César, nacido para los salones y las academias y losteatros, nunca había poseído medios de vivir en la capital. Su haciendaera corta; la posesión de Arbín y pocas más fincas en Villoria que lerentaban algunas fanegas de trigo. Por eso se aplicó con ahinco alcultivo de sus tierras, alcanzando pericia envidiable. Su pomarada, conser más pequeña que la del capitán, producía doble cantidad de sidra: suhuerta era rica como ninguna en frutas sazonadas, en legumbres yhortalizas. Vendía la sidra á los taberneros de la Pola y Langreo yvendía también los sobrantes de la huerta. Hasta tenía tiempo y humorpara cultivar un número crecido de flores que eran el asombro y regocijode las doncellas de Villoria.
Al poner el pie en la plazoleta que había delante de la casa, dos perrossalieron furiosos ladrando.
—¡Quieto, Faón! ¡quieto, Safo!—gritó el capitán.
Los perros helénicos comprendieron que no era un bárbaro quien osabapisar el suelo sagrado de la Hélade, lo reconocieron y le rindieronacatamiento moviendo el rabo. Al mismo tiempo Talín se acercó á ellos ycambió con Faón un saludo amical rozándole el hocico. Faón jamás habíasentido celos de Talín, quizá porque la figura de éste no podíainspirarlos, quizá también porque ya estuviese hastiado de su ardienteamiga y meditase abandonarla.
La casa del señor de las Matas era de piedra amarillenta y carcomida,cuadrada, de un solo piso; grandes balcones de hierro forjado, enormepuerta claveteada formando arco; más antigua y más señorial que la dedon Félix, pero también más pobre. En una de sus esquinas tenía elescudo y en el centro sobre la puerta de entrada una hornacina donde enotro tiempo, según los viejos, había estado un guerrero de piedra. D.César lo había sustituído por otra estatua de piedra también que lehabía regalado su amigo el canónigo de Oviedo. Esta esculturarepresentaba un hombre barbado y vestido de larga túnica con un libroabierto en una mano y un compás en la otra. Era el conocido personajeemblemático que simboliza la Arquitectura; pero nuestro hidalgo quisoque representase á Sócrates y le puso este nombre encima y debajo elsiguiente dístico: Aunque la ingrata patria tus afanes no premie
Al compás de tus obras siempre atiende.
Bien sabía D. César que Sócrates no había escrito obra ninguna, pero sevalía de este ardid retórico para expresar la influencia que los altospensamientos del filósofo habían ejercido, justificando de paso losobjetos que tenía en las manos.
Traspuso D. Félix la puerta y no viendo á nadie subió la escalera sinllamar, como quien tiene derecho á ello. Halló á su primo sentado enviejo sillón de cuero con un libro en la mano, esto es, en su posiciónnatural de sabio. En el momento de sorprenderle, sus labios finos seplegaban en una sonrisa irónica. Pero al levantar los ojos y ver á suprimo, aquella expresión maliciosa se trocó en otra de cordial alegría.Alzóse vivamente del asiento y vino á abrazarle.
—Salud, primo; soldado valeroso en otro tiempo, hoy rico propietario deesta comarca. Largo tiempo hace que esta humilde morada no ha tenido elhonor de cobijarte.
D. Félix correspondió de buen grado á tan cariñoso saludo haciendoesfuerzos por sonreir.
—Estabas leyendo... Te he interrumpido, ¿verdad?
—Un deudo de tu valía no es importuno jamás. El libro que tenía en lamano puedo tomarlo y dejarlo cuando se me antoje; pero á ti, primoquerido, sólo te tomo cuando te quieres dar... Leía en este momento los Acarnianos de Aristófanes y me reía viendo de qué modo el poeta pintaá Pericles lanzando como Júpiter rayos y relámpagos que van á trastornarla Grecia. Ya Cratinos le llamaba humorísticamente «el padre de todoslos dioses».
—Tú gozas siempre que encuentras alguna palabra contra el Olímpico.Me parece que llevas el odio demasiado lejos. Pericles, aunque disipólos tesoros de Atenas y contribuyó á su corrupción, me ha dicho el curade la Pola que vivía con modestia y frugalidad, retirado de la sociedad,renunciando á los placeres; y que en los cargos que le confiaron mostróun desinterés y una probidad inalterables.
El capitán era también enemigo de Pericles. D. César había logradoarrastrar en su odio á todos sus parientes y amigos íntimos. Pero ladisposición colérica en que ahora se hallaba le impulsó á llevar lacontraria á su primo.
—¡Pura comedia!—exclamó éste exaltándose.—Su reserva, su exteriormodesto y su andar pausado eran un papel aprendido y bien desempeñadopara embaucar al pueblo de Atenas, á ese Demos bobalicón que pintaAristófanes en los Caballeros, como un viejo irascible y sordo que sedeja conducir por los charlatanes...
¡Frugalidad!... ¡desprecio de losplaceres!... ¡Que se lo pregunten á la milesiana Aspasia!... Periclesfué un corruptor en todos los órdenes, un tirano que saqueó indignamenteá los aliados para recrear á los atenienses y tenerlos propicios... Yasé...
¡ya sé!—añadió con voz sorda y temblorosa—que se ha dicho porahí que yo era partidario de los peloponesos... ¡Es una vil calumnia!Jamás he pertenecido á la Liga ni tuve conatos de acercarme á ella. Yono hubiera firmado la vergonzosa paz de Antálcidas aunque me cortasen lamano derecha... Puedes decírselo así al señor cura de la Pola que depoco tiempo á esta parte encuentra tan admirable á Esparta—
añadiósarcásticamente.—Y puedes recordarle también las sangrientas palabrasde Plutarco: «Por la batalla de Leuctres había perdido lapreponderancia; mas por la paz de Antálcidas perdió el honor».
No quiso D. Félix llevar más adelante la contraria á su primo viéndoleirritado. No tenía interés en ello porque era, como se ha dicho, másbien enemigo que amigo de Pericles, aunque sólo de oídas conociese al Olímpico. Sabía medianamente el latín y conocía un poco la historia deRoma, pero la de Grecia ni saludarla siquiera.
—Bueno, dejemos á los griegos y vengamos á los españoles. Yo tenía queconsultar contigo un asunto y para eso he subido hasta aquí.
D. César se serenó de pronto. Era el hombre más apacible de la tierrasiempre que no se tocase á su enemigo.
—¡Me gusta tu franqueza!—exclamó riendo.—No puedes negar que eres unveterano de la Independencia. Tienes la misma pasta que los vencedoresde Maratón y de Platea. Mas por Júpiter, que no te dejo hablar otrapalabra si no consientes en reposar un poco el calor y tomar algún cortorefrigerio.
Cedió de buen grado D. Félix, porque se hallaba un poco cansado yhambriento. El señor de las Matas llamó con las palmas de la mano. Notardó en presentarse una zagala, ni hermosa ni limpia, que le servíapara aderezarle la comida, cuidar y ordeñar su única vaca, llevar elrocín á beber y darle pienso, etc., etc. Porque nuestro hidalgo no teníaotro servidor. La huerta y la pomarada él las cuidaba con sus propiashelénicas manos. Cuando necesitaba ayuda se la pedía á algún vecino quepor corto estipendio, y á veces sin él, se la prestaba.
Por eso la sala en que ahora estaba leyendo dejaba mucho que desear encuanto al aseo. Los muebles antiquísimos y polvorientos, el suelodesigual y polvoriento, los libros rugosos y polvorientos también.Poseía D. César un número considerable de volúmenes, aunque ningunohabía salido de los tórculos menos de dos siglos antes.
Pero nuestrohidalgo los amaba como si se hallasen en la frescura de su juventud.
Tardó poco la mozuela, que no se llamaba Amarilis, ni Mirtale sino Pepa,en traer un tarro de miel, un queso, pan moreno de la tierra y vino deCastilla. La miel era de las colmenas que cerca de la casa poseía D.César. Éste sostenía que era más dulce y más fragante que la del Himeto,cosa que nadie se cuidaba de poner en duda en Laviana.
Cuando el capitán hubo comido según sus deseos, que ya los tenía vivos,su primo le ayudó á beber la botella de vino blanco de la Nava, no sinantes dejar caer algunas gotas al suelo en honor de los dioses. Era sucostumbre siempre que libaba. Sorprendía un poco á los que con él sehallaban; pero D. César nunca dió explicación de este proceder, quizápor temor de que lo echasen á broma, quizá también por el desprecio realque sentía hacia los bárbaros.
Salieron por fin de casa y entraron en la huerta. Allí tuvo ocasión unavez más D.
Félix de admirar la habilidad y profundos conocimientos de suprimo en materia de horticultura. ¡Qué orden! ¡qué cuadros de colesrozagantes y frescos! ¡qué esparraguera deleitosa! ¡qué primor dealbaricoqueros y cerezos colocados en espalera!
No se hartaba el buencapitán de examinarlo todo y de hacer preguntas y preguntas, aspirandocon ansia á penetrarse de aquel arte supremo, pero bien persuadido deque jamás lo lograría. Respondía el señor de las Matas con amablecondescendencia y la misma convicción. Porque sabido de antiguo teníaque su primo era un excelente ganadero, pero nada más que medianohortelano.
De la huerta pasaron á la pomarada y aún fué mayor la alegría y laadmiración de D.
Félix al verse entre aquellos manzanos tan finos ypeinados como elegantes damiselas.
No eran como los suyos enormes,frondosos; pero en cambio soportaban en cada rama cuantas manzanaspodían, y éstas eran más fragantes y azucaradas. D. César los tratabacon una severidad inflexible que pasmaba á su primo. Les exigía siemprela misma ó mayor cantidad de fruto; y si alguno se descuidaba ó semostraba reacio, concluía por arrancarlo de cuajo y plantar otro en sulugar.
Subieron á lo más alto de la finca. En aquel paraje había construído D.César un templete circular sostenido por columnas. No eran éstas demármol desgraciadamente porque los recursos del hidalgo no loconsentían, pero estaban enjalbegadas primorosamente y de lejosproducían el mismo efecto. Desde aquel templete abierto se disfrutabauna vista deleitosa. Un gran círculo de colinas y montañas.Desparramados sobre sus faldas multitud de caseríos. En lo más alto á laizquierda la gran Peña-Mea.
En el fondo á la derecha el pueblecito deVilloria, un grupo de casas blancas donde se destacaba la iglesia y eloscuro palacio medio derruído de los marqueses de Camposagrado.
Cuando se hubieron sentado en los toscos sillones que allí había, elcapitán expuso á su primo el objeto de su visita. Quedó pensativo D.César algunos momentos. Al cabo profirió con su majestad acostumbrada:
—Nada hay para el hombre más pesado que advertir cómo le arrebatancuando menos lo imagina aquellos bienes que constituyen su dicha, elúnico recreo de sus días.
No dudo, primo querido, que será para ti asazdoloroso verte privado de esa hermosa finca donde tenías puestos tusamores, donde jugaste de niño, donde reposas de viejo, donde los árbolesque tu mano ha plantado se yerguen soberbios en el espacio, y las resesque tú criaste pacen con sosiego sus hierbas aromáticas... Pero ésta esla ley fatal del Universo. Nada hay estable en él. Un fuego esparcidopor la naturaleza lo consume y lo renueva sin cesar. «Todo corre, todomarcha, nada se detiene—dice Heráclito.—
No se baja dos veces por elmismo río.» En vano es que nuestras débiles manos quieran detener larueda de la vida. Pasaron los griegos, pasaron los romanos y pasaremosnosotros... Hace ya tiempo que siento el ruido de la ola que nos ha dearrebatar. Desde que comenzó la explotación de las minas de Langreocomprendí que nuestra vida patriarcal, nuestras costumbres sencillasiban á fenecer. Y en efecto, amado primo, te lo diré con franqueza:¡Demetria ha muerto!...
—¿Cómo que ha muerto?—exclamó el capitán alzándose con suacostumbrada presteza y dirigiendo á su primo una mirada deconsternación.—Ayer la he visto buena y sana...
—No, no es la hermosa zagala de Canzana por quien tú te interesas laque ha muerto—repuso D. César con sonrisa benévola.—Es la gloriosaDemetria, la diosa de la agricultura, la diosa que alimenta, como lallama Homero... ésa que vosotros los latinistas llamáis Ceres—añadiócon cierta inflexión desdeñosa. Demetria ha muerto y se prepara eladvenimiento de un nuevo reinado, el reinado de Plutón. Saludémosle conrespeto, ya que no con amor... ¡Con amor no! Yo no puedo amar á ese diossubterráneo que ennegrece los rostros y no pocas veces también lasconciencias.
La Arcadia ha concluído. Esta raza sencilla y belicosa denuestros campos desaparecerá en breve y será sustituída por otra criadaen el amor de las riquezas y en el orgullo. ¡Ya conozco esa raza! Laspocas veces que algún negocio me lleva á Oviedo, al atravesar la comarcade Langreo, mi pantalón de trabillas, mi frac, mi sombrero de felpa y elpobre rucio que monto excitan la risa de aquellos ricos mineros.
Desdesus viviendas suntuosas unos hombres de la nada, hijos de labriegos ymenestrales, me señalan con el dedo á sus vecinos haciendo escarnio demi figura y mi pobreza. ¡Qué vamos á hacer! La lucha es imposible, amadoprimo. Á la aristocracia sucede la plutocracia. Pero ésta pasarátambién, consolémonos con ello.
Sufre, pues, con paciencia que profanentu hermoso asilo. Eurípides lo ha dicho:
«Contra el destino y lanecesidad no existe refugio».
—¡Pero contra los bandidos y canallas existen los trabucos, y yo tengoen mi casa algunos cargados hasta la boca!—exclamó exasperado elcapitán.
No fué posible convencerle. El Sr. de las Matas se esforzó en vano entraerle á la razón representándole la inutilidad y los peligros decualquier oposición. Á todo respondía con palabras descompuestas yfuriosas, agitado por un frenesí de cólera que no le permitía ni verclaro ni hablar con coherencia. Por último, se despidió, dejando á suprimo inquieto y melancólico, y emprendió la vuelta de Entralgo en unestado de exaltación que no predecía nada bueno.
El mísero Talín volvió á sus inquietudes no tanto por advertir laexcitación de su amo como por la necesidad de pasar nuevamente porVilloria. Y en efecto, aunque procuró refugiarse entre las piernas deaquél al cruzar por delante del palacio del marqués, no le valió. Elperro del mayordomo cayó sobre él con tal ímpetu que á poco ledescuartiza. Gracias á que D. Félix le socorrió prontamente descargandorecios garrotazos en el lomo del pirata, logró escapar de sus garras. Ycuando salieron del pueblo por largo trecho el buen Talín fué resoplandounas veces, otras gimiendo, otras blasfemando en un estado de agitaciónsólo comparable al de su dueño.
El sol declinaba. El camino, más fresco y más umbrío que antes, el aireembalsamado con los aromas del campo, el dulce murmullo del río nolograban calmar á nuestro hidalgo. Pero al revolver de una de lassinuosidades de la cañada vió de pronto el rostro mofletudo de D. Priscoy súbito descendió la calma á su espíritu.
Siempre le acaecía lo mismo.La cara del párroco de Entralgo, sin saber por qué, ejercía un efectosedante bien definido sobre sus nervios. Venía éste caballero en unrucio matalón enjaezado con albarda.
—¿Hacia dónde caminamos, D. Prisco?—preguntó ya alegremente el capitánteniendo del ramal al burro.
—Villoria—manifestó aquél con su acostumbrado laconismo.
—¿Va usted á dormir allá?
—Sí. El cura está enfermo. Mañana San Roque.
—¡Ah, no recordaba! Cierto, cierto... mañana San Roque... ¿De modo quehoy no podemos echarla?
—Aguardando toda la tarde.
—Sí, sí... lo creo... No me fué posible. Tuve que hacer una visita á miprimo César—manifestó D. Félix poniéndose de nuevo sombrío.
—Si usted quiere... Aquí traigo baraja—gruñó don Prisco llevando lamano con vacilación á las alforjas.
—¡Hombre, bien!—exclamó el capitán tornando á serenarse.—Es una buenaidea...
Tres jueguecitos nada más, ¿verdad?
—Nada más—masculló el cura.
Echóse un poco hacia atrás éste hasta quedar sentado sobre el traserodel borrico, dejando un buen pedazo de albarda al descubierto. Y sobreeste pedazo á guisa de mesa colocaron la baraja y comenzaron su brisca,D. Prisco montado, el capitán en pie con los codos apoyados sobre lamontura.
Después de los tres juegos echaron otros tres y después otros tres...Otros tres en seguida... Hasta que la noche los sorprendió en taninteresante situación. Cuando ya no vieron las cartas las soltaron y sedespidieron hasta el día siguiente.
X
La torga.
N los días siguientes la cólera del capitán en vez de calmarse se fuéexacerbando de un modo imponente. No hablaba de otra cosa. El día y lanoche se los pasaba vociferando contra los mineros y especuladores,jurando, amenazando.
«Que siga, que siga ese expediente de expropiaciónforzosa. Cuando llegue el momento de que alguno de esos canallas pongael pie en Cerezangos, ya verá cómo se le recibe.» Y ya tenía formado suplan estratégico y distribuídas las fuerzas: Linón y Celesto en locimero del prado; él con Manolete en lo fondero; los dos criadospastores en el centro como fuerza de reserva. Todos los vecinos deEntralgo estaban inquietos, sacudían la cabeza con tristeza vaticinandouna catástrofe. Porque todos conocían el carácter violento, arrebatadodel capitán. No dudaban que, exasperado como estaba, pudiera cometer unaacción que ocasionase su ruina.
La Providencia no quiso que un tan bravo caballero fuese á morir en unacárcel. Se encargó de sacarle aquella espina del corazón con otra mayor.Tres días después de la visita á D. César recibió carta de su cuñadaBeatriz en que le noticiaba que su hija María había sufrido un vómito desangre. El médico no le había concedido gran importancia, pero sí habíamanifestado que urgía llevarla á Panticosa á tomar sus aguassalutíferas. Esperaban por él para acompañarla. Aquella noticia desgarrósu corazón. «¡Sí, sí; como su madre, como su hermano!» El buen hidalgosollozó cual si ya la hubiese perdido. Arregló su equipaje con presteza,dejó encargo á Regalado para que lo enviase á Oviedo en un mulo, ymontando á caballo partió él delante acompañado de su criado Manolete.
La nueva causó en la aldea dolor. Todos amaban á aquella familia ydeploraban que D. Félix quedase á su edad enteramente solo y su noblecasa sin herederos. Se habían forjado la ilusión de que la señoritaMaría casase con algún caballero de Oviedo ó Gijón y viniese áestablecerse á Entralgo y lo alegrase con tertulias y fiestas á que eratan inclinada. Pasados algunos días, el suceso trascendió á todo elconcejo y llegó á oídos de Flora que habitaba con sus abuelos un molinoapartado un tiro de carabina del pueblo de Lorío. Y así como lo supoquiso hacer una visita á su amiga D.ª Robustiana y enterarse de si eratan grave la enfermedad como la pintaban. Una tarde, después de comer yhaber terminado con todos los menesteres de la casa, se encaminó á piehacia Entralgo. Encontró al ama de gobierno muy afligida y se enteró deque D. Félix había salido ya de Oviedo para Panticosa con la señoritaMaría. La buena de D.ª Robustiana, como los demás vecinos, tampococoncebía grandes esperanzas: pensaba que la señorita estaba herida demuerte. Cuando hubieron charlado largamente, Flora se despidió de ellaprodigándole cuantos consuelos pudo. La mayordoma quería que se quedaseunos días en Entralgo, pero la joven le hizo presente que el lunes eradía de colada ó lavado en su casa y no podía aceptar la invitación. Leprometió, sin embargo, venir pronto á acompañarla.
Al salir Flora tropezó reunidas más allá del Barrero, en el camino quedomina la vega, á las tres sabias del lugar, la tía Jeroma, madre delglorioso Bartolo, Elisa y la vieja Rosenda. Departían según sucostumbre, fumando cigarrillos envueltos en hojas de maíz y sentadas enel suelo orilla del camino. Al verla se alzaron muy solícitas y lehablaron con agasajo inusitado. Se enteraron de las noticias que habíade D. Félix y su hija y las comentaron largamente, con la garruleríabien sabida de las comadres.
Flora se despidió al cabo. Cuando se huboapartado unos pasos Elisa la llamó.
—Florita.
—¿Qué decías?
—¿Ves esa hermosa tierra que tanto produce?—manifestó con sonrisamaliciosa apuntando á la Vega sembrada de maíz que se extendía debajodel camino.—Pues más tarde ó más temprano será tuya.
—¿Mía?
—Sí, tuya... Y cuando lo sea, acuérdate de estas pobrecitas amigas y noles subas la renta.
Las otras dos mujerucas le clavaban igualmente sus ojos sonrientes,maliciosos.
Flora entendió y una ola de sangre le subió al rostro y le apretó lagarganta. Ella, tan charlatana, no pudo proferir una palabra. Volvióserápidamente y se alejó á paso vivo.
El rubor no la dejó en todo el camino. Marchaba en un estado deconfusión y vergüenza que la impedía ver el suelo que pisaba. De vez encuando sus labios se movían murmurando:
—¡Qué brujas, Dios mío, qué brujas!
Pero debajo de aquella vergüenza latía un pensamiento dulce másvergonzoso aún.
Y Flora, que era una excelente muchacha, hacía esfuerzosinútiles por sofocarlo, por volverlo al infierno, de donde sin dudahabía salido.
Era sábado. Á la noche, luego que hubieron cenado, se puso á limpiar yfrotar los utensilios de la cocina mientras su abuela devanaba en elargadillo algunas madejas de hilo y su abuelo componía una nasa demimbre para pescar truchas en la presa del molino. Éste se componía decuatro estancias separadas por tabiques de varas de avellanoentrelazadas y recubiertas de cal y arena; una mucho más grande que lasotras, donde rodaban las tres muelas dentro de sendos cajones de madera;la cocina, de menor tamaño, pero también grande, y dos pequeñosdormitorios. En la ventanita de uno de ellos, el destinado á Flora, sonóun golpe. Levantaron los tres la cabeza con sorpresa, pero observandoque no repetían, la bajaron otra vez. Imaginaron que sería el viento. Alcabo de un rato sonó otro golpe. Entonces Flora se dirigió resuelta á sucuarto y preguntó:
—¿Quién anda ahí?
—Soy yo, Flora—respondió la voz de Jacinto de Fresnedo.—¿Puedesabrir?
La joven tardó unos instantes en contestar como si vacilara.
—Perdona, Jacinto. Nos íbamos en este momento á acostar, porque ya esun poco tarde.
—¡Niña!—exclamó desde la cocina el abuelo.—Eso no está puesto enrazón. En mi tiempo nunca se dejó marchar á un mozo que viene de lejossin convidarle á descansar.
Abre á ese muchacho.
Flora atravesó la estancia de los molares y abrió la puerta que sehallaba en el fondo.
Jacinto tardó unos segundos en acudir porque tuvoque dar la vuelta al edificio. Flora le condujo sin despegar los labiosá la cocina.
—Santas noches, tía Blasa. Dios le guarde, tío Lalo.
Los viejos recibieron con agrado al joven porque les gustaba y tenían enestima á su familia. Se informaron de ella con interés: también delganado. Jacinto les notició que la Pinta había parido hacía tres días unjato. El tío Lalo torció el hocico: aquella vaca no les daba más quebecerros.
—Es verdad—repuso Jacinto,—pero en cambio la Morica ya nos dió tresjatas seguidas y váyase lo uno por lo otro.
El joven se sentó enfrente de los viejos al otro extremo de la cocina enuna tajuela dejando en el medio el lar sobre el cual ya no había fuego.Flora después de vacilar un poco vino á sentarse á su lado.
—¿Habéis metido ya toda la yerba en la tenada?—preguntó el tío Lalo.
—Está toda dentro desde el miércoles.
—¿Mucha?
—Poca, poca. Nuestro terreno es de secano y este año ha caído pocaagua.
—Verdad. Pero en ese terreno cunde mejor la avellana que en el nuestro.Estoy en fe que tu padre no apañó menos este año de diez ó doce cargas.
—Diga usted quince, tío Lalo, y dirá la verdad—replicó el chicosonriendo triunfalmente.
—¡Lo ves tú!
El tío Lalo se puso á loar las tierras de secano por lo mismo que lassuyas eran de regadio.
Al cabo, observando que Jacinto tenía deseos de hablar aparte con Flora,cerró la boca y siguió componiendo la nasa mientras la abuela hacíarodar el argadillo también en silencio.
El mozo de Fresnedo murmuró algunas frases al oído de la joven con sutimidez acostumbrada. Flora le respondió con displicencia, con mayordisplicencia de la que solía usar con él, aunque siempre había usadobastante. Jacinto quedó confuso. Tornó á hablarle y ella á responderlecon igual aspereza. Entonces permaneció silencioso. Al cabo de algunosmomentos Flora le interpeló con violencia acerca de su visita nocturnaen Entralgo. Aquello estaba muy mal hecho. Debía de comprender que nohallándose en su casa era indecente el ir á llamar de noche al balcón desu cuarto. D.
Félix lo había oído y salió pensando que era un ladrón.Todos en la casa se levantaron; un verdadero escándalo. Aquello no se loperdonaba.
Jacinto oyó la filípica estupefacto. Negó rotundamente que hubieraestado en Entralgo ni menos que se hubiera atrevido á llamar en elbalcón de su cuarto. Flora no quiso creerlo. Sin embargo, tanto juró yperjuró y tan sofocado se puso que la irritada zagala no pudo menos derendirse al calor de sus palabras, aunque quedándole todavía algunaduda. Guardaron silencio prolongado. Jacinto con la cabeza baja y elsemblante triste jugaba con su garrote esparciendo las cenizas del lar.Flora con la cabeza baja también y el rostro ceñudo enredaba con sudelantal haciéndole pliegues. Al cabo de largo rato, sin levantar losojos y conmovido, habló el mancebo de este modo:
—Bien lo veo, Flora; bien lo veo hace tiempo. Para ti yo no soy nada;soy menos que una castaña pilonga ó que una cereza negra. Por más quetrabajo para darte gusto, para que me mires con algún apego, no puedo,en verdad, lograrlo. Ni te agrada ninguna de mis palabras ni reparassiquiera en las penas que por ti estoy pasando. Si te digo algo de loque aquí dentro del pecho tengo, sueltas á reir como una loca y cambiasen seguida la conversación. Si me ves con claveles prendidos á lamontera (que sólo para ti los prendo yo), entornas los ojos á otro ladocomo si no quisieras verlos porque yo no te los ofrezca. Si te traigo dela romería rosquillas no las quieres; si te doy un puñado de avellanaslas tomas por compromiso, cascas una entre los dientes y das las otras álas amigas... En fin, que mi persona te apesta y mis palabras te cansan,más que el chillar de un carro... Si quieres que no venga más por aquídílo de una vez y no volveré. Ni me verás más en las romerías á tulado, ni te sacaré á bailar, ni volveré á plantar el ramo delante de tuventana la noche de San Juan... Y si también lo mandas no volveré ádecirte siquiera ¡adiós, Flora! cuando pases á mi vera. Pasaré cerca deti como si no te conociese, aunque el corazón me quiera salir por laboca. Ni sufrirás tampoco mucho tiempo la pena de encontrarme por estatierra. Allá en la Habana tengo un tío que es hermano de mi madre y queya escribió muchas veces para que fuese con él alguno de nosotros. Puesbien, en el mes de Octubre, después que ayude á mi padre á cortar elmaíz y sacudir la castaña, me embarcaré en Gijón y no me verás más...¡nunca más!... El pobre Jacinto allá morirá solo y sin consuelo... Túcásate, cásate, Flora, cásate con un mozo más guapo, más rico que yo, yque Dios te haga con él muy feliz... Pero cuando vayas á la iglesia y tearrodilles delante del Cristo de la Misericordia, acuérdate del pobreJacinto que tanto te quiso y reza por su alma un padrenuestro... <