La Bodega by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Pero fue inútil buscarle. El Madrileño había desaparecido en ladispersión, se había ocultado en las callejuelas al sonar los disparos,como todos los que conocían la ciudad. Sólo quedaban al lado de Juanónlos que eran de la sierra y marchaban a tientas por las calles,asombrados de ir de un lado a otro, sin ver a nadie, como si la ciudadestuviese deshabitada.

—Ni Salvatierra está en Jerez, ni sabe nada de esto—dijo el Maestrico a Juanón.—Me paece que nos la han dao.

—Lo mismo creo—contestó el atleta.—¿Y qué vamos a jacer?

Ya queestamos aquí, vámonos al centro de Jerez, a la calle Larga.

Emprendieron una marcha en desorden por el interior de la ciudad. Lo queles tranquilizaba, infundiéndoles cierto valor, era no encontrarobstáculos ni enemigos. ¿Dónde estaba la guardia civil? ¿Por qué seocultaba la tropa? El hecho de permanecer encerrada en susacuartelamientos, dejando la ciudad en poder de ellos, les infundía laabsurda esperanza de que aún era posible la aparición de Salvatierra, alfrente de las tropas sublevadas.

Llegaron sin ningún obstáculo a la calle Larga. Ninguna precaución a sullegada. La vía estaba limpia de transeúntes; pero en los casinos losbalcones mostrábanse iluminados; los pisos bajos no tenían otro cierreque las cancelas de cristales.

Los rebeldes pasaban ante las sociedades de los ricos lanzándolasmiradas de odio, pero sin detenerse apenas. Juanón esperaba un arrebatode cólera del rebaño miserable: hasta se preparaba a intervenir con suautoridad de jefe para aminorar la catástrofe.

—¡Esos son los ricos!—decían en los grupos.

—Los que nos engordan con gazpachos de perro.

—Los que nos roban. ¡Míalos cómo se beben nuestra sangre!...

Y después de una breve detención, seguían su desfile apresuradamente,como si fuesen a alguna parte y temieran llegar con retraso.

Empuñaban las terribles podaderas, las hoces, las navajas...

¡Quesaliesen los ricos y verían cómo rodaban sus cabezas sobre eladoquinado! Pero había de ser en la calle, pues todos ellos sentíancierta repugnancia a empujar las cancelas, como si los cristales fuesenun muro infranqueable.

Los largos años de sumisión y cobardía pesaban sobre la gente ruda alverse frente a sus opresores. Además, les intimidaba la luz de la grancalle, sus anchas aceras con filas de faroles, el resplandor rojo de losbalcones. Todos formulaban mentalmente la misma excusa para disculpar sudebilidad. ¡Si pillasen en campo raso a aquella gente!...

Al pasar frente al Círculo Caballista, aparecieron tras los cristalesvarias cabezas de jóvenes. Eran señoritos que seguían con inquietud maldisimulada el desfile de los huelguistas. Pero al verles pasar de largo,mostraron cierta ironía en sus ojos, recobrando la confianza en lasuperioridad de su casta.

—¡Viva la Revolución Social!—gritó el Maestrico, como si le doliesepasar silencioso ante el nido de los ricos.

Los curiosos desaparecieron, pero al ocultarse reían, causándoles

laaclamación

gran

regocijo.

¡Mientras

se

contentasen con gritar!...

Llegaron en su marcha sin objeto a la plaza Nueva, y al ver que el jefese detenía, agrupáronse en torno de él, con la mirada interrogante.

—¿Y ahora qué hacemos?—preguntaron con inocencia.—

¿Adónde vamos?

Juanón ponía un gesto feroz.

—Podéis diros donde queráis; ¡pa lo que hacemos!... Yo a tomar elfresco.

Y arrebujándose en la manta, apoyó la espalda en la columna de un farol,quedando inmóvil, en una actitud que revelaba desaliento.

La gente se esparció, dividiéndose en pequeños grupos.

Improvisábansejefes, guiando cada uno a los camaradas en distinta dirección. La ciudadera suya: ¡ahora comenzaba lo bueno! Aparecía el instinto atómico de laraza, incapaz de acometer nada en conjunto, privada del valor colectivo,y que únicamente se siente fuerte y emprendedora cuando cada individuopuede obrar por inspiración propia.

La calle Larga se había oscurecido: los casinos estaban cerrados.Después de la ruda prueba sufrida por los ricos, viendo pasar el desfileamenazante, temían éstos un reculón de la fiera, arrepentida de sumagnanimidad, y todas las puertas se cerraban.

Un grupo numeroso se dirigió al teatro. Allí estaban los ricos, losburgueses. Había que matarlos a todos: un drama de verdad.

Pero alllegar los jornaleros ante la puerta iluminada, detuviéronse con untemor que tenía algo de religioso. Nunca habían entrado allí. El aire,caliente, cargado de emanaciones de gas, y el rumor de innumerablesconversaciones que se escapaban por las rendijas de la cancela,intimidábanles como la respiración de un monstruo oculto tras lascortinas rojas del vestíbulo.

¡Que salieran! ¡que salieran y sabrían lo que era bueno!...

¿Pero,entrar allí?...

Asomaron a la puerta varios espectadores, atraídos por la noticia de lainvasión que llenaba las calles. Uno de ellos, con capa y sombrero deseñorito, osó avanzar hasta aquellos hombres envueltos en mantas, queformaban un grupo frente al teatro.

Cayeron sobre él, rodeándolo, con las podaderas y las hoces en alto,mientras los otros espectadores huían, refugiándose en el teatro. ¡Yatenían, por fin, lo que buscaban! Era el burgués, el burgués ahíto, alque había que sangrar, para que devolviese al pueblo toda la substanciaque había sorbido...

Pero el burgués, un joven robusto, de mirada tranquila y franca, lescontuvo con un gesto.

—¡Eh, compañeros! ¡Que soy un trabajador como vosotros!

—Las manos: a ver las manos—rugieron algunos braceros, sin abatir susarmas amenazantes.

Y por entre los embozos de la capa, aparecieron unas manos fuertes,cuadradas, con las uñas roídas por el trabajo. Uno tras otro, ibanaquellos hombres acariciando las palmas, apreciando sus duricias. Teníacallos: era de los suyos. Y las armas amenazadoras volvían a ocultarsebajo las mantas.

—Sí, soy de los vuestros—siguió diciendo el joven.—Soy carpintero,pero me gusta vestir como los señoritos, y en vez de pasar la noche enla taberna, la paso en el teatro. Cada cual tiene sus aficiones...

Esta decepción causó tal desaliento en los huelguistas, que muchos deellos se retiraron. ¡Cristo! ¿dónde se ocultaban los ricos?...

Marchaban por las calles anchas y por las callejuelas apartadas, enpequeños grupos, deseando encontrar a alguien, para que les enseñase lasmanos. Era el mejor medio de reconocer a los enemigos del pobre. Pero nicon callos ni sin ellos, encontraban a nadie ante su paso.

La ciudad parecía desierta. La gente, viendo que la fuerza armada seguíaoculta en los cuarteles, corría a encerrarse en sus casas, exagerando laimportancia de la invasión, creyendo que eran millones de hombres losque ocupaban las calles y los alrededores de la ciudad.

Un grupo de cinco braceros tropezó en una calleja con un señorito. Erande los más feroces de la banda; hombres que sentían una impacienciahomicida, al ver que transcurrían las horas sin que corriese la sangre.

—Las manos; enséñanos las manos—rugieron rodeándole, elevando sobre sucabeza las cuchillas cuadradas y relucientes.

—¡Las manos!—contestó de mal humor el joven, desembozándose.—¿Y porqué he de enseñarlas? No me da la gana.

Pero uno de ellos le agarró los brazos con sus zarpas, y de un violentotirón, le hizo enseñar las manos.

—¡No tié callos!—exclamaron con lúgubre alegría.

Y se hicieron un paso atrás, como para caer sobre él con mayor ímpetu.Pero les detuvo la serenidad del joven.

—No tengo callos, ¿y qué? Pero soy un trabajador como vosotros. Tampocolos tiene Salvatierra, ¡y para que seáis más revolucionarios que él!...

El nombre de Salvatierra pareció detener en lo alto las pesadascuchillas.

—Dejad al muchacho—dijo a espaldas de ellos la voz de Juanón.—Yo leconozco y respondo de él. Es el amigo del compañero Fernando; es de la idea.

Aquellos bárbaros abandonaron a Fermín Montenegro con cierta pena,viendo malogrado su placer. La presencia de Juanón les imponía respeto.Además, por el fondo de la calleja avanzaba otro joven. Aquel no seríade la idea; algún retoño de burgués, que se retiraba a su casa.

Mientras Montenegro agradecía a Juanón su oportuna presencia, que lesalvaba de la muerte, verificábase un poco más allá el encuentro de losbraceros con el transeúnte.

—Las manos, burgués; enséñanos las manos.

El burgués era un adolescente pálido y desmedrado, un muchacho dedieciséis años, con el traje raído, pero con gran cuello y vistosacorbata; el lujo de los pobres. Temblaba de miedo al enseñar sus pobresmanos finas y anémicas, manos de escribiente encerrado a las horas desol en la jaula de una oficina.

Lloraba, al excusarse con palabrasentrecortadas, mirando las podaderas con ojos de terror, como si lehipnotizase el frío del acero. Venía del escritorio... había velado...estaban en el trabajo del balance...

—Gano dos pesetas, señores... dos pesetas. No me peguen...

me iré acasa; mi madre me espera... ¡aaay!...

Fue un alarido de dolor, de miedo, de desesperación, que conmovió todala calle. Un aullido espeluznante, al mismo tiempo que estallaba algocomo una olla rota, y el joven caía de espaldas en el suelo.

Juanón y Fermín, estremecidos de horror, corrieron hacia el grupo,viendo en el centro de él al muchacho, con la cabeza en un charco negroque crecía y crecía, y las piernas estirándose y contrayéndose con elestertor agónico. Una podadera le había abierto el cráneo, rompiendo loshuesos.

Los brutos parecían satisfechos de su obra.

—Mialo—decía uno de ellos.—¡El aprendiz de burgués! Se muere como unpollo... Ya vendrán luego los maestros.

Juanón prorrumpió en blasfemias. ¿Esto era todo lo que sabían hacer?¡Cobardes! Habían pasado ante los casinos, donde estaban los ricos, losverdaderos enemigos, sin ocurrírseles más que dar voces, temiendo romperlos cristales que eran su única defensa.

Sólo servían para asesinar a unniño, a un trabajador como ellos, a un pobre zagal de escritorio, queganaba dos pesetas y tal vez mantenía a su madre.

Fermín llegó a temer que el atleta cayese navaja en mano sobre suscompañeros.

—¡Aonde ir con estos brutos!—rugía Juanón.—Premita Dios u el demonioque nos cojan a todos y nos ajorquen... Y a mí el primero, por bestia;por haber creído que servíais pa algo.

El desdichado hombretón se alejó, queriendo evitar un choque con susferoces camaradas. Estos escaparon también, como si las palabras deljayán les hubiesen devuelto la razón.

Montenegro, al verse solo frente al cadáver, tuvo miedo.

Comenzaban acrujir algunas ventanas después de la fuga precipitada de los matadoresy huyó, temiendo que le sorprendiesen los vecinos junto al muerto.

No se detuvo en su fuga hasta llegar a las calles grandes. Allí creíaestar mejor guardado de las fieras sueltas, que iban exigiendo que lasenseñasen las manos.

Al poco rato pareciole que la ciudad despertaba. Sonó a lo lejos unestruendo que hacía temblar el suelo, y poco después pasó al trote unescuadrón de lanceros por la calle Larga. Luego, al extremo de ésta,brillaron las hileras de bayonetas y avanzó la infantería con rítmicopaso. Las fachadas de las grandes casas parecían alegrarse abriendo degolpe sus puertas y balcones.

La fuerza armada extendíase por toda la ciudad. La luz de los faroleshacía brillar los cascos de los jinetes, las bayonetas de los infantes,los tricornios charolados de la guardia civil. En la penumbra sedestacaban las manchas rojas de los pantalones de la tropa y loscorreajes amarillos de los guardias.

Los que habían contenido en el encierro a estas fuerzas, creían llegadoel momento de esparcirlas. Durante algunas horas, la ciudad se habíaentregado, sin resistencia, fatigándose en una monótona espera por laparsimonia de los rebeldes. Pero ya había corrido la sangre. Bastaba unsolo cadáver, el cadáver que justificaría las crueles represalias, paraque despertase la autoridad de su sueño voluntario.

Fermín pensaba, con honda tristeza, en el infeliz escribiente, tendidoallá en la callejuela, víctima explotada hasta en su muerte, quefacilitaba el pretexto buscado por los poderosos.

Comenzó por todo Jerez la cacería de hombres. Pelotones de guardia civily de infantería de línea, guardaban inmóviles la entrada de las calles,mientras la caballería y fuertes patrullas de a pie ojeaban la ciudad,deteniendo a los sospechosos.

Fermín iba de un lado a otro sin encontrar obstáculos. Su exterior erade señorito, y la fuerza armada sólo daba caza a las mantas, a lossombreros de campo, a los chaquetones rudos; a todos los que teníanaspecto de trabajadores. Montenegro los veía pasar en fila, camino de lacárcel, entre las bayonetas y las grupas de los caballos, unos abatidos,como si les sorprendiese la aparición hostil de la fuerza armada «quehabía de unirse a ellos»: otros, asombrados, no comprendiendo cómo lascuerdas de presos despertaban tal alegría en la calle Larga, cuandohabían desfilado por ella horas antes como triunfadores, sin permitirseel menor atropello.

Era un continuo transitar de gentes prisioneras, cogidas en el momentoen que intentaban salir de la población. Otros habían sido detenidos enel refugio de las tabernas o tropezados al azar en aquel ojeo queenvolvía las calles.

Algunos eran de la ciudad. Habían salido de sus casas poco antes, alver terminada la invasión, pero su aspecto de pobres bastaba para quelos detuviesen como si fueran rebeldes. Y los grupos de prisionerospasaban y pasaban. La cárcel resultaba pequeña para tanta gente. Muchoseran conducidos a los acuartelamientos de la tropa.

Fermín sentíase fatigado. Desde el anochecer que vagaba por Jerez enbusca de un hombre. La entrada de los huelguistas, la incertidumbre delo que podría resultar de esta aventura, le habían distraído durantealgunas horas, haciéndole olvidar sus asuntos. Pero ahora, finalizado elsuceso, sentía desvanecerse su excitación nerviosa y que el cansancio seapoderaba de él.

Pensó por un momento en retirarse a su hospedaje. Pero sus asuntos noeran de los que podían dejarse para el día siguiente.

Era precisoaquella misma noche, en seguida, terminar la cuestión que le hizo salircomo un loco del hotel de don Pablo, separándose de éste para siempre.

Volvió a vagar por las calles en busca de su hombre, sin fijarse ya enlas ristras de prisioneros que pasaban junto a él.

Cerca de la plaza Nueva ocurrió el deseado encuentro:

—¡Viva la guardia civil! ¡Vivan las personas decentes!...

Era Luis Dupont el que gritaba, en medio del silencio que imponían a laciudad tantos fusiles en sus calles. Iba borracho: bien a las claras lodaban a entender sus ojos brillantes y su aliento fétido. Detrás de élmarchaban el Chivo, y un camarero de colmado, con vasos en las manos ybotellas en los bolsillos.

Luis, al reconocer a Fermín, se arrojó en sus brazos queriendo besarle.¡Qué jornada! ¿eh?... ¡qué victoria! Y hablaba, como si fuese él soloquien había puesto en dispersión a los huelguistas.

Al saber que la gentuza entraba en la ciudad, se había metido con suvaliente acólito en el colmado del Montañés, cerrando bien las puertaspara que nadie les estorbase. Había que hacer genio, beber un poco antesde emprender la faena. Tiempo les quedaba para salir y hacer correr atiros a la canalla. Él y el Chivo se bastaban para ello. Convenía queel enemigo se entretuviese y tomase confianza, hasta el momento oportunoen que surgiesen ellos dos como ministros de la muerte. Y por fin,habían salido con el revólver en una mano y el cuchillo en la otra: ¡ lafin del mundo!; pero con tan mala sombra, que encontraron ya las tropasen las calles. Aun así, algo habían hecho.

—Yo—decía el borracho con orgullo—he ayudado a detener a más de unadocena. Además, he repartido no sé cuántas bofetadas entre esa gentuza,que, luego de acorralada, aún hablaba mal de las personas decentes...¡Buena tunda van a llevar!... ¡Viva la guardia civil! ¡Vivan los ricos!

Y como si estas aclamaciones le secasen el gaznate, hizo una seña al Chivo, que acudió, presentando dos cañas de vino.

—Bebe—ordenó Luis a su amigo.

Fermín vaciló.

—No tengo ganas de beber—dijo con voz sorda.—Lo que deseo, es hablarcontigo, y en seguida. Hablar de algo muy interesante...

—Está bien: ya hablaremos—contestó el señorito sin dar importancia ala petición.—Hablaremos tres días seguidos: pero primero hay quecumplir el deber. Quiero obsequiar con una copa a todos los valientesque conmigo han salvado a Jerez.

Porque, créeme, Ferminillo, que soy yo,sólo yo, quien ha resistido a esos pillos. Mientras las tropas estabanen los cuarteles, yo estaba en mi sitio. ¡Me parece que la ciudad me lodebe agradecer, haciéndome algo!...

Pasó un pelotón de jinetes, con los caballos al trote. Luis avanzó haciael oficial, llevando en alto una copa de vino; pero el militar pasóadelante sin hacer caso del ofrecimiento, seguido de sus soldados, quecasi atropellaron al señorito.

Su entusiasmo no se enfrió por esta falta de atención.

—¡Olé, los jinetes garbosos!—dijo arrojando su sombrero a las patastraseras de los caballos.

Y al recogerlo, cuadrose, y con gesto grave, llevándose una mano alpecho, gritó:

—¡Viva el ejército!

Fermín no quería soltarlo, y armándose de paciencia le acompañó en suexcursión por las calles. Se detenía el señorito ante los grupos desoldados, haciendo avanzar a sus dos acompañantes con toda la provisiónde botellas y copas.

—¡Olé los hombres valientes! ¡Viva la caballería... y la infantería...y la artillería aunque no esté! Una copa, mi teniente.

Los oficiales, malhumorados por esta jornada estúpida, sin gloria y sinpeligro, repelían con un gesto severo al borracho.

¡Adelante! Allí nadiebebía.

—Pues ya que no pueden ustedes beber—insistía el señorito con lapesadez del ebrio—yo la beberé por ustedes. ¡A la salud de los hombresguapos!... ¡Muera la pillería!

Un grupo de guardia civil atrajo su atención en una bocacalle.

Elsargento que lo mandaba, un viejo de bigote duro y entrecano, tampocoadmitió el obsequio de Dupont.

—¡Olé los hombres con riñones! ¡Bendita sea la mamá de todos ustedes!¡Viva la guardia civil! Van ustedes a tomarse una copa conmigo. Chivo,sirve a estos caballeros.

El veterano volvió a excusarse. La ordenanza... el reglamento delcuerpo... Pero su firme negativa la acompañaba con una sonrisabondadosa. Tenía enfrente a un Dupont; a uno de los más ricos de laciudad. El sargento le conocía, y a pesar de que momentos antes habíadado de culatazos a todos los que pasaban por la calle con trazas dejornalero, toleraba resignado los brindis del señorito.

—¡Adelante, don Luis!—decía con tono de ruego.—Váyase usted a casa:esta noche no es de alegrías.

—Bueno... me voy, respetable veterano. Pero antes me bebo otra copa...y otra, tantas como son ustedes. Yo beberé, ya que no pueden ustedeshacerlo por la pijotera ordenanza; y que les sirva de provecho... ¡A lasalud de todos ustedes! Choca, Fermín: choca tú, Chivo. Decid todosconmigo: ¡Viva el tricornio!...

Se cansó por fin de ir de grupo en grupo sin que aceptasen susofrecimientos y dio por terminada la expedición. Tenía tranquila laconciencia: había obsequiado a todos los héroes que, secundando suvalor, salvaban la ciudad. Ahora a casa del Montañés a acabar lanoche.

Cuando Fermín se vio en un camarote del colmado ante nuevas botellas,creyó llegado el momento de abordar su asunto.

—Yo tenía que hablarte de algo importante, Luis. Creo que te lo dije.

—Me acuerdo... tenías que hablarme... Habla cuanto quieras.

Estaba tan borracho, que se le cerraban los ojos y su voz gangueaba comola de un viejo.

Fermín miró al Chivo que, como de costumbre, se había sentado al ladode su protector.

—Tengo que hablarte, Luis, pero es de algo muy delicado...

Sintestigos.

—¿Lo dices por el Chivo?—exclamó Dupont abriendo los ojos.—El Chivo soy yo: todo lo mío lo sabe él. Si viniese aquí mi primo Pablo ahablarme de sus negocios, el Chivo se quedaría oyéndolo todo. ¡Hablasin miedo, hombre! Este es un pozo para todo lo mío.

Montenegro se resignó a sufrir la presencia de aquel tagarote, noqueriendo demorar por sus escrúpulos la explicación deseada.

Habló a Luis con cierta timidez, velando su pensamiento, pesando bienlas palabras para que sólo pudieran entenderlas ellos dos, dejando almatón en la ignorancia.

Si él le buscaba, ya podía figurarse para qué era... Lo sabía todo. Elrecuerdo de lo ocurrido en la última noche de la vendimia en Marchamalono habría desaparecido seguramente de su memoria. Pues bien: él sepresentaba para que remediase el mal causado. Siempre le había tenidopor amigo y esperaba que como tal se portase... porque de no ser así...

El cansancio, la turbación nerviosa de una noche de emociones, nopermitieron a Fermín un largo disimulo, y la amenaza asomó a sus labiosal mismo tiempo que brillaba en sus ojos.

Las copas que llevaba bebidas le abrasaban el estómago, como si el vinose transformase en veneno, por la repugnancia con que lo había tomado deaquellas manos.

Dupont, oyendo a Montenegro, fingíase más ebrio de lo que realmenteestaba, para ocultar de este modo su turbación.

La amenaza de Fermín hizo abandonar al Chivo su mutismo.

Elperdonavidas creyó oportuno el momento para una intervención aduladora.

—Aquí nadie amenaza, ¿sabe usté, pollo?... Donde esté el Chivo no hayquien le diga ná a su señorito.

El joven saltó con arrogancia, fijando en la bestia siniestra una miradade reto.

—Usted se calla—dijo con imperio.—Usted se guarda la lengua en... elbolsillo o donde le quepa. Usted no es nadie aquí; y para hablarme mepide licencia.

Quedó indeciso el matón, como aplastado por la arrogancia del joven, yantes de que pudiera reponerse de la acometida, añadió Fermíndirigiéndose a Luis:

—¿Y eres tú ese que se cree tan valiente?... ¡Valiente, y vas a todaspartes con un acompañante, como los niños de la escuela!

¡Valiente, y nipara hablar a solas con un hombre te separas de él! Merecías llevarcalzones cortos.

Dupont olvidó su embriaguez, la echó a un lado para erguirse ante elamigo con toda la grandeza de su valor. ¡Hombre, justamente le hería ensu parte más sensible!...

—Ya sabes, Ferminillo, que soy más valiente que tú; y que todo Jerez metiene miedo. Vas a ver si necesito acompañantes.

Tú, Chivo, ahueca.

El valentón se resistió, refunfuñando.

—¡Ahueca!—repitió el señorito, como si fuese a darle de patadas, conla arrogancia de la impunidad.

El Chivo salió y los dos amigos volvieron a sentarse. Luis ya noparecía ebrio: antes bien, hacía esfuerzos por mostrarse sereno,abriendo los ojos desmesuradamente, como si intentase anonadar con lamirada a Montenegro.

—Cuando te parezca—dijo con voz sorda, para inspirar mayorpavor,—saldremos a matarnos. Aquí no, porque el Montañés es amigo yno quiero comprometerlo.

Fermín levantó los hombros, como si despreciase esta comediaterrorífica. Ya hablarían de matarse, pero después; según lo queresultara de su conversación.

—Ahora al grano, Luis. Tú sabes el mal que has hecho. ¿Qué es lo quepiensas para remediarlo?

El señorito perdió de nuevo su serenidad al ver que Fermín abordabadirectamente el temido asunto. Hombre, a él no le correspondía toda laculpa. Era el vino, la maldita juerga, la casualidad... el ser bueno endemasía; pues de no haber estado en Marchamalo, cuidando los interesesde su primo (que maldito si se lo agradecía), nada habría ocurrido.Pero, en fin, el mal estaba hecho. Él era un caballero, se trataba deuna familia amiga y no huía la cara. ¿Qué deseaba Fermín?... Su fortuna,su persona, todo estaba a su disposición. Creía lo más acertado que losdos señalasen una cantidad, de común acuerdo: él la reuniría, fuese comofuese, para darla a la chica como dote, y raro sería que con esto noencontrase un buen marido.

¿Por qué ponía Fermín aquel gesto? ¿Había dicho él algún disparate?...Pues si no le gustaba esta solución, tenía otra. María de la Luz podíairse a vivir con él. Le pondría una gran casa en la ciudad, viviría comouna reina. A él le gustaba la muchacha: bastante sentía los desprecioscon que le había afligido después de aquella noche. Haría cuanto supierapara que fuese feliz.

Muchos ricos de Jerez vivían de este modo con sushembras, a las que todos respetaban como esposas legítimas; y si nollegaban al matrimonio, era únicamente por ser de baja condición...¿Tampoco le bastaba este arreglo? A ver: que propusiera algo Fermín, yacabarían de una vez.

—Sí, hay que acabar de una vez—repitió Montenegro.—

Menos palabras,pues me duele hablar de esto. Lo que tú vas a hacer, es ir mañana aavistarte con tu primo y decirle que, avergonzado de tu falta, te casascon mi hermana, como debe hacerlo un caballero. Si él da su permiso,mejor: si no lo da, es igual. Tú te casas, y procuras, corrigiéndote, nohacer infeliz a tu mujer.

El señorito había echado atrás su silla, como escandalizado por loenorme de la pretensión.

—Hombre... ¡casarse nada menos! ¡Pues tú pides poco!...

Habló de su primo, augurando resueltamente su negativa. Él no podíacasarse. ¿Y su carrera? ¿Y su porvenir? Justamente, la familia, deacuerdo con los Padres de la Compañía, andaba en tratos para sumatrimonio con una muchacha rica de Sevilla; antigua hija espiritual delPadre Urizábal. Y bien lo necesitaba él, pues su fortuna estaba muyresentida después de tantos despilfarros, y para su carrera política leconvenía ser rico.

—Casarme con tu hermana, no—terminó Dupont.—Eso es una locura,Fermín; piénsalo bien: un disparate.

Fermín se exaltó al contestar. ¡Un disparate! conforme; pero lo era parala pobre Mariquilla. ¡Vaya una fortuna! ¡Cargar con un hombre como él,que era un saco de vicios, y no podía vivir ni con las mujerzuelas mássoeces de a