Una tarde de Febrero hablaban el aperador y Zarandilla de los trabajosdel cortijo, mientras la señá Eduvigis lavaba la loza en la cocina.Habíase acabado la siembra de los garbanzos, los yeros y los arvejones.Ahora, las cuadrillas de muchachas y de gañanes se dedicaban a escardarlos campos de cereales. Aún podían sostener el combate con el escardillocontra las hierbas parásitas. Después, cuando el trigo creciese,tendrían que arrancarlas a mano, encorvados durante el día, con losriñones quebrantados por el dolor.
Zarandilla, que falto de vista parecía haber aguzado sus oídos,interrumpió a Rafael, ladeando su cabeza como para escuchar mejor.
—Muchacho, paece que truena.
Palidecía la gran mancha de sol sobre los guijarros del patio; lasgallinas corrían en rueda, cocleando, como si quisieran huir de laráfaga de viento que erizaba sus plumas. Rafael prestó oído también. Síque tronaba: iban a tener tempestad.
Los dos hombres salieron al portal del cortijo. Por la parte de lasierra, el cielo estaba negro y las nubes corríanse como una cortinalúgubre entenebreciendo el campo. Aún no era media tarde y todos losobjetos envolvíanse en la vaguedad difusa del anochecer. El cieloparecía haber descendido, tocando las crestas de las montañas,devorándolas en su seno oscuro, como si las decapitase. Pasaban abandadas con el pavor de la fuga, graznando estridentemente, los pájarosde presa.
—¡Camará!... ¡la que se nos viene encima!—exclamó Zarandilla, que yano veía nada, como si para él hubiese cerrado la noche.
Los altos vástagos de las piteras, únicas líneas verticales que rompíanla monotonía de los campos, se inclinaron unos tras otros, como sifuesen a romperse, y a continuación una ráfaga fría e impetuosa chocócontra el cortijo. Temblaron las puertas, oyose el estrépito de lasventanas al cerrarse con violencia, y aullaron los mastineslúgubremente, tirando de sus cadenas, como si con su mirada de bestiasviesen a la tempestad entrar por el portalón sacudiendo su capa de aguay relampagueándola los ojos.
Una claridad lívida inflamó el espacio, y el trueno estalló sobre elcortijo con un estrépito seco que conmovió los cimientos, despertando enlos establos un eco de mugidos, relinchos y patadas. Cayó la lluvia degolpe, en grandes masas, como si se desfondase el cielo, y los doshombres tuvieron que refugiarse bajo el arco de entrada, no viendo másque un pedazo de campo al través de la herradura del portalón.
Del suelo, golpeado por el latigazo del agua, desprendíase un vaportibio; el olor de tierra mojada perfume de los aguaceros violentos.Lejos, muy lejos, por los surcos convertidos en arroyos que no podíanengullir todo el golpe de agua, corrían hacia el cortijo grupos degentes. Apenas si se les veía al través de la capa liquida de laatmósfera.
—¡Jesú!—exclamó Zarandilla.—¡Y cómo van a ponerse lospobrecitos!...
El vendaval parecía empujarles. La luz de cada relámpago les mostrabamás cerca; trotaban bajo la lluvia como un rebaño disperso. Al llegarlos primeros grupos pasaron corriendo ante el portalón para refugiarseen la gañanía. Los hombres iban arrebujados en mantas, cayéndoles doschorros de agua por la canal del sombrero deformado y blanducho: lasmujeres pasaban chillando como ratas, cubiertas con las varias hojas desu astrosa faldamenta, llenas de barro, y mostrando sus piernasenfundadas en los pantalones masculinos que usaban para la escarda.
Habían ya llegado al cortijo casi todas las bandas de trabajadores y enla puerta de la gañanía sacudíanse mantas y refajos, derramando achorros el agua sucia, cuando Rafael se fijó en un pequeño gruporezagado que se aproximaba lentamente bajo la cortina oblicua de lalluvia. Eran dos hombres y un borriquillo cargado con un serón, bajo elcual apenas si asomaban las orejas y la cola.
El aperador conoció a uno de los dos hombres que tiraba del ronzal dela bestia para que acelerase la marcha. Le llamaban Manolo el deTrebujena y era un antiguo gañán que, después de una sublevación de losobreros del campo, estaba señalado por todos los amos como perturbador.Falto de trabajo después de la huelga, se ganaba el sustento yendo decortijo en cortijo como buhonero, vendiendo a las mujeres cintas, hilosy retazos de tela, y a los hombres vino, aguardiente y periódicoslibertarios cuidadosamente
ocultos
en
aquel
serón,
almacén
heterogéneoque, a lomos del borriquillo, vagaba de un extremo a otro de la campiñajerezana. Sólo en Matanzuela y en muy contados cortijos podía penetrarManolo sin infundir alarma y encontrar resistencia.
Rafael miraba al acompañante del buhonero creyendo reconocerle, pero sindeterminar en su memoria quién era.
Caminaba con las manos en losbolsillos, el cuello de la chaqueta levantado y el sombrero sobre lascejas, chorreando agua por todos los extremos de su traje, encogiéndoseestremecido de frío, sin una manta como su camarada. Pero, a pesar deesto, marchaba sin precipitación como si no le molestasen la lluvia y elviento que combatían su débil persona.
—¡Salud, compañeros!—dijo el de Trebujena al pasar ante la puerta delcortijo, arreando su borriquillo.—Qué tiempo para los probes, ¿eh, Zarandilla?...
Entonces fue cuando Rafael reconoció al acompañante de Manolo, viendosu rostro exangüe de asceta, su barba rala y los ojos dulces ymortecinos tras unas gafas azuladas.
—¡Don Fernando!—exclamó con asombro.—¡Pero si es don Fernando!...
Y saliendo del portalón, en plena lluvia, agarró de un brazo aSalvatierra, para que entrase en el cortijo. Don Fernando opusoresistencia. Iba a refugiarse en la gañanía con su compañero; no debíacontrariarle, pues este era su gusto. Pero Rafael protestaba. ¡El granamigo de su padrino, el que había sido jefe de su padre!... ¿Cómo podíapasar por la puerta de su casa sin entrar en ella?... Y casi a vivafuerza lo metió en el cortijo, mientras Manolo seguía adelante.
—Anda, que hoy tendrás buen despacho—le dijo Zarandilla.—Los mozosse pirran por tus papeles y tendrán en qué entretenerse mientras llueva.Me paece que va pa largo.
Salvatierra entró en la cocina del cortijo, dejando, al sentarse, unagran mancha del agua que chorreaban sus ropas. La señá Eduvigis,compadeciendo
al
«pobre
señor»,
encendió
apresuradamente en el hogar unfuego de leña menuda.
—Que sea buena la candela, mujer; que eso y mucho más se merece elforastero—decía Zarandilla, orgulloso de la visita.
Y luego añadió con cierta solemnidad:
—¿Tú sabes quién es este cabayero, Eduvigis?... ¡Qué has de saber tú!Pues es don Fernando Salvatierra, ese señor tan nombrao en los papeles,que defiende a los probes.
El gesto de la vieja, al abandonar un instante la lumbre para mirar alrecién llegado, fue más de curiosidad y asombro que de admiración.
Mientras tanto, el aperador iba de un lado a otro, buscando ciertabotella de vino selecto que meses antes le había regalado su padrino.Por fin dio con ella, y escanciando un vaso, se lo ofreció a donFernando.
—Gracias, no bebo.
—¡Pero si es de primera, señor!...—intervino el viejo.—Beba su mercé;esto le hará bien después de la mojadura.
Salvatierra hizo un gesto negativo.
—Gracias otra vez: yo nunca he probado el vino.
Zarandilla le miró con asombro... ¡Qué tío! Con razón tenían a aqueldon Fernando por un hombre extraordinario.
Rafael quiso que comiera algo; y habló a la vieja de freír huevos, dedescolgar cierto jamón que había dejado el amo en una de sus visitas;pero Salvatierra le atajó. Era inútil: él llevaba en un bolsillo lasprovisiones para la noche. Y extrajo de su chaqueta un papel mojado, quecontenía un mendrugo y un pedazo de queso.
La sonrisa fría con que se negaba a aceptar los obsequios, cortaba todainsistencia. Zarandilla abría sus ojos turbios, como para ver mejor aaquel hombre asombroso.
—¿Pero al menos fumará usted, don Fernando?—dijo Rafael ofreciéndoleun cigarro.
—Gracias; no he fumado nunca.
El viejo no pudo callar más tiempo. ¿Tampoco fumaba?...
Ahora comprendíael asombro de ciertas gentes. Un hombre de tan pocas necesidades metíatanto miedo como un ánima del otro mundo.
Y mientras Salvatierra aproximábase a la lumbre, que comenzaba acrepitar con alegre llama, el aperador salió de la cocina. Poco despuésvolvió, llevando al brazo su capote de monte.
—Cuando menos, déjese usted abrigar. Quítese esas ropas que chorrean.
Antes de que pudiera negarse, Rafael y la vieja le despojaron de lachaqueta y el chaleco, envolviéndole en el capote, mientras Zarandilla colocaba ante el fuego las ropas mojadas, que despedían un humo tenue.
Acariciado por el calor, Salvatierra se mostró más comunicativo. Ledolía contrariar con su sobriedad a aquellas gentes sencillas que leasediaban con sus obsequios.
El aperador se extrañaba de verle en el cortijo como traído por latempestad. Su padrino le había dicho algunos días antes que don Fernandoestaba en Cádiz.
—Sí, allí estuve hasta hace poco. Fui a ver la sepultura de mi madre.
Y como si quisiera pasar apresuradamente sobre este recuerdo, explicósu llegada al cortijo. Había salido por la mañana de Jerez en la góndola de la sierra, uno de aquellos coches que pasaban cargados degente y de fardos por el inmediato camino. Deseaba ver al señor AntonioMatacardillos, el dueño del ventorro del Grajo, situado en la carretera,cerca del cortijo; un bravo que de joven le había seguido en todas susaventuras revolucionarias.
Estaba enfermo del corazón, con las piernashinchadas, casi imposibilitado de moverse, no pudiendo llegar a lapuerta de su choza más que entre ayes y tropezones. Al saber queSalvatierra vivía en Jerez, sus dolores parecían haberse aumentado conla desesperación que le causaba el no verle.
El viejo ventorrillero, al presentarse su antiguo jefe en la choza delGrajo, había llorado, abrazándole con tales extremos de emoción, que sufamilia creyó que iba a morir. ¡Ocho años sin ver a su don Fernando!¡Ocho años, durante los cuales había enviado todos los meses un papellleno de garabatos a aquel presidio del Norte, donde guardaban a suhéroe! El pobre Matacardillos sabía que iba a morir de un momento aotro. Ya no dormía en la cama, se ahogaba, vivía casi artificialmenteclavado en su sillón de paja, sin poder servir una copa, acogiendo consonrisa triste a los arrieros y gañanes que le hablaban de su cara desalud y de su gordura, asegurando que se quejaba de vicio. Don Fernandodebía volver alguna vez a verle. Le molestaría poco tiempo; iba a morirmuy pronto; pero su presencia alegraría la poca vida que le quedase. YSalvatierra había prometido volver, siempre que pudiese, a visitar al veterano, en compañía de Manolo el de Trebujena (otro de los suyos),al que había encontrado en el ventorro del Grajo. Con él emprendió elregreso a Jerez, cuando los alcanzó la tempestad, obligándoles arefugiarse en el cortijo.
Rafael habló a don Fernando de sus costumbres extraordinarias, quemuchas veces había oído relatar al padrino: sus baños de mar en Cádiz enpleno invierno, ante la gente, que temblaba de frío; sus regresos a casaen cuerpo de camisa después de dar la chaqueta a un compañeromenesteroso; su régimen alimenticio, que no podía pasar de los treintacéntimos diarios. Salvatierra permanecía impasible, como si hablasen deotro, y únicamente al extrañarse Rafael de su exiguo alimento, abrió loslabios para protestar dulcemente.
—No tengo derecho a más. ¿Acaso esos pobres que se amontonan en lagañanía no comen peor que yo?...
Se hizo un largo silencio. El aperador y los dos viejos parecíancohibidos en presencia de aquel hombre, del que tanto habían oídohablar. Además, les intimidaba con un respeto casi religioso aquellasonrisa que, según pensaba Zarandilla, «parecía venir de otro mundo»,y la firmeza de sus negativas, que no daba lugar a nuevas insistencias.
Cuando Salvatierra vio sus ropas casi secas, abandonó el capote y se laspuso. Después se dirigió a la puerta, y a pesar de que seguía lloviendoquiso ir a la gañanía, en busca de su compañero. Pensaba pasar en ellala noche, ya que no era posible con aquel tiempo volver a Jerez.
El aperador protestó. ¡En la gañanía un hombre como don Fernando!... Sucama estaba dispuesta para él y si no le gustaba, abriría la habitacióndel señorito, que era tan buena como cualquiera de Jerez.... ¡Lagañanía! ¿Qué diría su padrino si él toleraba tal disparate?...
Pero la sonrisa de Salvatierra quitó al joven toda esperanza.
Habíadicho que dormiría con los gañanes, y era capaz de pasar la noche alraso, si no le dejaban cumplir su gusto.
—No podría dormir en tu cama, Rafael; no tengo derecho a estar sobrecolchones, mientras otros, bajo el mismo tejado, duermen en esteras.
E intentaba sortear el obstáculo que le oponía el aperador, cerrándoleel paso en la puerta. El viejo Zarandilla intervino.
—Aún quedan horas para dormir, don Fernando. Luego irá su mercé a lagañanía, si ese es su gusto. Pero ahora—añadió, dirigiéndose aRafael—enséñale al señó algo del cortijo, la cuadra de los caballos,que es cosa de ver.
Salvatierra aceptó la invitación, ya que ésta no contrariaba susobriedad ascética, único lujo de su vida. «Vamos a ver los caballos».No le interesaban gran cosa, pero agradecía el buen deseo de aquellagente sencilla, ansiosa de mostrarle lo mejor de la casa.
Atravesaron el patio, bajo el azote de la lluvia, seguidos por algunosperros que sacudían el agua de sus pelos lacios. Una bocanada de airecaliente y espeso, oliendo a estiércol y a vapor animal, dio en la caraa los visitantes al abrirse la puerta de la cuadra. Los caballoscocearon y relincharon, moviendo las cabezas al sentir tras de susgrupas la presencia de gente extraña.
Zarandilla se metió entre ellos, adivinándolos por el tacto, marchandoa ciegas en la penumbra de la cuadra, acariciando a unos en los ijares,rascando a otros en la frente, llamándolos con nombres cariñosos ylibrándose por instinto de las patadas de impaciencia y de alegría quedaban con sus cascos herrados.
«¡Quieto, Brillante!» «¡No seas malo, Lucero!» Y pasaba, encorvándose, por debajo de los vientres para irhasta el otro extremo de la cuadra, mientras el aperador explicaba aSalvatierra la valía de este tesoro.
Eran caballos jerezanos de pura sangre, verdaderos sementales de latierra, y elogiaba su cara alegre, sus ojos saltones, el corte elegantey esbelto de su figura, su paso enérgico. Unos eran de color tordo;otros de un gris plateado, sedoso y brillante, y todos ellos temblabandesde las piernas a la grupa con fuertes estremecimientos, como si nopudiesen contener su exceso de vida en este encierro.
Rafael hablaba con admiración del valor de aquellos animales.
Unaverdadera fortuna: el señorito era hombre de gusto, un inteligente queno reparaba en el dinero para disputar a los más ricos del CírculoCaballista la posesión de un buen ejemplar.
Hasta a su primo don Pablole había arrebatado la posesión de un caballo famoso. Y señalando a cadauno de los animales, hablaba de miles y miles de pesetas,enorgulleciéndose de que tales tesoros estuviesen confiados a sucustodia.
El hierro de Matanzuela, la marca con que se señalaba a las jacassalidas del cortijo, valía tanto como los certificados de los ganaderíasmás antiguas.
Mientras tanto, Zarandilla acariciaba con ruidosas palmadas y motesgrotescos a dos asnos garañones, grandes como caballos, huesudos,angulosos, como si fuesen esculpidos a hachazos; la cara roma, los ojoscasi ocultos bajo una maraña de pelos y las orejas caídas. Dos bestiasde fealdad monstruosa y fantástica, que parecían surgidas de una visiónapocalíptica. El viejo, apoyado en ellos, hablaba de la primavera,cuando bajaban las yeguas de la dehesa y entraban en la cuadra con lacola recogida sobre el lomo para evitar entorpecimientos, y el yegüerizomayor se arriesgaba bajo las patas amenazantes, encauzando lafecundación.
—Aquí tiene su mercé—decía el viejo—a toos los buenos mozos quefabrican los potrancos y las mulillas de Matanzuela.
Hablaba de los misterios reproductores de aquella cuadra, con lanaturalidad de la gente campesina, tímida y ruborosa en las relacioneshumanas y franca hasta el impudor al hablar de las aproximaciones de lasbestias. Y como si las palabras del viejo trajesen a las dilatadasnarices de los caballos un lejano perfume de la deseada primavera,comenzaron a relinchar, a dar saltos, a morderse, a estremecer susvientres con agitaciones de péndulo, a resbalar las patas delanterassobre las grupas más cercanas, haciendo esfuerzos por libertar suscabezas amarradas a las anillas. Unos cuantos varazos repartidos aciegas por Zarandilla hicieron cesar el estruendo de coces yrelinchos, y las bestias tornaron a alinearse ante los pesebres,exhalando los últimos restos de su agitación con bufidos y temblores.
El aperador condujo a Salvatierra a una habitación grande, de paredesenjalbegadas, que le servía de despacho. Empezaba a anochecer y encendióun velón de los antiguos de Lucena, puesto sobre una mesa, en la que seveía un tintero de loza enorme, con una pluma no más larga que un dedo.Allí hacía él sus cuentas, y en un armario inmediato estaban «loslibros», de los que hablaba Rafael con cierto respeto. Cada gañán teníasu cuenta. Antes se llevaba la administración con una sencillezpatriarcal, pero ahora los jornaleros eran quisquillosos y desconfiados.Además, había que marcar bien los días que eran por entero de trabajo,aquellos en que la faena sólo duraba medio día por la lluvia, y los delluvia completa, en los que la gente se quedaba en la gañanía,comiéndose sus gazpachos sin hacer nada.
Después estaba el gran libro, el más precioso de la casa, lo que podíatitularse la carta de nobleza de Matanzuela. Y el aperador sacaba delarmario un amplio cuaderno, en el que se contenía la genealogía y lahistoria de todo caballo o mula salido del cortijo, con el apodo denacimiento, padres y abuelos, descripción de la figura, talla, pelo,color de los ojos y defectos que se confesaban generosamente sobre elpapel para quedar secretos, dejando a la penetración del comprador eladivinarlos.
Luego, enseñó Rafael la otra joya del cortijo: un palo largo rematadopor un embudo de hierro, cuyos bordes entrantes y salientes daban laidea vaga de un dibujo. Era la marca de la ganadería, ¡el hierro!, yhabía que ver con qué respeto lo acariciaba Rafael. Una cruz sobre unamedia luna formaban la señal que llevaba en sus flancos todo el ganadode Matanzuela.
Hablaba con entusiasmo de la operación de herrar, que don Fernando nohabía visto nunca. Los yegüerizos echaban sus lazos de cerda a lospotros indómitos, sujetándolos por las orejas, mientras se calentaba elhierro en un fuego de boñiga seca; y al estar la marca al rojo, ¡zas!,se la aplicaban al costado, quemándose los pelos y quedando la pielseñalada para siempre con la cruz y la media luna. Y con ciertaconmiseración por Salvatierra que, sabiendo tanto, ignoraba unas cosasque eran para el aperador las más interesantes del mundo, continuabaéste explicando el régimen a que se sometían los caballos jóvenes; todaslas operaciones que realizaba él voluntariamente en sus entusiasmos dejinete.
Primeramente los amarraban, al venir de la libertad de la dehesa, paraque se acostumbrasen a comer en el pesebre; luego salían al campo,frente al cortijo, con cabezón y una larga cuerda, para dar vueltas comoen un picadero, y que aprendiesen a tranquear, a poner la pata deatrás donde habían puesto la delantera, o más allá, si era posible. Trasesto llegaba la operación
suprema:
colocarles
la
silla
sobre
los
lomos,habituando su salvaje nerviosidad a esta servidumbre; acostumbrarles ala baticola y los estribos. Y finalmente se les montaba, para hacerlesdar vueltas, al principio sin soltar la cuerda, luego manejándolos conlas riendas. ¡Los potros que él llevaba desbravados, animales casisalvajes, que inspiraban miedo a muchos!...
Hablaba con orgullo de sus combates de energía y voluntad con bestiasfieras que relinchaban y mordían el aire, pataleando, levantándoseverticalmente o hundiendo su cabeza en tierra mientras coceaban en elespacio, sin que pudieran por esto libertarse de la opresión de suspiernas de acero; hasta que al fin, después de una carrera loca, en laque parecían buscar los obstáculos para aplastar al jinete, volvíansudorosas y vencidas, sometiéndose por completo a la mano del montador.
Rafael se detuvo en la narración de sus proezas hípicas, viendo lasombra de una persona en el cuadro de la puerta, sobre el fondo de luzviolácea del crepúsculo.
—¡Ah! ¿eres tú?—dijo riendo.—Pasa, Alcaparrón, no tengas miedo.
Entró un mozo de escasa estatura, avanzando cautelosamente, de mediolado, como si temiera rozar la pared. En su encogimiento parecíaimplorar perdón anticipadamente por todo lo que hiciese. Sus ojosbrillaban en la sombra lo mismo que su fuerte y nítida dentadura. Alaproximarse a la luz del velón, Salvatierra se fijó en el color cobrizode su cara, en las córneas de sus ojos, que parecían manchadas detabaco, en sus manos de dos colores, con la palma sonrosada y el dorsode un negro que aún se hacía más intenso bajo las uñas. A pesar delfrío, vestía una blusa de verano, una guayabera con pliegues, húmedaaún de la lluvia, y en la cabeza llevaba dos sombreros, uno dentro delotro, de distinto color, como sus manos. El de abajo mostraba unablancura gris y flamante en la parte inferior de sus alas; el de arribaera viejo, de un negro rojizo, con los bordes deshilachados.
Rafael agarró al mozuelo por un hombro, haciéndolo balancearse, y lopresentó a Salvatierra con una gravedad cómica.
—Este es Alcaparrón, del que usté habrá oído hablar seguramente. Elgitano más ladrón de too Jerez. Si hubiese justicia, hace tiempo que lehabrían dao garrote en la plaza de la Cárcel.
Alcaparrón dio un respingo para librarse de la garra del aperador, ymoviendo las manos con ademanes femeniles, acabó por persiguarse.
—¡Uy!, zeñó Rafaé y qué malo que es uzté... ¡Jozú! ¡y qué cosas diceeste hombre!
El aperador continuó con el ceño fruncido y la voz grave:
—Trabaja en Matanzuela con su familia hace muchos años, pero es unladrón como toos los gitanos y debía estar en presidio.
¿Sabe usté porqué se trae dos sombreros? Pa llenarlos de garbanzos o habichuelas asíque me descuido: y él no sabe que el mejor día le meto un escopetazo.
—¡Jozú! ¡señó Rafaé! ¿Pero qué dice usté, bendito?...
Y juntaba las manos con desesperación, mirando a Salvatierra ydiciéndole con vehemencia infantil:
—No le crea usté, zeñó; es muy malo y me dice eso por pudrirme lasangre. Por la salusita de mi mare que too es mentira...
Y explicaba el misterio de los dos sombreros superpuestos que llevabacalados hasta las orejas, rodeando su cara de pícaro de un nimbo de doscolores. El de abajo era el nuevo, el de los días de fiesta y lodesenfundaba cuando iba a Jerez. En los días de labor, no osaba dejarloen el cortijo por miedo a los compañeros, que se permitían toda clase deburlas con él porque era «un pobrecito gitano», y lo cubría con el viejopara que no perdiese el color gris y sedoso que era su orgullo.
El aperador continuaba exasperando al gitano con ese humor campesino quese goza en enfurecer a los pobres de espíritu y a los vagabundos.
—Oye, Alcaparrón, ¿tú sabes quién es este señor? Pues es don FernandoSalvatierra. ¿No has oído hablar nunca de él?...
El gitano hizo un gesto de asombro, abriendo los ojos desmesuradamente.
—¡Pues poco nombrao que es el señó! En la gañanía hace dos horas que nojablan más que de él. ¡Por muchos años, señó! M'
alegro de conosé unapresona tan fina y de tanto aquel. Bien se ve que su mersé es alguien:tiene cara de gobernaor.
Salvatierra sonreía ante la obsequiosidad aduladora del gitano.
Aquelinfeliz no conocía categorías; juzgaba por el renombre, y considerándoleun personaje poderoso, una autoridad, temblaba, ocultando su turbacióncon la sonrisa aduladora de las razas eternamente perseguidas.
—Don Fernando—continuó el aperador.—Usté que tiene amigos en elextranjero podía arreglarle el viaje a Alcaparrón. A ver si enaquellas tierras hacía tanta suerte como sus primas.
Y hablaba de las Alcaparronas, unas gitanas bailadoras que daban golpeen París y en muchas ciudades de Rusia, cuyos nombres no podía recordarel aperador. Sus retratos figuraban hasta en las cajas de cerillas, losperiódicos hablaban de ellas; tenían diamantes a porrillo, bailaban enteatros y en palacios y a una de ellas la había robado un gran duque,archipámpano o no recordaba Rafael qué otro título, llevándosela a uncastillo, donde vivía como una reina.
—Y a too esto, don Fernando, unas monas sabias, tan feas y negras comosu primo aquí presente; unas desgalichás, a las que he visto de pequeñasen los cortijos robando garbanzos y otras semillas; unas ratasvivarachas, sin más que el aquel gitano y unas desvergüenzas que ponencoloraos a los hombres. ¿Y eso es lo que les gusta a aquellos señorones?¡Vamos, hombre, que hay para reír!...
Y reía, efectivamente, al pensar que vivían como unas grandes damasaquellas mozuelas cobrizas, de ojos de brasa, que él había vistomerodear sucias y costrosas por los campos de Jerez.
Alcaparrón hablaba con cierto orgullo de sus primas, pero lamentandode paso la diversa suerte de familia. ¡Ellas hechas unas reinas y él consu pobre mare, sus hermanos pequeños, y Mari-Cruz, su pobrecita prima,siempre enferma, ganando dos reales en el cortijo! ¡y muchas gracias queles daban trabajo todos los años sabiendo que eran buenos!... Sus primaseran unas descastás que no escribían a la familia, que no la enviabanni esto. (Y hacía crujir la uña de un pulgar, entre sus dientes decaballo.)
—Señó: paece mentira que mi tío se porte tan mal con los suyos, siendoun cañí. ¡Con tanto que le quería el probé de mi pare!...
Pero lejos de indignarse, rompía en elogios del tío Alcaparrón, unhombre de iniciativas que, cansado de pasar hambre en Jerez y verse enpeligro de ir a la cárcel siempre que se extraviaba un asno o una mula,se había echado al hombro la guitarra, no parando con todo su «ganao»,como él llamaba a las hijas, hasta el mismo París. Y Alcaparrón reíairónicamente de la simpleza de los gachés