—¡Que no me quiere!—gritó el aperador con acento desesperado.—¡Que yano me hace caso! ¡Que hemos roto y no quié verme!...
Montenegro sonrió. ¿Y eso era todo? ¡Riñas de novios; caprichitos demuchacha, que se enfada para animar la monotonía de un largo noviazgo!Ya pasaría el mal viento. Él conocía aquello de oídas. Se expresaba consu escepticismo de joven práctico, a la inglesa, como él decía,enemigo de los amoríos ideales que duraban años y eran una de lastradiciones de la tierra. A él no se le había conocido noviazgo algunoen Jerez. Se contentaba con tomar lo que podía, buenamente, de vez encuando, para satisfacción de sus deseos.
—Eso lo agradece siempre el cuerpo—continuó.—Pero relaciones por lofino, con suspiros, penas y celillos, ¡eso nunca!
Necesito el tiempopara otras cosas.
Y Fermín, con tono zumbón, intentaba consolar a su amigo.
Aquella malaracha pasaría. ¡Caprichos de mujeres, que se ponen de morros y fingenenfado para que las quieran más! El día en que menos lo pensase, veríaa María de la Luz ir hacia él, diciendo que todo había sido una broma,para poner a prueba su cariño, y que lo quería más que antes.
Pero el mocetón movía la cabeza negativamente.
—No; no me quiere. Esto se acabó y yo voy a morir.
Relataba a Montenegro cómo habían terminado sus amores.
Ella le llamóuna noche para hablar en la reja, y con una voz y un gesto, cuyorecuerdo aún estremecía al pobre mozo, le anunció que todo había acabadoentre los dos. ¡Cristo; qué noticia para recibirla así, de sopetón!
Rafael se agarró a los hierros para no caer. Después hubo de todo:súplicas, amenazas, lloros; pero ella se mantenía inflexible, con unasonrisa que daba miedo, negándose a continuar los amoríos. ¡Ah, lasmujeres!...
—Sí, hijo mío—decía Fermín.—Unas arrastrás. Aunque se trate de mihermana, no hago excepción. Por eso tomo yo de ellas lo que necesito yrehuyo el trato... ¿Pero qué excusa te daba Mariquita?...
—Que ya no me quiere; que se ha apagao de repente el aquel que metenía. Que no siente por mi ni una miaja de afecto y no quiere mentirfingiendo cariño... ¡Como si un querer pudiera apagarse de pronto, lomismo que una luz!...
Rafael recordaba el final de su última entrevista. Cansado de suplicar,de llorar agarrado a la reja, de arrodillarse como un chiquillo, ladesesperación le había hecho prorrumpir en amenazas. ¡Que le perdonaseFermín! pero en aquel momento se sintió capaz del crimen. La muchacha,cansada de sus ruegos, asustada de sus maldiciones, acabó por cerrar degolpe la ventana. ¡Y hasta ahora!
Dos veces había ido de día a Marchamalo con la excusa de ver al señorFermín; pero María de la Luz escondíase, apenas adivinaba su caballogalopando por la carretera.
Montenegro le oía pensativo.
—¿Tendrá otro novio?—dijo.—¿Se habrá enamorado de alguien?
—No; eso no—se apresuró a responder Rafael, como si esta convicción lesirviese de consuelo.—Lo mismo pensé en el primer momento y me vi yametío en la cárcel de Jerez y luego en presidio. Al que me quite a miMariquilla de la Lú, lo mato.
Pero ¡ay! que no me la quita nadie: que esella la que se va... He pasao los días vigilando de lejos la torre deMarchamalo. ¡Las copas que llevo bebías en el ventorro de la carretera yque se me golvían veneno al ver bajar o subir a alguien la cuesta de laviña!... He pasao las noches tendido entre las cepas, con la escopeta allado, dispuesto a meterle un puñao de postas en el vientre al primeroque se acercase a la reja... Pero no he visto más que a los mastines. Lareja cerrá. Y entretanto, el cortijo de Matanzuela anda desgobernao,aunque mardita la falta que hago yo con esto de la huelga. Nunca estoyallí: el pobre Zarandilla se lo carga too; si lo supiera el amo, medespedía. Sólo tengo ojos y oídos para celar a tu hermana y sé que nohay noviazgo, que no quiere a nadie. Casi estoy por decirte que aun metiene algo de ley, ¡mira tú si soy tonto!... Pero la mardita huye deverme, y dice que no me quiere.
—¿Pero tú la has hecho algo, Rafael? ¿No estará enfadada por algunaligereza tuya?
—No: eso tampoco. Soy más inocente que el niño Jesú y el cordero quelleva al lao. Desde que tengo relaciones con tu hermana, que no miro auna moza. Toas me parecen feas, y Mariquilla lo sabe. La última nocheque hablé con ella, cuando yo le pedía que me perdonase, sin saber porqué, y le preguntaba si la había ofendío en algo, la pobrecita llorabacomo la Malaena.
Bien sabe tu hermana que yo no la he fartao en tantocomo esta uña. Ella misma lo decía: «¡Pobre Rafaé! ¡Tú eres bueno!Olvídame: serías infeliz conmigo». Y me cerró la ventana...
El mocetón gemía al decir esto, mientras su amigo, que había acabado decomer, apoyaba pensativo su frente en una mano.
—Pues,
hijo—murmuró
Fermín.—No
entiendo
este
jeroglífico. Mariquillate deja y no tiene otro novio: te compadece, te dice que eres bueno,mostrando que aun te tiene algún querer, y te cierra la ventana. ¡Eldemonio que entienda a las mujeres! ¡Y qué mala alma tienen a veces lascondenadas!...
Aumentó el estrépito en el cuarto de la juerga, y una voz de mujer,aguda, de un temblor metálico, llegó hasta los dos amigos.
Me
dejó...
¡mala
gitana!
Cuando yo más la quería...
Rafael no pudo oír más. La poesía popular le arañaba el alma con suingenua tristeza. Rompió a llorar con gemidos de niño, como si la coplafuese su historia: como si la hubiesen compuesto luego de ser despedidoél de aquella reja, donde estaba la felicidad de su vida.
—¿Oyes, Fermín?—dijo entre suspiros.—Ese, soy yo. Me ocurre lo que alpobresito de la copla. Se le tiene compasión a un perrito de cría, se lequiere, no se le deja, sus chillidos inspiran lástima, y yo, que soy unhombre, una criatura de Dios, ¡a la calle! ¡si te quise, ya no tequiero! ¡a reventar de pena!... ¡Cristo!
¡Paece mentira que aún no mehaya muerto!...
Quedaron en silencio largo rato. Abstraídos en sus pensamientos, ya nooían el estrépito de la juerga, la voz femenil que seguía entonandocoplas.
—Fermín—dijo de pronto el aperador.—Tú eres el único que lo pueearreglar todo.
Por esto le había esperado a la salida del escritorio. Conocía su graninfluencia sobre la familia. María de la Luz le respetaba más que a supadre, y se hacía lenguas de su sabiduría.
La educación en Inglaterra, y los elogios del capataz, que veía en suhijo una inteligencia casi tan grande como la de su maestro, influían enla muchacha, ingiriendo en su afecto fraternal una gran dosis deadmiración. Rafael no se atrevía a hablar al padrino: le tenía miedo.Pero de Fermín lo esperaba todo, y se confiaba a él.
—Lo que tú le digas que haga, eso hará... Ferminillo, no me abandones,protégeme. Tú eres mi patrón; quisiera ponerte en un altar y encendertevelas y rezarte una letanía. Fermín; santito mío: no me dejes,defiéndeme. Ablanda aquel peñasco, de corazón; agárrame, porque si no,me caigo y voy a presidio o a la casa de los locos.
Montenegro se burló de las exageraciones lloriqueantes de su amigo.
—Está bien, hombre: se hará lo que se pueda, pero no llores más, nisueltes esas oraciones, que pareces don Pablo, mi principal, cuando lehablan de Dios. Veré a Mariquita: le hablaré de ti: le diré a la muyindina lo que merece. ¿Qué; estás ya contento?...
Rafael limpiábase los lagrimones, y sonreía con sencillez infantil,mostrando sus dientes cuadrados, de nítida blancura.
Pero su gozo eraimpaciente. ¿Cuándo pensaba Fermín ver a Mariquita?
—Hombre, iré mañana. En el escritorio estamos muy atareados en laliquidación de fin de año. Las cuentas de los ingleses me dan muchoquehacer.
El mocetón hizo un gesto de contrariedad. ¡Mañana!... Una noche más deno dormir, de llorar su desgracia, de incertidumbre cruel no sabiendo sidebía esperar algo.
Montenegro rió ante la tristeza del aperador. ¡Pero cómo ponía el amor alos hombres! Daba ganas de propinar unos cuantos azotes a aquel mozo,como si fuera un niño grandullón y enfurruñado.
—No, Fermín; por tu salú te lo pido. Haz algo por mí; ve en seguida ysacarás un alma de pena. Nada te dirán en el escritorio: esos señores tequieren; eres su niño mimao.
Y le asediaba con ruegos ardorosos, con palabras acariciadoras, para quefuese en seguida a avistarse con su hermana. Montenegro cedió, vencidopor la ansiedad del mocetón. Iría aquella misma tarde a Marchamalo;mentiría al jefe del escritorio diciéndole que su padre estaba enfermo.Don Ramón era bueno y haría la vista gorda.
El impaciente Rafael habló entonces de lo cortas que eran las tardes deEnero y de la necesidad de aprovechar el tiempo.
Fermín llamó al criado, que se extrañaba de la parquedad de los dosamigos, invitándoles a pedir más cosas. ¡Todo estaba pagado! ¡Don Luistenía cuenta abierta!...
Al salir Rafael, marchó directamente a la calle, temiendo que el amo leviese con los ojos enrojecidos. Fermín asomó la cabeza al cuarto de lajuerga, y después de aceptar una copa de Dupont huyó de éste, queintentaba cogerle por las solapas, para que se quedase.
Antes de media tarde llegó Fermín a Marchamalo. Rafael le llevó en lasancas de su jaca. Su impaciencia le hacía mover nerviosamente lostalones, espoleando al animal.
—¡Que vas a reventarlo, bárbaro!—gritaba Montenegro, pegando su pechoa la espalda del jinete.—¡Que pesamos mucho los dos!...
Pero Rafael sólo pensaba en la entrevista próxima.
—En el mismísimo carro de San Elías quisiera yo llevarte, Ferminillo,para que vieses antes a la gachí.
Hicieron alto en el ventorro de la carretera, cerca de la viña.
—¿Quieres que te espere?—dijo el aperador.—Yo te aguardo aquí congusto hasta el día del Juicio.
Sentía impaciencia por conocer la resolución de la muchacha.
Pero Fermínno quiso que le aguardase. Pensaba pasar la noche en la viña. Y siguióla marcha a pie, mientras Rafael le anunciaba a voces que vendría abuscarle al día siguiente.
Cuando el señor Fermín vio llegar a su hijo, le preguntó con ciertaansiedad si ocurría algo en Jerez. «Nada, padre.» Él venía a pasar lanoche con la familia, ya que en el escritorio le habían dado permiso porfalta de trabajo. El viejo agradeció la visita, pero sin desechar lainquietud que había manifestado a la llegada de su hijo.
—Creí, al verte, que algo malo pasaba en Jerez: pero si nada ocurreaún, ocurrirá pronto. Yo, desde aquí, lo sé todo; nunca falta un amigode las otras viñas que me trae el soplo de lo que piensan loshuelguistas. Además, en el ventorro repiten los arrieros lo que oyen enlos ranchos.
Y el capataz habló a su hijo de la gran reunión que los trabajadoresiban a celebrar el día siguiente en los llanos de Caulina. Nadie sabíaquién daba las órdenes, pero el llamamiento había circulado de boca enboca por el campo y la sierra, y se juntarían miles y miles de hombres,viniendo hasta de los límites de la provincia de Málaga, todos los queganaban el jornal en la campiña jerezana.
—Una verdadera revolución, hijo. Anda en todo esto un forastero, unmuchacho al que llaman el Madrileño, que habla de matar a los ricos yrepartirse los tesoros de la ciudad. La gente parece loca: todos creenque mañana van a triunfar y que se acaba la miseria. El Madrileño emplea el nombre de Salvatierra, como si obrase por orden suya, y muchosafirman, como si le hubieran visto, que don Fernando está escondido enJerez y se presentará en el momento de la revolución. ¿Qué sabes tú deesto?...
Fermín movió la cabeza con aire incrédulo. Salvatierra le había escritoalgunos días antes, sin manifestar propósitos de volver a Jerez. Dudabade que fuese cierto su viaje. Además, le parecía inverosímil esteintento de sublevación. Sería una alarma más de las muchas inventadaspor la desesperación de los hambrientos. Equivalía a una locura intentarla invasión de la ciudad estando en ella las tropas.
—Ya verá usted, padre, cómo si se reúnen en Caulina, quedará todoreducido a gritos y amenazas, como en las reuniones en los ranchos. Y dedon Fernando, no pase usted pena. Tengo la convicción de que está enMadrid. No es tan insensato que vaya a comprometerse en una locura comoesta.
—Lo mismo creo, hijo; pero por lo que pueda ocurrir, procura tú mañanano mezclarte con esos locos, si es que entran en la ciudad.
Fermín miraba a todos lados, buscando con los ojos a su hermana. Por finsalió de la casa María de la Luz, sonriendo a su Fermín, acogiendo suvisita con exclamaciones de alegre sorpresa. El muchacho la miró conatención. ¡Nada! De no hablarle Rafael, no hubiera podido adivinaraquellas tristezas que habían cortado sus amores.
Transcurrió más de una hora sin que pudiese hablar a solas con suhermana. En las miradas fijas de Fermín parecía adivinar la moza algo desus pensamientos. Procuraba mostrarse impasible, pero su rostro, tanpronto palidecía con la transparencia de la cera, como se arrebolaba conuna oleada de sangre.
El señor Fermín bajó la cuesta de la viña, yendo al encuentro de unosarrieros que pasaban por la carretera. Su aguda vista de campesino lesreconocía desde lo alto. Eran amigos, y quería saber por ellos lo quehablaban en los ranchos de la reunión del día siguiente.
Al quedar solos los dos hermanos, cruzaron sus miradas en medio de unsilencio embarazoso.
—Tengo que hablarte, Mariquita—dijo al fin el muchacho con resolución.
—Pues empieza cuando quieras, Fermín—contestó ella con acentotranquilo.—Ya adiviné al verte que por algo venías.
—No: aquí no. Podría volver padre, y lo que nosotros hemos de hablarrequiere tiempo y calma. Vamos a dar un paseo.
Y los dos emprendieron la marcha colina abajo, por la pendiente opuestaa la carretera. Bajaban por entre las cepas, a espaldas de la torre,dirigiéndose a una línea de chumberas que limitaba la gran viña por estelado.
María de la Luz intentó detenerse varias veces no queriendo ir tanlejos. Deseaba hablar cuanto antes para salir de su angustiosaincertidumbre. Pero el hermano se resistía a iniciar la conversaciónmientras pisasen aquella tierra sometida a la vigilancia de su padre.
Se detuvieron en la cerca de chumberas, junto a una gran brecha quedejaba ver un copudo olivar, tras cuyo ramaje descendía el sol.
Fermín hizo que su hermana se sentara en el ribazo, y plantándose anteella, dijo con dulce sonrisa para animarla a la confianza:
—Vamos a ver, loquilla: vas a decirme por qué has roto con Rafael; porqué le has despedido como si fuese un perro, causándole tal pena que elpobre parece que va a morir.
María de la Luz pareció echar a broma el asunto, pero estaba pálida y surisa tenía la crispación de una mueca triste.
—Porque no le quiero: porque me he cansao de él, ¡ea! Es un soso que meaburre. ¿No soy yo dueña de querer al hombre que me guste?...
Fermín la habló como a una niña revoltosa. Estaba mintiendo: se loconocía en la cara. No podía ocultar que seguía amando a Rafael. Algohabía en todo aquello, que era preciso que él conociera para bien de losdos novios, para juntarlos de nuevo.
¡Mentira aquel aburrimiento!¡Mentira aquella energía de moza bravucona con que se expresabaMariquita al justificar su rompimiento con Rafael! Ella no era mala; nopodía tratar con tanta crueldad a su antiguo novio. ¡Qué! ¿así se rompenunos amores comenzados casi en la infancia? ¿Así se despide a un hombredespués de haberlo tenido durante años y años, como quien dice, cosido alas faldas? Algo había en su conducta que no podía explicarse, y erapreciso que ella se lo dijese. ¿No era su hermano único y el mejor desus amigos? ¿No le contaba todas las cosas que no se atrevía a decir alpadre, por el respeto que éste le inspiraba?...
Pero la muchacha se mostró insensible al tono acariciador y persuasivode su hermano.
—No hay nada de eso—repuso enérgicamente, irguiendo su busto como sifuese a levantarse.—Todo son invenciones tuyas.
No hay más, que estoycansada de noviazgos, que no quiero hombre, que pienso pasarme la vidaal lado de padre y de ti.
¿Con quién mejor que con vosotros? ¡Seacabaron los novios!
El hermano acogía estas palabras con un gesto de incredulidad. ¡Mentiraotra vez! ¿Por qué se cansaba de pronto del hombre al que tanto habíaquerido? ¿Qué causa poderosa había deshecho con tanta rapidez suamor?... ¡Ah Mariquita! Él no era tan bobo que se tragase unas excusasfaltas de sentido.
Y como la muchacha, para ocultar su turbación levantase la voz,repitiendo enérgicamente que era dueña de su voluntad y podía hacer loque fuese de su gusto, Fermín comenzó a irritarse.
—¡Ah, mocita falsa! ¡Alma dura! ¡Corazón de canto! ¿Crees tú que a unhombre se le deja cuando a una le parece, después de haberle entretenidoaños enteros junto a la reja, enloqueciéndolo con palabritas de miel,afirmando que se le quiere más que a la vida? Por mucho menos les hanpartido a algunas el corazón de una puñalada... Grita: repite que haráslo que te dé la gana: yo pienso en aquel infeliz que, mientras tú hablascomo una arrastrá, el pobrecito anda por ahí hecho una lástima, llorandocomo un chiquillo, a pesar de que es el hombre más hombre de todo elcampo de Jerez. Y eso por ti... ¡por ti, que te portas peor que unagitana! ¡por ti, veleta!...
Exaltándose a impulsos de su ira, hablaba de la tristeza de Rafael, delgesto lloroso con que había implorado su auxilio, de la angustia con queaguardaba el resultado de su mediación. Pero no pudo hablar más. Maríade la Luz, pasando repentinamente de la resistencia al desaliento,rompió a llorar, aumentándose sus gemidos y sus lágrimas conformeavanzaba Fermín en el relato de la desesperación amorosa del novio.
—¡Ay, pobrecito!—gemía la muchacha, olvidando todo disimulo.—¡Ay, miRafael de mi arma!...
Se dulcificó la voz del hermano.
—Le quieres, ¿no lo ves? le quieres. Tú misma te delatas. ¿Por quéhacerle sufrir? ¿Por qué esa testarudez, que a él le desespera y a ti tehace llorar?
Y el muchacho, inclinándose sobre su hermana, la envolvía en sus ruegoso la empujaba los hombros con violencia, presintiendo la gravedad delsecreto que ocultaba Mariquita y que él a todo trance quería conocer.
Callaba la muchacha. Gemía oyendo a su hermano, como si cada una de suspalabras penetrase en su alma, crispándola con el dolor de las heridasdesgarradas; pero no abría su boca: temía decir demasiado y únicamentelloraba, poblando de lamentos el silencio de la tarde.
—Habla—gritaba imperiosamente Fermín.—Di algo. Tú quieres a Rafael;le quieres tal vez más que antes. ¿Por qué te separas de él? ¿Por qué ledespides? Esto es lo que me interesa; tu silencio me da miedo. ¿Por qué?¿por qué? Habla, mujer; habla, o creo que te mato.
Y empujaba rudamente a María de la Luz, la cual, como si no pudierasostenerse bajo el peso de la emoción, se había tendido en el ribazo,con la cara entre las manos.
Comenzaba a ocultarse el sol. Se veía el disco de color de cereza,detrás de las ramas del olivar, como al través de una celosía negra. Susúltimos rayos, a ras de tierra, coloreaban con un resplandor anaranjadola columnata de troncos de los olivos, las marañas de plantas de latierra, las curvas del cuerpo de la moza tendido en el suelo. Lapunzante película de las chumberas erizábase como una epidermisluminosa.
—Habla, Mariquita—rugía la voz de Fermín.—Di por qué haces eso. ¡Dilopor tu vida! ¡Mira que me vuelves loco! ¡Díselo a tu hermano, a tuFermín!
La voz de la muchacha salió tenue, vergonzosa, lejana, de aquel bultotendido.
—No le quiero... porque le quiero mucho. No puedo quererle, porque leamo demasiado para hacerle infeliz.
Y cual si tras estas palabras confusas cobrase ánimos, Mariquita seirguió, mirando fijamente a Fermín con sus ojos llenos de lágrimas.
Podía pegarla, podía matarla; pero ella no volvería a hablar con Rafael.Había jurado que si se consideraba indigna de él, le abandonaría, aunquecon esto destrozase su alma. Era un crimen premiar aquel amor tanintenso introduciendo en su futura existencia algo que pudiese afrentara Rafael, tan bueno, tan noble, tan amoroso.
Se hizo un largo silencio.
El sol había desaparecido. Ahora el negro ramaje del olivar se destacabasobre un cielo de color de violeta, con una leve franja de oro a ras delhorizonte.
Fermín callaba, como si le aterrase el contacto de la verdad misterioso,cuyo roce creía ya sentir.
—Según eso—dijo con una calma solemne,—tú te consideras indigna deRafael. Huyes porque hay algo en tu vida que puede avergonzarle, hacerleinfeliz.
—Sí—contestó ella sin bajar los ojos.
—¿Y qué es ello? Habla: creo que un hermano debe saberlo.
María de la Luz volvió a ocultar su cabeza entre los manos.
Nunca: nohablaría: bastante llevaba dicho. Era un tormento superior a susfuerzas. Si Fermín la quería un poco; debía respetar su silencio,dejarla en paz, que harto lo necesitaba. Y el estertor de sus lloros,rasgó de nuevo la calma del crepúsculo.
Montenegro mostrábase tan desalentado como su hermana.
Después de susarrebatos de indignación, sentíase débil, reblandecido, anonadado poraquel misterio, que sólo había podido columbrar. Hablaba con dulzura,con humildad, recordando a la joven el estrecho cariño que unía susvidas.
No habían conocido a su madre, y Fermín ocupó para la pequeña el vacíoque dejó al morir aquella mujer, cuyo rostro, bondadoso y triste, apenassi recordaban. ¿Cuántas veces, a la edad en que otros muchachos seduermen en un regazo tibio, había hecho de madre para ella, meciéndolamuerto de sueño, sufriendo sus llantos y sus manotones? ¿Cuántas veces,en la época de miseria, cuando el padre no tenía trabajo, había sofocadosu hambre para darla el mendrugo que le regalaban otros chicos,compañeros de sus juegos?... Cuando ella sufrió las enfermedades de lainfancia, su hermano, que apenas pasaba la cabeza del borde de la cama,la había velado, había dormido con ella sin miedo a la infección. Eranmás que hermanos: la mitad de su vida la habían pasado juntos, encontacto desde los pies a la frente, mezclando sus alientos,confundiendo sus sudores.
Cada uno de ellos no sabía lo que en sucuerpo era suyo o asimilado del otro.
Después, al ser mayores, este amor fraternal soldado por las penas deuna infancia triste, se había agrandado. Él no pensaba en casarse, comosi su misión en el mundo fuese vivir al lado de su hermana, viéndolafeliz con un hombre bueno y noble como Rafael, dedicando toda su vida alos hijos que ella tuviese... Para Fermín no guardaba secretosMariquita. Corría a él, en los momentos de duda, antes que al padre...¡Y ahora, la ingrata, como si de repente se endureciese su alma, dejabaimpasible que él sufriese, sin revelar aquel misterio de su vida!
—¡Ah, mal corazón! ¡Mala hermana!... ¡Y cuán poco te conocía!
Estos reproches de Fermín, dichos con voz entrecortada, como si fuese allorar, causaron más efecto en María que las amenazas y violencias deantes.
—Fermín... quería ser muda para que no sufrieses; porque sé que laverdad te hará daño. ¡Ay, Jesús mío! ¡Destrozarles el alma a los doshombres que más quiero!...
Pero ya que el hermano lo exigía, a él se confiaba, y fuese lo que Diosquisiera... Se había erguido otra vez y hablaba, sin un gesto, sin moverapenas los labios, con la mirada perdida en el horizonte, cual siestuviera soñando y relatase la historia de otra persona.
Comenzaba a anochecer y a Fermín le pareció que toda la sombra delcrepúsculo se le metía dentro del cráneo, nublando su pensamiento,entorpeciéndolo con dolorosa somnolencia. Un frío intenso y paralizador,un frío de sepultura, arañaba su espalda.
Era la brisa ligera de lanoche, pero a Fermín le pareció un viento de hielo, una tromba glacialque venía desde el Polo para él, sólo para él.
María de la Luz seguía hablando impasible, como si relatase la desgraciade otra mujer. Sus palabras evocaban rápidas imágenes en el pensamientodel hermano. Todo lo veía Fermín: la embriaguez general de la últimanoche de la vendimia, la borrachera de la moza, su desplome como uncuerpo inerte en el rincón de los lagares, y después la llegada delseñorito para aprovecharse de la caída.
—¡El vino! ¡El mardito vino!—decía María de la Luz con expresión decólera, haciendo al líquido de oro responsable de su desgracia.
—Sí, el vino—repetía Fermín.
Y con el pensamiento evocaba a Salvatierra, recordando sus anatemas a lamaléfica divinidad que regulaba todas las acciones y los afectos de unpueblo esclavizado por ella.
Después, las palabras de su hermana le hacían ver el horroroso despertaral desvanecerse el triste engaño de la embriaguez, la indignación conque repelía a un hombre, al que no amaba, y que aún le parecía másantipático luego de su fácil victoria.
Todo había acabado para María de la Luz. Harto lo demostraba la firmezade sus palabras. Ya no podía ser del hombre amado. Debía mostrarsecruel, fingir despego, hacerle sufrir como una moza casquivana, antesque decirle la verdad.
Imperaba en ella esa preocupación de la hembra vulgar que confunde elamor con la virginidad física. Una mujer sólo podía ser esposa delhombre al que llevase como tributo de sumisión, la integridad de sucuerpo. Ella debía ser como su madre, como todas las buenas mujeres queconocía. La virginidad de la carne era tan importante como el amor; ycuando se perdía, aunque fuese por un azar, sin voluntad alguna, habíaque resignarse, doblar la cabeza, decir adiós a la dicha y seguir elcamino de la vida, sola y triste, mientras el amante infeliz se alejabapor otro lado buscando una nueva urna de amor cerrada e intacta.
Para María de la Luz el mal era irremediable. Amaba a Rafael; ladesesperación del muchacho aumentaba su apasionamiento; pero jamásvolvería a hablarle. Se resignaba a que la tuviesen por cruel antes queengañar al hombre amado. ¿Qué decía Fermín a esto? ¿No debía ellarepeler a su novio, aunque esto la destrozase el alma?...
Fermín permanecía silencioso, la barba en el pecho y los ojos cerrados,con la inmovilidad de la muerte. Parecía un cadáver en pie. De pronto,despertó la fiera humana que se encabrita y ruge ante la desgracia.
—¡Ah, perra descastada!—bramó.—¡Mala piel! ¡....!
Y el supremo insulto a la virtud femenil salió de sus labios disparadocontra María de la Luz. Avanzó un paso, con la mirada extraviada y elpuño en alto. La muchacha, como si la penosa revelación la hubiesesumido en la insensibilidad de los imbéciles, no cerró los ojos, nomovió la cabeza para evitar el golpe.
La mano de Fermín volvió a caer sin rozarla. Fue un relámpago deferocidad; nada más. Montenegro se reconocía sin derecho para castigar asu hermana. En las nieblas de color de sangre que pasaban ante sus ojos,creyó ver el b