En la viña no despertaba menores entusiasmos María de la Luz. Oyéndolalos dos hombres bajo las arcadas, sentíanse conmovidos, y sus almassencillas abríanse a la ráfaga de poesía del crepúsculo, mientras secoloreaban las lejanas montañas con la puesta del sol, y Jerez teñía sublancura con resplandores de incendio, destacándose sobre un cielo devioleta en el que comenzaban a brillar las primeras estrellas.
El canto quejumbroso y melancólico de los pueblos tristes y moribundos,despertaba inexplicables recuerdos, ecos de una existencia anterior. Elalma morisca se estremecía en ellos oyendo aquellas coplas de muerte, desangre, de amores desesperados
y
fanfarronas
amenazas.
El
viejo
capataz,enardecido por la voz de María de la Luz, parecía olvidar que era suhija, y soltaba la guitarra para echarla su sombrero a los pies.
—¡Olé mi niña! ¡Viva su pico de oro, la mare que la crió... y el paretambién!
Y recobrando su gravedad, le decía al ahijado con el tono de un profesorque enseña verdades de universal trascendencia:
—Ese es er verdadero cante jondo... ¡Jerezano puro! Y si te icen que silas seviyanas, que si las malagueñas, di que es pamplina. En Jerez estála llave der cante. Eso lo declaran toos los sabios del mundo.
Cuando Rafael se sintió fuerte tuvo que dar por terminado este períodode dulce intimidad. Una tarde habló a solas con el señor Fermín. Él nopodía seguir allí; pronto llegarían los viñadores, y la casa deMarchamalo recobraría su animación de pequeño pueblo. Además, don Pabloanunciaba su propósito de echar abajo el caserón, para construir aquelcastillo con el que soñaba como una glorificación de su familia. ¿Cómoexplicar Rafael su presencia en la viña? Era una vergüenza que un hombrede sus energías permaneciese allí, sin ocupación, viviendo al amparo desu padrino.
El asunto de aquella noche parecía olvidado. No temía que lepersiguiesen, pero estaba resuelto a no volver a su antigua vida.
—Con una basta, padrino; tenía su mercé razón. Ni esta es manera deganarse honradamente el pan, ni hay jembra que apechugue con un mozo quepor más dinero que traiga a casa puede morir de mala muerte.
Él no sentía miedo, ¡eso nunca!, pero tenía sus planes para el porvenir.Quería formarse una familia, como su padre, como su padrino, y no pasarla vida echándolas de jaque en la montaña.
Buscaría una ocupación máshonrada y tranquila, aunque conociese el hambre.
Y entonces fue cuando el señor Fermín, valiéndose de su influencia conlos Dupont, hizo a Rafael aperador del cortijo de Matanzuela, propiedaddel sobrino del difunto don Pablo.
El tal Luis había vuelto a Jerez hecho un hombre, después de unacontinua peregrinación por todas las universidades de España, buscandocatedráticos de manga ancha que no tuviesen empeño en malograr futurosabogados. Su tío le había impuesto la obligación de seguir una carrera,y mientras aquél vivió, se había resignado a llevar la vida deestudiante, ajustándose a los estrechos envíos de dinero y ampliándoloscon préstamos feroces, por los que firmaba a ojos cerrados cuantospapeles querían presentarle los usureros. Pero al ver al frente de lafamilia a su primo Pablo y próxima su mayor edad, se había negado acontinuar por más tiempo la comedia de sus estudios.
Era rico, no queríaperder el tiempo en cosas que en nada le interesaban. Y tomando posesiónde sus bienes, comenzó la libre existencia de placeres con la que habíasoñado en su estrecha vida de estudiante.
Viajaba por toda España, pero ya no era para aprobar una asignatura aquíy otra más allá: aspiraba a ser una autoridad en el arte taurino, ungrande hombre de la afición, e iba de plaza en plaza al lado de sumatador favorito, presenciando todas sus corridas. En invierno, cuandodescansaban sus ídolos, vivía en Jerez al cuidado de sus haciendas, yeste cuidado consistía en pasarse las noches en el Círculo Caballista,discutiendo acaloradamente los méritos de su matador y la inferioridadde sus rivales, pero con tal vehemencia, que por si una estocadarecibida años antes por un toro, del que no quedaban ni los huesos,había sido caída o en su sitio, tentábase por encima de la ropa elrevólver, la navaja, todo el arsenal que llevaba sobre su persona, comogarantía del valor y la arrogancia con que resolvía sus asuntos.
No salía caballo hermoso y de precio de las yeguadas jerezanas, que nolo comprase, entablando pujas con su primo, que era más rico que él. Porla noche, los montañeses de los colmados le veían entrar como unpresagio de borrasca, seguros de que acabaría rompiendo botellas yplatos y echando las sillas por el aire, para demostrar que era muyhombre y podía después pagarlo todo a triple precio. Su ambiciónestribaba en ser el continuador del glorioso marqués de San Dionisio,pero en el Círculo Caballista decían de él que no era más que sucaricatura.
—Le farta el señorío, el aquel del bendito marqué—decía el señorFermín al enterarse de las hazañas de Luis, al que conocía desde niño.
Las mujeres y los valientes eran las dos pasiones del señorito.
Conellas no se mostraba muy generoso; deseaba ser adorado por sus méritosde jinete arrogante, creyendo de buena fe que todos los balcones deJerez se estremecían con la palpitación de corazones ocultos cuandopasaba él montando el último caballo que acababa de adquirir. Con lacorte que le acompañaba de parásitos y matones era más espléndido. Nohabía en todo el término de Jerez un valentón de fama triste que noacudiese a él atraído por su liberalidad. Los que salían de presidio notenían que preocuparse de su suerte; don Luis era un buen amigo y ademásde darles dinero, les admiraba. Cuando a altas horas de la noche, alfinal de las francachelas en los colmados, sentíase borracho,despreciaba a sus queridas para fijar toda su admiración en los hombresde bronce que le acompañaban.
Hacía que le mostrasen las cicatrices desus heridas, que le relatasen sus heroicas peleas. Muchas veces, en el Círculo Caballista señalaba a los amigos algún hombre malcarado que leaguardaba en la puerta.
—Ese es el Chivo—decía con el orgullo de un príncipe que habla desus grandes generales.—Un hombre a quien le arrastran las borlas por elsuelo. Entre tiros y cuchilladas tiene más de cincuenta cicatrices en elpellejo.
Miraba a todos con insolente superioridad, como si las cicatrices delamigote fuesen una declaración de su propio valor, y vivía felizcreyendo que en todo Jerez no había quien le disputase su guapeza conlos hombres y su buena fortuna con las mujeres.
Cuando el capataz de Marchamalo le habló en favor de Rafael, el señoritolo admitió inmediatamente. Había oído hablar del muchacho; era de lossuyos (y al decir esto tomaba el aire protector de un maestro),recordaba ciertos tiros en la sierra y el miedo que le tenían los delresguardo. Nada: que se quedaba con él; así le gustaban los hombres.
—Te colocaré en mi cortijo de Matanzuela—dijo acariciando conamistosas palmadas a Rafael, como si fuese un nuevo discípulo.—Elaperador que tengo es un viejo medio cegato, del que se ríen losgañanes. Y ya sabemos lo que son los trabajadores: ¡mala gente! Conellos, el pan en una mano, y el garrote en la otra. Necesito un hombrecomo tú, que los meta en cintura y cuide mis intereses.
Y Rafael se fue al cortijo, no volviendo a la viña más que una vez porsemana, cuando iba a Jerez para hablar al amo de los asuntos de lalabranza. Muchas veces tenía que buscarlo en la casa de alguna de susprotegidas. Le recibía en la cama, incorporándose sobre el almohadón, enel que descansaba otra cabeza. El nuevo aperador reía a solas lasfanfarronadas de su amo, más atento a recomendarle la dureza y que«metiese en cintura» a los holgazanes que trabajaban sus campos, que aenterarse de las operaciones agrícolas, echando la culpa de las malascosechas a los gañanes, una canalla que no quería trabajar y deseaba quelos amos se convirtiesen en criados, como si el mundo pudiera volversedel revés.
Don Luis llegaba a olvidarse de sus aficiones matonescas y sus hazañasamorosas, cuando hablaba de la gente zafia de los campos que, movida porfalsos apóstoles, quería repartírselo todo. Él había estudiado (lodeclaraba pomposamente en el Círculo Caballista, sin reparar en lassonrisas de los que le escuchaban), él sabía que lo que deseaban lostrabajadores eran utopias, eso es; utopias (y repetía condelectación la palabra), y que todo lo que ocurría era por culpa de losgobiernos que no
«meten en cintura» a los gañanes, y también por faltade religión.
Si señor; la religión: este era el freno del pobre, y comocada vez había menos, los de abajo, con el pretexto del hambre, queríancomerse a los de arriba.
Estas palabras ya no hacían sonreír a los socios del Caballista, sinoque las aprobaban con fervorosos gestos, con toda su fe de ricoslabradores, que encogían los hombros cuando algún iluso proponíapantanos y canales, y todos los años costeaban grandes fiestas a laVirgen de la Merced, sacándola en rogativa apenas faltaba el agua a suscampos.
A pesar de estas ideas que propalaba Luis en sus momentos de seriedad,afirmando que mejor andarían las cosas si él gobernase, don PabloDupont abominaba de su primo, considerándolo una vergüenza de lafamilia.
Este pariente, que renovaba los escándalos del de San Dionisio,agravados, según doña Elvira, por su origen plebeyo, era una calamidaden una casa que siempre había infundido respeto por su nobleza y santascostumbres. Para mayor desgracia estaban las niñas del marqués, Lola yMercedes. ¡Las veces que su tía se sofocó de indignación,sorprendiéndolas por la noche en una reja baja de su hotel, hablando conlos novios, que se renovaban casi semanalmente! Tan pronto erantenientes de la remonta, como señoritos del Caballista, o inglesesjóvenes, empleados en los escritorios, que se entusiasmaban pelando lapava al estilo del país y hacían reír a las niñas con su andaluzchapurreado británicamente. No había muchacho en Jerez que no tuviese surato de conversación con las desenvueltas marquesitas. Ellas hacíanfrente a todos: bastaba pararse ante sus rejas para entablar diálogo, ylos que pasaban sin detenerse eran perseguidos por las risas y lossiseos irónicos que sonaban a sus espaldas. La viuda de Dupont no podíadominar a sus sobrinas, y éstas, por su parte, así como iban creciendo,mostrábanse más insolentes con la devota señora. Era en vano que suprimo las prohibiese salir a las rejas. Burlábanse de él y su madre,añadiendo que ellas no habían nacido para monjas.
Escuchaban con gestohipócrita las pláticas del confesor de doña Elvira recomendándolas lasumisión, y hacían uso de toda clase de astucias para comunicarse conlos galanes de a pie y de a caballo que rondaban la calle.
Un señorito del Caballista, hijo de un cosechero, gran amigo de lacasa Dupont, se enamoró de Lola, pidiéndola en matrimonioapresuradamente, como si temiera que se le escapase.
Doña Elvira y su hijo aceptaron la demanda: en el Círculo causóasombro el valor de aquel muchacho casándose con una de las hijas delmarqués de San Dionisio.
Este matrimonio fue para las dos hermanas una liberación. La soltera semarchó con la otra, gozosa de emanciparse por fin de la tía huraña ydevota, y a los pocos meses volvieron a reanudar en casa del marido lascostumbres que observaban cerca de los Dupont. Mercedes pasaba la nocheen la reja en apretada intimidad con los novios: su hermana acompañábalacon cierto aire de señora mayor, y hablaba con otros para no perder eltiempo. El marido protestaba, intentando rebelarse. Pero las dos seindignaban contra él porque osaba interpretar estas diversionesinocentes de un modo ofensivo para su pudor.
¡Qué de disgustos proporcionaron las dos Marquesitas, como lasllamaban en la ciudad, a la austera doña Elvira!... Mercedes, lasoltera, se fugó con un inglés rico. De tarde en tarde llegaban vagasnoticias que hacían palidecer de rabia a la noble señora.
Unas veces laveían en París, otras en Madrid, llevando una vida de cocotte elegante. Cambiaba con frecuencia de protectores, pues los atraía adocenas con su gracia picaresca. Además, en ciertas vanidades producíagran impresión el título de marquesa de San Dionisio, que había unido asu nombre, y la corona nobiliaria con que adornaba sus camisas de nochey las sábanas de una cama tan frecuentada como la acera de una grancalle.
La viuda de Dupont creyó morir al saber tales cosas. ¡Señor, y para estohabían nacido los preclaros varones de su familia, virreyes, arzobisposy capitanes, dándoles los monarcas títulos y señoríos! ¡Para que tantagloria sirviese de prospecto a una mala mujer!... Y aun ésta resultabala mejor de las dos. Al fin había huido por no afrentar de cerca a sufamilia, y si vivía en el pecado, era entre hombres de cierto linaje,siempre con personas decentes, como si influyesen en ella los respetosal rango de su familia.
Pero quedaba la otra, la mayor, la casada, y ésta quería acabar contodos los parientes matándolos de vergüenza. Su vida conyugal, despuésde la fuga de Mercedes, fue un infierno. El marido vivía en perpetuorecelo, marchando a ciegas en sus sospechas, no sabiendo en quiénfijarse, pues su mujer miraba del mismo modo a todos los hombres, comosi se ofreciera con los ojos, hablándoles con una libertad que incitabaa toda clase de audacias. Sintió celos de Fermín Montenegro, que acababade llegar de Londres, y reanudando su intimidad infantil con Lola, lavisitaba con frecuencia, atraído por su picaresco lenguaje.
Las escenas domésticas acababan a golpes. El marido, aconsejado por losamigos, acudía a la bofetada y al palo, para domar a «la mala bestia»,pero la tal bestiecilla justificaba el apodo, pues al revolverse con elvigor y la acometividad de una infancia bravía digna de su ilustrepadre, devolvía los golpes de tal modo, que siempre era el cónyuge elque resultaba peor librado.
Muchas veces se presentaba en el Círculo Caballista con arañazos en lacara o amoratadas señales.
—Con esa no puedes tú—le decían los amigos en un tono de compasióncómica.—Es mucha mujer para ti.
Y celebraban la energía de Lola, la admiraban, con la secreta esperanzade ser algún día de los favorecidos.
El escándalo fue tan grande, que el marido se retiró a la casa de suspadres y la Marquesita pudo por fin vivir a sus anchas.
—Márchate—la dijo un día su primo Dupont.—Tú y tu hermana soisnuestra deshonra. Huye lejos, y donde estés yo te enviaré lo necesariopara que vivas.
Pero Lola contestó con un ademán impúdico, gozándose en escandalizar asu devoto pariente. No le daba la gana de irse, y no se iba. Ella eramuy flamenca; le gustaba la tierra y su gente.
Marcharse sería pocomenos que morir.
Anduvo algún tiempo por Madrid con su hermana, pero sus viajes fueron decorta duración. Era una cañí, una hija legítima del marqués de SanDionisio. ¡Que no le quitasen a ella sus juerguecitas hasta elamanecer, tocando palmas y taconeando sentada, con las faldas en lasrodillas! ¡Que no la privasen del vino de la tierra, que era su sangre ysu felicidad! Si rabiaba la familia, que rabiase. Ella quería ser gitanacomo su padre.
Aborrecía a los señoritos; le gustaban los hombres consombrero pavero, y si llevaban zajones, mejor; pero muy hombres, oliendoa cuadra y a macho sudoroso. Y paseaba su belleza de rubia fina concarnes de porcelana por los colmados y ventorrillos, tratando con unafraternidad exagerada a los cantaoras y rameras que intervenían en las juergas, exigiendo que la tuteasen, y riendo con nerviosa alegría deborracha cuando los hombres, embrutecidos por el vino, sacaban lasnavajas y las hembras se apelotonaban asustadas en un rincón.
Esta vida de embriaguez, estrépito, pelea y caricias alcohólicas quehabía entrevisto de niña en lo casa paterna, atraíala con fuerzaancestral, entregándose a ella sin remordimiento, como si continuase unatradición de familia. En sus excursiones nocturnas, cogida del brazodel galán rústico que disfrutaba de su momentáneo apasionamiento, seencontraba con Luis Dupont y su cortejo de gente alegre. Llamábanseprimos por su lejano parentesco, se embriagaban juntos, y Luis afirmabasu resolución de ir a tiros con todo el que no confesase que la Marquesita era
«la mujer más barbiana de la tierra». Pero a pesar delos abandonos de Lola, que permitían al calavera apreciar sus secretosfísicos, y de que más de una vez la acompañó hasta su casa por lasdesiertas calles, haciendo esfuerzos por contener sus arrebatos dehistérica que la impulsaban al escándalo, nunca sus relaciones pasaronde una intimidad amistosa. Luis sentía ciertos entorpecimientos en eldeseo y dejaba para más adelante la fácil empresa, como si le cohibieseel recuerdo del período de la infancia que habían pasado juntos.
Toda la ciudad comentaba los escándalos de la Marquesita a la queregocijaba mucho el asombro de las gentes tranquilas.
Lo mismo la veían en las principales calles elegantemente vestida o enel Campo de la Feria en un lujoso carruaje, como se presentabadespeinada y envuelta en un mantón copiando el andar de las mozas bravasy contestando a los requiebros de los hombres con palabras queruborizaban a muchos. Gustaba de sonreír con gestos de misteriosacomplicidad a los pacíficos señores que pasaban junto a ella con susfamilias. Después reía como una loca pensando en las querellasconyugales que estallaban al volver a casa aquellos matrimonios honradosy solemnes que ella había tratado cuando vivía con su esposo. En unaacera de la calle Larga, ante las mesas de los principales casinos,había besado a un amigo con exagerados transportes de pasión, entre elgriterío de la gente que salía a las puertas.
Su último amor era un mozo tratante en cerdos, un atleta chato y cejudocon el que vivía en el arrabal. Un secreto poder de este macho fuerte laenloquecía. Hablaba de él con orgullo, gozándose en el contraste entresu nacimiento y la profesión de su amante. De vez en cuando sufríaarrebatos de veleidad y se ausentaba de la casucha del arrabal poralgunos días. El zafio amante no la buscaba, dando su vuelta por segura;y al regresar el pájaro caprichoso, todo el barrio poníase en alarma conlos golpes y los gritos, saliendo la Marquesita al balcón con el pelosuelto, pidiendo socorro, hasta que una zarpa la arrancaba de loshierros y la metía dentro para continuar el vapuleo.
Si algún amigo le hablaba con tono de zumba de las amorosas palizas,contestaba con orgullo:
—Me pega porque me aprecia, y yo le quiero porque es el único que meentiende. Mi porquero es todo un hombre.
Los escándalos de la Marquesita indignaban a muchos y regocijaban alos más. La gente popular la miraba con cierta simpatía, como si con susenvilecimientos halagase el instinto igualitario de los de abajo. Lasfamilias ricas y devotas que no podían negar su parentesco con los deSan Dionisio, buscado antes como un título de orgullo, decían conresignación: «Debe de estar loca; Dios tocará su alma para que searrepienta».
Los que no se resignaban eran los Dupont: don Pablo y su madre, quevolvían a su hotel malhumorados y confusos cada vez que veían en lascalles el rubio moño y la sonrisa insolente de Lola. Les parecía que lagente era menos respetuosa con ellos por culpa de la mala hembra,deshonra de la familia. Hasta creían ver en los criados cierta sonrisa,como si les alegrase la afrenta que aquella loca infería a susparientes. Los señores de Dupont comenzaron a frecuentar menos lascalles de la ciudad, pasando muchos días en su finca de Marchamalo, paraevitar todo encuentro con la Marquesita y con las gentes quecomentaban sus excentricidades.
Este alejamiento de Jerez permitió a Dupont realizar sus ensueños sobreMarchamalo. Echó abajo el antiguo caserón y construyó lagares nuevos,una hermosa casa para su familia, una capilla espaciosa y rica como untemplo, y un torreón cuadrado, con puntiagudas almenas, dominando eloleaje de colinas cubiertas de cepas, que formaban el gran dominio deMarchamalo. Todo era nuevo y sólido, construido con gran derroche dedinero. Únicamente dejó Dupont en pie la casa de los viñadores, para quela finca no perdiese por completo su carácter tradicional, conservandola cocina ennegrecida por el humo de muchos años, en la que dormían losjornaleros en torno del fogaril, sobre una esterilla de enea, únicacama que les proporcionaba el señor.
Fermín Montenegro, al ir en los días de fiesta a visitar a su familia,se encontraba siempre con los amos. Así fue aumentando insensiblementesu trato con don Pablo. En medio de la campiña, bajo el cielo de intensoazul, parecía dulcificarse el carácter imperioso de Dupont, haciéndoletratar a su subordinado con más afecto que en el escritorio.
Contemplando el oleaje de cepas que cubría las pendientes blanquecinas,el rico cosechero admiraba la fertilidad de su finca, atribuyéndolamodestamente a la protección de Dios. Algunas manchas yermas extendíansu trágica desolación entre el follaje de los pámpanos. Eran los rastrosde la filoxera que había arruinado a medio Jerez. Los cosecheros,quebrantados por la baja de los vinos, no tenían medios para replantarsus viñas. Era aquella una tierra aristocrática y cara, que sólo losricos podían cultivar. Poner de nuevo en explotación una aranzadacostaba tanto como el mantenimiento de una familia decente durante unaño. Pero la casa Dupont era opulenta y podía hacer frente a la plaga.
—Mira, Ferminillo—decía don Pablo;—todos esos claros los voy aplantar de vid americana. Con esto, y, sobre todo, con el auxilio deDios, ya verás como la cosa marcha bien. El Señor está con los que leaman.
Doña Elvira, por su parte, no descendía a hacer confidente de suspensamientos a la familia de Montenegro, pero se dignaba hablarla concierta llaneza, lo que producía asombro en sus domésticos de la ciudad.La noble señora sentía ablandarse su orgullo viviendo en el campo.Hablaba con el señor Fermín queriendo averiguar a qué iglesia de Jereziba los domingos con María de la Luz, para oír misa... Al ver a la hijadel capataz abstraerse, poniendo su pensamiento lejos, muy lejos, en elcortijo donde vivía Rafael, la buena señora interpretaba esta tristezacomo un anhelo de recogimiento, y la ofrecía su protección.
—No, señora—decía sonriendo la muchacha;—no quiero ser monja. A mí metira la vida.
Para Fermín Montenegro no eran un secreto los disgustos de carácterespiritual, las grandes contrariedades que sufría la viuda de Dupont porculpa de los negocios. Su hijo tenía que tratar gentes de todas clases,herejes y hombres sin religión; extranjeros que consumían los vinos dela casa, y al pasar por Jerez habían de ser recibidos con el agasajo quemerecen los buenos clientes. ¡Ser buenos servidores del Señor y tenerque tratar a sus enemigos como si fuesen iguales! En vano los Padres dela iglesia de San Ignacio disipaban sus escrúpulos recordándola laimportancia de los negocios y la influencia que una casa tan poderosaejercía sobre la religiosidad de Jerez. Doña Elvira sólo se reconciliabacon sus famosas bodegas cuando una vez por año salía con destino a Romauna barrica de vino, dulce y espeso como jarabe, destinado a la misa delPontífice por recomendación de varios obispos, amigos de la casa. Estehonor la servía de lenitivo. Pero aun así, ¡qué angustias no la hacíansufrir aquellos extranjeros rubios y antipáticos que tenían la audaciade leer la Biblia a su modo y en su lengua, sin creer en Su Santidad, niir a misa!...
Montenegro conocía uno de los últimos disgustos de la piadosa señora,que le habían relatado los criados de la casa.
Los Dupont tenían un viajante sueco, el mejor agente de su negocio.Colocaba miles y miles de botellas del vino de fuego que producíaMarchamalo, en aquellos países septentrionales de noches casi eternas ydías de pleno sol, que duran meses. El viajante, después de muchos añosde servicios a la casa, había venido a España, pasando por Jerez, paraconocer personalmente a los Dupont. Don Pablo había creído indispensableel invitarlo a comer con su familia.
Horrible tormento el que sufrió su madre ante aquel desconocido, enormede cuerpo, rojo y hablador, con esa alegría infantil de los hombres delNorte cuando se ponen en contacto con el sol y los vinos de los paísescálidos.
Doña Elvira acogía con una sonrisa traidora su charla incesante en unespañol trabajoso; los gritos de asombro que le arrancaba el haber vistotantas iglesias, tantos frailes y curas, tantos mendigos, los camposcultivados como en los tiempos prehistóricos, las costumbres bárbaras ypintorescas, las plazas de ciertas poblaciones llenas de hombres con losbrazos cruzados y el cigarrillo en la boca, esperando que fuesen aalquilarles.
Dupont tosía fingiéndose distraído como si no oyese al huésped, mientrassu madre seguía con asombro los estragos que hacía el forastero en losplatos. ¡Qué manera de comer! Aquello no podía hacerlo un cristiano.Además era rojo, como Luzbel y Judas, el color de todos los enemigos deDios, y su cara inflamada, de ogro en plena digestión, le hacía recordarlas de los malos espíritus que gesticulaban horrorosos en las láminas desu devocionario. ¡Y tener que tratar herejes de esta clase, que seburlaban de un país cristiano porque aún conserva puros e intactos losrecuerdos de tiempos más felices! ¡Verse obligada a sonreírle, porqueera el mejor cliente de la casa!...
Cuando Dupont se lo llevó, terminada la comida, la señora hizo que loscriados quitasen apresuradamente el cubierto, los vasos, todo lo quehabía servido al forastero, sin que ella se atreviese a tocarlo. ¡Quejamás volviese a ver aquello en la mesa! El negocio era una cosa yotra el alma, que debía conservarse limpia de todo contacto impuro.
Y al volver los criados al comedor vieron a doña Elvira, con la pilillade
agua
bendita
de
su
dormitorio,
rociando
apresuradamente la silla enque se había sentado el ogro rojo e impío.
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III
Cuando la docena de perros, bien contada, que tenía el cortijo deMatanzuela, galgos, mastines y podencos, olfateaban a medio día elregreso del aperador, saludaban con fieros aullidos y tirones de cadenael trote de la jaca, y avisado por estas señales el tío Antonio,conocido por el apodo de Zarandilla, asomábase al portalón pararecibir a Rafael.
El viejo había sido durante mucho tiempo aperador del cortijo.
Le tomó asu servicio el antiguo dueño, hermano del difunto don Pablo Dupont; peroel amo actual, el alegre don Luis, quería rodearse de gente joven, yteniendo en cuenta sus años y la debilidad de su vista, lo habíasustituido con Rafael. Y muchas gracias—como él decía con suresignación de labriego—por no haberl