La Bodega by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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VICENTE BLASCO IBÁÑEZ

LA BODEGA

—NOVELA—

19.000

F. SEMPERE Y COMPAÑÍA, EDITORES

Isabel la Católica, 5

Salas, 4 (Sucursal)

VALENCIA

MADRID

Imp. de la Casa Editorial F. Sempere y Comp.a—VALENCIA Capítulos:I, II, III, IV, V, VI,

VII, VIII, IX, X

I

Apresuradamente, como en los tiempos que llegaba tarde a la escuela,entró Fermín Montenegro en el escritorio de la casa Dupont, la primerabodega de Jerez, conocida en toda España;

«Dupont Hermanos», dueños delfamoso vino de Marchamalo, y fabricantes del cognac cuyos méritos sepregonan en la cuarta plana de los periódicos, en los rótulosmulticolores de las estaciones de ferrocarril, en los muros de las casasviejas destinados a anuncios y hasta en el fondo de las garrafas de aguade los cafés.

Era lunes, y el joven empleado llegaba al escritorio con una hora deretraso. Sus compañeros apenas levantaron la vista de los papeles cuandoél entró, como si temieran hacerse cómplices con un gesto, con unapalabra, de esta falta inaudita de puntualidad.

Fermín miró coninquietud el vasto salón del escritorio y se fijó después en undespacho contiguo, donde en medio de la soledad alzábase majestuoso un bureau de lustrosa madera americana.

«El amo» no había llegado aún. Yel joven, más tranquilo ya, sentose ante su mesa y comenzó a clasificarlos papeles, ordenando el trabajo del día.

Aquella mañana encontraba al escritorio algo de nuevo, deextraordinario, como si entrase en él por vez primera, como si nohubiesen transcurrido allí quince años de su vida, desde que leaceptaron como zagal para llevar cartas al correo y hacer recados, envida de don Pablo, el segundo Dupont de la dinastía, el fundador delfamoso cognac que abrió «un nuevo horizonte al negocio de las bodegas»,según decían pomposamente los prospectos de la casa hablando de él comode un conquistador; el padre de los «Dupont Hermanos» actuales, reyes deun estado industrial formado por el esfuerzo y la buena suerte de tresgeneraciones.

Fermín nada veía de nuevo en aquel salón blanco, de una blancura depanteón, fría y cruda, con su pavimento de mármol, sus paredes estucadasy brillantes, sus grandes ventanales de cristal mate, que rasgaban elmuro hasta el techo, dando a la luz exterior una láctea suavidad. Losarmarios, las mesas y las taquillas de madera oscura, eran el único tonocaliente de este decorado que daba frío. Junto a las mesas, loscalendarios de pared ostentaban grandes imágenes de santos y de vírgenesal cromo. Algunos empleados, abandonando toda discreción, para halagaral amo, habían clavado junto a sus mesas, al lado de almanaques inglesescon figuras modernistas, estampas de imágenes milagrosas, con su oraciónimpresa al pie y la nota de indulgencias. El gran reloj, que desde elfondo del salón alteraba el silencio con sus latidos, tenía la forma deun templete gótico, erizado de místicas agujas y pináculos medioevales,como una catedral dorada de bisutería.

Esta decoración semirreligiosa de una oficina de vinos y cognacs era loque despertaba cierta extrañeza en Fermín, después de haberla vistodurante muchos años. Persistían aún en él las impresiones del díaanterior. Había permanecido hasta hora muy avanzada de la noche con donFernando Salvatierra, que volvía a Jerez después de ocho años dereclusión en un presidio del Norte de España. El famoso revolucionariovolvía a su tierra modestamente, sin alarde alguno, como si los añostranscurridos los hubiese pasado en un viaje de recreo.

Fermín le encontraba casi igual que la última vez que le vio, antes demarchar él a Londres para perfeccionar sus estudios de inglés. Era eldon Fernando que había conocido en su adolescencia; igual voz paternal ysuave, la misma sonrisa bondadosa; los ojos claros y serenos, lacrimosospor la debilidad, brillando tras unas gafas ligeramente azuladas. Lasprivaciones del presidio habían encanecido sus cabellos rubios en lassienes y blanqueado su barba rala, pero el gesto sereno de la juventudseguía animando su rostro.

Era un «santo laico», según confesaban sus adversarios.

Nacido dossiglos antes, hubiese sido un religioso mendicante preocupado por eldolor ajeno y tal vez habría llegado a figurar en los altares. Mezcladoen las agitaciones de un período de luchas, era un revolucionario. Seconmovía con el lloro de un niño: desprovisto de todo egoísmo, no habíaacción que considerase indigna para auxiliar a los desgraciados, y, sinembargo, su nombre producía escándalo y temor en los ricos, y lebastaba, en su existencia errante, mostrarse algunas semanas enAndalucía, para que al momento se alarmasen las autoridades y seconcentrara la fuerza pública. Iba de un lado a otro como un Asheverusde la rebeldía, incapaz de hacer daño por sí mismo, odiando laviolencia, pero predicándola a los de abajo como único medio desalvación.

Fermín recordaba su última aventura. Estaba él en Londres cuando leyó laprisión y la sentencia de Salvatierra. Había aparecido en la campiña deJerez, cuando los trabajadores del campo acababan de iniciar una de sushuelgas.

Su presencia entre los rebeldes fue el único delito. Le prendieron, y alinterrogarle el juez militar, se negó a jurar por Dios. La sospecha decomplicidad en la huelga y su irreligiosidad inaudita bastaron paraenviarle a presidio. Fue una injusticia que el miedo social se permitiócon un ser peligroso. El juez le abofeteó durante un interrogatorio, ySalvatierra, que de joven se había batido en las insurrecciones delperíodo revolucionario, limitose, con una serenidad evangélica, a pedirque pusieran en observación al violento juez, pues debía sufrir unaenfermedad mental.

En el presidio, sus costumbres habían causado asombro.

Dedicado porafición al estudio de la Medicina, servía de enfermero a los presos,dándoles su comida y sus ropas. Iba haraposo, casi desnudo; cuanto leenviaban sus amigos de Andalucía pasaba inmediatamente a poder de losmás desgraciados. Los guardianes, viendo en él al antiguo diputado, alagitador famoso que en el período de la República se había negado a serministro, le llamaban don Fernando, con instintivo respeto.

—Llamadme Fernando a secas—decía con sencillez.—

Habladme de tú, comoyo os hablo. No somos más que hombres.

Al llegar a Jerez, después de permanecer algunos días en Madrid entrelos periodistas y los antiguos compañeros de vida política, que lehabían conseguido el indulto sin hacer caso de su resistencia aaceptarlo, Salvatierra se dirigió en busca de los amigos que aún lerestaban fieles. Había pasado el domingo en una pequeña viña que teníacerca de Jerez un corredor de vinos, antiguo compañero de armas delperíodo de la Revolución.

Todos los admiradores habían acudido alenterarse del regreso de don Fernando. Llegaban viejos arrumbadores delas bodegas, que de muchachos habían marchado a las órdenes deSalvatierra por las asperezas de la inmediata serranía, disparando suescopeta por la República Federal: jóvenes braceros del campo queadoraban al don Fermín de la segunda época, hablando del reparto de lastierras y de los absurdos irritantes de la propiedad.

Fermín también había ido a ver al maestro. Recordaba sus años de lainfancia; el respeto con que oía a aquel hombre, admirado por su padre yque durante largas temporadas vivió en su casa. Sentía agradecimiento alrecordar la paciencia con que le había enseñado a leer y escribir, cómole había dado las primeras lecciones de inglés y cómo le inculcó las másnobles aspiraciones de su alma; aquel amor a la humanidad en que parecíaarder el maestro.

Al verle tras su largo cautiverio, don Fernando le estrechó la mano, sinla más leve emoción, como si se hubiesen encontrado poco antes, y lepreguntó por su padre y su hermana con voz suave y gesto plácido. Era elhombre de siempre, insensible para el dolor propio, conmovido ante elsufrimiento de los demás.

Toda la tarde y gran parte de la noche permaneció en la casita de laviña el grupo de amigos de Salvatierra. El dueño, rumboso y entusiasmadopor la vuelta del grande hombre, sabía obsequiar a la reunión. Las cañasde color de oro circulaban a docenas sobre la mesa cubierta de platos deaceitunas, lonchas de jamón y otros comestibles que servían de pretextopara desear el vino.

Todos lo saboreaban entre palabra y palabra, con laprodigalidad en el beber propia de la tierra. Al cerrar la noche muchosse mostraban perturbados: únicamente Salvatierra estaba sereno. Él sólobebía agua, y en cuanto a comer, se resistió a tomar otra cosa que unpedazo de pan y otro de queso. Esta era su comida dos veces al día desdeque salió de presidio, y sus amigos debían respetarla. Con treintacéntimos tenía lo necesario para su existencia. Había decidido quemientras durase el desconcierto social y millones de semejantesperecieran lentamente por la escasez de alimentación, él no teníaderecho a más.

¡Oh, la desigualdad! Salvatierra se enardecía, abandonaba su flemabondadosa al pensar en las injusticias sociales. Centenares de miles deseres morían de hambre todos los años. La sociedad fingía no saberlo,porque no caían de repente en medio de las calles como perrosabandonados; pero morían en los hospitales, en

sus

tugurios,

víctimas

enapariencia

de

diversas

enfermedades; pero en el fondo, ¡hambre! ¡todohambre!... ¡Y

pensar que en el mundo había reservas de vida para todos!¡Maldita organización que tales crímenes consentía!...

Y Salvatierra, ante el silencio respetuoso de sus amigos, hacía elelogio del porvenir revolucionario, de la sociedad comunista, ensueñogeneroso, en la cual los hombres encontrarían la felicidad material y lapaz del alma. Los males del presente eran una consecuencia de ladesigualdad. Las mismas enfermedades eran otra consecuencia. En lofuturo, el hombre moriría por el desgaste de su máquina, sin conocer elsufrimiento.

Montenegro, escuchando a su maestro, evocaba uno de los recuerdos de sujuventud, una de las paradojas más famosas de don Fernando, antes de queéste fuera al presidio y él partiese para Londres.

Salvatierra hablaba en un mitin explicando a los obreros lo que sería lasociedad del porvenir. ¡No más opresores y falsarios!

Todas lasdignidades y profesiones del presente habían de desaparecer. Quedaríansuprimidos los sacerdotes, los guerreros, los políticos, los abogados...

—¿Y los médicos?—preguntó una voz desde el fondo de la sala.

—Los médicos también—afirmó Salvatierra con su fría tranquilidad.

Hubo un murmullo de asombro y extrañeza, como si el público que leadmiraba fuese a reírse de él.

—Los médicos también, porque el día que triunfe nuestra revolución seacabarán las enfermedades.

Y como presintiese que iba a estallar una carcajada de incredulidad, seapresuró a añadir:

—Se acabarán las enfermedades, porque las que ahora existen son porhaber hecho ostentación de la riqueza, comiendo más de lo que necesitael organismo, o por comer menos la pobreza de lo que exige elsostenimiento de su vida. La nueva sociedad, repartiendo

equitativamentelos

medios

de

subsistencia,

equilibrará la vida suprimiendo lasenfermedades.

Y el revolucionario ponía tal convicción, tal fe en sus palabras, queestas y otras paradojas imponían silencio, siendo acogidas por loscreyentes con el mismo respeto que las simples turbas medioevalesescuchaban al apóstol iluminado que les anunciaba el reinado de Dios.

Los compañeros de armas de don Fernando recordaban el período heroico desu vida, las partidas en la Sierra, dando cada uno gran abultamiento asus hazañas y penalidades, con el espejismo del tiempo y de laimaginación meridional, mientras el antiguo jefe sonreía como siescuchase el relato de juegos infantiles. Aquella había sido la épocaromántica de su existencia. ¡Luchar por formas de gobierno!... En elmundo había algo más. Y Salvatierra recordaba su desilusión en la cortaRepública del 73, que nada pudo hacer, ni de nada sirvió.

Suscompañeros de la Asamblea, que cada semana tumbaban un gobierno ycreaban otro para entretenerse, habían querido hacerle ministro.¿Ministro él? ¿Y para qué? Únicamente lo hubiese sido para evitar que enMadrid hombres, niños y mujeres durmieran a la intemperie en las nochesde invierno, refugiándose en los quicios de las puertas y en losrespiraderos de las cuadras, mientras permanecían cerrados e inserviblesen el paseo de la Castellana los grandes hoteles de la gente rica,hostil al gobierno, que se había trasladado a París cerca de losBorbones para trabajar por su restauración. Pero este programaministerial no había gustado a nadie.

Después, los amigos, al remontarse en su memoria hasta lasconspiraciones en Cádiz, antes de la sublevación de la escuadra, habíanrecordado a la madre de Salvatierra... ¡Mamá!

Los ojos delrevolucionario se mostraron más lacrimosos y brillantes detrás de lasgafas azuladas. ¡Mamá!... Su gesto, sonriente y bondadoso, se borró bajouna contracción de dolor.

Era su única familia, y había muerto mientrasél permanecía en el presidio. Todos estaban acostumbrados a oírle hablarcon infantil sencillez de aquella buena anciana, que no tenía unapalabra de reproche para sus audacias y encontraba aceptables susprodigalidades de filántropo, que le hacían volver a casa medio desnudosi encontraba un compañero falto de ropa.

Era como las madres de lossantos de la leyenda cristiana, cómplices sonrientes de todas lasgenerosas locuras y disparatados desprendimientos de sus hijos. «Esperadque avise a mamá, y soy con vosotros», decía horas antes de unaintentona revolucionaria, como si esta fuese su única precauciónpersonal.

Y mamá había visto sin protesta cómo en estas empresas segastaba la modesta fortuna de la familia, y le seguía a Ceuta cuando leindultaban de la pena de muerte por la de reclusión perpetua; siempreanimosa y sin permitirse el más leve reproche, comprendiendo que la vidade su hijo había de ser así forzosamente, no queriendo causarlemolestias con inoportunos consejos, orgullosa, tal vez, de que suFernando arrastrase a los hombres con la fuerza de los ideales yasombrara a los enemigos con su virtud y su desinterés. ¡Mamá!... Todoel cariño de célibe, de hombre que, subyugado por una pasiónhumanitaria, no había tenido ocasión de fijarse en la mujer, loconcentraba Salvatierra en su animosa vieja. ¡Y ya no vería más a mamá!¡no encontraría aquella vejez que le rodeaba de mimos maternales como siviese en él un eterno niño!...

Quería ir a Cádiz para contemplar su tumba: la capa de tierra que leocultaba a mamá para siempre. Y había en su voz y en su mirada algo dedesesperación; la tristeza de no poder aceptar el engaño consolador deotra vida; la certidumbre de que más allá de la muerte se abría laeterna noche de la nada.

La tristeza de su soledad le hacía agarrarse con nueva fuerza a susentusiasmos de rebelde. Dedicaría lo que le restaba de existencia a susideales. Por segunda vez le sacaban de presidio y volvería a él siempreque los hombres quisieran. Mientras se mantuviera de pie, pelearíacontra la injusticia social.

Y las últimas palabras de Salvatierra, de negación para lo existente, deguerra a la propiedad y a Dios, tapujo de todas las iniquidades delmundo, zumbaban aún en los oídos de Fermín Montenegro, cuando a lamañana siguiente ocupó su puesto en la casa Dupont. La diferenciaradical entre el ambiente casi monástico del escritorio, con susempleados silenciosos, encorvados junto a las imágenes de los santos, yaquel grupo que rodeaba a Salvatierra de veteranos de la revoluciónromántica y jóvenes combatientes de la conquista del pan, turbaba aljoven Montenegro.

Conocía de antiguo a todos sus compañeros de oficina, su ductilidad anteel carácter imperioso de don Pablo Dupont, el jefe de la casa. Él era elúnico empleado que se permitía cierta independencia, sin duda por elafecto que la familia del jefe profesaba a la suya. Dos empleadosextranjeros, uno francés y otro

sueco,

eran

tolerados

como

necesariospara

la

correspondencia extranjera; pero don Pablo les mostraba ciertodespego, al uno por su falta de religiosidad y al otro por ser luterano.Los demás empleados, que eran españoles, vivían sujetos a la voluntaddel jefe, cuidándose, más que de los trabajos de la oficina, de asistira todas las ceremonias religiosas que organizaba don Pablo en la iglesiade los Padres Jesuitas.

Montenegro temía que su jefe supiera a aquellas horas dónde había pasadoel domingo. Conocía las costumbres de la casa: el espionaje a que sededicaban los empleados para ganarse el afecto de don Pablo. Variasveces notó que don Ramón, el jefe de la oficina y director de lapublicidad, le miraba con cierto asombro. Debía estar enterado de lareunión; pero a éste no le tenía miedo. Conocía su pasado: su juventud,transcurrida en los bajos fondos del periodismo de Madrid, batallandocontra todo lo existente, sin conquistar un mendrugo de pan para lavejez, hasta que, cansado de la lucha, acosado por el hambre, y bajo elpesimismo del fracaso y la miseria, se había refugiado en el escritoriode Dupont para redactar los anuncios originales y los pomposos catálogosque popularizaban los productos de la casa.

Don Ramón, por sus anunciosy sus alardes de religiosidad, era la persona de confianza de Dupont elmayor; pero Montenegro no le temía, conociendo las creencias del pasadoque aún perduraban en él.

Más de media hora pasó el joven examinando sus papeles, sin dejar demirar, de vez en cuando, al vecino despacho, que seguía desierto. Comosi quisiera retardar el momento de ver a su jefe, buscó un pretexto parasalir del escritorio y cogió una carta de Inglaterra.

—¿Adónde vas?—preguntó don Ramón viéndole salir del escritorio,después de haber llegado con tanto retraso.

—Al depósito de las referencias. Tengo que explicar el pedido.

Y salió del escritorio para internarse en las bodegas, que formaban casiun pueblo, con su agitada población de arrumbadores, mozos de carga ytoneleros, trabajando en las explanadas, al aire libre o en las galeríascubiertas, entre las filas de barricas.

Las bodegas de Dupont ocupaban todo un barrio de Jerez.

Eranaglomeraciones de techumbres que cubrían la pendiente de una colina,asomando entre ellas la arboleda de un gran jardín.

Todos los Dupontshabían ido añadiendo nuevas construcciones a la antigua bodega, conformese agrandaban sus negocios, convirtiéndose a las tres generaciones, elprimitivo y modesto cobertizo, en una ciudad industrial, sin humo, sinruido, plácida y sonriente bajo el cielo azul cargado de luz, con lasparedes de una blancura nítida y creciendo las flores entre los tonelesalineados en las grandes explanadas.

Fermín pasó frente a la puerta de lo que llamaban el Tabernáculo, unpabellón ovalado, con montera de cristales, inmediato al cuerpo deedificio donde estaban el escritorio y la oficina de expedición. El Tabernáculo contenía lo más selecto de la casa. Una fila de tonelesderechos ostentaba en sus panzas de roble los títulos de los famososvinos que sólo se dedicaban al embotellado; líquidos que brillaban contodos los tonos del oro, desde el resplandor rojizo del rayo de sol alreflejo pálido y aterciopelado de las joyas antiguas: caldos de suavefuego que, aprisionados en cárceles de cristal, iban a derramarse en elambiente brumoso de Inglaterra o bajo el cielo noruego de borealesesplendores. En el fondo del pabellón, frente a la puerta, estaban loscolosos de esta asamblea silenciosa e inmóvil; los Doce Apóstoles,barricas enormes de roble tallado y lustroso como si fuesen muebles delujo; y, presidiéndolos, el Cristo, un tonel con tiras de robleesculpidas en forma de racimos y pámpanos, como un bajo-relieve báquicode un artista ateniense.

En su panza dormía una oleada de vino; treintay tres botas, según constaba en los registros de la casa, y el gigante,en su inmovilidad, parecía orgulloso de su sangre, que bastaba parahacer perder la razón a todo un pueblo.

En el centro del Tabernáculo, sobre una mesa redonda, mostrábanseformadas en círculo todas las botellas de la casa, desde el vino, casifabuloso, viejo de un siglo, que se vende a treinta francos para lasfiestas tormentosas de archiduques, grandes-duques y famosas cocottes,hasta el Jerez popular que envejece tristemente en los escaparates delas tiendas de comestibles y ayuda al pobre en sus enfermedades.

Fermín echó una mirada al interior del Tabernáculo. Nadie.

Los tonelesinmóviles, hinchados por la sangre ardorosa de sus vientres, con elpintarrajeo de sus marcas y escudos, parecían viejos ídolos rodeados deuna calma ultraterrena. La lluvia de oro del sol, filtrándose al travésde los cristales de la cubierta, formaba en torno de ellos un nimbo deluz irisada. El roble tallado y oscuro parecía reír con los temblonescolores del rayo de sol.

Montenegro siguió adelante. Las bodegas de Dupont formaban unescalonamiento de edificios. De unos a otros extendíanse las explanadas,y en ellas alineaban los arrumbadores las filas de toneles para que loscaldease el sol. Era el vino barato, el Jerez ordinario, que paraenvejecerse rápidamente era expuesto al calor solar. Fermín recordaba lasuma de tiempo y trabajo necesarios para producir un buen Jerez. Diezaños eran precisos para criar el famoso vino: diez fermentacionesfuertes se necesitaban para que se formase, con el perfume selvático yel ligero sabor de avellana que ningún otro vino podía copiar. Pero lasnecesidades de la concurrencia mercantil, el deseo de producir barato,aunque fuese malo, obligaba a apresurar el envejecimiento del vino,poniéndolo al sol para acelerar su evaporación.

Montenegro, pasando por los tortuosos senderos que formaban las filas detoneles, llegó a la bodega de los Gigantes, el gran depósito de lacasa; el almacén inmenso de los caldos antes de adquirir éstos forma ynombre, el Limbo de los vinos, donde se agitaban sus espíritus en lavaguedad de lo indeterminado. Hasta la alta techumbre llegaban los conospintados de rojo con aros negros; torreones de madera semejantes a lasantiguas torres de asedio; gigantes que daban su nombre al departamentoy contenían cada uno en sus entrañas más de setenta mil litros.

Bombasmovidas a vapor trasegaban los líquidos, mezclándolos.

Las mangas degoma iban de uno a otro gigante como tentáculos absorbentes que chupabanla esencia de su vida. El estallido de una de estas torres podía inundarde pronto con mortal oleada todo el almacén, ahogando a los hombres queconversaban al pie de los conos. Saludaron los trabajadores aMontenegro, y éste, por una puerta lateral de la bodega de los Gigantes, pasó a la llamada «de Embarque», donde estaban los vinos sinmarca para la imitación de todos los tipos.

Era una nave grandiosa con la bóveda sostenida por dos filas depilastras. Junto a éstas alineábanse los toneles en tres hilerassuperpuestas, formando calles.

Don Ramón, el jefe del escritorio, recordando sus antiguas aficiones,comparaba la bodega de embarque con la paleta de un pintor. Los vinoseran colores sueltos: pero llegaba el técnico, el encargado de lascombinaciones, y cogiendo un poco de aquí y otro de allá, creaba elMadera, el Oporto, el Marsala, todos los vinos del mundo, imitados conarreglo a la petición del comprador.

Esta era la parte de la bodega de los Dupont dedicada al engañoindustrial. Las necesidades del comercio moderno obligaban a losmonopolizadores de uno de los primeros vinos del mundo, a intervenir enestos amaños y combinaciones, que constituían con el cognac la mayorexportación de la casa. En el fondo de la bodega de embarque estaba elcuarto de las referencias, «la biblioteca de la casa», como decíaMontenegro.

Una anaquelería con puertas de cristales guardaba alineadosen compactas filas miles y miles de pequeños frascos, cuidadosamentetapados, cada uno con su etiqueta, en la que se consignaba una fecha.Esta aglomeración de botellas era como la historia de los negocios de lacasa. Cada frasco guardaba la muestra de un envío; la referencia de unlíquido fabricado con arreglo al deseo del consumidor. Para que serepitiera la remesa no tenía el cliente más que recordar la fecha, y elencargado de las referencias buscaba la muestra, elaborando de nuevoel líquido.

La bodega de embarque contenía cuatro mil botas de distintos vinos paralas combinaciones. En un cuarto lóbrego, sin otra luz que un ventanillocerrado por un vidrio rojo, estaba la cámara oscura. Allí el técnicoexaminaba, al través del rayo luminoso, la copa de vino del barrilrecién abierto.

Con arreglo a las referencias o a la nota enviada del escritorio,combinaba el nuevo vino con los diversos líquidos y después marcaba conclarión en las caras de los toneles el número de jarras que había queextraer de cada uno para formar la mixtura. Los arrumbadores, mocetonesfornidos, en cuerpo de camisa, arremangados y con la amplia faja negrabien ceñida a los riñones, iban de un lado a otro con sus jarras demetal, trasegando los vinos de la combinación al tonel nuevo del envío.

Montenegro conocía desde su niñez al técnico de la bodega de embarque.Era el empleado más antiguo de la casa. Había alcanzado a ver en suniñez al primer Dupont, fundador del establecimiento. El segundo lehabía tratado como a compañero, y al actual jefe, a Dupont el joven, lohabía tenido en sus brazos, uniéndose al tuteo de la confianza paternalel miedo que le inspiraba don Pablo con su carácter imperioso de dueño aestilo antiguo.

Era un viejo que parecía hinchado por el ambiente de la bodega. Su piel,surcada por las arrugas, tenía el brillo de una eterna humedad, como siel vino volatilizado penetrase por todos sus poros y se escurriese porel borde de su bigote en forma de lágrimas.

Aislado en su bodega, obligado al silencio por los largos encierros enla cámara oscura, sentía la comezón de hablar cuando se presentabaalguno del escritorio, especialmente Montenegro, que, lo mismo que él,podía tenerse por hijo de la casa.

—¿Y tu padre?—preguntó a Fermín.—Siempre en la viña,

¿eh?... Allí seestá mejor que en esta cueva húmeda. De seguro que vivirá más años queyo.

Y al fijarse en el papel que le ofrecía Montenegro, hizo un mohín dedisgusto.

—¡Otro

encarguito!—exclamó

irónicamente.—¡Vino

combinado para elembarque!... Bien van los negocios, señor Dios. Antes éramos la primeracasa del mundo, la única, por nuestros vinos y n