La Bodega by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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«Gachí, la casa será para la pobresita de mi marey mi prima Mari-Crú. Ya que tanto han trabajao, hasiendo vida de perrasen las gañanías, que vivan bien y a su gusto una temporadilla. Tú y yosomos chavales, somos juertes y podemos dormí en el corral». Y la gachíno quiso y me echó a la caye; y yo no lo sentí, porque me quedaba con mimare y mi primo, y valen más ellos

¡ay! que toas las jembras delmundo... He tenío las novias a osenas, he estao a punto de casame, megustan las mositas... pero quiero a Mari-Crú como no quedré en jamás adenguna mujer...

¿Cómo explicar esto a su mersé, que sabe tanto? Yoquiero a la pobresita que va ahí alante, de una manera que no sé cómodecir... ¡vamos! como quiere el cura a la Mae de Dios cuando le ice lamisa. Me gustaba mirar sus ojosos y oír su vosesita de oro; pero,¿tocarle un pelo de la ropa? enjamás se me ocurrió. Era mi virgensita, ycomo las que están en las iglesias, sólo tenía pa mí la cabesa; lacabesa bonita jecha por los mismos ángeles...

Y al suspirar de nuevo, pensando en la muerta, le respondió el coro delamentos que escoltaba el carro.

—¡Aaay! ¡Que se ha muerto mi niña! ¡Mi sol relusiente! ¡Mi cachitodurse!...

Y la gente menuda contestaba al alarido de la madre con una explosión deahullidos dolorosos, para que la tierra oscura, el espacio azulado y lasestrellas de agudo fulgor se enterasen bien de que había muerto suprima, la dulce Mari-Cruz.

Salvatierra sentíase dominado por este dolor trágico y estruendoso, quese deslizaba al través de la noche, rasgando el silencio de los campos.

Alcaparrón cesó de gemir.

—Diga usté, señó, ya que tanto sabe. ¿Cree su mersé que golveré algunavez a ver a mi prima?...

Necesitaba saberlo, le dolía la angustia de la duda, y deteniendo supaso, miraba suplicante a Salvatierra con sus ojos orientales, quebrillaban en la penumbra con reflejos de nácar.

El rebelde se conmovió viendo la angustia de esta alma simple, queimploraba en su congoja un sorbo de consuelo.

Sí, volvería a verla; él lo afirmaba con solemne gravedad. Es más;estaría en contacto a todas horas con algo que habría formado parte desu ser. Todo lo que existía quedábase en el mundo; sólo cambiaba deforma; ni un átomo llegaba a perderse.

Vivíamos rodeados de lo que habíasido el pasado y de lo que sería el porvenir. Los restos de los queamábamos y los componentes de los que a su vez nos habían de amar,flotaban en torno nuestro, manteniendo nuestra vida.

Salvatierra, bajo la presión de sus pensamientos, sintió la necesidad deconfesarse con alguien, de hablar a aquel ser sencillo de su debilidad ysus vacilaciones ante el misterio de la muerte. Era un deseo, de volcarsu pensamiento con la certeza de no ser comprendido, de sacar a luz sualma, semejante al que había visto en los grandes personajesshakesperianos, reyes en desgracia, caudillos perseguidos por eldestino, que confían fraternalmente sus ideas a bufones y a locos.

Aquel gitano del que todos se burlaban, mostrábase súbitamente agrandadopor el dolor, y Salvatierra sentía la necesidad de entregarle supensamiento, como si fuese un hermano.

El rebelde también había sufrido. El dolor le hacía cobarde; pero no searrepentía, ya que en la debilidad encontraba la dulzura del consuelo.Los hombres admiraban la energía de su carácter, el estoicismo con quehacía frente a las persecuciones y las miserias físicas. Pero esto erasólo en las luchas con los hombres: ante el misterio de la Muerteinvencible, cruel, inevitable, toda su energía se derrumbaba.

Y Salvatierra, como si olvidase la presencia del gitano y hablara paraél mismo, recordó su arrogante salida del presidio, desafiando de nuevolas persecuciones, y su reciente viaje a Cádiz para ver un rincón detierra, junto a una tapia, entre cruces y lápidas de mármol. ¿Y eraaquello todo lo que quedaba del ser que había llenado su pensamiento?¿Sólo restaba de mamá, de la viejecita bondadosa y dulce como las santasmujeres de las religiones, aquel cuadro de tierra fresca y removida ylas margaritas silvestres que nacían en sus bordes? ¿Se había perdidopara siempre la llama dulce de sus ojos, el eco de su voz acariciadora,rajada por la vejez, que llamaba con ceceos infantiles a Fernando, a su«querido Fernando»?

Alcaparrón, tú no puedes entenderme—continuó Salvatierra con voztemblorosa.—Tal vez es una fortuna para ti esa alma simple que tepermite en los dolores y en las alegrías ser ligero y mudable como unpájaro. Pero óyeme, aunque no me entiendas.

Yo no reniego de lo que heaprendido: yo no dudo de lo que sé.

Mentira es la otra vida, ilusiónorgullosa del egoísmo humano; mentira también los cielos de lasreligiones. Hablan éstas a las gentes en nombre de un espiritualismopoético, y su vida eterna, su resurrección de los cuerpos, sus placeresy castigos de ultra-tumba, son de un materialismo que da náuseas. Noexiste para nosotros otra vida que la presente; pero ¡ay! ante la sábanade tierra que cubre a mamá, sentí por primera vez flaquear misconvicciones. Acabamos al morir; pero algo resta de nosotros junto a losque nos suceden en la tierra; algo que no es sólo el átomo que nutrenuevas vidas; algo impalpable e indefinido, sello personal de nuestraexistencia. Somos como los peces en el mar; ¿me entiendes, Alcaparrón?Los peces viven en la misma agua en que se disolvieron sus abuelos y enla que laten los gérmenes de sus sucesores. Nuestra agua es el ambienteen que existimos: el espacio y la tierra: vivimos rodeados de los quefueron y de los que serán. Y yo, Alcaparrón amigo, cuando siento ganasde llorar recordando la nada de aquél montón de tierra, la tristeinsignificancia de las florecillas que lo rodean, pienso en que no estáallí mamá completamente, que algo se ha escapado, que circula al travésde la vida, que me tropieza atraído por una simpatía misteriosa, y meacompaña envolviéndome en una caricia tan suave como un beso...«Mentira», me grita una voz en el pensamiento. Pero yo la desoigo;quiero soñar, quiero inventarme bellas mentiras para mi consuelo. Talvez en este vientecillo que nos roza la cara, hay algo de las manossuaves y temblorosas que me acariciaron por última vez antes de ir alpresidio.

El gitano había cesado de gemir, mirando a Salvatierra con sus ojosafricanos, agrandados por el asombro. No entendía la mayor parte de suspalabras, pero columbraba en ellas una esperanza.

—Según eso, ¿cree su mercé que Mari-Crú no ha muerto del too? ¿Que aúnpodré verla, cuando me ajogue su recuerdo?...

Salvatierra sentíase influenciado por los lamentos de la familia, por laagonía que había visto, por la miseria de aquel cadáver que sebalanceaba a pocos pasos dentro del carro. La poesía triste de la noche,con su silencio rasgado a trechos por alaridos de dolor, inundaba sualma.

Si; Alcaparrón sentiría cerca de él a su amada muerta. Algo de ellasubiría hasta su rostro como un perfume, cuando arañase la tierra con elazadón y el surco nuevo enviase a su olfato la frescura del sueloremovido. Algo habría también de su alma en las espigas del trigo, enlas amapolas que goteaban de rojo los flancos de oro de la mies, en lospájaros que cantaban al amanecer cuando el rebaño humano iba hacia eltajo, en los matorrales del monte, sobre los cuales revoloteaban losinsectos asustados por las carreras de las yeguas y los bufidos de lostoros.

—¿Quién sabe—continuó el rebelde—si en esas estrellas, que parecenguiñar sus ojos en lo alto, hay algo a estas horas de la luz de esosotros ojos que tanto amabas, Alcaparrón?...

Pero la mirada del gitano delató un asombro, que tenía algo decompasivo, como si creyese loco a Salvatierra.

—Te asusta la grandeza del mundo, comparada con la pequeñez de tu pobremuerta, y retrocedes. El vaso es demasiado grande para una lágrima: escierto. Pero también la gota se pierde en el mar... y sin embargo, allíestá.

Salvatierra siguió hablando, como si quisiera convencerse a sí mismo.¿Qué significaba la grandeza o la pequeñez? En una gota de líquidoexistían millones de millones de seres, todos con vida propia: tantoscomo hombres poblaban el planeta. Y uno solo de estos organismosinfinitesimales, bastaba para matar una criatura humana, para diezmarcon la epidemia una nación. ¿Por qué no habían de influir los hombres,microbios del infinito, en aquel universo, en cuyo seno quedaba lafuerza de su personalidad?...

Después, el revolucionario parecía dudar de sus palabras, arrepentirsede ellas.

—Tal vez esta creencia equivale a una cobardía: tú no puedescomprenderme, Alcaparrón. Pero, ¡ay! ¡la Muerte! ¡la incógnita, quenos espía y nos sigue, burlándose de nuestras soberbias y nuestrassatisfacciones!... Yo la desprecio, me río de ella, la espero sin miedopara descansar de una vez: y como yo, muchísimos. Pero los hombresamamos, y el amor nos hace temblar por los que nos rodean: tronchanuestras energías, nos hace caer de bruces, cobardes y trémulos ante esabruja, inventando mil mentiras, para consolarnos de sus crímenes.

¡Ay,si no amásemos!... ¡qué animal tan valeroso y temerario sería el hombre!

El carro, en su marcha traqueteante, había dejado atrás al gitano y aSalvatierra, que se detenían para hablar. Ya no le veían. Les servía deguía su lejano chirrido y el plañir de la familia, que marchaba a lazaga, acometiendo de nuevo la canturía de su dolor.

—¡Adiós, Mari-Crú!—gritaban los pequeños, como acólitos de unareligión fúnebre.—¡Se ha muerto nuestra prima!...

Y cuando callaban un momento, volvía a sonar la voz de la vieja,desesperada, estridente, como la de un sacerdote del dolor.

—¡Se va la paloma blanca; la gitana durse; el capullito de rosa antesde abrir!... ¡Señó Dios! ¿en qué piensas, que sólo ajogas a losbuenos?...

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VII

Al llegar las vendimias con el mes de Septiembre, los ricos de Jerez sepreocupaban más de la actitud de los jornaleros que del buen resultadode la recolección.

En el Círculo Caballista, hasta los señoritos más alegres olvidabanlos méritos de sus jacas, los excelencias de sus perros y el garbo delas mozas cuya propiedad se disputaban, para no hablar más que deaquella gente tostada por el sol, curtida por los penalidades, sucia,maloliente y de ojos rencorosos que prestaba los brazos a sus viñas.

En los numerosas sociedades de recreo que ocupaban casi todos los bajosde la calle Larga, no se hablaba de otra cosa.

¿Qué más querían lostrabajadores de las viñas?... Ganaban un jornal de diez reales, comíanen lebrillos la menestra que ellos mismos se arreglaban sin que el amointerviniese; tenían una hora de descanso en invierno y dos en verano,para no caer asfixiados sobre la tierra caliza que echaba chispas; lesconcedían ocho cigarros durante la jornada y por las noches dormían,teniendo los más de ellos una sábana sobre las esterillas de enea. Unosverdaderos sibaritas los tales viñadores; ¿y aún se quejaban y exigíanreformas amenazando con la huelga?...

En el Caballista, los que eran propietarios de las viñas mostrábanseenternecidos por repentina piedad, y hablaban de los gañanes de loscortijos. ¡Aquellos pobrecitos sí que eran merecedores de mejor suerte!Dos reales de jornal, un rancho insípido por todo alimento y dormir enel suelo vestidos, con menos abrigo que las bestias. Era lógico queéstos se quejasen: no los trabajadores de las viñas que vivían como unosseñores si se les comparaba con los gañanes.

Pero los amos de los cortijos protestaban indignados, al ver que seintentaba arrojar sobre ellos todo el peso del peligro. Si no retribuíanmejor al bracero, era porque el producto del cortijo no daba para más.¿Podían compararse el trigo, la cebada y la ganadería con aquellas viñasfamosas en el mundo, que arrojaban el oro a borbotones por sussarmientos, y en ciertos años daban a sus amos una ganancia más fácilque si saliesen a robar a las carreteras?... Cuando se gozaba de talfortuna había que ser generosos, dar una pequeña parle de bienestar alos que les sostenían con sus esfuerzos. Los trabajadores se quejabancon razón.

Y las tertulias de los ricos, transcurrían en una continua pelea entrelos propietarios de los dos bandos.

Su vida de holganza habíase paralizado. La ruleta permanecía inmóvil;las barajas estaban sin abrir sobre la mesa verde; pasaban las buenasmozas por la acera sin que asomasen a las ventanas de los casinos losgrupos de cabezas lanzando requiebros y maliciosos guiños.

El conserje del Caballista, andaba como loco buscando la llave de loque pomposamente se titulaba biblioteca en los estatutos de la sociedad:un armario oculto en el rincón más oscuro de la casa, menguado comoalacena de pobre, mostrando al través de sus cristales empolvados ytelarañosos, unas cuantas docenas de libros, que nadie había abierto.Los señores socios sentíanse aguijoneados de repente por el deseo deinstruirse, de capacitarse de aquello que llamaban cuestión social, ymiraban todas las tardes el armario como un tabernáculo de la ciencia,esperando que apareciese la llave para buscaren su interior la luz quedeseaban. Realmente no era grande su prisa por enterarse de aquellas cosas del socialismo que traían revueltos a los trabajadores.

Algunos se indignaban con los libros antes de leerlos.

¡Mentiras, todomentiras, para amargar la existencia! Ellos no leían y eran felices.¿Por qué no habían de hacer lo mismo aquellos tontos del campo, que porlas noches quitaban horas a su sueño formando corro en torno delcamarada que les leía diarios y folletos? El hombre, cuanto másignorante, más dichoso... Y lanzaban miradas de abominación al armariode los libros, como si fuese un depósito de maldades, mientras el muebleinfeliz seguía guardando en sus entrañas un tesoro de volúmenesinofensivos, regalados en su mayor parte por el Ministerio a instanciasdel diputado del distrito; versos a la Virgen María, y cancionerospatrióticos; guías para la cría del canario y reglas para loreproducción del conejo doméstico.

Mientras disputaban los ricos entre ellos o se indignaban examinando laspretensiones de los trabajadores, éstos seguían en su actitud deprotesta. La huelga había comenzado parcialmente, con una falta decohesión que demostraba la espontaneidad de la resistencia. En algunasviñas, los dueños, impulsados por el miedo de perder la vendimia,«pasaban por todo», pero acariciando en la rencorosa mente la esperanzade la represalia así que sus racimos estuvieran en el lagar.

Otros, más ricos, «tenían vergüenza», según declaraban con caballerescaarrogancia, negándose a todo arreglo con los rebeldes. Don Pablo Dupontera el más fogoso de ellos. Antes perdía su bodega que bajarse aaquella gentuza. ¡Irle con imposiciones a él, que era el padre de sustrabajadores, y cuidaba no sólo del sustento de su cuerpo, sino de lasalud de su almo, libertándola del «grosero materialismo!»

—Es una «cuestión de principios»—declaraba en su escritorio ante losempleados, que movían afirmativamente la cabeza aun antes de que élhablase.—Yo soy capaz de darles lo que desean, y más aún. ¡Pero que nome lo pidan; que no me lo exijan! Eso es negar mis sagrados derechos deamo... A mí el dinero me importa poco, y la prueba es que antes queceder, mejor quiero que se pierda la cosecha de Marchamalo.

Y Dupont, agresivo en la defensa de lo que llamaba sus derechos, no sólose negaba a oír las pretensiones de los braceros, sino que habíaexpulsado de la viña a todos los que se significaban como agitadoresmucho antes de que intentasen rebelarse.

Quedaban en Marchamalo muy pocos viñadores, pero Dupont había sustituidoa los huelguistas con gitanas de Jerez y muchachas venidas de la sierraal cebo de los jornales abundantes.

Como la vendimia no exigía grandes fatigas, Marchamalo estaba lleno demujeres que se agachaban en sus laderas cortando los racimos, mientrasdesde el camino las insultaban los huelguistas privados de trabajo porsus «ideas».

La rebeldía de los jornaleros había coincidido con lo que Luis Duponttitulaba su período de seriedad.

El calavera había acabado por asombrar con su nueva conducta alpoderoso primo... ¡Ni mujeres ni escándalos! La Marquesita ya no seacordaba de él: ofendida por sus desvíos, había vuelto a unirse con eltratante de cerdos, «el único hombre que sabía hacerla marchar».

El señorito parecía entristecerse cuando le hablaban de sus famosasfrancachelas. Aquello había pasado para siempre: no se podía ser joventoda la vida. Ahora era hombre; pero hombre serio y de provecho. Élllevaba algo dentro de la cabeza; sus antiguos maestros, los Padres dela Compañía, lo reconocían. No pensaba detenerse en su marcha hastaconquistar una posición tan alta en la política como la que su primotenía en la industria.

Otros, peores que él, manejaban los asuntos de latierra, y eran oídos por el gobierno, allá en Madrid, como virreyes delpaís.

De la vida pasada sólo conservaba las amistades con los valientes,reforzando su cortejo con nuevos bravucones. Los mimaba y mantenía conel propósito de que le sirviesen de auxiliares en su carrera política.¡Quién le haría frente en su primera elección, viéndole en tan honradacompañía!... Y para entretener a la honorable corte, seguía cenando enlos colmados y

embriagándose

con

ellos.

Esto

no

quebrantaba

surespetabilidad. Una jumera de vez en cuando no era motivo para quenadie se escandalizase. ¡Costumbres de la tierra!

Además, esto dabacierta popularidad.

Y Luis Dupont, convencido de la importancia de su persona, iba de uncasino a otro hablando de la «cuestión social» con vehementes manoteosque ponían en peligro las botellas y copas alineadas en las mesas.

En el Círculo Caballista rehuía las tertulias de la gente joven, quesólo le recordaban sus pasadas locuras para aplaudirlas, proponiéndoleotras mayores. Buscaba la conversación de los

«padres graves», de losgrandes cosecheros y ricos agricultores, que comenzaban a oírle concierta atención, reconociendo que aquel perdis tenía una buenacabecita.

Dupont hinchábase con vehemente oratoria al hablar de los trabajadoresdel país. Repetía lo que había oído a su primo y a los religiosos quefrecuentaban la casa de los Dupont, pero exagerando las soluciones, conun ardor autoritario y brutal muy del gusto de sus oyentes, gente tanruda como rica, que encontraba placer en derribar toros y domar potrossalvajes.

Para Luis, la cuestión era sencillísima. Un poco de caridad; y despuésreligión, mucha religión, y palo al que se desmandase.

Con esto seacababa el llamado conflicto social y quedaba todo como una balsa deaceite. ¿Cómo podían quejarse los trabajadores, allí donde existíanhombres como su primo y muchos de los presentes (aquí sonrisasagradecidas del auditorio y movimientos de aprobación), que erancaritativos hasta el exceso y no podían presenciar una desgracia sinechar mano al bolsillo y regalar un duro, y hasta dos?...

Contestaban a esto los rebeldes que la caridad no era bastante, y que, apesar de ello, mucha gente vivía en la miseria. ¿Y qué podían hacer losamos para remediar lo que era irremediable?

Siempre existirían ricos ypobres, hambrientos y ahítos; sólo los locos o los criminales podíansoñar con la igualdad.

¡La igualdad!... Dupont valíase de un ironismo que entusiasmaba a suauditorio. Todos los chistes que la más noble de las aspiracioneshumanas había inspirado a su primo Pablo y a su corte de sacerdotes,repetíalos Luis con una convicción firmísima, como si fuesen el resumendel pensamiento universal.

¿Qué era aquello de la igualdad?...Cualquiera podría apoderarse de su casa, si es que le gustaba; y él, asu vez, le robaría la chaqueta al vecino, porque le era necesaria; y elotro echaría la zarpa sobre la mujer del de más allá, porque laconsideraría de su gusto. ¡La mar, caballeros!... ¿No merecían cuatrotiros o la camisa de fuerza los que hablaban de la tal igualdad?

Y a las risas del orador, uníanse las carcajadas de todos los socios.¡Aplastado el socialismo! ¡Qué gracia y qué palique tenía aquelmuchacho!...

Muchos señores viejos movían la cabeza con aire protector, reconociendoque Luis hacía falta en otra parte, que era lástima que sus palabras seperdiesen en aquella atmósfera de humo de tabaco, y que a la primeraocasión habría que satisfacer su gusto, para que España entera escuchasedesde la tribuna aquella critica tan chispeante y justa.

Dupont, enardecido por el general asentimiento, seguía hablando, peroahora en tono grave. La gente baja, lo que necesitaba antes del jornal,era el consuelo de la religión. Sin religión se vive rabiando, víctimade toda clase de infelicidades, y este era el caso de los trabajadoresde Jerez. No creían en nada, no iban a misa, se burlaban de los curas,sólo pensaban en la revolución social con degollinas y fusilamientos deburgueses y jesuitas; no tenían la esperanza de la vida eterna, consueloy compensación de las miserias de aquí abajo, que son insignificantes,pues sólo duran unas cuantas docenas de años, y como resultado lógico detanta impiedad, encontraban su pobreza más dura, con nuevos tonossombríos.

Aquel rebaño, triste y sin Dios, merecía su castigo. ¡Que no se quejasede los amos, pues éstos se esforzaban en volverle a la buena senda! ¡Queexigiese responsabilidad a los verdaderos autores de su desgracia, aSalvatierra y otros como él, que le habían arrebatado la fe!

—Además, señores—peroraba el señorito con entonación tribunicia—¿quéva a conseguirse aumentando el jornal?

Fomentar el vicio y nada más. Esagente no ahorra: esa gente no ha ahorrado nunca. A ver: que mepresenten un jornalero que tengo guardados sus ahorros.

Callaban todos, moviendo la cabeza con asentimiento. Nadie presentaba eltrabajador exigido por Dupont, y éste sonreía triunfante, esperando envano al ser prodigioso que lograra ahorrar una fortunilla sobre sujornal de pocos reales.

—Aquí—continuaba con solemnidad—no hay afición al trabajo ni espíritude ahorro. Vean ustedes el obrero de otros países: trabaja más que el deesta tierra y guarda un capitalito para la vejez. ¡Pero aquí!... aquí elbracero, de joven, no piensa más que en coger descuidada a algunamuchacha detrás de un pajar o en la gañanía durante el sueño; y deviejo, apenas tiene reunidos algunos céntimos, los emplea en vino y seemborracha.

Y todos a la vez, como si repentinamente perdiesen la memoria,anatematizaban con gran severidad los vicios de los trabajadores. ¿Quépodía esperarse de una gentuza sin otra ilusión en su vida que la debeber?... Decía bien Dupont.

¡Borrachos! ¡Gente abyecta que perpetuabala miseria de su condición, violando a las hembras como si fuesenanimales!...

El señorito conocía el medio de terminar esta anarquía. Al gobiernotocaba gran parte de culpa. A aquellas horas, habiéndose iniciado lahuelga, debía tener en Jerez un batallón, un ejército, si era preciso, ycañones, muchos cañones. Y se quejaba amargamente del descuido de los dearriba, como si el ejército de España tuviese por única misión guardara los ricos de Jerez para que viviesen tranquilos, y equivaliese a unafelonía el no llenar calles y campos de pantalones rojos y brillantesbayonetas, apenas los viñadores mostraban cierto descontento.

Luis era liberal, muy liberal. Disentía en este punto de sus maestros dela Compañía, que hablaban de don Carlos con entusiasmo, afirmando queera «la única bandera». Él estaba con los que mandaban, y no mencionabauna sola vez a las personas reales, que no echase por delante el títulode Su Majestad, como si pudiesen oír de lejos estas muestras deexagerado respeto y premiárselas con lo que él deseaba. Era liberal;pero su libertad era la de las personas decentes. Libertad para los quetuvieran algo que perder: y para la gente baja, todo el pan que fueseposible, y palo, mucho palo, único medio de anonadar la maldad que nacecon el hombre y se desarrolla sin el freno de la religión.

Él conocía la historia; había leído más que los que le escuchaban

y

sedignaba

hacerles

partícipes

de

sus

conocimientos, con protectora bondad.

—¿Sabéis ustedes—decía—por qué la Francia es más rica y másadelantada que nosotros?... Porque metió mano a los bandidos de la Commune, y en unos cuantos días se cargó más de cuarenta mil deaquellos puntos. Empleó el cañón y la ametrallodora para acabar másaprisa con la gentuza, y todo quedó limpio y tranquilo... A mí—continuóel señorito con aire doctoral—no me gusta Francia, porque es unaRepública y porque allí las gentes decentes se olvidan de Dios y hacenburla de sus ministros. Pero quisiera para este país un hombre comoThiers. Esto es lo que aquí hace falta, un hombre que sonría y ametrallea la canalla.

Y sonreía para demostrar que él era capaz de ser tan Thiers como elotro.

El conflicto de Jerez lo arreglaba en venticuatro horas. Que le diesenla autoridad y se vería lo que ero bueno. Los ejecuciones a raíz de lode La Mano Negra, habían dado algún resultado. La gentuza se acobardóante los cadalsos erigidos en la plaza de la Cárcel. Pero esto no erabastante. Convenía una sangría suelta para quitar fuerzas a la bestiarebelde. De mandar él, ya estarían en presidio los mangoneadores detodas las sociedades obreras del campo que traían revuelta a la ciudad.

Pero esto también le parecía anodino e insuficiente, y acto seguido serectificaba con proposiciones más feroces. Ero mejor acosar a losrebeldes, abortar los planes que venían preparando,

«pincharles para quesaltasen antes de tiempo», y una vez se colocaran en actitud derebeldía, ¡a ellos y que no quedase uno!

Mucho guardia civil, muchoscaballos, mucha artillería. Para eso sostenían los ricos el peso de lascontribuciones, cuya mejor parte se llevaba el ejército. De no ser así,¿para qué servían los soldados, que tan caros costaban, en un país queno había de sostener guerras?...

Como medida preventiva, debían suprimir a los pastores perversos quesublevaban el rebaño de la miseria.

—A todos los que andan por el campo, de gañanía en gañanía, repartiendopapeluchos malos y libros venenosos, cuatro tiros. A los que echansoflamas y ahullan barbaridades en esas reuniones a cencerros tapadosque tienen de noche en un rancho o en los alrededores de un ventorro,cuatro tiros. Y lo mismo a los que en las viñas, desobedeciendo a losamos y con el orgullo de saber leer, enteran a sus compañeros de lasmajaderías que traen los periódicos... A Fernando Salvatierra, cuatrotiros...

Pero el señorito, apenas dijo esto, pareció arrepentirse. Un ruborinstintivo turbó su facundia. La bondad y las virtudes de aquel rebeldeinfundíanle cierto respeto. Los mismos que aprob