La Catedral by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Arriba, el lamento deBeethoven seguía desarrollando sus inflexiones dolorosas, esparciéndosepor las entrañas de la catedral dormida.

Gabriel se irguió sosteniendo a Sagrario, que se echaba atrás comodesfallecida por la emoción. Miraba al espacio luminoso con gravedadsacerdotal, mientras hablaba en voz queda al oído de la joven:

—Nuestra vida será como uno de esos jardines abandonados, donde entretroncos caídos y ramas secas rebrotan nuevos follajes.... Compañera,amémonos. Hagamos que sobre nuestra miseria de parias surja laprimavera. Será una primavera triste y sin frutos, pero tendrá flores.El sol sale para los que están en lo alto; para nosotros, dulcecompañera, está muy lejos; pero, en el negro fondo de nuestro pozo,abracémonos, irgamos la cabeza, y ya que no nos reanima su calor,adorémoslo como una estrella lejana.

A principios de julio entró Gabriel en la vigilancia nocturna de lacatedral.

Bajaba a la caída de la tarde al claustro, y en la puerta del Molleteuníase al otro vigilante, un hombre de aspecto enfermizo, que tosíatanto como Luna y no abandonaba la manta en pleno verano.

—¡Vaya, al encierro!—decía el campanero, agitando sus llaves.

Y después que los dos hombres entraban en el templo, cerraba las puertaspor fuera, alejándose.

Corno los días eran largos, aún quedaban dos horas de luz cuando losguardianes entraban en la catedral.

—Toda la iglesia es para nosotros, compañero—decía el otro vigilante.

Y como hombre habituado al aspecto imponente de la catedral abandonada,metíase en la sacristía como si fuese su casa, abriendo la cesta de lacena sobre los cajones y alineando los comestibles entre candelabros ycrucifijos.

Gabriel vagaba por el templo. Después de varios días de encierro aún nose había amortiguado en él la impresión que le produjo ver por primeravez la iglesia solitaria y cerrada. Sus pasos retumbaban sobre elpavimento, cortado a trechos por los sepulcros de prelados y grandesseñores de otros siglos. El silencio del templo muerto se alteraba conextrañas sonoridades y roces misteriosos. El primer día, Gabriel volvióvarias veces la cabeza con alarma, creyendo que unos pasos sonabandetrás de él.

Fuera del templo aún lucía el sol. Brillaban las ruedas de colores delrosetón de la gran portada como un plato de flores luminosas. Abajo,entre las pilastras, la luz parecía aplastarse con la sombra. Descendíanlos murciélagos, y con sus alas hacían caer tierra de los agujeros delembovedado. Chillaban entre las columnas, como si revoloteasen en unbosque de piedra. En su ciego impulso, chocaban con las cuerdas de laslámparas o hacían bambolearse los capelos rojos con borlas polvorientasy deshilachadas que pendían a gran altura sobre las tumbas de loscardenales.

Gabriel hacía su ronda por toda la iglesia. Empujaba las verjas de losaltares para convencerse de que estaban bien cerradas, tocaba laspuertas de la capilla Mozárabe y de los Reyes, echaba un vistazo a la dela Sala Capitular y se detenía ante la Virgen del Sagrario. A través dela reja se veían las lámparas ardiendo, y en lo alto la imagen cargadade joyas. Después de este examen iba en busca de su camarada, y ambos sesentaban en el crucero, en las gradas del coro o del altar mayor. Desdeallí se abarcaba todo el templo de un golpe de vista.

Los dos vigilantes comenzaban por encasquetarse las gorras.

—A usted le habrán recomendado—decía el compañero de Gabriel—queguarde respeto al templo: que si desea echar un cigarro se vaya a lagalería del Locum; que si quiere cenar se meta en la sacristía. Lomismo me dijeron a mí cuando entré al servicio de la catedral. Palabrasde gentes que se quedan a dormir en sus casas, muy tranquilas. Aquí loque importa es vigilar mucho, y fuera de esto, cada uno puede hacer loque mejor le parezca para pasar la noche.... A estas horas duermen Diosy los santos. Algo tienen que descansar después de pasarse el día oyendosúplicas y cánticos, recibiendo incienso y ardiéndoles los cirios juntoa la cara. Nosotros velamos su sueño, y ¡qué demonio!, no es faltarlesal respeto si nos permitimos alguna libertad.

Vaya, compañero, ya vaobscureciendo: juntemos las cenas.

Y los dos vigilantes cenaban en el crucero, extendiendo sobre lospeldaños de mármol las viandas de sus cestas.

El camarada de Gabriel, llevaba en el cinto por todo armamento unapistola, regalo de la Obrería: una antigüedad que jamás se habíadisparado. A Luna le enseñó el Vara de plata una carabina, legada porel ex guardia civil a la sacristía como recuerdo de sus años deservicio.

Gabriel hizo un gesto de repulsión. Bien estaba allí: ya labuscaría cuando la necesitase. Y la dejó en el rincón, con unos paquetesde cartuchos enmohecidos por la humedad y cubiertos de telarañas.

Al cerrar la noche borrábanse en lo alto los colores de las vidrieras, yen la obscuridad de las naves comenzaban a brillar, como estrellasmacilentas, las luces de las lámparas. Se perdían las proporciones deltemplo. Gabriel creía estar a campo raso en una noche obscura,únicamente al ir de un lado a otro, con la linterna por delante, surgíande la sombra los contornos de la catedral, más grandes, más monstruosos.Las pilastras le salían al encuentro, agrandándose, subiendo hasta lasbóvedas a impulsos del resplandor de la linterna. Los cuadros delembaldosado parecían danzar a cada movimiento de luz. Gabriel, en susrondas de vigilancia, sentía batir sobre su cabeza pesadas alas. Algrito de los murciélagos se unían chillidos lúgubres de pájaros que,asustados, cortaban el aire, chocando con las pilastras. Eran laslechuzas, que bajaban atraídas por el aceite de las lámparas,estremeciendo a éstas con el roce de sus plumas.

Cada media hora se alteraba el silencio de la catedral con un ruido demuelles disparados y ruedas en movimiento. Después sonaba una campana deargentino toque. Eran los guerreros dorados de la portada del Reloj queseñalaban el paso del tiempo con sus martillos.

El compañero de Gabriel se lamentaba de las innovaciones establecidaspor el cardenal para fastidiar a los pobres. En otros tiempos, él y suviejo camarada, una vez encerrados, podían dormir a pierna suelta, sinmiedo a que el cabildo les riñese. Pero Su Eminencia, que siempre estabadiscurriendo el modo de molestar al prójimo, había colocado en ladosdistintos de la catedral unos relojitos traídos del extranjero, y habíaque ir cada media hora a abrirlos y marcar la presencia. Al díasiguiente los examinaba el Vara de plata, y si encontraba un descuido,imponía multa.

—Una invención del demonio para no dejarnos dormir camarada. Cuandomás, podremos descabezar un sueño. Es preciso ayudarnos. Mientras unoduerme un rato, el otro se encargará de apuntar en esas malditasmáquinas. Nada de descuidos, ¿eh, novato? La paga es corta, el hambremucha, y no estamos para multas.

Gabriel, siempre bondadoso, era el que más rondaba, cuidandoescrupulosamente de los marcadores. Su compañero, el señor Fidel,descansaba tranquilo, alabando su generosidad. Buen compañero le habíandado; gustábale más que el antiguo, con sus aires imperiosos de viejoguardia, siempre riñendo por decidir a quién correspondía levantarse yhacer la ronda.

El pobre hombre tosía tanto como Gabriel. Sus catarros conmovían elsilencio del templo; se agrandaban con el eco de las naves, como si enla sombra ladraran perros monstruosos.

—No sé los años que arrastro esta carraspera—decía el viejo—. Es unregalo de la catedral.

Los médicos me dicen que abandone este empleo;pero lo que yo contestó: ¿quién me mantiene?

Usted, compañero, haentrado en la buena época. Hace aquí un fresquito que ya lo querrían losque sudan a estas horas en los cafés del Zocodover. Pero aunque estamosen el verano, fíjese usted en la humedad que nos entra por salva sea laparte. Cuando debe verse esto es en invierno, camarada. Hay que vestirsecomo una máscara, cubierto de gorros, pañuelos y mantas. En la sacristíanos hacen la caridad de dejarnos un poco de fuego; pero aun así, muchasmañanas falta poco para que nos recojan helados. Los del cabildo llamanal coro «matacanónigos». Y si esos señores se quejan por una hora deestancia en esta nevera, bien comidos y mejor bebidos, figúrese ustedqué será de nosotros. Ha tenido usted suerte de entrar en verano. Cuandollegue el frío, ya verá usted lo que es bueno.

Pero aunque estaban en la mejor época del año, Gabriel tosía, empeorandoen su dolencia por la humedad de la catedral.

Las noches de luna, el templo se transfiguraba de un modo fantástico.Gabriel recordaba ciertas decoraciones de ópera que había visto en susviajes. Los ventanales destacábanse sobre las negras masas con un tonoblanquecino y lechoso. Manchas de luz se deslizaban lentamente por laspilastras, como fantasmas que descendiesen de las bóvedas; despuésarrastrábanse por el pavimento cual espectros rampantes, y otra vezvolvían a remontarse por las pilastras, hasta perderse en lo alto. Estosrayos de luz fría y difusa hacían aún más densas las tinieblas. En sumarcha, sacaban de la obscuridad aquí una capilla, más allá una lápidasepulcral o el relieve de una pilastra. El gran Cristo que corona lareja del altar mayor fulguraba sobre el fondo de sombra con el brillodel oro viejo, como una aparición milagrosa que flotase en el espacioentre un nimbo de luz.

Cuando la tos no dejaba dormir al viejo guardián, hablaba a Gabriel delos años que llevaba de vida nocturna en la Primada. Era un oficio quetenía cierta semejanza con el de sepulturero; pasaban la vida entremuertos, en el silencio del abandono, sin ver a nadie hasta queterminaba la guardia. Él había acabado por acostumbrarse. Aquel oficiole curaba de muchos miedos que había sentido en su juventud. Antes,creía en resurrecciones de muertos, en almas y en apariciones de santos,pero ahora se reía de todo. Años enteros llevaba pernoctando en lacatedral, y si algo oía, era el roer de los ratones, que no respetabanaltares ni santos. ¡Al fin, todo madera!

Sólo temía a los hombres de carne y hueso, a los ladrones, que en otrostiempos más de una vez habían entrado en la catedral, obligando alcabildo a establecer la vigilancia nocturna.

Y entretenía a Gabriel con el relato de todas las tentativas de roborealizadas durante el siglo.

En la catedral existían riquezas paratentar a un santo. Madrid estaba cerca, y él temía mucho a los ladrones«finos». Después enumeraba todas las precauciones de la vigilancia.Listo y afortunado había de ser quien consiguiera burlarlas. El Vara deplata, el campanero y los sacristanes hacían la requisa antes decerrar, llevándose Mariano las llaves a la torre. No había queproponerse romper las cerrajas. Eran obra antigua y fuerte, y además,allí estaban ellos para dar la alarma apenas oyesen el más leve ruido.Antes, con el auxilio del perro, la vigilancia resultaba más completa;el animal era tan fino, que bastaba que un transeúnte se aproximase auna puerta exterior para que al momento acudiera ladrando. El señorObrero, después de muerto aquél, anunciaba meses y meses la adquisiciónde otro, y no cumplía su promesa. Pero, en fin, aun sin el can, allíestaban los dos, que representaban algo, ¿eh...? Él, con su pistola quenunca había disparado; Gabriel, con la carabina que aún estaba en lasacristía, en el mismo rincón donde la dejó su antecesor. Se pavoneabapensando en el miedo que podían inspirar él y su compañero; pero vueltoa la realidad ante la sonrisa de Luna, añadía:

—Además, para un caso extremo, contamos con el esquilón que llama a loscanónigos. La cuerda está en el coro; no tenemos más que tirar, y¡figúrese usted la que se armaría si sonase en el silencio de la noche!Todo Toledo se pondría de pie, adivinando que algo grave ocurría en lacatedral... Con esto y con los malditos contadores, que no nos dejandormir, puede decirse que ni el rey pasa la noche tan bien guardado comoesta iglesia.

Por la mañana, al salir del encierro, subía Gabriel a su casa transidode frío, deseando tenderse en la cama. Encontraba a Sagrario en lacocina calentando la leche para que la bebiese antes de acostarse. Ladulce compañera seguía llamándole tío en presencia de los de casa.Únicamente su voz adoptaba el tuteo cariñoso cuando estaban solos. Alverle en la cama se aproximaba a él con el vaso de leche humeante, se lohacía beber con mimos maternales, le arreglaba el embozo del lecho ycerraba cuidadosamente ventanas y puertas para que no le molestase unrayo de luz.

—¡Esas noches en la catedral!—exclamaba la compañera con expresión delamento—. Te estás matando, Gabriel: eso no es para ti. El padre dicelo mismo. Puesto que más allá de la muerte no hay nada y no hemos devernos, prolonga tu vida, déjate cuidar. Ahora que nos conocemos y quesoy dichosa, ¡sería tan triste perderte...!

Gabriel la tranquilizaba. Aquella vida no podía durar más allá delverano. Después le darían algo mejor. No debía entristecerse; por tanpoca cosa no se muere. Lo mismo tosía viviendo en las Claverías quepasando la noche en la catedral.

Después de comer salía al claustro, completamente repuesto por su sueñode la mañana. Era el único momento del día en que podía ver a susamigos. Se aproximaban a él o iba Gabriel en su busca, entrando en lacasa del zapatero o subiendo a la torre.

Le saludaban, oían sus palabras con la misma atención de antes; peronotaba en ellos cierto gesto de independencia fuera y al mismo tiempo deconmiseración, como si admirándole por haberles transmitido sus ideas,tuviesen lástima de su carácter dulce, enemigo de la violencia.

—Estos pájaros—decía Gabriel hablando con su hermano—ya vuelan por sucuenta. No me necesitan y quieren estar solos.

El Vara de palo meneaba la cabeza tristemente.

—Dios quiera, Gabriel, que algún día no te arrepientas de haberleshablado de cosas que no entienden. Han cambiado mucho. A nuestro sobrinoel perrero no hay quien lo sufra. Dice que ya que no le dejaron matartoros para hacerse rico, matará hombres si es necesario para salir depobreza; que él tiene derecho a disfrutar como cualquier señor, y quetodos los ricos son unos ladrones... Pero hermano, ¡por la Virgen!, ¿leshas enseñado realmente esas cosas tan horribles?

—Déjalos—dijo Gabriel riendo—. No han digerido aún las ideas nuevas,y vomitan disparates.

Pero eso pasará. Son buena gente.

Lo único que le entristecía era ver que Mariano se recataba de él. Huíasu trato como si le tuviese miedo. Parecía temer que Gabriel leyera ensu pensamiento, con la superioridad irresistible que desde mozo habíatenido sobre él.

—Mariano, ¿qué hay?—decía al verle pasar por el claustro.

—Mucho y mal repartido—contestaba el huraño camarada.

—Lo sé, hombre, lo sé; pero parece que me huyes. ¿Por qué es eso?

—¿Huirte yo...? Nunca. Sabes que siempre te quise. Cuando subes a micasa ya ves cómo te recibimos. Te debemos mucho: nos has abierto losojos y ya no somos bestias.... Pero me canso de saber tanto y ser pobre;y lo mismo les ocurre a los compañeros. No queremos tener llena lacabeza y el vientre vacío...

—Pero ¿qué remedio nos queda? Hemos nacido pronto. Otros vendrán,encontrando las cosas mejor dispuestas. ¿Qué podéis hacer para arreglarlo presente, cuando en el mundo millares de trabajadores más infelicesque vosotros no logran mejor éxito, aun a costa de su sangre, peleandocon la autoridad?

—¿Qué hacer?—gruñía el campanero—. Eso ya lo veremos: ya lo verás tú.No somos tan tontos como crees. Tú eres muy sabio, Gabriel; terespetamos como a un maestro; todo cuanto dices es verdad; pero nosparece que cuando hay que hacer las cosas... «prácticas»,

¿meentiendes?, cuando hay que llamar al pan pan y al vino vino... ¿meexplico...? eres, y perdona, algo guillado, como todos los que andanentre libros. Nosotros somos brutos, pero vemos más claro.

Y se alejaba de Gabriel, que no podía comprender el verdadero alcance deeste desvío de sus discípulos. Muchas veces, al entrar en lashabitaciones de la torre para pasar un rato con ellos, cesabanrepentinamente en la conversación y le miraban con zozobra, temiendo,sin duda, que pudiera escuchar sus palabras.

Don Martín hacía muchos días que no se presentaba en el claustro.Gabriel supo por el Vara de plata que había muerto la madre delcurita, y una semana después le vio una tarde en las Claverías. Teníalos ojos enrojecidos, las facciones des-carnadas y con la piel tirante,como si hubiese llorado mucho.

—Vengo a despedirme de usted, Gabriel. He pasado un mes de penas y deinsomnio cuidando a mi madre. La pobre ha muerto. No era ninguna joven;yo esperaba este final; pero por fuerte y resignado que uno sea, estosgolpes siempre se sienten. Al irse la pobre vieja, quedo libre. Era loúnico que me ligaba a esta iglesia, en la que ya no creo. Su dogma esabsurdo y pueril, su historia un tejido de crímenes y violencias. ¿Paraqué mentir, como otros, fingiendo una fe que no siento? Hoy he estadoen palacio para decir que dispongan de mis siete duros mensuales y de lacapellanía de las monjas. Me voy; no sólo huyo de la iglesia, quieroevitar su ambiente, y en Toledo no puede vivir un sacerdote «renegado».¿Ve usted este disfraz? Hoy lo llevo por última vez. Mañana gozaré laprimera alegría de mi vida, rasgando esta mortaja en pedazos pequeños,muy pequeños, para que nadie la pueda utilizar. Seré hombre; me irélejos, tan lejos como pueda; quiero saber cómo es el mundo, ya que en élvivo. No conozco a nadie, no tengo protección; usted es el hombre másextraordinario que he conocido, y está oculto en una mazmorra por suvoluntad, refugiado en un templo completamente vacío para suconciencia.... No me asusta la miseria; cuando se ha sido representantede Dios con seis reales diarios, se puede mirar el hambre cara a cara.Seré obrero, trabajaré la tierra si es preciso, me emplearé en cualquiercosa... pero seré hombre libre.

Pasearon los dos amigos por el claustro, aconsejando Gabriel a donMartín. Al determinar el punto adonde debía dirigirse, su predilecciónfluctuaba entre París y las repúblicas americanas más faltas deemigración.

Al caer la tarde, Gabriel se despidió de su discípulo: le estabaesperando el compañero en el claustro bajo para encerrarse en el templo.

—Tal vez no nos veamos más—dijo el curita con tristeza—. Ustedacabará sus días aquí, en la casa de un Dios en quien no cree.

—Sí; aquí moriré—dijo Gabriel sonriendo—. Él y yo nos odiamos, y sinembargo, parece que nada puede hacer sin mí. Si ha de salir a la calle,soy quien guía sus pasos; y por la noche, yo también quien guarda susriquezas.... Salud y buena suerte, Martín. Sea usted hombre sindesfallecimientos. La verdad bien vale la miseria.

La desaparición del capellán de las monjas se efectuó sin escándalo. DonAntolín y otros sacerdotes creyeron que el joven se había trasladado aMadrid por ambición, para engrosar el número de clérigos solicitantes.Gabriel era el único que conocía el verdadero destino de don Martín.Además, pronto hizo olvidar al joven sacerdote una noticia estupenda,que retumbó en la catedral como un trueno, poniendo en conmoción a losseñores del coro, a la gente menuda de las sacristías, a toda lapoblación del claustro alto.

Habían terminado las querellas entre el arzobispo y el cabildo. En Romaaprobaron todo lo hecho por el cardenal, y Su Eminencia rugía de júbiloen su palacio, con la fiera impetuosidad que mostraba en todas susexpansiones.

Los canónigos, al entrar en el coro, iban con la cabeza baja, comoavergonzados y temerosos.

—Pero ¿ha visto usted...?—se decían al desvestirse en la sacristía.

Y a buen paso, con el manteo ondulante, abandonaban la iglesia cada unopor su lado, evitando formar grupos ni corrillos, atento cada cual alibrarse de responsabilidades, a aparecer limpio de toda complicidad conlos enemigos del prelado.

El Tato reía de gozo viendo la dispersión y el azoramiento de losseñores del coro.

—¡Corred, corred! ¡Bueno os va a poner el cuerpo el tío...!

Se hacían los preparativos de todos los años para la gran fiesta de laVirgen del Sagrario, a mediados de agosto. En la catedral hablaban de lade aquel año con misterio unos y zozobra otros, como si aguardasensucesos extraordinarios. Su Eminencia, que no bajaba al templo hacíamuchos meses por no ver a los del cabildo, presidiría el coro el día dela fiesta. Deseaba contemplar de cerca a sus enemigos, aplastarlos consu triunfo, gozarse en su aspecto de confusa sumisión. Y conforme seaproximaba la solemnidad religiosa, temblaban muchos canónigos, pensandoen la mirada dura y soberbia que clavaría en ellos el iracundo prelado.

Gabriel prestaba escasa atención a las preocupaciones del mundoclerical. Llevaba una vida extraña. Gran parte del día lo pasabadurmiendo, preparándose para la fatigosa vela de la noche, que hacíaahora solo. El señor Fidel había caído enfermo, y para que la Obrería,evitando gastos, no privase al viejo de su mísero sueldo, se abstenía depedir un nuevo compañero. Pasaba las noches en la catedral con la mismatranquilidad que si estuviera en el claustro, alto, habituado a aquelsilencio de cementerio. Para no dormirse, leía a la luz de su linternalos libros que podía encontrar en las Claverías: fríos tratados deHistoria, en los que la Providencia desempeñaba el principal papel;vidas de santos, que le divertían por su crédula sencillez, rayana en logrotesco, y aquel Quijote de los Luna que tantas veces, habíadeletreado de pequeño, y en el cual creía encontrar algo de la frescurade la niñez.

Llegó el día de la Virgen. La fiesta era igual a la de todos los años.La imagen famosa había salido de su capilla, ocupando sobre su peana unsitio en el altar mayor. Llevaba el manto guardado en el Tesoro y todassus joyas, que centelleaban acariciadas por el bosque de luces, como sirieran con una escala temblona de fulgores.

Antes de comenzar la fiesta, los curiosos de la catedral, fingiéndosedistraídos, paseaban entre el coro y la puerta del Perdón. Loscanónigos, con sus vestiduras rojas, reuníanse cerca de la escalerillaalumbrada por la famosa piedra de luz. Por allí bajaría Su Eminencia, ylos señores del coro se agrupaban tímidamente, cuchicheando, como si sepreguntasen qué iba a pasar.

Apareció en el primer tramo de la escalera el portacruz, avanzandohorizontalmente su insignia de dobles brazos para que pasase bajo elarco de la puerta. Después, entre familiares, y seguido por la sotanamorada del obispo auxiliar, avanzó el cardenal, vestido de púrpura, queapagaba el rojo violáceo de los canónigos.

El cabildo se formó en dos filas, con la cabeza baja, prestandoacatamiento a su príncipe. ¡Qué mirada la de don Sebastián! Loscanónigos, inclinados, creyeron sentirla en la nuca con una frialdad deacero. Erguía el enorme cuerpo dentro de sus envolturas de púrpura congallarda arrogancia, como si en aquel momento se sintiera curado de laenfermedad que arañaba sus entrañas y de la insuficiencia del corazón,que oprimía sus pulmones. La cara gordinflona temblaba de gozo; lospliegues de grasa de su barbilla se estremecían sobre el roquete deblondas.

La birreta cardenalicia parecía hincharse de soberbia sobre sucabeza pequeña, blanca y sonrosada. Nunca fue llevada una corona contanto orgullo como aquel gorro rojo.

Extendió su mano enguantada de púrpura, sobre la que lucía la esmeraldaepiscopal, y con un gesto imperioso hizo que uno tras otro fueranbesándola todos los canónigos. Era la sumisión de los hombres deIglesia, acostumbrados desde el Seminario a una humildad aparente queencubre rencores y odios de una intensidad no conocida en la vidavulgar. El cardenal adivinaba el desaliento tras esta modestia ypaladeaba su triunfo.

—Tú no conoces cómo son nuestros odios—había dicho algunas veces a suamiga la jardinera—. En la vida vulgar son pocos los hombres que muerende un disgusto. El que siente enfado se desahoga y recobra latranquilidad. Pero en la Iglesia se cuentan a centenares los que muerende un acceso de ira por no poder vengarse, porque la disciplina lescierra la boca y abate su cabeza. Faltos de familia y de preocupacionespara ganarse el pan, los más de nosotros sólo vivimos para el amorpropio y el orgullo.

Se formó en procesión el cabildo, acompañando a Su Eminencia. Abrían lamarcha el perrero rojo, los pertigueros negros y el Vara de plata,haciendo sonar las baldosas con los golpes de sus bastones. Detrás lacruz arzobispal y los canónigos por parejas, y en último término elprelado, con su cola roja, extendida en toda su longitud, llevada enalto por dos pajes. Don Sebastián bendecía a un lado y a otro, mirandocon sus ojillos penetrantes a los fieles, que inclinaban la cabeza.

Su carácter imperioso y la alegría del triunfo hacían centellear sumirada. ¡Qué gran victoria...!

El templo era su casa, y volvía a él traslarga ausencia, con toda la majestad de un dueño absoluto que podíaaplastar a los esclavos maldicientes que osaran atacarle.

La grandeza de la Iglesia se le aparecía en aquel momento más grandiosaque nunca. ¡Qué admirable institución! El hombre fuerte que llegaba a loalto se convertía en un dios omnipotente y temible. Nada de igualdadperniciosa y revolucionaria. El grande siempre tenía razón. El dogmaensalzaba la humildad de todos ante Dios, pero al fijar ejemplos,hablaba siempre de rebaños y de pastores que debían dirigirlos. Él erael pastor, porque así lo quería el Omnipotente.

¡Ay del que intentaradescarriarse...!

En el coro, la alegría de su orgullo gustó una satisfacción aún mayor.Estaba sentado en el trono de los arzobispos de Toledo, aquella sillaque había sido la estrella de su juventud, y cuyo recuerdo le turbaba enpleno episcopado, cuando paseaba la mitra por las provincias esperandola hora de llegar a la Primada. Erguíase bajo el artístico dosel delMonte Tabor, sobre cuatro escalones, para que le viesen bien todos losdel coro y se convencieran de que era su príncipe.

Las cabezas de lasdignidades sentadas a su lado estaban casi al nivel de sus pies. Podíapisarlos como víboras si osaban levantarse de nuevo, mordiéndole en susmás íntimos afectos.

Enardecido por la apreciación de su grandeza y su triunfo, era elprimero en levantarse o sentarse, conforme lo marcaba el ritual de losoficios, y unía su voz a las del coro, asombrando a todos con la ásperaenergía de su canto. Las palabras latinas salían de su boca comotrabucazos contra aquella gente odiada; sus ojos pasaban con expresiónde reto sobre la doble fila de cabezas inclinadas.

Era un hombre de fortuna, que había marchado de éxito en éxito, y sinembargo, jamás había sentido una satisfacción tan honda, tan completacomo la de aquel momento. Él mismo se asustaba de su alegría, de aquelestallido de orgullo que amortiguaba sus crónicas dolencias.

Parecíaleque estaba gastando en unas cuantas horas toda su provisión de vida.

Al finalizar la misa, los cantores y demás gente menuda del coro, queeran los únicos que osaban mirarle, se alarmaron viéndole palidecer,levantarse con la faz desencajada, llevándose las manos al pecho.Advertidos los canónigos, corrieron a él, formando una apretada masa devestiduras rojas ante su trono. Su Eminencia se ahogaba, debatiéndoseentre aquel círculo de manos que le agarraban instintivamente.

—¡Aire...!—rugió—, ¡aire...! ¡Quítense de delante con mil porras!¡Que me lleven a casa!

Aun en medio de su angustia, encontró el gesto enérgico y sus antiguosvotos de soldado para rechazar a los enemigos. Se ahogaba, pero noquería que lo viesen los canónigos. Adivinaba en muchos de ellos lasatisfacción tras el gesto compungido. ¡Que nadie le tocase! ¡Él sebastaba! Y

apoyado en dos familiares fieles, emprendió la marchajadeante hacia la escalera arzobispal, seguido de gran parte delcabildo.

La función religiosa terminó apresuradamente. Que perdonara la Virgen:otro año tendría mayor solemnidad. Y las autoridades e invitadosabandonaron sus asientos del altar mayor para correr en demanda denoticias al palacio arzobispal.

Al desp