La Bodega by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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propiedad,

sin

esa

independenciaenfurruñada del pequeño labrador que tiene la tierra por suya.

Además, el señor Fermín se sentía ligado por todo el resto de suexistencia a la familia Dupont. Había visto a don Pablo en pañales, yaunque le trataba con el respeto que imponía su carácter imperioso, erasiempre para él un niño, acogiendo con bondad paternal todas susrarezas.

El capataz había tenido en su vida un período de dura miseria.

De jovenfue viñador, gozando de la buena época; aquella de la ida al trabajo encalesín y de la cava con zapatos de charol, de la que hablabamelancólicamente el viejo bodeguero de la casa Dupont.

La abundancia hacía generosos a los trabajadores de tales tiempos;pensaban en cosas altas que no acertaban a definir, pero cuya grandezapresentían confusamente. Además, la nación entera estaba de revuelta. Acorta distancia de Jerez, en el mar invisible cuyas brisas llegabanhasta las viñas, los barcos del gobierno habían disparado sus cañonespara anunciar a la reina que debía abandonar su trono. El tiroteo deAlcolea, al otro extremo de Andalucía, despertaba a toda España; «laraza espúrea» había huido: la vida era mejor y el vino parecía más buenoal pensar (¡consoladora ilusión!) que cada uno poseía una pequeña partede aquél poder retenido antes por una sola persona. Además, ¡qué demúsicas arrulladoras para el pobre!,

¡qué de elogios y adulaciones alpueblo que meses antes no era nada y ahora lo era todo!

El señor Fermín se conmovía recordando esta época feliz, que fue la desu matrimonio con la pobre mártir, como él llamaba a su difunta mujer.Se reunían los compañeros de trabajo en las tabernas todas las noches,para leer los papeles públicos, y la caña de vino circulaba sin miedo,con la largueza del jornal abundante y bien retribuido. Un ruiseñorvolaba infatigable de plaza en plaza, teniendo por bosques las ciudades,y su música divina volvía locas a las gentes, haciéndolas pedir a gritosla República... pero Federal, ¿eh?... Federal o nada. Los discursos deCastelar leídos en las reuniones nocturnas, con sus maldiciones alpasado y sus himnos a la madre, al hogar, a todas las ternuras queemocionan el alma simple del pueblo, hacían caer más de una lágrima enlas copas de vino. Luego, cada cuatro días, llegaba impresa en hojasuelta, con renglones cortos, alguna de las cartas que «el ciudadanoRoque Barcia dirigía a sus amigos», con frecuentes exclamaciones de«óyeme bien, pueblo», «acércate, pobre, y compartiré tu frío y tuhambre», que enternecían a los viñadores, haciéndoles tener granconfianza en un señor que les trataba con esta fraternal simpleza. Ypara desengrasarse

de

tanto

lirismo,

de

tanta

Historia

comprimida,repetían las frases ingeniosas del patriarcal Orense, los chistes delmarqués de Albaida, ¡un marqués que estaba con ellos, con los viñadoresy los gañanes, acostumbrados a respetar con cierto temor supersticioso,como seres nacidos en otro planeta, a los aristócratas poseedores delsuelo andaluz!...

El santo respeto a la jerarquía, heredado de los abuelos e ingeridohasta lo más profundo de su alma por largos siglos de servidumbre,influía en el entusiasmo de estos ciudadanos que hablaban a todashoras de la igualdad.

Lo que más halagaba al señor Fermín en sus entusiasmos juveniles, era lacategoría social de los jefes revolucionarios.

Ninguno era jornalero, yesto lo apreciaba él como un mérito de las nuevas doctrinas. Los másilustres defensores de «la idea» en Andalucía salían de las clases queél respetaba con atávica adhesión. Eran señoritos de Cádiz,acostumbrados a la vida fácil y placentera de un gran puerto; caballerosde Jerez, dueños de cortijos, hombres de pelo en pecho, grandes jinetes,expertos en las armas e incansables corredores de juergas: hasta curasentraban en el movimiento, afirmando que Jesús fue el primer republicanoy que al morir en la cruz dijo algo así como

«Libertad, Igualdad yFraternidad».

Y el señor Fermín no vaciló, cuando del mitin y de la declamaciónperiodística, leída en alta voz, hubo que pasar a la excursión por elmonte con la escopeta al hombro en defensa de aquella República que noquerían aceptar los mismos generales que habían expulsado a los reyes. Ytuvo que correr por las montañas de la sierra unos cuantos días, e ir atiros con las mismas tropas que meses antes había él aclamado cuandopasaban sublevadas por Jerez, camino de Alcolea.

En esta aventura conoció a Salvatierra, sintiendo por él una admiraciónque nunca había de enfriarse. La fuga y una larga temporada pasada enTánger fueron el único resultado de sus entusiasmos y cuando al fin pudovolver a la tierra, besó a Ferminillo, el primer hijo que la pobremártir le había dado a los pocos meses de su marcha a la serranía.

Volvió a trabajar en las viñas, algo desilusionado por el mal éxito dela rebelión. Además, la paternidad le hacía egoísta, pensando más en lafamilia que en el pueblo soberano, que podía libertarse sin necesitar desu apoyo. Al ver proclamada la República sintió renacer sus entusiasmos.¡Por fin, ya la tenían!

¡Llegaba lo bueno!... Pero a los pocos meses lebuscó Salvatierra, como a otros muchos. Los de Madrid eran unostraidores y la tal República resultaba un pastel. Había que hacerlafederal o matarla; era preciso proclamar los cantones. Y

otra vezFermín, con el fusil al hombro, batiéndose en Sevilla, en Cádiz y en lamontaña por cosas que no entendía, pero que debían ser verdades tanclaras como el sol, ya que Salvatierra las proclamaba. De esta segundaaventura salió peor librado. Le cogieron y pasó muchos meses en el Hachode Ceuta, confundido con prisioneros carlistas e insurrectos cubanos, enun amontonamiento y una miseria de los que aún se acordaba con horrordespués de tantos años.

Al recobrar la libertad, la vida le pareció en Jerez más triste ydesesperada que en el presidio. La pobre mártir había muerto durantesu ausencia, dejando en poder de unos parientes sus dos hijos,Ferminillo y María de la Luz. El trabajo escaseaba; había sobra debrazos, era reciente la indignación contra los petroleros perturbadores del país; los Borbones acababan de volver, y los ricostemían dar entrada en sus fincas a los que habían visto antes con elfusil en la mano, tratándoles de igual a igual, con gestos amenazadores.

El señor Fermín, para que no le viesen llegar con las manos vacías losparientes pobres que cuidaban de sus pequeñuelos, se dedicó alcontrabando. Su compadre Paco el de Algar, que había ido con él en laspartidas, conocía el oficio. Entre los dos existía el parentesco de lapila bautismal, el compadrazgo, más sagrado entre la gente del campo quela comunidad de sangre. Fermín era el padrino de Rafaelillo, único hijodel señor Paco, al cual también se le había muerto la mujer durante laépoca de persecuciones y presidio.

Los dos compadres emprendieron juntos sus penosas expediciones decontrabandistas pobres. Marchaban a pie, por las veredas

más

abruptas

dela

sierra,

aprovechando

los

conocimientos adquiridos en las complicadasmarchas de las partidas. Su pobreza no les permitía ser caballistas comootros que cabalgaban en pelotón, llevando en la grupa de sus fuertesjacas dos fardos enormes de tabaco y en la perilla de la montura laescopeta repleta de postas para pasar a la brava el contrabando. Eranhumildes mochileros que, al llegar a San Roque o Algeciras, echábanse acuestas tres arrobas de tabaco y emprendían el regreso a la tierrahuyendo de los caminos, buscando las sendas más peligrosas, marchando denoche y ocultándose de día, a gatas por los riscos, imitando los hábitosde las bestias feroces, lamentando ser hombres y no poder seguir elborde de los abismos con la misma seguridad que las bestias.

¡Oh, la vida dura de continuos riesgos, la necesidad de ganarse el panluchando con la oscuridad, con las tempestades y con el hombre, que erael peor de los enemigos! Un ruido a lo lejos, una voz, el aleteo de lospajarracos nocturnos, el chillido de las alimañas invisibles, el ladridode un perro, les hacían ocultarse, tenderse en el suelo entre losjarales punzantes, sofocados por el peso de la mochila. Al partir delcampo fronterizo de Gibraltar pagaban por trasponer la línea delresguardo. Los venales encargados de la vigilancia les imponíancontribución según su clase: tantas pesetas a los mochileros, tantosduros a la gente de a caballo. Partían todos al mismo tiempo, después dedepositar la ofrenda en ciertas manos que salían de unas mangas congalones de oro, y peones y jinetes, todo el ejército del contrabando,abríase como el varillaje de un abanico en la sombra de la noche,tomando distintos caminos para esparcirse por Andalucía. Pero quedaba lodifícil: el peligro de tropezar con las rondas volantes que no habíanparticipado del soborno y se esforzaban por cortar el paso a losdefraudadores y hacer buena presa de sus cargas. Los caballistasinfundían miedo porque contestaban a tiros al ¡quién vive!, y eran losindefensos mochileros los que sufrían toda la persecución.

Dos noches enteras necesitaban los compadres para llegar a Jerez,caminando encorvados, sudorosos en pleno invierno, zumbándoles losoídos, con el pecho oprimido por la carga.

Acercábanse trémulos deinquietud a ciertos pasos de la sierra donde se apostaban los enemigos.Temblaban de miedo al entrar en ciertas gargantas en cuya oscuridadbrillaba el fogonazo y silbaba la bala, al no obedecer ellos al ¡bocaabajo! de los guardias emboscados. Algunos compañeros habían muerto enestos malos pasos. Además, los enemigos se vengaban de las largasesperas al acecho y de la inquietud que les inspiraban los caballistas,dando tremendas palizas a los de a pie. Más de una vez se rasgaba elsilencio nocturno de la sierra con los alaridos de dolor que arrancabanlos bárbaros culatazos dados al azar, en la oscuridad, lejos de todavivienda, lejos de toda ley, en una soledad salvaje...

Pero estos peligros eran los que menos intimidaban a los dos compadres.El miedo a perder la carga les aterraba. ¡Perder la carga! ¡el únicomedio de existencia, el capital de su industria!

¡Verse de golpe sin lasganancias acumuladas en fuerza de exponer su vida noches y noches; tenerque pedir prestado otra vez y empezar de nuevo la pelea para pagar alprestamista, cercenando su pan y el de los pequeños!...

Por no perder sus mochilas emprendían arriesgadas ascensiones en laoscuridad. A la menor alarma huían de las gargantas, dando rodeos porlugares casi inaccesibles, que infundían horror al ser vistos a la luzdel sol. Los cuervos graznaban asustados en sus alturas al percibir elroce de unos animales desconocidos que gateaban en las tinieblas.

Losaguiluchos aleteaban al ver interrumpido su sueño por el arrastre deextraños cuadrúpedos que, abrumados por su giba, avanzaban por el filode los precipicios, haciendo rodar los guijarros con sus manosdesolladas, en el vacío de lóbregas profundidades. El recuerdo de algúncompañero muerto en estos pasos difíciles, congelaba su sangre unmomento: «Allá abajo está Fulano». Allá abajo, en el fondo de la simanegra que bordeaban a tientas, con el tacto de los ciegos; donde sólopodían verle los cuervos, que poco a poco dejarían blancos sus huesosbajo el peso de la mochila, mientras en su casa, la familia, hambriento,movida por una remota esperanza, aguardaba que un día u otro sepresentase.

El recuerdo de los que esperaban al compañero muerto les daba nuevasenergías. También ellos tenían sus churumbeles que podían aguardar elpan eternamente si daban un mal paso:

¡adelante! ¡adelante! Y con elvalor audaz que da la lucha por los hijos, los dos mochileros avanzabanal través del peligro y de la noche.

¡Ay! De los azares que el señor Fermín había corrido en su vida, de lasmiserias en presidio, entre gentes de todos los países, que se matabancon las cucharas afiladas para entretener el ocio del encierro; delmiedo que tuvo a ser fusilado cuando lo prendieron después de derrotadala partida, nada recordaba con tanta tristeza como las tres veces que losorprendieron los carabineros, casi a las puertas de la ciudad, cuandoya se creía en salvo, quitándole lo que llevaba varias noches sobre susespaldas.

¡Y luego, cuando vendía su tabaco a las gentes desocupadas, alos señores de los casinos y los cafés, aún le regateaban algunoscéntimos! ¡Ay; si supieran lo que costaban aquellos paquetes, duros comoladrillos, en los que parecían haberse solidificado los sudores de unafatiga de bestia y los escalofríos del miedo!...

La desgracia, como cansada del tesón con que los dos compadres sabíaneludirla, comenzó a cebarse en ellos. Era en vano que con riesgo de suvida esquivasen durante la noche los pasos difíciles de la sierra. Portres veces les sorprendieron cerca de la ciudad, en los llanos deCaulina, cuando se creían ya en salvo. Les dieron de golpes alarrebatarles aquellas mochilas que representaban la vida para sus hijos;y hasta les amenazaron con un tiro en vista de su reincidencia. Más quelas amenazas les intimidó la pérdida de sus cargas. ¡Adiós los ahorros!Los tres fracasos les dejaban más pobres que antes de comenzar elcontrabando, con deudas que les parecían enormes. Ya nadie querríaprestarles para continuar el negocio.

El compadre, llevando de la mano a Rafaelillo, que era ya un rapaz,marchó a Algar, a su pueblo de la serranía, para ser gañán en uncortijo, si es que le aceptaban viéndole entrado en años y enfermo.

El señor Fermín no tuvo otro refugio que Jerez, y fue todas lasmadrugadas a la plaza Nueva a formar grupo con los jornaleros queesperaban trabajo, acogiendo con resignación el gesto desdeñoso de loscapataces que le repelían por su antigua fama de cantonal y por lasrecientes aventuras del contrabando, que le habían hecho vivir algunosdías en la cárcel. ¡Ay, las mañanas tristes pasadas en la plaza,estremeciéndose con el frío del amanecer, sin más alimento en eldesfallecido estómago que alguna copa de aguardiente de Cazalla,ofrecida por los amigos!

¡Y después la vuelta desalentada a su tugurio,la sonrisa inocente de los hijos y el grito de tristeza de la míseracuñada, al verle aparecer a la hora en que los demás trabajaban!

—¿Tampoco hoy?...

—Tampoco... pero ten carma mujer: arreglaos como podáis y no penséis enmí.

Entonces conoció Fermín a su «ángel protector», como él le llamaba; alhombre que, después de Salvatierra, era el dueño de su voluntad, aDupont el viejo que, viéndole un día, recordó vagamente ciertas muestrasde respeto, ciertos pequeños favores a su casa y a su persona, en laépoca en que aquel infeliz iba por Jerez con aire de amo, orgulloso desu gorro colorado y de las armas que hacía resonar a cada paso, con unestrépito de ferretería vieja.

Fue una genialidad de gran señor, un capricho de millonario que seadmiraba a sí mismo proporcionando un mendrugo a un desesperado queencontraba obstruidos todos los caminos de la vida. Fermín halló unjornal en la viña de Marchamalo, la gran propiedad de los Dupont. Poco apoco fue conquistando la confianza del amo, el cual se fijabaatentamente en su trabajo.

Cuando el antiguo rebelde llegó a ser capataz de la viña, había yasufrido una gran transformación en sus ideas. Se consideraba como unaparte de la casa Dupont. Le enorgullecía la importancia de las bodegasde don Pablo y comenzaba a reconocer que los señores no eran tan maloscomo creían los pobres. Hasta dejó a un lado el respeto que profesaba aSalvatierra, el cual andaba por entonces fugitivo fuera de España, y seatrevió a confesar a los amigos que las cosas no iban del todo maldespués del desastre de sus ilusiones políticas.

Él era el de siempre,federal, sobre todo federal: hasta que no viniese la suya, España nosería feliz, pero mientras tanto, a pesar de los malos gobiernos y deque «el pobre pueblo estaba oprimido», él se creía mejor que en lostiempos pasados. La niña y la cuñada vivían en la viña, en un caserónantiguo, espacioso como un cuartel; el muchacho iba a la escuela enJerez, y don Pablo le había tomado ley y prometía hacerlo «todo unhombre», en vista de su inteligencia despierta. Él, tenía tres pesetasdiarias, sin otra obligación que llevar la cuenta de los jornales,reclutar la gente y vigilarla, para que los remolones no descansasenantes de que él diese la voz para fumar un cigarro.

De sus tiempos de miseria le quedaba la conmiseración para losjornaleros, fingiendo no ver sus descuidos y negligencias.

Pero susactos valían más que sus palabras, pues queriendo demostrar gran interéspor el amo, hablaba duramente a los braceros, con ese exceso deautoridad que revela el humilde apenas se ve elevado sobre suscamaradas.

El señor Fermín y sus hijos penetraban sin darse cuenta en la familiadel amo, hasta llegar a confundirse con ella. La simpleza del capataz,alegre e hidalga como la de todos los labriegos andaluces, le hacíacaptarse la confianza de los de la casa señorial. Don Pablo el viejoreía haciéndole relatar sus fugas por la montaña, unas veces deguerrillero y otras de contrabandista, siempre perseguido por loscarabineros. Los hijos del amo jugaban con él, prefiriendo susmarrullerías y chistes de hombre de campo, al gesto hosco de la ayainglesa que cuidaba de ellos.

Hasta la orgullosa doña Elvira, la hermanadel marqués de San Dionisio, siempre ceñuda y de noble malhumor, como sise creyese postergada por haberse unido con un Dupont, concedía ciertaconfianza al señor Fermín, escuchándole con gesto semejante a los quehabía visto en el teatro, cuando una dama se digna conversar con elviejo escudero, confidente de sus pensamientos.

El capataz creía vivir en el mejor de los mundos contemplando a sushijos corretear por los senderos de la viña con dos de los señoritos dela casa, mientras el mayor, el futuro dueño, a pesar de ser todavía unniño, se mantenía al lado de su madre, imitando sus gestos altivos.Había días en que el carruaje de don Pablo llegaba entre una nube depolvo, a todo correr de sus cuatro briosos caballos, para depositar enMarchamalo un cargamento de chiquillos, casi una escuela. Con los hijosde Dupont llegaba Luisito, huérfano de un hermano de don Pablo, cuyacuantiosa fortuna cuidaba éste; y las hijas del marqués de San Dionisio,dos niñas revoltosas de ojos cándidos y boca insolente, que se peleabancon los muchachos y los hacían correr a pedradas, revelando en susaudacias el carácter de su famoso padre. Y Ferminillo y María de la Luzjugaban con estos niños que habían de poseer cuantiosas fortunas, deigual a igual, con la simplicidad de la infancia que parece un recuerdode los tiempos en que los hombres vivían como hermanos, antes deinventar las jerarquías sociales. El capataz los seguía en sus juegoscon miradas de ternura, sintiendo orgullo de que sus hijos se tutearancon los hijos y parientes del amo. Era la Igualdad soñada, aquellaIgualdad por la que había expuesto su vida, y que al fin llegaba paraél, sólo para él.

Algunas veces se presentaba el marqués de San Dionisio, y a pesar de suscincuenta años lo ponía todo en revolución. La devota doña Elvira seenorgullecía de los títulos nobiliarios del hermano, pero despreciaba alhombre por sus calaveradas, que daban triste celebridad al nobleapellido de Torreroel.

El señor Fermín, influido por sus antiguos respetos a las jerarquíashistóricas, admiraba a aquel noble y alegre vividor.

Estaba devorandolos últimos restos de la gran fortuna de su familia, y había influido enel casamiento de su hermana con Dupont, para tener así un refugio cuandole llegase la hora de la total ruina. Su nobleza era de lo más antiguode Jerez. El pendón de las Navas de Tolosa que sacaban con gran pompa dela casa municipal en determinadas fiestas, lo había ganado a golpes dehacha uno de sus ascendientes. Su título de marqués llevaba el nombredel santo patrón de la ciudad. En su estirpe figuraban toda clase deglorias: amigos de monarcas; Adelantados que infundían miedo a lamorisma; virreyes de las Indias, santos arzobispos, almirantes de lasgaleras reales; pero el alegre marqués daba de barato tantos honores ytan preclaros ascendientes, pensando que hubiera sido mejor para élposeer una fortuna como la de su cuñado Dupont, aunque sin lasobligaciones y trabajos de éste. Vivía en un caserón señorial, últimoresto de una fortaleza sarracena, restaurada y transformada por susabuelos. En los salones, casi vacíos, sólo quedaban como recuerdos delantiguo esplendor algunos tapices astrosos, cuadros negruzcos con santosensangrentados en posturas horripilantes, sillerías de estilo Imperiocon la seda deshilachada; todo lo que no habían querido los corredoresde antigüedades de Sevilla, a los que llamaba el marqués en sus momentosde apuro. Lo demás, trípticos y tablas, espadas y armaduras de losTorreroel de la Reconquista, las riquezas exóticas traídas de las Indiaspor los virreyes, y los regalos que varios monarcas de Europa habíanhecho a sus abuelos, embajadores que dejaron en las cortes más famosasel recuerdo de

su

fastuosidad

principesca,

todo

había

ido

desapareciendodespués de noches terribles en que la fortuna le volvía la espalda en lamesa de juego, consolándose de su desgracia con juergas estruendosas,de las que hablaba Jerez durante mucho tiempo.

Viudo desde muy joven, tenía sus dos hijas bajo la vigilancia de criadasjóvenes, a las que más de una vez sorprendían las pequeñas señoritasabrazadas a papá y tuteándole. La señora de Dupont indignábase alconocer estos escándalos y se llevaba las sobrinas a su casa para que nopresenciasen malos ejemplos.

Pero ellas, verdaderas hijas de su padre,deseaban vivir en este ambiente de libertad, y protestaban con llantosdesesperados y convulsiones en el suelo, hasta que las volvían a laabsoluta independencia de aquel caserón por donde pasaban el dinero y elplacer como un huracán de locura.

La gitanería más famosa acampaba en la casa señorial. El marquéssentíase atraído y dominado por las mujeres de piel aceitunada y ojos detizón, como si en su pasado existiesen ocultos cruzamientos de raza, quetiraban de sus afectos con misteriosa fuerza. Se arruinaba cubriendo dejoyas y vistosos pañolones a gitanas que habían trabajado en loscortijos, escardando los campos y durmiendo en la impúdica, promiscuidadde las gañanías. La interminable tribu de cada una de sus favoritas, leacosaba con el lloriqueo servil y la codicia insaciable propios de laraza; y el marqués se dejaba saquear, riendo la gracia de estosparientes de la mano izquierda, que le adulaban declarando que era un cañi puro, más gitano que todos ellos.

Los toreros famosos pasaban por Jerez para honrar con su presencia al deSan Dionisio que organizaba fiestas estruendosas en su honor. Muchasnoches despertaban las niñas en sus camas oyendo al otro extremo de lacasa el rasgueo de las guitarras, los lamentos del cante hondo, eltaconeo del baile; y veían pasar por las ventanas iluminadas, al otrolado del patio, grande como una plaza de armas, los hombres en mangas decamisa con la botella en una mano y la batea de cañas en la otra, y lasmujeres con el peinado alborotado y las flores desmayadas y temblonassobre una oreja, corriendo con incitante contoneo para evadir lapersecución de los señores o tremolando sus pañolones de Manila como siquisieran torearles. Algunas mañanas, al levantarse las señoritas, aúnencontraban tendidos en los divanes hombres desconocidos que roncabanboca abajo, con los tufos de pelo sudorosos cubriéndoles las orejas, elpantalón desabrochado y más de uno con los residuos de una cena maldigerida a corta distancia de su cara. Estas juergas eran admiradas poralgunos como un simpático alarde de los gustos populares del marqués.

El señor Fermín era de estos admiradores. ¡Un personaje de tantospergaminos, que podía, sin desdoro, hacer el amor a una princesa,encaprichándose de muchachas del pueblo o de gitanas; escogiendo susamigos entre caballistas, toreros y ganaderos y bebiéndose una copa devino con el primer pobre que se aproximaba a pedirle algo! ¡Esto erademocracia pura!... Y al entusiasmo por los gustos plebeyos del prócerque parecía querer resarcir a la gente de la altivez y el orgullo de susempingorotados abuelos, uníase la admiración casi religiosa que lafuerza, el vigor físico, inspira siempre a la gente del campo.

El marqués era un atleta y el mejor jinete de Jerez. Había que verle acaballo, en traje de monte, con el pavero sombreando sus patillasentrecanas y gitanescas, y la garrocha terciada en la silla.

Ni elSantiago de las batallas legendarias podía comparársele, cuando a faltade musulmanes derribaba los toros más bravos y hacía galopar su jaca porlo más intrincado de las dehesas, pasando como un rayo entre ramas ytroncos sin hacerse añicos el cráneo. Hombre sobre el cual dejaba caersu puño, caía redondo: potro cerril cuyos lomos abarcaba con sus piernasde acero, ya podía encabritarse, morder el aire y echar espumarajos decólera, que antes se desplomaba vencido y jadeante que lograbalibertarse del peso de su domador.

La audacia de los primeros Torreroel de la Reconquista y la largueza delos que vivieron después en la corte arruinándose cerca de los reyes,resucitaban en él como la última llamarada de una raza próxima aextinguirse. Podía dar los mismos golpes que dieron sus antecesores alconquistar el pendón en las Navas y se arruinaba con igual indiferenciaque aquellos de sus abuelos que se habían embarcado para rehacer sufortuna gobernando las Indias.

El marqués de San Dionisio mostrábase satisfecho de sus alardes defuerza, de la rudeza de sus bromas, que terminaban casi siempre conlesiones de los compañeros. Cuando le llamaban bruto con acento deadmiración, sonreía orgulloso de su raza. Bruto, sí: como lo habían sidosus mejores abuelos: como lo fueron siempre los caballeros de Jerez,espejo de la nobleza andaluza, arrogantes jinetes formados en dos siglosde batalla diaria y continua algarada en tierras de moros, pues por algoJerez se llamaba de la Frontera. Y recapitulando en su memoria lo quehabía leído u oído sobre la historia de los suyos, reíase de Carlos V elgran Emperador, que, al pasar por Jerez, había querido correr unaslanzas con los jinetes famosos de la tierra que no gustaban de combatesde puro juego, tomándolos en serio como si aún luchasen con moros. Enel primer encuentro le rasgaron la ropilla al emperador; en el segundole hicieron sangre, y la emperatriz, que estaba en los tablados, llamómuy asustada a su esposo, rogándole que reservase su lanza para gentesmenos rudas que los caballeros jerezanos.

El carácter bromista del marqués gozaba de tanta fama como su fuerza. Elseñor Fermín reía en la viña, repitiendo a los trabajadores lasocurrencias graciosas del de San Dionisio. Eran bromas de acción, en lasque siempre había una víctima; genialidades crueles, para regocijar a unpueblo rudo. Un día, al pasar el marqués por el mercado, dos mendigosciegos le reconocían por la voz y le saludaban con frases pomposasesperando que los socorriese como de costumbre.

«Toma, para los dos». Ypasaba adelante, sin dar nada, mientras los dos pordioseros seinsultaban, creyendo cada uno que su camarada había recibido la limosnay le negaba la mitad, hasta que, cansados de injuriarse, enarbolaban suspalos.

Otra vez, el marqués hacía pregonar que el día de su santo daría unapeseta a todo cojo que se presentase en su casa.

Circulaba la noticiapor todas partes y el patio del caserón llenábase de cojos de la ciudady del campo; unos apoyados en muletas, otros arrastrándose sobre lasmanos como larvas humanas.