La Catedral by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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qué? La felicidad siempremarcha delante de nosotros, como la nube de luz que guiaba a losisraelitas. La vemos, casi la tocamos, pero no se deja coger. Me sientoahora más infeliz que en la época en que luchaba por ser algo y me creíael más desgraciado de los hombres. No tengo la juventud: la altura enque me veo, fijas en mí todas las miradas, me impide defenderme.

¡Ay,Tomasa! Compadéceme, soy digno de lástima. ¡Ser padre, y tener queocultarlo como un crimen! ¡Querer a mi hija con un cariño que seacrecienta más y más conforme se aproxima la muerte, y tener que sufrirque la gente tome este afecto tan puro por algo repugnante...!

Y la terrible mirada de don Sebastián, que asustaba a toda la diócesis,nublóse con lágrimas.

—Además, tengo otras penas—continuó—, pero son de hombre previsor queteme el porvenir.

Cuando muera, todo lo que tengo será para mi hija.Juanito cuenta con lo de su madre, que era rica, y además tiene unacarrera y el apoyo de mis amigos. Visitación será poderosa. Ya sabesque-mis adversarios me echan en cara lo que ellos llaman mi avaricia.Avaricioso, no: previsor, amante del bienestar de los míos. He ahorradomucho; no soy de los que reparten pan a la puerta de su palacio, nibusco la celebridad por la limosna. Tengo dehesas en Extremadura, muchasviñas en la Mancha, casas, y sobre todo, papel del Estado, mucho papel.Como buen español, quiero ayudar al gobierno con mi dinero, tanto máscuanto que ésto produce ganancias.

No sé ciertamente lo que poseo: seránveinte millones de reales: tal vez más. Todo ahorrado por mí, aumentadocon buenos negocios. No puedo quejarme de la suerte; el Señor me haayudado.

¡Y todo para mi pobre Visitación! Mi gozo sería verla casadacon un hombre bueno, pero ella no quiere separarse de mí. Le atrae laiglesia, y éste es mi miedo. No lo extrañes, Tomasa; yo, príncipe de laIglesia, tiemblo al ver cómo se entrega a la devoción, y hago cuantopuedo por desviarla. Me gusta la mujer religiosa, no la devota que sólose encuentra bien en la iglesia. La mujer debe vivir, debe gozar y sermadre. Siempre he mirado mal a las monjas.

—Déjela, señor—dijo la jardinera—. Nada tiene de extraño que le gustela iglesia. Del modo como vive, no puede tener otras aficiones.

—Por hoy, nada temo. Estoy a su lado, y nada me importa que guste deltrato con monjitas.

Pero puedo morir mañana, y ¡figúrate qué magníficobocado será la pobre Visita con sus millones, sola, y con esa afición ala vida religiosa, que otros más listos pueden explotar...! Yo he vistomucho; soy de la clase y estoy en el secreto. No faltan órdenesreligiosas que se dedican a la caza de herencias, para mayor gloria deDios, según dicen. Además, andan por ahí esas monjas extranjeras, degran papalina, que son linces para esta clase de trabajo. Me aterra elpensar que caigan sobre mi hija. Yo soy del catolicismo a la antigua, deaquella religiosidad española neta: un catolicismo castellano, comoquien dice de panllevar, limpio de extranjerías modernas. Sería tristehaber pasado la vida ahorrando, para engordar a los jesuítas o a esashermanas que no saben hablar en castellano. No quiero que mis dinerossufran la misma suerte que los del sacristán del adagio. Por esto, a lossinsabores de mi lucha con la gentuza enemiga se une el dolor que mecausa el carácter débil de mi hija. Tal vez la cacen, y algún tuno sería de mí apoderándose de mi dinero.

Y excitado por sus negros pensamientos, soltó una interjección castiza yobscena, recuerdo de sus tiempos de soldado. En presencia de lajardinera, no tenía por qué contenerse. La vieja estaba acostumbrada alos desahogos de su carácter.

—Vamos a ver—dijo imperiosamente, después de un largo silencio—. Túque me conoces mejor que nadie: ¿soy tan malo como suponen los enemigos?¿Merezco que el Señor me castigue por mis faltas? Tú eres un alma deDios, sencilla y buena, y sabes más de esto con tu instinto que todoslos doctores en Teología.

—¿Usted malo, don Sebastián? ¡Jesús...! Usted es un hombre como losotros: ni más ni menos.

Tal vez mejor que muchos, pues es sencillo,todo de una pieza, sin engaños ni hipocresías.

—Un hombre: tú lo has dicho. Soy un hombre como los demás. Los quellegamos a cierta altura somos como los santos que están en las fachadasde las iglesias. De abajo, causan admiración por su hermosura; vistos decerca, producen horror por la fealdad de la piedra roída por el tiempo.Por más que intentemos santificarnos, poniéndonos a distancia, no somosmás que hombres; seres de carne flaca para aquellos que nos rodean. Enla Iglesia son contadísimos los que se libran de las pasiones humanas.¡Y quién sabe si aun esos pocos privilegiados no se sienten mordidos porel demonio de la vanidad, y al extremar los ascetismos de su vida,piensan en la gloria de verse en los altares...! El sacerdote que logradominar la carne cae en la avaricia, que es el vicio eclesiástico porexcelencia. Yo jamás he atesorado por vicio; he ahorrado para los míos,nunca para mí.

Calló largo rato el prelado; pero en su irresistible afán de confesarsecon la sencilla mujer, continuó:

—Estoy seguro de que no me despreciará Dios cuando llegue mi hora. Suinfinita misericordia está por encima de todas las pequeñeces de lavida. ¿Cuál es mi delito? Haber amado a una mujer, como mi padre amó ami madre; tener hijos, como los tuvieron apóstoles y santos. ¿Y

qué? Elcelibato eclesiástico es una invención de los hombres, un detalle dedisciplina acordado en los concilios; pero la carne y sus exigencias sonanteriores en muchísimos siglos: datan del Paraíso. Quien salta estabarrera, no por vicio, sino por pasión irresistible, porque no puedevencer el impulso de crear una familia y tener una compañera, ése faltaindudablemente a las leyes de la Iglesia, pero no desobedece a Dios....Al aproximarse la muerte, tengo miedo. Muchas noches dudo y tiemblo comoun niño.... Yo he servido a Dios a mi modo. En otros tiempos le hubieradefendido con la espada, peleando contra los herejes; ahora soy susacerdote, y por él batallo cada vez que veo la impiedad de los tiemposcercenar algo de su gloria. El Señor me perdonará, recibiéndome en suseno. Tú que eres tan buena, Tomasa, y tienes alma de ángel bajo tucorteza ruda, ¿no lo crees así...?

La jardinera sonrió, y sus palabras atravesaron con lentitud el silenciode la tarde agonizante.

—Tranquilícese, don Sebastián. Yo he visto muchos santos en esta casa,y valían menos que usted. Por asegurar su salvación hubiesen abandonadoa los hijos. Por mantener lo que llaman la pureza del alma habríanrenegado de la familia. Créame usted a mí: aquí no entran santos;hombres, todos hombres. No hay que arrepentirse de haber seguido elimpulso del corazón. Dios nos hizo a su imagen y semejanza, y por algonos puso el sentimiento de la familia.

Lo demás, castidad, celibato yotras zarandajas, lo inventaron ustedes para distinguirse del común delas gentes. Sea usted hombre, don Sebastián, que cuanto más lo sea,resultará más bueno y mejor lo acogerá el Señor en su gloria.

IX

Pocos días después del Corpus, una mañana don Antolín fue en busca deGabriel. El Vara de plata sonreía a Luna, hablándole con aireprotector.

Había pensado en él toda la noche. Le dolía verle inactivo, paseando porel claustro. La falta de ocupación era lo que le inspiraba aquellasideas tan perversas.

—Vamos a ver—añadió—: ¿te convendría bajar conmigo todas las tardes ala catedral para enseñar el Tesoro y las demás preciosidades? Vienenmuchos extranjeros que apenas si se dejan entender cuando me preguntan.Tú conoces su lenguaje: sabes el francés, el inglés y no sé cuántosidiomas más, según afirma tu hermano. La catedral ganaría mucho pudiendodemostrar a esos extranjeros que tiene un intérprete a su disposición;tú nos harías un favor y no perderías nada. Siempre es unentretenimiento ver caras nuevas. En cuanto a recompensa....

Se detuvo aquí don Antolín, rascándose la cabeza por debajo del bonete.Vería de arañar algo de los fondos de la Obrería; si no era posible enel primer momento, por estar flaca y escurrida la renta de la Primada,ya se proveería más adelante. Y aguardó con mirada ansiosa la respuestade Gabriel. Éste mostróse conforme. Al fin era un huésped de lacatedral, y algo la debía. Y desde aquella tarde bajó al templo a lahora de coro para enseñar a los extranjeros las riquezas de la iglesia.

Nunca faltaban viajeros que, exhibiendo los papelillos de colores de donAntolín, esperaban el momento de admirar las alhajas. El Vara de plata no veía un extranjero que no se imaginase que era un lord o un duque,extrañándose muchas veces de su desgarbo en el vestir. Para él, sólo losgrandes de la tierra podían permitirse el placer de viajar, y abría unosojos escandalizados e incrédulos cuando Gabriel afirmaba que muchas deaquellas gentes eran zapateros de Londres o tenderos de París que sedaban en las vacaciones el regalo de una excursión por el antiguo paísde los moros.

Avanzaban por las naves cinco canónigos con sobrepellices de coro, cadauno con una llave en la mano. Eran los guardadores del Tesoro. Abríacada cual la cerradura confiada a su custodia, giraba pesadamente lapuerta y quedaba abierta la capilla con sus antiguas riquezas. Enenormes vitrinas, como en un museo, se exhibía la vieja opulencia de lacatedral: imágenes de plata maciza; globos enormes coronados porgraciosas figurillas, todo de precioso metal; arquillas de marfil decomplicada labor; custodias y viriles de oro; enormes platos dorados yrepujados, con escenas mitológicas que resucitaban la alegría delpaganismo en aquel rincón sórdido y polvoriento del templo cristiano.Las piedras preciosas extendían su gama de colores por pectorales,mitras y mantos de la Virgen. Eran diamantes tan enormes que hacíandudar de su autenticidad, esmeraldas del tamaño de guijarros, amatistas,topacios y perlas, muchas perlas, a centenares, a miles, caídas comogranizo sobre las vestiduras de la Virgen, Los forasteros admirábanseante esta opulencia, deslumbrados por su enormidad, mientras Gabriel,habituado a la visita diaria, lo miraba todo fríamente. El Tesoro teníaun aire de vetustez lamentable. Las riquezas habían envejecido con lacatedral. Los diamantes no brillaban, el oro parecía empañado ypolvoriento, la plata se ennegrecía, las perlas estaban opacas y comomuertas. El humo de los cirios y el ambiente rancio del templo lo habíanpatinado todo tristemente.

«La Iglesia—se decía Gabriel—envejece cuanto toca. Las riquezaspierden el brillo en sus manos, como las joyas que caen en poder de losusureros. El diamante se empaña en el seno de la gran avara; el cuadromás hermoso se ennegrece en sus altares.»

Tras de la visita al Tesoro venía la exhibición del Ochavo, la capillaoctogonal de mármoles obscuros: panteón de reliquias donde los despojoshumanos más repugnantes, las calaveras de horrible risa, los brazosmomificados y las vértebras cariadas se mostraban en vasos de plata yoro. La piedad de otros siglos, crédula y grosera, aparecía tan absurdaal mostrarse en pleno siglo de descreimiento, que el mismo don Antolín,tan intransigente hablando de las glorias de su catedral, bajaba la vozy apresuraba la relación al señalar el pedazo de manto de santa Leocadiacuando se «apareció» al arzobispo de Toledo, comprendiendo lo difícilque era explicar de qué tela se vestían las apariciones.

Gabriel traducía fielmente la explicación del Vara de plata,recalcándola muchas veces con irónica gravedad, mientras los canónigosque escoltaban la caravana de forasteros alejábanse algunos pasos conaire distraído para evitar preguntas.

Un inglés flemático interrumpió un día al intérprete:

—¿Y no tienen ustedes ninguna pluma de las alas de san Miguel?

—No, señor, y es lástima—contestó Luna con igual seriedad—. Pero yala encontrará usted en otra catedral. Aquí no podemos tenerlo todo.

En la Sala Capitular, mezcla de arquitectura árabe y gótica, admirabanlos visitantes la doble fila de arzobispos toledanos pintados en lapared con mitras y báculos de oro. Gabriel llamaba la atención sobre donCerebruno, el prelado medioeval, llamado así por su enorme cabeza. Peroel guardarropa era lo que mayor asombro producía en los forasteros.

Era una pieza con grandes estanterías y armarios de madera vieja. Porencima de aquéllas, las paredes estaban cubiertas con grandes cuadrosempolvados y rotos, copias de la pintura flamenca que el cabildo habíarelegado a aquel rincón. Sobre la estantería se alineaban los antiguossillones de la casa: unos a la española, austeros, de líneas rectas, condeshilachados rapacejos; otros de forma griega, con las patas curvas yembutidos de marfil. Las capas y casullas se apilaban en los estantespor clasificación de tonos, con la esclavina fuera del montón, para quepudieran admirarse los prodigios del bordado. Todo un mundo defigurillas vivía con la fuerza del color en unas cuantas pulgadas detela. El arte asombroso de los antiguos bordadores daba a la seda lasapariencias de vida de la pintura. La esclavina y las tiras de una capabastaban para reproducir todas las escenas de la creación bíblica o dela Pasión de Jesús. El brocado y la seda desarrollaban la magnificenciade sus tejidos. Una capa era un jardín de encendidos claveles; otra, unarriate de rosas o de flores fantásticas de enroscados estambres ypétalos metálicos.

Sacaban los sacristanes de profundos estantes, comosi fuesen libros de tela y madera, los famosos frontales del altarmayor. Los había especiales para cada fiesta. El de san Juan, alegre yrisueño como una verbena, con corderos de oro y prietos racimos queacariciaban con sus manos mantecosas los angelitos gordinflones. Los másantiguos, de tonos suaves y desmayados, mostraban jardines persas, confontanas azules en las que bebían rojizas bestias.

Los visitantes se aturdían viendo desplegar telas y más telas, todo elpasado de una catedral que, teniendo millones de renta, empleaba para suembellecimiento ejércitos de bordadores y acaparaba las más ricas telasde Valencia y Sevilla, reproduciendo en oro y colores los episodios delos libros santos y los tormentos de los mártires. Era la leyendagloriosa de la Iglesia eternizada por la aguja antes de que pudiesehacerlo la imprenta.

Gabriel volvía todas las tardes al claustro alto aburrido por este paseoa lo largo de la catedral.

En los primeros días le sedujo la novedad dever caras extrañas, de sentir el roce de aquel arroyuelo de curiososque, bifurcándose de la gran inundación de viajeros que corrían Europa,llegaba hasta Toledo. Pero al poco tiempo le parecieron iguales lasgentes que veía todas las tardes. Eran las mismas preguntas, las mismasinglesas tiesas y de cara dura, iguales ¡oooh!

de admiración fríos yconvencionales, e idéntica manera de volver la espalda con groseraaltivez cuando nada quedaba por enseñar.

Al volver a la tranquilidad del claustro alto, después de la diariaexhibición de las riquezas, Gabriel encontraba más repugnante eintolerable la miseria de las Claverías. El zapatero le parecía másamarillento y triste en el rancio ambiente de su tugurio, encorvado antela mesilla, martilleando la suela; su mujer más débil y enfermiza,mísera esclava de la maternidad, debilitada por el hambre y ofreciendocomo única esperanza al hijo pequeño aquellas ubres flácidas, de las quesólo podía surgir sangre. El pequeñín se le moría. Sagrario, queabandonaba su máquina para pasar gran parte del día en casa delzapatero, así lo decía en voz baja a su tío.

Ella hacía las faenas dela casa, mientras la pobre madre, inmóvil en una silla, con elpequeñuelo en el regazo, lo contemplaba con ojos llorosos. Cuando lacriatura despertaba de su sopor, levantando trabajosamente la cabezasobre el cuello delgado como un hilo, la madre, para ahogar sus gemidosdébiles, lo aproximaba al pecho; pero el pequeño retiraba la bocaadivinando la inutilidad de sus esfuerzos en aquel colgajo de carne delque sólo lograba extraer una triste gota.

Gabriel examinaba al pequeño, fijándose en su delgadez esquelética y lasextrañas manchas que la escrófula extendía sobre su piel de color depaja. Movía la cabeza incrédulamente cuando las vecinas, agrupadas entorno del enfermo, le atribuían cada una dolencias distintas,aconsejando remedios caseros, desde los cocimientos de hierbas raras yunturas hediondas, hasta la aplicación en el pecho de estampitasmilagrosas y trazarle siete cruces en el ombligo con otros tantospadrenuestros.

—Es hambre—decía Luna a su sobrina—, nada más que hambre.

Y privándose de una parte de su alimento, pasaba a casa del zapatero laleche que subían para él. Pero el estómago del pequeño no podía sufrirel líquido, demasiado substancioso para su debilidad, y lo arrojabaapenas ingerido. Tía Tomasa, la jardinera, con su carácter enérgico yemprendedor, trajo una mujer de fuera de la catedral para que diese supecho al enfermo. Pero a los dos días, antes de que se pudieran apreciarlos efectos, ya no volvió, como si le repugnase aproximar a sus ubresaquel cuerpecito exangüe que parecía un cadáver. En vano buscó lajardinera; no era fácil encontrar pechos generosos que diesen su lechepor poco precio.

Y mientras tanto, el niño se moría. Todas las mujeres entraban en lahabitación del zapatero.

Hasta don Antolín se asomaba por las mañanas ala puerta.

¿Cómo está el pequeño? ¿Igual...? ¡Todo sea por Dios!

Y se retiraba, haciendo al zapatero la gran caridad de no hablarle delas pesetas que le debía, en atención al hijo enfermo.

El Azul de la Virgen mostrábase indignado por este incidente queturbaba la calma del claustro y la beatitud de sus digestiones deservidor de la iglesia feliz y bien cebado. Era una vergüenza que aquelzapaterín se hubiese aposentado en las Claverías con su pobreza y todoel rebaño de hijos tiñosos y miserables. Moriría uno cada mes: iban apegarles sus enfermedades. ¿Y con qué derecho estaban en la catedral sino cobraban sueldo alguno de la Obrería? Tales hediondeces debíanquedarse fuera de la casa del Señor. Su suegra se indignaba.

—¡Calla, ladrón de santos—decía—; calla, o te tiro un plato! Todossomos hijos de Dios, y si las cosas fuesen derechas, los pobres debíanvivir en la catedral. Mejor sería que en vez de decir tales cosas lesdieses a esos infelices algo de lo que robas a la Virgen.

El sacristán levantaba los hombros con desprecio. Ya que no tenían paracomer, que no hiciesen hijos. Allí estaba él con solo una hija. No secreía con derecho a más, y eso que, gracias a Nuestra Señora, guardabaun mendrugo para la vejez.

Tomasa hablaba del niño del zapatero a los buenos señores del cabildoque después del coro se detenían un momento en el jardín. La oíandistraídos, hundiendo su mano en la sotana.

—¡Todo sea por Dios! ¡Cuánta miseria...!

Y unos la daban diez céntimos, otros un real; hasta hubo quien llegó adar una peseta. La jardinera pasó un día al palacio del arzobispo, perodon Sebastián estaba con el arrechucho y no quiso recibirla, envíandolados pesetas con un familiar.

—No son malos—decía la jardinera, entregando sus colectas a la pobremadre—, pero cada uno vive para él, y el prójimo que se arregle. Nadieparte ya el manto con nadie.... Toma esto y veas cómo sales del paso.

Comían mejor en casa del zapatero. La chiquillería escrofulosa quecorreteaba por el claustro era la que mejoraba de suerte con laenfermedad del pequeño, cada vez más débil, inmovilizado horas enteras,con una respiración casi imperceptible, sobre el regazo de la madre.

Cuando murió el infeliz, toda la gente del claustro se agolpó en lacasa. Dentro sonaba el lamento de la madre, estridente, interminable,como el berrido de una bestia herida. Fuera, lloraba el padresilenciosamente, rodeado de sus amigos.

—Ha muerto lo mismo que un pájaro—decía con largas pausas, cortandolas palabras con sollozos—. Su madre lo tenía sobre las rodillas.... Yotrabajaba... «¡Antonio, Antonio!—me grita—; veas qué tiene el chico;mueve la boca, hace muecas.» Acudo. Tenía la cara ennegrecida... como sila cubriese un velo. Abrió la boquita... dos muecas, con los ojosentelados, y dobló el cuello.... Lo mismo que un pajarillo... lo mismo.

Y lloraba, repitiendo tenazmente la semejanza entre su hijo y lospájaros que caían en invierno muertos de frío.

El campanero miraba sombríamente a Gabriel.—Tú que lo sabes todo:¿verdad que ha muerto de hambre?

Y el Tato, con su impetuosidad escandalosa, decía a gritos:

—¡No hay justicia en el mundo! ¡Esto se ha de arreglar! ¡Mire usted quemorir de hambre una criatura en una casa donde corre el dinero y tantostíos se visten de oro...!

Cuando se llevaron al muertecito camino del cementerio, pareció que elclaustro quedaba abandonado. Toda su vida se reconcentró en la casa delzapatero. Las mujeres rodeaban a la madre. La desesperación enfurecía aaquella mujer débil y enferma. Ya no lloraba: la muerte de su hijo lahabía vuelto feroz. Quería morder, estrellarse el cráneo contra lasparedes.

—¡Ay...! ¡mi hijooo! ¡mi Antoñito!

Por las noches se quedaban en la casa Sagrario y otras mujeres paracuidar de ella. En su desesperación quería hacer responsable a alguiende la desgracia, y se fijaba en los más altos de las Claverías. DonAntolín no la había auxiliado con la más pequeña limosna; su remilgadasobrina apenas si había entrado a ver al pequeñuelo. A ella sólo leinteresaban los hombres.

—El Vara de plata tiene la culpa—gritaba la pobre mujer—. Es unladrón. Exprime nuestra miseria con sus trampas de usurero. Ni uncéntimo ha dado para mi hijo.... Y la tal Mariquita es un pendón.... Lodigo yo, sí, señor. Sólo piensa en emperejilarse para que la vean loscadetes.

—Mujer, te van a oír—decían suplicantes y con miedo algunas mujeres.

Pero otras protestaban de este temor. ¡Que le oyesen don Antolín y susobrina! ¿Y qué? En las Claverías ya estaban hartos de las rapacidadesde aquel tío y los aires de gran señora que se daba la fea. Porque ellasfuesen pobres no iban a pasarse la vida temblando ante aquella pareja.¡Dios sabe lo que harían el tío y la sobrina solos en su casa...!

Un soplo de rebelión pasaba sobre aquel mundo adormecido. Era lainfluencia inconsciente de Gabriel. Lo que él decía a sus amigos habíasido transmitido a todos los hombres de las Claverías, llegando hastalas mujeres. Eran ideas confusas y truncadas que muy pocos comprendían,pero les acariciaban como aire fresco y puro, reanimando sus espíritus.Sonábanles en los oídos como un eco grato del mundo exterior. Lesbastaba con saber que aquella vida de paz y de miserable sumisión en quehabían estado hasta entonces no era inmutable, que ellos tenían derechoa más, y los humanos deben rebelarse ante la injusticia y la imposición.

Don Antolín, que conocía bien el rebaño confiado a su custodia, no tardóen percatarse del trastorno moral. Adivinaba en derredor de su personala hostilidad y la rebeldía. Los deudores le contestaban altivamente,alegando la miseria como un derecho para no sufrir su avaricia; susórdenes imperiosas tardaban en ser ejecutadas, y tenía la percepciónclara de que al andar por el claustro se reían a su espalda o le hacíangestos amenazadores. Un día sintió temblar sus piernas y que los ojos sele nublaban de emoción al oír cómo contestaba el perrero, a una de susreprimendas por haber vuelto tarde a la catedral, obligándole a abrir lapuerta cuando ya iba a acostarse. El Tato le hizo saber con expresióninsolente que se había comprado una navaja y deseaba estrenarla en lastripas de cualquier cura explotador de los pobres.

La sobrina se quejaba a don Antolín. No la hacían caso, la despreciaban;ya no venía ninguna mujer a ayudarla gratuitamente en sus faenas. Larespondían insolentemente que la que necesitase criadas debía pagarlas.¿En qué pensaba su tío? Ya era hora de imponer su autoridad, de meter enun puño a la gentuza.

Pero ella, tan animosa y enérgica dentro de su casa, tenía que retirarsebufando de coraje o llorando apenas se asomaba a la puerta. Todas lasmujeres de las Claverías querían vengarse de su antigua servidumbre,puestas ya en la pendiente del desacato.

—Miradla—gritaba la zapatera a sus vecinas—. Siempre tan compuesta latía fea. Se adorna con la sangre que el querindango de su tío chupa delos pobres.

Y de las rejas de las Claverías altas, que daban sobre los tejados,salía siempre alguna voz entonando la antigua copla, inspirada sin dudapor el jardín de la catedral: Las amas de los curasy los laureles, como nunca dan frutosiempre están verdes.

Esto es lo que acababa con la paciencia de don Antolín: la injuriosasuposición sobre él y la sobrina, que turbaba su castidad de avaro.Visitó al cardenal para quejarse de las gentes del claustro, y SuEminencia, que vivía en perpetua indignación, se enfureció escuchándole,faltando poco para que le pegase. ¿Por qué le iba a él con talescuentos? ¿Para qué le había concedido autoridad? ¿Es que bajo la sotanano tenía nada de hombre? El que faltase a la buena disciplina de lacasa, ¡a la calle inmediatamente! Más energía, y cuidado con molestarlede nuevo por tales insignificancias, pues entonces quien iría a la callesería el Vara de plata.

Don Antolín sintióse más animoso después de esta entrevista, aunque jurómentalmente no visitar otra vez al temible prelado. Estaba resuelto aimponer su autoridad castigando al más débil, que era para él el origende tales escándalos. Expulsaría de las Claverías al zapatero, ya queestaba en ellas sin otro derecho que haber nacido allí su mujer.Mariquita, alborozada por la energía de su tío, debió hablar a alguiende tales propósitos, y la noticia circuló por el claustro.

Don Antolín no osó seguir adelante, aterrado por la unanimidad con quetoda la población se alzó silenciosamente frente a él.

El Tato le miraba con ojillos burlones y amenazantes, en los que el Vara de plata creía leer:

«Acuérdate de la navaja.» Pero lo que másaterraba a don Antolín era el silencio del campanero, la mirada hosca ydura con que respondía a sus palabras.

Hasta el bueno de Esteban, el Vara de palo, protestaba a su modo,diciendo con dulzura a don Antolín:

—Pero ¿es verdad que usted quiere echar al zapatero? Hará usted mal,muy mal. Al fin es un pobre, y su mujer nació en este claustro. Estasnovedades traen siempre desgracia, don Antolín.

Y el sacerdote, falto de apoyo, viendo la hostilidad por todos lados,dejaba para el día siguiente las resoluciones enérgicas, riñendo a susobrina cuando ésta le echaba en cara su debilidad.

El canónigo Obrero, de quien impetraba socorro, no quería turbar lacalma beatífica de su existencia mezclándose en la rebelión de la gentemenuda. Era asunto del Vara de plata; podía castigar y despedir aquien quisiera sin miedo alguno. Pero don Antolín, temblando ante laresponsabilidad que le podían acarrear las decisiones enérgicas, acabópor entregarse a Gabriel, solicitando su apoyo. Aquel hombre era el queejercía la verdadera autoridad en el claustro alto.

Todos le escuchaban,siguiendo ciegamente sus consejos.

—Ayúdame, Gabrielillo—decía el sacerdote con expresión angustiosa—.Si tú no pones orden, esto acabará muy mal. Se me burlan, hasta insultana mi pobre sobrina, y un día echaré a la calle la mitad de la gente delas Claverías, pues tengo facultades de Su Eminencia para todo...

¡Ay,Señor! Yo no sé qué ha pasado aquí. El demonio debe ir suelto por elclaustro alto. ¡Cómo me han cambiado a esta gente!

Luna adivinaba el pensamiento de don Antolín: entendía sus alusiones aldemonio que andaba suelto por las Claverías. Aquel demonio era él. Teníarazón el Vara de plata. Sin quererlo, había introducido laperturbación en la catedral. Buscaba calma y olvido en aquel refugio, yel espíritu de rebelión le había seguido hasta su escondrijo. Recordabasus propósitos del primer día, cuando se vio solo en el silenciosoclaustro. Quería ser una piedra más de la catedral, no reflexionar, nosentir, pasar el