo—que no repares ya en mi vejez, que nopienses en que puedo ser tu abuelo y que me quieras como aseguras.¿Pretendes, acaso, burlarte de mí y trastornarme el juicio? ¿Te proponeshalagarme con la esperanza de una felicidad que no me atrevería yo aconcebir en sueños, para matarme luego desvaneciéndola?

—No, vida mía; yo no quiero desvanecer tu esperanza, sino realizarla.Yo quiero darte la felicidad, si juzgas felicidad el que yo sea tuya. Sino me desprecias, si me perdonas, si no me crees indigna, nos casaremos,aunque rabie doña Inés de que yo no sea monja, aunque don Andrés teretire su favor, aunque se nos haga imposible la permanencia en estepueblo y aunque tengamos que irnos por ahí, acaso a vivirmiserablemente. No lo dudes; si fuese posible que don Andrés se prendasede mí hasta el extremo de querer casarse conmigo, yo le despreciaría poramor tuyo, aunque fueses tú mil veces más pobre de lo que eres; yo lecantaría la copla que dice: Más vale un jaleo probé

y unos pimientos asaos

que no tener un usía

esaborío a su lao.

Don Paco, al oír esto, apenas pudo ya contenerse y ocultar su emoción.Un estremecimiento delicioso agitó sus venas, como si por ellascorriesen luz y fuego en vez de sangre. Estuvo a punto de echarse a lospies de Juanita y besárselos, pero aún se reportó y dijo:

—Quiero creer, creo en tu sinceridad de este momento. Mi modestia, contodo, me induce a temer que tal vez te alucinas, que tal vez tú misma teengañas, que tal vez te arrepientas del paso que das ahora. Eres tanhermosa, que puedes ambicionar cuanto se te antoje. Y don Andrés no esun usía desabono como el de la copla; es una persona inteligente,estimada y respetada por todos: mejor y mucho más joven que yo.

—Será todo lo que tú quieras; mas para mí tú eres el más inteligente,el más joven y el más guapo.

Todavía, escudado por su humildad, trató don Paco de ocultar que estabaya satisfecho, que había depuesto su enojo y que sus recelos se habíandisipado. Con menos seriedad, sonriendo y entre veras y burlas, dijo;

—Me fío de ti; conozco que hablas con el corazón. No, no piensas enengañarme; pero, sin duda, tú misma te engañas. Y para poner más aprueba la vehemencia y la firmeza del amor de Juanita, añadió luego:

—Es inverosímil que tú, si don Andrés, como parece evidente, estáenamoradísimo de ti, le desdeñes y me prefieras y me ames ahora, cuandoantes, que no tenías a don Andrés, era a mí a quien despreciabas. Puesqué, ¿ignoras que yo soy un pobre diablo, dependiente de él, y que él espoderoso, rico, respetado y temido aquí, estimado y favorecido por elGobierno y caballero gran cruz con excelencia y todo?

—¿Y qué me importa a mí su excelencia? A ti y no a él debió el Gobiernodar la gran cruz, ya que todo lo bueno que se hace en este lugar eres túquien lo hace.

Calló un momento y prosiguió con dulce risa, como quien de súbito tieneuna idea que le agrada:

—Esta injusticia quiero remediarla yo; pero necesito antes que tú meproclames y me jures por tu reina. Sé mi súbdito fiel. Sométeteme.Júrame por tu reina y tu reina te premiará. Júrame.

Don Paco se sometió sin más resistencia. Se hincó de rodillas a los piesde ella y exclamó entusiasmado:

—¡Te juro!

Juanita, impulsada irresistiblemente por la idea rara que habíaconcebido, apartó con gran rapidez el pañolillo, que llevaba al pecho,prendido con alfileres, sacó sus tijeras del bolsillo del delantal y sedesabrochó dos o tres corchetes del vestido. Don Paco, siempre dehinojos, la contemplaba embelesado y curioso.

Ella introdujo los dedos por bajo el vestido y desató un listoncillo deseda azul que le ceñía al pecho la limpia camisa. Tiró de él y la sacóde la jareta, calada y bordada, trabajo primoroso de su diestra mano.Cortó, por último, con las tijeras un buen pedazo del listoncillo y selo puso a don Paco en el ojal del chaquetón, afirmándolo con una lazada.

—Yo te concedo, en atención a tus altos méritos y servicios—dijo consolemnidad—, esta bonita condecoración, que vale mil veces más que laque tiene don Andrés, y te declaro mi caballero y gran cruz de la ordende los celos disipados. Por eso es azul el listoncillo, como las floresdel romero.

Don Paco se levantó sin pizca de celos, porque todo se convirtió enamor, y dijo:

—Tú me citaste una copla; no quiero ser menos; voy a citar otra, aunquetenga que llamarte en ella no por tu nombre, sino como se llama la madrede tu santo: Las flores del romero

niña Isabel,

hoy son flores azules,

mañana serán miel.

—Y si han de ser miel mañana, ¿no es mejor que lo sean en este mismoinstante?

Don Paco se acercó a Juanita para besarla.

Ella le separó con suavidad y se esquivó poniéndose muy seria yexclamando:

—Déjame. No te llegues a mí. Respétame como a tu reina y como micaballero que eres. Las flores del romero serán miel en su día; ahora,no. Ve mañana a mi casa, a las diez y media de la noche. Allí hablaremoscon mi madre. Adiós.

Juanita se dirigió para salir hacía la puerta de la sala. Ya en lapuerta, volvió la cara, miró a don Paco, se dio a escape más de treintabesos en la palma de la mano, sopló en ellos y se los envió a su amigopor el aire.

—De cerca y sin alas los quiero yo.

—Ya les cortaremos las alas. En cuantito no sea pecado mortal, lostendrás de cerca hasta que te hartes.

Y dicho esto, recogió el mantón en la antesala, bajó brincando por laescalera y se puso en la calle.

XXXV

En medio de su alegría por haberse reconciliado con don Paco, por estarsegura de su amor y resuelta a casarse con él, aunque doña Inés y elcacique se opusiesen y tuvieran ella, su novio y su madre que servíctimas de la cólera de tan poderosos señores, Juanita sentía profundapena por la suerte de Antoñuelo. Su delito le daba horror y no queríavolver a verle ni hablarle en la vida; pero le amaba aún con cariño dehermana y presentía que ello acibararía con algo como remordimiento lasmayores venturas que pudiera alcanzar sí no evitaba que Antoñuelo fueraprocesado, deshonrado públicamente y condenado a presidio. Con egoísmoamoroso, sólo del amor mutuo que don Paco y ella se tenían, había ellahablado con don Paco. Ya en la calle y separada de él, Juanita volvió apensar en Antoñuelo y a cavilar en un medio de salvarle sin que nadie lediese auxilio y siendo ella su única salvadora.

Con este propósito se presentó en casa del tendero murciano, que larecibió estando con su mujer, doña Encarnación, solos en la trastienda.

No lloró Juanita, porque tenía muy hondas las lágrimas y rara vezlloraba; pero con acento conmovedor y apasionado les rogó que secallasen sobre lo ocurrido, prometiéndoles que en el término de seismeses ella les daría los ocho mil reales que el forastero se habíallevado. Contaba para esto con la voluntad de su madre, de la cualestaba cierta de disponer como de su propia voluntad. Su madre teníadado a premio dinero bastante para salir de aquel compromiso, y en eltérmino marcado de los seis meses podía cobrar dicho dinero. Su madre,además, era propietaria de la casa en que vivían, y si bien la casaestaba fuertemente gravada con un censo, todavía podía producir,vendiéndola, muy cerca de los mencionados ocho mil reales.

Doña Encarnación habló antes que su marido, y dijo al oír aquellasproposiciones:

—Tú estas loca, hija mía, y yo supongo que ni tu locura será contagiosani se la pegarás a tu madre. Imperdonable estupidez sería que ambas osarruinaseis por salvar a un pillastre. Anda, déjale que vaya a presidio.Aquel es su término natural e inevitable. Si ahora le salvaseis, enseguida volvería a hacer de las suyas y a dar nuevo motivo para que leapretasen el pescuezo.

Vuestro sacrificio no sólo sería inútil, sinotambién perjudicial.

—Los consejos de usted—contestó Juanita—, y perdone usted que se lodiga, son aquí los inútiles. Contra mi firme resolución no hay consejoque valga. No son consejos, sino dinero o crédito lo que yo necesito. Situviera yo en mi arca los ocho mil reales, los hubiera traído y se loshubiera dado a ustedes en cambio de un papel, firmado por ustedes, dondedeclarasen que Antoñuelo nada les debía y que no tenían contra él lamenor queja.

No tengo dinero, peco estoy segura de poder reunirlo antes de seismeses. ¿Quieren ustedes firmar el documento de que he habladodesistiendo de toda queja contra Antoñuelo y recibir en cambio otrodocumento en que yo me comprometa a pagar los ocho mil reales? Este esel asunto, y no hay para qué andarse por las ramas. Conteste usted, donRamón, y diga que sí o que no.

—Pues mira, Juanita—contestó el interpelado—, yo digo que no, porqueno quiero ser cómplice de tu locura y porque un papel firmado por ti,que eres menor de edad, no vale un pitoche.

—El pagaré, aunque apenas tengo veinte años, valdría tanto como si yotuviese treinta. Nunca he faltado a mi palabra escrita. Para cumplir elcompromiso que contrajese me vendería yo si no tuviera dinero.

A don Ramón se le encandilaban algo los ojos, a pesar de que doñaEncarnación estaba presente, y dejó escapar estas palabras:

—Si tú te vendieses, aunque en el lugar son casi todos pobres, yo nodudo de que tendrías los ocho mil reales; pero yo no quiero que tú tevendas.

—Ni yo tampoco—replicó la muchacha—. Lo dije por decir. Fue unaponderación. Los bienes de mi madre son míos; ella me quiere con toda sualma y hará por mí los mayores sacrificios. No dude usted, pues, de quedentro de seis meses tendrá los ocho mil reales que ahora me preste, sinnecesidad de que yo me venda para pagárselos.

Doña Encarnación le interrumpió entonces diciendo:

—Juanita, nosotros tenemos tan buena opinión de ti, que estamos segurosde la sinceridad y de la firmeza con que prometes pagar; pero si dentrode seis meses no allegas los dineros, o porque tu madre, queriéndotemucho, no quiere darlos, o porque no os pagan vuestros deudores y nolográis vender la casa, tu sinceridad y tu firmeza nada valdránpecuniariamente, aunque moralmente valgan mucho. Tu misma moralidad paraeste asunto de los dineros, en vez de ser una garantía, es un indicioclaro del peligro que corremos, si te lo prestamos, de no volverlos aver nunca.

—Sí, hija mía—interpuso don Ramón—; si en este caso me hipotecases tuinmoralidad en vez de hipotecarme tu moralidad, estaría yo más seguro decobrar el dinero. Sería una prenda pretoria que daría ricos productospor mal que se administrase.

Juanita advirtió que el tendero murciano trataba de tomarle el pelo,valiéndose de una expresión que ahora se emplea en estilo chusco, y,como era poco sufrida, empezó a perder la paciencia y dijo bajando lavoz, pero aguzando cada una de sus palabras como si fuese una lanceta:

—Es, déjese usted de bromas insolentes, tío marrano. Piense usted bienmi proposición y verá que le tiene cuenta. Si acude a la Justicia, quizátendrá el gusto de ver en presidio a Antoñuelo; pero de fijo que no veránunca los ocho mil reales. En cambio, si los da ahora por recibidos yacepta el pagaré que yo le firme, dentro de medio año o antes, y esto estan claro como el sol que nos alumbra, recuperará sus ocho mil reales yademás los intereses que me ponga por ellos, porque yo no quiero que melos adelante por mi linda cara.

—Aunque me insultes llamándome tío marrano, me permitirás que al menospor tu linda cara te perdone el insulto. También me mueve tu linda cara,y no las mezquinas reflexiones que has hecho por mí, a prestarte losocho mil reales si me prometes que tu madre ha de conformarse con elcontrato. De todos modos, ya comprenderás tú, porque tienes sobradotalento, aunque eres inexperta, que yo corro mucho peligro al hacer elpréstamo; que el daño emergente no es flojo, y que, por tanto, tampocopueden ser flojos los intereses. No obstante, yo aspiro a que, en vez dellamarme marrano, me llames generoso y espléndido. Asómbrate.

Doña Encarnación, que hasta entonces había reprimido la cólera,sufriendo el insulto hecho al enclenque de su marido, por temor de andara la gresca con Juanita y aun de quedar vencida y aporreada, no pudo yacontenerse al ver y al oír a su marido tan melifluo y tan predispuesto aser dadivoso, y le interrumpió exclamando:

—No te derritas, hombre; no te vuelvas una jalea, no me obligues a quesea yo quien te llame tío marrano. Atiende a lo que haces, y ya que teexpones tanto prestando los dineros, que sea con algún fruto.

—Yo no me derrito, yo atiendo a lo que hago—contestó don Ramón—; peroen vez de responder a las injurias con otras injurias quiero sermagnánimo y responder con favores y beneficios. Juanita, yo doy porrecibidos los ocho mil reales que me robaron con tal que tú me firmesun pagaré, que vencerá dentro de seis meses, por la expresada cantidad,más un pequeño tanto por ciento.

—Mil gracias, señor don Ramón—dijo Juanita—. Escriba usted los dosdocumentos. Yo me llevaré, firmado por usted, el que me asegure queAntoñuelo quedará libre, y firmaré y dejaré en poder de usted el quedeclare que le soy deudora.

—Está bien. No hay más que hablar—dijo don Ramón. Y yendo a suescritorio redactó los dos documentos en un periquete. En el pagaré secomprometía Juanita a pagar, en el término de seis meses, la cantidad dediez mil reales.

—Ya ves mi moderación—dijo el tendero murciano al presentar a lamuchacha el documento para que lo firmase—. Me limito a cobrarte sóloun veinticinco por ciento, a pesar del peligro que corro de quedarme sinmi dinero, porque, a despecho de todos tus buenos propósitos, no tengasun ochavo dentro de los seis meses y tengamos que renovar el pagaré, locual me traería grandísimos perjuicios.

—Ya lo creo—dijo doña Encarnación—; como que ahora andamos engolfadosen negocios tan productivos, que ganamos un ciento por ciento al año.Créeme, Juanita: prestándote los ocho mil reales nos exponemos aquedarnos sin ellos, y además a perder otro veinticinco por ciento, osea, otros dos mil reales, que hubiéramos ganado dando a los ocho milmás lucrativo empleo; pero, en fin, ¿qué se ha de hacer? Mi señor esposopierde la chaveta cuando ve un palmito como el tuyo.

—Sea como sea—dijo Juanita—, agradezco a ustedes mucho el favor queme hacen. Y

guardándose en la faltriquera el otro documento después dehaberío leído y estimado que estaba bien, se despidió de los mercaderesy se fue a su casa.

XXXVI

Arrebatado yo por la corriente de los sucesos, por la importancia queles doy y por la rapidez con que quiero narrarlos, he descuidado lacronología. Está vaga y confusa y conviene fijarla un poco.

Nada más fácil. Baste decir para ello que el día de la fuga de don Pacoacertó a ser Domingo de Ramos.

Como don Paco vagó todo aquel día y el siguiente, resulta que volvió aVillalegre al empezar el Martes Santo.

Son tales las preocupaciones y el embeleso de todos los habitantes deVillalegre durante aquella semana, que nadie hubiera notado ni ladesaparición ni la vuelta de don Paco si no hubiera sido el personajetan notable, tan activo y que por lo común andaba siempre en todo.

Lo que no se hubiese sabido, ni aun en tiempos normales, eran las causasde su ida y de su vuelta. Los celos siguieron sepultados en el másprofundo silencio por los que los causaron y los padecieron: por donAndrés, Juanita y don Paco. Y los delitos de Antoñuelo y los medios quedon Paco empleó para remediar unos y frustrar otros hubo interés encallarlos, y se logró que los callaran el tendero y su mujer, únicaspersonas a quienes interesaba decirlos.

Sólo se sabía que Antoñuelo había vuelto apaleado; pero, a pesar de loscomentarios que se hacían, nadie atinaba con el motivo y pocossospechaban quién había sido el autor del apaleo.

El tiempo aquel era el menos a propósito para que en Villalegre fijaseel vulgo su atención en lance alguno, por extraordinario que fuese, dela vida real contemporánea. La atención general estaba embelesada ysuspendida por la pasmosa representación simbólico-dramática que iba averificarse durante cuatro días consecutivos, teniendo por actores a lamitad o quizá a más de la mitad de los hombres, y por espectadores a laotra mitad de ellos, a todas las mujeres y niños y a no pocosforasteros.

Las procesiones de Semana Santa empiezan el miércoles y terminan elsábado. Yo, pues, las he visto en mi niñez en otra población donde sonmuy parecidas a las de Villalegre, conservo de ellas el más poéticorecuerdo, por donde imagino que las personas que las censuran carecen defacultades estéticas o las tienen embotadas. Hasta la rudeza campesinade algunos accidentes presta a la representación de que hablo candorosohechizo.

Acaso había accidentes o episodios en dicha representación en que losagrado y lo profano, lo serio y lo chistoso y lo trágico y lo cómicodesentonaban algo. Celosos y discretos obispos han hecho sin duda muybien en suprimir estas discordancias o salidas de tono; pero lo esencialde la representación, que consta de procesiones y pasos, sigue todavíay hubiera sido lástima suprimirlo; hubiera sido un crimen de lesa poesíapopular.

A mi ver, hasta en corregir, atildar y perfeccionar lo que se hace,aunque no niego que se presta al atildamiento y a la mejora, es menesterandarse con tiento. Puede ocurrir, si es lícito que yo me valga de unsímil literario, lo que ocurre con un escrito en verso o prosa cuando elautor, por el prurito de acicalar el estilo, manosea, soba y marchita loque escribió y lo deja mustio, lamido y sin espontaneidad ni gracia.

Conviene, además, para ver aquello con fruto y penetrar su hondosentido, prescindir de refinamientos y de ideas de lujo y de exactitudindumentaria, adquiridas en ciudades más ricas y populosas. Sólo así, yreflexionándolo bien, se percibe lo sublime y lo bello de la verdaddogmática que bajo el velo del símbolo resplandece.

Menester es que no se arredre por lo áspero de la corteza el que anhelegozar del dulce alimento que para el espíritu ella cela y contiene.

La representación no se limita a ofrecer al pueblo un trasunto de lapasión y muerte de Cristo y de la redención del mundo, sino que encierto modo abarca todo el plan divino y providencial de la Historia,como el famoso discurso de Bossuet.

Los seres humanos, sin duda, no se juzgan dignos de representar a losseres divinos, ni se creen idóneos para ello, y temen profanar la accióninterviniendo en ella inmediatamente. De aquí que todos los momentos delalto misterio de la redención se figuren por medio de imágenes que sellevan en andas, y cuyos movimientos silenciosos y solemnes vaexplicando un predicador desde un púlpito erigido en medio de la plaza yque la muchedumbre rodea. Sólo hablan los seres humanos. Lossobrehumanos callan, salvo algunos ángeles que cantan lo que dicen.

Así, por ejemplo, el pregonero desde el balcón de las CasasConsistoriales lee en voz alta la sentencia que condena a Jesús a muerteafrentosa en una cruz, y entre dos ladrones, por enemigo del César y porotros muchos delitos.

El predicador exclama entonces:

—Calla, falso pregonero; calla, viperina lengua, y oye la voz delángel, que dice....

En seguida aparece en otro balcón de la casa mejor que está enfrente delAyuntamiento el niño de seis o siete años más bonito, más inteligente yde más dulce voz que en el lugar hay; y primorosamente vestido de ángel,con tonelete de raso blanco bordado de estrellitas de oro, conrefulgentes y extendidas alas y con corona de flores, canta una sencillay sublime contraesencia, que comienza diciendo: «Esta es la justiciaque manda hacer el Eterno Padre....»

Luego explica, con enérgica concisión que no se opone a la claridad, losmisterios de la encarnación y de la redención, cuando en la plenitud delos tiempos se une el Verbo increado con la humana naturaleza,glorificándola y haciéndola digna del cielo, padeciendo en ella y porella, a fin de lavar sus culpas.

Sólo hechos meramente naturales, en que intervienen personajessecundarios, son representados por hombres.

Hay uno, no obstante, que es muy trascendental y que también los hombresrepresentan. Es la prefiguración, el reflejo profético del sacrificiodel Hijo por el Padre; es el sacrificio de Isaac por Abrahán en lacumbre del monte Moria, y que otro ángel impide. El monte estárepresentado en medio de la plaza por un tablado cubierto de verdura.Abrahán e Isaac no hablan; sólo accionan.

Cuando Abrahán tiene yalevantada la cuchilla para sacrificar a su hijo, el ángel le detienecantando un romance. Isaac recibe entonces la palma del martirio, queostenta en las procesiones de los días siguientes. Abrahán sacrifica uncordero, según los antiguos ritos.

Los principales personajes del Antiguo Testamento discurren en laprocesión silenciosos y solemnes, como si la Historia Sagrada tomasecuerpo y apareciese ante nuestros ojos en visión ideal. ¿Qué daña a lamente infantil y a la rústica buena fe que no se ajuste con exactitudesta visión a la verdad arqueológica, y que en ella no se desplieguen ellujo y la pompa, si la imaginación del vulgo los pone allí con creces? Asu vista aparecen, y van pasando, Elías, Ezequiel, Daniel, Isaías, Amósy los demás profetas, así como los reyes, jueces y príncipes:Melquisedec, David, Moisés, Salomón, y qué sé yo cuántos más. Todosllevan el rostro inmóvil de la carátula, y en las potencias, aureola onimbo que coronan sus cabezas, inscrito el nombre de cada uno.Distínguense, además, por los atributos que en sus manos tienen: Davidlleva el arpa; Salomón,