La Bodega by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Salvatierra escuchaba a su discípulo con gesto irónico. Le interesabaLuis Dupont. Era un buen ejemplar de aquella juventud ociosa, dueña detodo el país.

Apenas habían llegado los dos paseantes a las primeras casas de

Jerez,cuando

el

carruaje

de

Dupont,

rodando

vertiginosamente a impulsos de lasbriosas bestias, que corrían como locas, estaba ya en Matanzuela.

Los perros del cortijo ladraron furiosamente al oír el galope, cada vezmás cercano, acompañado de gritos, rasgueos de guitarra y canciones deprolongado lamento.

—Ahí viene el amo—dijo Zarandilla.—Nadie pué ser más que él.

Y llamando al aperador, salieron los dos fuera del cortijo para verllegar, a la luz de la luna, el ruidoso carruaje.

Bajó del pescante de un salto la gentil Marquesita, y poco a pocofueron disgregándose del amontonamiento de carne que llenaba el interiortodos los del séquito. El señorito abandonó las riendas a Zarandilla,después de hacerle varias recomendaciones para que cuidase bien elganado.

Rafael avanzó quitándose el sombrero.

—¿Eres tú, buen mozo?—dijo la Marquesita con desenvoltura.—Cada vezestás más guapo. Si no fuese por darle un disgusto a María de la Luz,cualquier día engañábamos a éste.

Pero éste, o sea Luis, reía de la desvergüenza de su prima, sin que lemolestase la muda comparación a que parecían entregados los ojos deLola, entre su cuerpo desmedrado de vividor alegre y la fuerte armazóndel aperador del cortijo.

El señorito pasó revista a su gente. Ninguno se había perdido en elviaje; todos estaban: la Moñotieso, famosa cantaora, y su hermana; suseñor padre, un veterano del baile clásico que había hecho tronar bajosus tacones los tablados de todos los cafés cantantes de España; tresprotegidos de Luis, graves y cejijuntos, con la mano en la cadera y losojos entornados, como si no osaran mirarse por no infundirse espanto, yun hombre carilleno, con sotobarba sacerdotal y unos tufos de pelopegados a las orejas, guardando bajo el brazo una guitarra.

—¡Ahí le tienes!—dijo el señorito a su aperador, señalándole alguitarrista.—El señó Pacorro, alias el Águila, el primer tocador delmundo. ¡El Guerra, matando toros, y mi amigo con la guitarra!... ¡eldisloque!

Y como el cortijero se quedase mirando a este ser extraordinario, cuyonombre no había oído jamás, el tocador se inclinó ceremoniosamentecomo un hombre de mundo, experto en fórmulas sociales.

—Beso a uzté la mano...

Y sin añadir palabra se entró en el cortijo, siguiendo a la demás genteque guiaba la Marquesita.

La mujer de Zarandilla y Rafael, ayudados por aquella tropa,arreglaron las habitaciones del amo. Dos quinqués humosos dieron luz ala gran sala de enjalbegadas paredes, adornadas con algunos cromos desantos. Los hombres de confianza de don Luis, doblando el espinazo concierta pereza, sacaron de espuertas y cajones todas las vituallastraídas en el carruaje.

La mesa se llenó de botellas, que transparentaban la luz; unas de colorde avellana, otras de oro pálido. La vieja de Zarandilla se entró enla cocina, seguida de las demás mujeres, mientras el señorito preguntabaal aperador por la gente de la gañanía.

Casi todos los hombres estaban fuera del cortijo. Como era sábado, losjornaleros de la sierra se habían ido a sus pueblos.

Sólo quedaban losgitanos y las bandas de muchachas que bajaban a la escarda confiadas ala vigilancia de sus manijeros.

El amo recibía con satisfacción estos informes. No le gustaba divertirseteniendo a la vista a los jornaleros, gentes envidiosas, de corazónduro, que rabiaban con la alegría ajena y andaban después propalandolos mayores embustes. Le placía estar a sus anchas en el cortijo. ¿Noera el amo?... Y saltando de un pensamiento a otro con su incoherenteligereza, se encaró con los acompañantes. ¿Qué hacían sentados, sinbeber, sin hablar, como si estuviesen velando a un muerto?...

—Vamos a ver esas manitas de oro, maestro—dijo al tocador que, con laguitarra sobre las rodillas y la mirada en alto, se entretenía haciendoarpegios.

El maestro Águila, después de toser varias veces, comenzó un rasgueo,interrumpido de vez en cuando por las escalas gimeantes de la cuerdaprima. Uno de los esbirros de don Luis destapó botellas y ordenó lasfilas de cañas, ofreciendo estos tubos de cristal, llenos de líquidodorado con una corona de burbujas. Las mujeres, atraídas por laguitarra, llegaron corriendo de la cocina.

—¡Venga de ahí, Moñotieso!—gritó el señorito.

Y la cantaora rompió en una soleá, con una voz aguda y poderosa, quedespués de hincharla el cuello como si éste fuera a reventarse, atronabala sala y ponía en conmoción a todo el cortijo.

El honorable padre de la Moñotieso, como hombre versado en susdeberes, sin esperar invitaciones, sacó a su otra hija al centro de lahabitación y comenzó el baile con ella.

Rafael se alejó prudentemente, después de beber dos copas.

No queríaestorbar la fiesta con su presencia. Además, deseaba revistar elcortijo antes que adelantase la noche, temiendo que el amo quisierarecorrerlo por un capricho de su embriaguez.

En el patio se tropezó con Alcaparrón, que atraído por el ruido de lafiesta esperaba una coyuntura para introducirse en la sala con supegajosidad de parásito. El aperador le amenazó con varios palos siseguía allí.

—Largo, granuja; esos señores no quieren ná con los gitanos.

Alcaparrón se alejó con aire humilde, pero dispuesto a volver apenasdesapareciese el señor Rafael, el cual entrose en la cuadra para ver silos caballos del amo estaban bien cuidados.

Cuando pasada una hora volvió el aperador al lugar de la fiesta, viosobre la mesa muchas botellas vacías.

La gente estaba lo mismo, como si el líquido se hubiera derramado en elsuelo: solamente el tocador rasgueaba con más fuerza y los demás batíanpalmas con una agitación loca, gritando a un tiempo para jalear al viejobailarín. El respetable padre de las Moñotieso, abriendo la bocadesdentada y negra con femeniles gritos, movía sus caderas descarnadas,hundiendo el vientre para hacer surgir con mayor relieve la parteopuesta. Sus mismas hijas celebraban con grandes risotadas estos alardesde una vejez envilecida.

—¡Olé, grasioso!...

El anciano seguía bailando como una caricatura femenil entre laslúbricas excitaciones que le dirigía la Marquesita.

¡San

Patrisio!...

¡Que la puerta se sale del quisio!

Y al cantar esto movíase de tal modo, que parecía próximo a hacer salirde su quicio natural una parte de su dorso, mientras los hombres learrojaban los sombreros a los pies, entusiasmados por esta danza infame,deshonra del sexo.

Cuando el bailador volvió a su silla, sudoroso y pidiendo una copa comopremio de su cansancio, se hizo un largo silencio.

—Aquí fartan mujeres...

Era el Chivo el que hablaba, después de escupir por la comisura de loslabios, con la gravedad solemne de un valentón parco en palabras.

La Marquesita protestó.

—¿Y nosotras qué somos, mamarracho?

—Sí; eso es: ¿qué somos nosotras?—añadieron como un eco las dos de Moñotieso.

El Chivo se dignó explicarse. Él no quería fartar a las señoraspresentes; quería decir que la juerga, para que marchase bien,necesitaba más mujerío.

El señorito se puso de pie con resolución. ¿Mujerío?... Él lo tenía; enMatanzuela había de todo. Y empuñando una botella, dio orden a Rafaelpara que le acompañase a la gañanía.

—Pero, señorito, ¿qué va a jacer su mercé?...

Luis obligó al aperador a que le guiase, a pesar de sus protestas, ytodos le siguieron.

Cuando la alegre banda entró en la gañanía, la vio casi desierta. Lanoche era de primavera y los manijeros y el arreador estaban sentados enel suelo, cerca de la puerta, viendo el campo que azuleaba silenciosobajo la luz de la luna. Las mujeres dormitaban en los rincones, oformando corrillos oían cuentos de brujas y milagros de santos con unsilencio religioso.

—¡El amo!—dijo el aperador al entrar.

—¡Arriba! ¡Arriba! ¿Quién quiere vino?—gritó alegremente el señorito.

Todos se pusieron de pie, sonriendo a la inesperada aparición.

Las muchachas contemplaban con asombro a la Marquesita y sus dosacompañantas, admirando sus pañolones floreados de la China, susrelucientes peinados.

Los hombres se encogían modestamente ante el señorito, que les ofrecíauna copa, mientras sus ojos se iban tras la botella que tenía en lasmanos. Después de hipócritas negativas, bebieron todos. Era vino dericos, del que ellos no conocían. ¡Oh! ¡aquel don Luis era todo unhombre! Algo calavera; pero la juventud le servía de excusa y ademástenía un gran corazón. ¡Todos los amos que fuesen como él!...

—¿Pero, qué vino, compañero?—se decían unos a otros, enjugándose loslabios con el reverso de la mano.

La tía Alcaparrona también bebió, y su hijo, que al fin habíaconseguido agregarse al cortejo del amo, pasaba y repasaba ante éste,enseñándole la dentadura caballar con la mejor de sus sonrisas.

Dupont peroraba tremolando en alto la botella. Venía para invitar a sucomilona a todas las muchachas de la gañanía, pero sólo a las guapas. Élera así: llano y francote: ¡viva la democracia!...

Las muchachas, ruborosas en presencia del amo, a quien muchas de ellasveían por primera vez, retrocedían mirando al suelo, con las manospuestas ante la falda. Dupont las señalaba:

¡esta! ¡esta!... Y se fijótambién en Mari-Cruz, la prima de Alcaparrón.

—Tú, gitana, también. Eres feílla, pero tienes ángel y sabrás cantar.

—Como los serafines, señó—dijo el primo queriendo aprovechar elparentesco para introducirse en la fiesta.

Las muchachas, repentinamente ariscas, como si les amagase algúnpeligro, se hacían atrás, negándose a aceptar el convite. Ya habíancenado, ¡muchas gracias! Pero poco después reían, cuchicheandosatisfechas, al ver el mal gesto que ponían ciertas compañeras al no serdesignadas por el amo o sus acompañantes.

La tía Alcaparrona las reñíapor su timidez:

—¿Por qué no queréis dir? Andad, payas, y si no tenéis gana de jartarosde cosas buenas, tomad algo de lo que el señó os dé.

¡Pues, poquitasveces que me orsequió a mí el señó marqués, el papá de este solresplandesiente que aquí está!

Y decía esto señalando a la Marquesita, que examinaba a algunas deaquellas jóvenes, como si quisiera adivinar su hermosura debajo de lasropas astrosas.

Los manijeros, conmovidos por el vino del amo, que no había hecho másque despertar su sed, intervenían paternalmente con el pensamientopuesto en otras botellas. Podían ir con don Luis sin miedo alguno: lodecían ellos, que eran los encargados de cuidarlas y respondían de suseguridad ante sus familias.

—Es un cabayero, muchachas, y además, vais a cenar con estas señoras.Toos personas decentes.

La resistencia fue de corta duración, y, por fin, salió un grupo dejóvenes escoltado por el amo y sus huéspedes.

Los que quedaron en la gañanía comenzaron a buscar por los rincones unaguitarra. ¡Buena se presentaba la noche! Al salir el amo, había dicho alaperador que enviase a aquella gente todo el vino que pidiera. ¡Oh, quédon Luis!...

La mujer de Zarandilla puso la mesa, ayudada por las jóvenes serranas,que habían adquirido cierto aplomo al verse en las habitaciones delamo. Además, el señorito, con una franqueza que las enorgullecía,haciéndolas subir a la cara oleadas de sangre, iba de una a otra con labotella y la batea de cañas, obligándolas a que bebiesen. El padre delas Moñotieso las hacía enrojecer y prorrumpir en risotadas semejantesa cocleos de gallinas, relatándolas al oído cuentos impúdicos.

Eran más de veinte para la cena, y apretados en torno de la mesa,comenzaron a comer los platos que Zarandilla y su mujer servían congran dificultad, pasándolos por encima de las cabezas.

Rafael se mantenía de pie junto a la puerta, no sabiendo si ausentarse ohacerse visible, por respeto al amo.

—Siéntate, hombre—ordenó magnánimamente don Luis.—Te lo permito.

Y como la gente se estrechase aún más, para hacerle sitio, la Marquesita se levantó llamándole. ¡Allí, al lado de ella! El aperador,al sentarse, creyó que se sumergía en las faldas y las susurrantes ropasinteriores de la hermosa, quedando como pegado a ella, en ardorosocontacto con un lado de su cuerpo.

Los muchachas rechazaban con remilgos los primeros ofrecimientos delseñorito y sus compañeros. Gracias; ellas habían cenado. Además, noestaban acostumbradas a las comidas fuertes de los señores, y podíanhacerlas daño.

Pero el olor de la carne, de la sagrada carne siempre vista de lejos yde la que se hablaba en la gañanía como de un manjar de dioses, pareciómarearlas con una embriaguez más intensa que la del vino. Una tras otra,fueron arrojándose sobre los platos, y perdido el primer escrúpulo,comenzaron a devorar como si saliesen de larguísimos ayunos.

El señorito celebraba la voracidad con que se movían aquellasmandíbulas, y sentía una satisfacción moral casi equivalente a la queproporciona el bien. ¡Él era así! ¡le gustaba de vez en cuando alternarcon los pobres!

—¡Olé las mujeres de buen diente!... Ahora a beber para que no se osatragante el bocado.

Las botellas se vaciaban, y las bocas de las muchachas, azuladas antespor la anemia, mostrábanse rojas con el zumo de la carne, y brillantescon las gotas de vino que se escurrían hasta las barbillas.

Mari-Cruz, la gitana, era la única que no comía. Alcaparrón la hacíaseñas rondando la mesa como un perro. ¡La pobre estaba siempre tan faltade apetito!... Y con su habilidad de gitano, escamoteaba todo lo que condisimulo le ofrecía Mari-Cruz.

Después salía al patio unos instantespara zampárselo de golpe, mientras la prima enfermiza bebía y bebía,admirando el vino de los señores como lo más sorprendente de la fiesta.

Rafael apenas comió, trastornado por la vecindad de la Marquesita. Leatormentaba el contacto de aquel cuerpo hermoso hecho para el amor; elperfume incitante de la carne fresca purificada por una limpiezadesconocida en los campos.

Ella, en cambio, parecía aspirar condelectación por su naricilla sonrosada y palpitante, el vaho de machocampesino, el olor de cuero, de sudor y de cuadra que se esparcía conlos movimientos del arrogante galán.

—Bebe, Rafael: anímate. ¡Mira a mi hombre qué amartelado está con susserranas!

Y señalaba a Luis que, atraído por la novedad, se olvidaba de ella pararequebrar a sus vecinas; dos jornaleras que ofrecían el encanto de unabelleza rústica, mal lavada; dos beldades de cortijo en las que creíaaspirar el perfume acre de las dehesas, el vaho animal de los rebaños.

Era cerca de media noche cuando terminó la cena. El ambiente de la salase había caldeado y era sofocante.

El fuerte olor del vino derramado y de los platos sobrantes caídos en unrincón, mezclábase con el hedor de petróleo de los quinqués.

Las muchachas, enrojecidas por la digestión, respiraban con dificultad yse aflojaban los cuerpos de sus vestidos, desabrochándose el pecho.Lejos de la vigilancia de los manijeros y trastornadas por el vino,olvidaban sus remilgos de vírgenes silvestres. Se entregaban converdadera furia al goce de esta fiesta extraordinaria, que era como unrelámpago en su vida oscura y triste.

Una de ellas, por una copa derramada sobre su falda, irguiose amenazandoa otra con las uñas. Sentían en sus cuerpos la presión de brazosvaroniles y sonreían con cierta beatitud, como absolviéndoseanticipadamente de todos los contactos que pudieran sufrir en el dulceabandono del bienestar. Las dos Moñotieso, ebrias y furiosas al verque los hombres sólo atendían a las payas, hablaban de desnudar a Alcaparrón, para mantearle; y el muchacho, que había dormido vestidotoda su vida, escapaba, temblando por su gitana pudibundez.

La Marquesita se arrimaba cada vez más a Rafael. Parecía que todo elcalor de su organismo se había concentrado en el lado que tocaba alaperador, quedando el costado opuesto frío e insensible. El mocetón,obligado a beber las copas que le ofrecía la señorita, sentíase ebrio,pero con una embriaguez nerviosa que le hacía bajar la cabeza y fruncirlas cejas torvamente, deseando pelearse con cualquiera de los valientesque acompañaban a don Luis.

El calor femenil de esta carne suave, que le acariciaba con su contactopor debajo de la mesa, le irritaba como un peligro difícil de vencer.Intentó levantarse varias veces, pretextando ocupaciones afuera, pero sesintió agarrado por una manecita de nerviosa fuerza.

—Siéntate, ladrón; si te meneas, de un pellizco te arranco el alma.

Y tan borracha como los otros, apoyando su cabeza rubia en una mano, la Marquesita le contemplaba con los ojos entornados; unos ojos azules,cándidos, que parecían no manchados jamás por la nube de un pensamientoimpuro.

Luis, entusiasmado por la admiración de las dos muchachas sentadas juntoa él, quiso mostrarse en toda su grandeza heroica, y repentinamentearrojó una copa a la cara del Chivo, que estaba enfrente. La fiera delpresidio contrajo su carátula feroz e hizo un movimiento paraincorporarse, llevándose una mano al bolsillo interior de la chaqueta.

Hubo un silencio de angustia, pero el valentón, pasado el primermovimiento, permaneció en su silla.

—Don Luis—dijo con una mueca de adulación.—Usté es el único hombreque puede jaser eso. Usté es mi pare.

—¡Y porque soy más valiente que tú!—gritó con arrogancia el señorito.

—Eso—afirmó el matón con otra sonrisa aduladora.

El señorito paseó su mirada de triunfador sobre las aterradas jóvenes,no acostumbradas a tales escenas. ¿Eh?... ¡Allí tenían a un hombre!

Las Moñotieso y su padre, que por acompañar a todas partes a don Luiscomo pupilos de su generosidod «se lo sabían de memoria», seapresuraron a dar por terminada la escena, moviendo gran estrépito. ¡Olélos hombres de verdá! ¡Más vino!

¡Más vino!

Y todos, hasta el terrible matón, bebieron a la salud del señorito,mientras éste, como si le sofocase su propia grandeza, se despojaba dela chaqueta y el chaleco y poniéndose de pie agarraba a sus doscompañeras. ¿Qué hacían allí, apretados en torno de la mesa, mirándoseunos a otros? ¡Al patio! ¡A correr, a jugar, a seguir la juerga bajo laluna, ya que la noche era de las buenas!...

Y todos salieron a la desbandada, empujándose, ansiando en la asfixia dela embriaguez aspirar el aire libre del patio. Muchas, al abandonar lasilla andaban tambaleantes, apoyando la cabeza en el pecho de un hombre.La guitarra del señor Pacorro sonó con triste quejido al chocar con elquicio de la puerta, como si la salida fuese estrecha para elinstrumento y el Águila, que lo empuñaba.

Rafael fue a levantarse también, pero le contuvo otra vez la nerviosamanecita.

—Tú aquí—ordenó la hija del marqués,—a hacerme compañía. Deja que sedivierta esa gentuza... ¡Pero no me huyas, mala sombra!: parece que tedoy miedo.

El aperador, al verse libre de la opresión de los vecinos, había hechoretroceder su silla. Pero el cuerpo de la señorita le buscaba, seapoyaba en él, sin que pudiera librarse de su dulce pesadumbre, por másque echaba el pecho atrás.

Afuera, en el patio, sonaba la guitarra del señor Pacorro, y lascantaoras, roncas por el vino, acompañábanla con gritos y palmas.Pasaban corriendo las jornaleras por cerca de la puerta perseguidas porlos hombres, riendo con nerviosas carcajadas, como si las cosquilleaseel aire de los que iban a sus alcances. Se adivinaban sus escondites enla cuadra, en los graneros, en el horno, en todos los departamentos delcortijo que comunicaban con el patio; y en estas piezas oscuras, losencuentros, las risas sofocadas, los gritos de sorpresa.

Rafael, en su embriaguez, no tenía más que un pensamiento: librarse delas audaces manos de la Marquesita, del peso de su cuerpo, de aquelambiente tentador, contra el cual se defendía torpemente, seguro de servencido.

Callaba asombrado por lo extraordinario de la aventura, cohibido por surespeto a las jerarquías sociales. ¡La hija del marqués de San Dionisio!Esto es lo que le hacía permanecer en su asiento, defendiéndose condebilidad de una hembra, a la que podía repeler con sólo el impulso deuna de sus manazas. Por fin, tuvo que hablar:

—¡Déjeme su mercé, señorita!... ¡Doña Lola... que no pué ser!

Viéndole ella encogerse con una pudibundez de doncella, prorrumpió eninsultos. ¡Ya no era el mozo arrogante de otros tiempos, cuando hacía elcontrabando y andaba por los colmados de Jerez con toda clase demujeres! La tal María de la Luz le tenía embrujado. ¡Una gran virtud,que vivía en una viña, rodeada de hombres!...

Y continuó soltando infamias contra la novia de Rafael, sin que éste seinmutase. El aperador deseaba verla así; sentíase de este modo másfuerte para resistir a la tentación.

La Marquesita, completamente ebria, insistía en sus insultos con laferocidad de la mujer despreciada, pero sin separarse de él.

—¡Cobarde! ¿Es que no te gusto?...

Zarandilla entró en la sala apresuradamente, como si quisiera hablaral aperador, pero se detuvo. Afuera, junto a la puerta, sonaba la vozdel señorito con tono irritado. ¡Estando él allí no había más aperador,ni más gobierno del cortijo, que su persona!... ¡A obedecer,cegato!...

Y el viejo volvió a salir con tanto apresuramiento como había entrado,sin decir una palabra al aperador.

Rafael se irritó ante la terquedad de aquella mujer. ¡Si no fuese por sumiedo a que le indispusiera con el amo, haciéndole perder el puesto enel cortijo, que era la esperanza de él y su novia!...

Ella seguía insultándolo, pero menos iracunda, como si la embriaguez laprivase de movimiento y su deseo no pudiera exteriorizarse más que conpalabras. Su cabeza resbalaba sobre el pecho de Rafael: inclinábase, conlos ojos entornados, aspirando aquel perfume hombruno, que parecíaadormecerla.

Tenía su busto caído en las rodillas del campesino, y aunle insultaba, como si encontrase en esto una extraña delectación.

—Me voy a quitar las enaguas pa que te las pongas...

¡bobalicón!...Debían llamarte María, como a la sosa de tu novia...

En el patio resonó un alarido de terror, acompañado de brutalescarcajadas. Luego carreras ruidosas, choque de cuerpos contra lasparedes, todo el estrépito del peligro y el miedo.

Rafael se levantó de un salto, sin fijarse en la Marquesita, que rodópor tierra. Tres muchachas entraron en el mismo instante, con talimpulso, que derribaron varias sillas. Tenían la cara blanca, con unapalidez mortal; los ojos agrandados por el miedo; agachábanse como siquisieran introducirse bajo la mesa.

El aperador salió al patio. En medio de él, una bestia daba resoplidos,mirando a la luna, como si extrañase el verse en libertad.

Junto a sus patas, yacía extendido algo blanco, que apenas si marcaba unpequeño bulto sobre el suelo.

De la sombra que proyectaban los tejados, a lo largo de las paredes,salían carcajadas hombrunas y agudos chillidos de mujer. El señorPacorro, el Águila, continuaba inmóvil en un poyo, rasgueando suguitarra con la serenidad de una borrachera grave, a prueba de todaclase de sorpresas.

—¡La pobrecita Mari-Cruz—lloriqueó Alcaparrón.—¡La va a matá elbicho! ¡La va a matá!...

El aperador lo comprendió todo... ¡Pero qué señorito tan gracioso! Paradar una sorpresa a los amigos y reír con el susto de las mujeres, habíaobligado a Zarandilla a que soltase un novillo del establo. La gitana,alcanzada por la bestia, habíase desmayado del susto... ¡Juergacompleta!

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VI

—¡La pobrecita Mari-Cruz!—lloriqueó Alicappón—.

La gitana Mari-Cruz se moría. Lo anunciaba Alcaparrón con suslloriqueos a todos los del cortijo, sin hacer caso de las protestas desu madre.

—¡Qué sabes tú, bobo!... A otros, peor que ella, los sacó alante micomare...

Pero el gitano, despreciando la fe de la señora Alcaparrona en lasabiduría de su comadre, presentía la muerte de la prima con laclarividencia del cariño. En el cortijo y en el campo, contaba a todosel origen de la enfermedad.

—¡La mardita groma del señorito!... La pobresita siempre ha sido pocacosa, siempre malucha, y el susto del novillo la ha acabao de matar.¡Premita Dios!...

Y el respeto al rico, la sumisión tradicional al amo, cortaban en suslabios la gitana maldición.

Aquel cuervo fatídico que, según él, llamaba a los buenos cuando faltabauno en el camposanto, debía estar ya despierto, alisándose con el picolas negras alas y preparando el graznido para que compareciese su prima.¡Ay, pobrecita Mari-Cruz! ¡La mejor de la familia!... Y para que lamuchacha no adivinase sus pensamientos, manteníase a distancia, viéndolade lejos, sin osar aproximarse al rincón de la gañanía, donde estabatendida sobre un petate, cedido misericordiosamente por los jornaleros.

La seña Alcaparrona, viendo a su sobrina, dos días después de lanocturna juerga, calenturienta y sin fuerzas para ir al campo, habíadiagnosticado la enfermedad, con su práctica de decidora de buenaventuray bruja curandera. Era el susto del novillo «que se le había quedao adrento».

—La pobresita—decía la vieja—estaba en su... pues, en eso; y ya se