La Catedral by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Iba dando a conocer a Luna toda la música que había estudiado durante suausencia. Cuando el enfermo tosía mucho, cesaba de tocar el armónium yemprendía con su amigo largas conversaciones, siempre sobre supreocupación eterna: el arte musical.

—Gabriel—dijo el maestro una tarde—, usted que es tan observador ysabe tanto, ¿no se ha fijado en que España es triste y no tiene el«dulce sentimentalismo» de la verdadera poesía...? No es melancólica, estriste, con su tristeza huraña y brutal. O ríe a carcajadas o llorarugiendo; no tiene la sonrisa suave, la alegría inteligente quedistingue al hombre de la bestia. Si ríe, es de dientes afuera; suinterior es siempre lóbrego, con una obscuridad de caverna, en la que seagitan las pasiones como fieras encerradas que buscan la salida.

—Sí, dice usted bien; España es triste—contestó Luna—. Ya no vavestida de negro, con el rosario en la empuñadura de la espada, como enotros siglos, pero por dentro sigue de luto y su alma es lóbrega yfiera. La pobre ha pasado tres siglos sufriendo las angustiasinquisitoriales de quemar o ser quemada, y aún le dura el pasmo de estavida de zozobra. Aquí no hay alegría.

—No la hay, no. Esto se ve en la música mejor que en otra manifestaciónde su vida. Los alemanes bailan el vals voluptuoso y alegre, o con el bock en la mano entonan el Gaudeamus igitur, el himno estudiantil ala gloria de la vida material, libre de cuidados. El francés canta entrecarcajadas espontáneas y danza con los miembros sueltos, saludando conuna risotada sus posturas de una fantasía simiesca. Los inglesesconvierten la gimnasia en baile, con la alegría de un cuerpo sanosatisfecho de su fuerza. Y todos estos pueblos, cuando sienten la dulcetristeza de la poesía, cantan el lied, la romanza, la balada, algosuave que adormece el alma y habla a la imaginación.... Aquí, las danzaspopulares tienen mucho de sacerdotal, recuerdan la tiesura hierática delos bailarines sagrados o el frenesí ondulante de la sacerdotisa, queacaba por caer ante el ara con los ojos extraviados y la boca llena deespuma. ¿Y los cantos? Son hermosísimos, como producto de variascivilizaciones, pero tristones, desesperados, lóbregos, reveladores delalma de un pueblo enfermo, que no halla mejor diversión que ver derramarsangre humana y patalear jacos moribundos en el redondel de un circo.¡La alegría española! ¡El regocijo andaluz...! Deje usted que me ría.Una noche, en Madrid, asistí a una fiesta andaluza, lo más típico, lomás español. Íbamos a divertirnos mucho. ¡Vino y más vino! Y conformecirculaban las cañas, los entrecejos más fruncidos, las caras mástristes, los gestos duros. «¡Ole!, ¡venga de ahí!

¡Esto es la alegríadel mundo!» Y la alegría no asomaba por ninguna parte. Los hombres semiraban con torvo ceño, las mujeres pataleaban y chocaban las manos, conla mirada perdida en una estúpida vaguedad, como si la música lesvaciase el cráneo. Las bailadoras ondulaban como serpientes erguidas.Tenían la boca apretada, la mirada dura, graves, altivas, inabordables,como bayaderas que estuviesen actuando en un rito sagrado. De vez encuando, sobre el ritmo monótono y soñoliento, una canción áspera yestridente como un rugido, como el grito del que cae con las tripascortadas. ¿Y la poesía? Lúgubre como un calabozo, hermosa a veces, perocomo puede serlo el canto de un preso asomado a la reja. Puñaladas a lamujer traidora, ofensas a la madre lavadas con sangre, lamentos contrael juez que envía a presidio a los caballeros de calañés y faja, adiosesdel reo que ve en la capilla la luz del último amanecer; toda unapoesía patibularia y mortal, que encoge el corazón y roba la alegría.Hasta los himnos a la hermosura de la mujer tienen sangre y bravatas....Y ésta es la música que divierte al pueblo en sus momentos de expansióny la que seguirá «alegrándole» tal vez durante siglos.... Somos unpueblo triste, Gabriel: lo llevamos en la médula; no sabemos cantar sino es amenazando o llorando, y la canción es más hermosa cuando tienemás suspiros, hipos dolorosos y estertores de agonía.

—Es verdad. El pueblo español forzosamente ha de ser así. Creyó a ojoscerrados en sus reyes y sacerdotes como únicos representantes de Dios, yse moldeó a su imagen y semejanza. Su alegría es la del fraile: unaalegría grosera, de chistes sucios, palabras gruesas y carcajadas comoregüeldos. Nuestras novelas picarescas son cuentos de refectorioinventados a la hora de la digestión, con los hábitos sueltos, las manoscruzadas en la panza y la triple barbilla sobre el escapulario. Esa risasurge siempre de los mismos resortes: la miseria grotesca, los piojos,el bacín barnizado que tiene el hidalgo por todo mueble, las tretas delhambre para quitarle al compañero la provisión de mendrugos; las mañaspara cazar bolsas de aquellas damas tapadas que ejercían la prostituciónen los templos y sirvieron de modelo a nuestros poetas del siglo de oropara pintarnos un mundo mentiroso del honor: la mujer esclava, entrerejas y celos, más deshonesta y viciosa que la hembra moderna con todasu libertad.... La tristeza española es obra de sus reyes, de aquellossombríos enfermos que soñaban con apoderarse del mundo, mientras supueblo perecía de hambre. Al ver que los hechos no correspondían a susesperanzas, tornábanse hipocondríacos y desesperadamente fanáticos,creyendo sus fracasos castigos de Dios y entregándose a una devocióncruel para aplacar a la Divinidad. Cuando Felipe II conoce el naufragiode la Invencible, la muerte de tantos miles de hombres, el dolor demedia España, no pestañea. «La envié a pelear con los hombres, nocontra los elementos.» Y sigue su rezo: en El Escorial. La tristezaimpasible y feroz de los monarcas gravita sobre la nación. Por algo fueel negro durante varios siglos el color favorito de la corte de España.Los bosques sombríos de los sitios reales, las arboledas obscuras delinvierno, fueron y son sus paseos favoritos. Sus palacios de campotienen techumbres negras, torres achatadas, con veletas y tétricosclaustros, como si fuesen monasterios.

Gabriel, encerrado en aquel cuartucho, sin más oyente que el maestro decapilla, olvida la discreción que se había impuesto para conservar suexistencia tranquila en la catedral. Podía hablar sin miedo en presenciadel artista, y hablaba ardorosamente de los reyes españoles y de latristeza que habían infiltrado en el país.

La melancolía era el castigo impuesto por la Naturaleza a los déspotasde la decadencia occidental. Cuando un rey tenía cierta predisposiciónartística, como Fernando VI, en vez de gustar la alegría de vivir, moríade tristeza escuchando las arias de tiple con que le arrullabafemeninamente Farinelli. Cuando nacían con los oídos del espíritucerrados a cal y canto para las voces de la belleza, pasaban laexistencia en los bosques inmediatos a Madrid, persiguiendo, escopeta enmano, a las reses cornudas y bostezando de fastidio en los descansos dela caza, mientras las reinas se alejaban cogidas del brazo de algúnguardia de corps.

No se vive impunemente durante tres siglos en marital contacto con laInquisición, ejerciendo el poder como simples delegados del Papa, bajolas inspiraciones de obispos, jesuítas, confesores y órdenes monásticas,que sólo dejaron a la monarquía española su apariencia de poder,haciendo de ella una aplastante república teocrática. La tristeza delcatolicismo penetró hasta la médula de los reyes españoles. Mientrascantaban las fuentes en Versalles entre ninfas de mármol, y loscaballeros de Luis XIV mariposeaban, con sus trajes multicolores,impúdicos como paganos, en torno de las bellezas pródigas de suscuerpos, la corte de España, vestida de negro, con el rosario al cinto,asistía al quemadero y se ceñía la cinta verde del Santo Oficio,honrándose con el cargo de alguacil de los achicharradores de herejes.Mientras la humanidad, enardecida por el soplo carnal del Renacimiento,admiraba a Apolo y rendía adoración a las Venus descubiertas por elarado entre los escombros de las catástrofes medioevales, el tipo desuprema belleza para la monarquía española era el ajusticiado de Judea,el Cristo polvoriento y negruzco de las viejas catedrales, con la bocalívida, el tronco contraído y esquelético, los pies huesosos yderramando sangre, mucha sangre, el líquido amado por las religionescuando apunta la duda, cuando la fe flaquea y, para imponer el dogma, seecha mano a la espada.

Por esto la monarquía española ha bostezado de tristeza, transmitiendola melancolía de una a otra generación. Es la realeza católica porexcelencia. Si de vez en cuando surgió algún ser alegre y satisfecho dela vida, fue porque en el líquido azul de las arterias maternalespenetró una inyección de savia plebeya, como penetra el rayo de sol enla habitación del enfermo.

Don Luis escuchaba a Gabriel, acogiendo sus palabras con gestosafirmativos.

—Sí; somos un pueblo gobernado por la tristeza—dijo el artista—.Dura aún en nosotros el sombrío humor de aquellos siglos negros. Muchasveces he pensado en lo difícil que sería entonces la existencia para unespíritu despierto. La inquisición acechando las palabras, queriendoadivinar los pensamientos. La conquista del cielo como único ideal de lavida. ¡Y esta conquista cada vez más difícil! Había que entregar eldinero a la Iglesia para salvarse; la pobreza era el estado perfecto. Yademás del sacrificio del bienestar, la oración a todas horas, la visitadiaria al templo, la vida de cofradía, las disciplinas en la bóveda dela parroquia, la voz del hermano del Pecado Mortal interrumpiendo elsueño para recordar la cercanía de la muerte; y unidas a esta existenciade continua inquietud, la incertidumbre de la salvación, la amenaza decaer en el infierno por la más leve falta, sin aplacar nunca porcompleto al Dios torvo y vengativo. Y a más de esto, la amenazamaterial: el terror de la hoguera inspirando la cobardía y elenvilecimiento a los hombres ilustrados.

—Así se comprende—dijo Gabriel—la cínica confesión del canónigoLlorente al explicar por qué fue secretario del Santo Oficio: «Tocaban aasar, y para no ser asado, me puse de parte del asador.» A los hombresinteligentes no les quedaba otro remedio. ¿Cómo resistir y rebelarse?

Elrey, dueño de vidas y haciendas, no era más que un servidor de obispos,frailes y familiares.

Los monarcas de España, a excepción de losprimeros Borbones, fueron unos criados de la Iglesia. En pueblo algunose ha visto tan palpablemente como en este país la solidaridad entre lareligión y la monarquía. La religión logra existir sin los reyes, perola monarquía no puede vivir sin la religión. El guerrero afortunado, elconquistador que funda un trono, no necesita del sacerdote: le basta consu espada y el prestigio de sus hazañas. Pero al aproximarse la hora dela muerte, piensa en sus herederos, que no dispondrán como él de lagloria y el miedo para hacerse respetar, y entonces, atrayéndose alsacerdote, toma a Dios por aliado misterioso que velará por laconservación del trono. Los fundadores de dinastías imperan «por lagracia de la Fuerza», y sus descendientes reinan «por la gracia deDios». El monarca y la Iglesia lo fueron todo para el pueblo español. Lafe les hacía esclavos, con una cadena moral que no podía romperrevolución alguna. Su lógica era indestructible. Al crecer en un Diospersonal que se ocupaba de las cosas menudas del mundo y concedía sugracia al rey para que reinase, les tocaba obedecer a éste, so pena deir al infierno. Los que se hallaban bien caídos en el mundo engordabanalabando al Señor, que crea los reyes para evitar al hombre el trabajode gobernarse; los que sufrían consolábanse pensando que la vida es unaprueba pasajera, después de la cual alcanzarían un huequecito en elcielo. La religión es el mejor auxiliar de la monarquía. Si no hubieseexistido antes de los reyes, éstos la habrían inventado. La prueba estáen que en tiempos de duda como los presentes siguen aferrados alcatolicismo, que es el más fuerte puntal de su trono. En buena lógica,debían decir los monarcas: «Yo soy rey porque tengo la fuerza, porque meapoya el ejército.» Pero no señor; prefieren continuar la antigua farsa,diciendo: «Yo el rey, por la gracia de Dios.» El tirano pequeño noabandona el regazo del déspota grande. Le es imposible sostenerse por símismo.

Calló un buen rato Gabriel. Se ahogaba; su pecho agitábase con losestertores de una tos cavernosa. El maestro de capilla se aproximó a élalarmado.

—No hay que asustarse—dijo Luna reponiéndose—. Es lo de todos losdías. Estoy enfermo y no debía hablar tanto. Además, estas cosas meexcitan. Me irrito ante los absurdos de la monarquía y de la religión,no sólo en mi país, sino en todo el mundo.... Y sin embargo, he sentidolástima, profunda conmiseración ante un ser de sangre real. ¿Querráusted creerlo...? Le vi de cerca, en una de mis correrías por Europa. Nosé cómo la policía que vigilaba su carruaje no me repelió lejos de allí,creyendo en un posible atentado. Y lo que yo sentía era compasión,pensando en los reyes que llegan tarde a un mundo que no cree en elorigen divino, en esos últimos retoños que surgen del tronco carcomido yagotado de una dinastía, llevando en su pobre savia los vicios de lasramas muertas.... Era un joven, enfermo como yo, no por azares de suexistencia, sino enfermo desde la cuna, condenado desde antes de nacer aluchar con el mal que le infiltraron con la vida. Figúrese usted, donLuis, que en estos momentos fuese yo poderoso, y por conservar misintereses engendrase un hijo. ¿No sería un atentado premeditadofríamente contra el porvenir...?

Y el revolucionario describía al joven enfermo: su cuerpo delgadofortalecido artificialmente por la higiene y la gimnasia; sus ojosempañados y macilentos en el fondo de profundas ojeras, y la mandíbulainferior colgante y como muerta, sin esa energía que la mantiene pegadaal cráneo.

¡Pobre adolescente! ¿Para qué había nacido? ¿Qué iba a dejar de su pasopor el mundo? ¿Por qué la Naturaleza, que muchas veces niega sufecundidad a seres fuertes, se había mostrado pródiga en el ayuntamientosin amor de un tísico moribundo? De nada le servía tener caballos,carrozas, servidores uniformados que le saludasen y papanatas que ledieran vivas.

Mejor hubiese sido para él no asomar al mundo, permaneceren el limbo de los privilegiados que no llegan a formarse. Semejante alescudero de Don Quijote, que, cuando al fin se vio en las abundancias deBarataría, tuvo al lado un doctor Recio para contrariar sus apetitos, elpobre ser no podía gozar en completa libertad las dulzuras de la escasavida que le restaba.

—Le pagan miles de duros—añadía Gabriel—por cada minuto de suexistencia; pero el oro no puede proporcionarle una gota de sangre nuevaque sanee el veneno hereditario de sus venas. Le rodean hermosasmujeres; pero si siente subir a lo largo del espinazo el alegrecosquilleo de la juventud, la savia de la primavera de la vida, lapredisposición genésica de una familia que sólo fue notable y alcanzóvictorias en las luchas de amor, ha de permanecer frío y austero ante lamirada vigilante de su madre, que sabe que el apasionamiento carnalpuede acabar rápidamente con una vida débil y macilenta. Y como fin detantas privaciones, de una abstinencia triste y dolorosa... la muerteinevitable. ¿Para qué habrá nacido el pobre ser...? A veces lasgrandezas de la tierra equivalen a una maldición. La razón de Estado esel más cruel de los tormentos para un enfermo: le obliga a sonreír, afingir una salud que no tiene. Hablar de la enfermedad del rey es uncrimen, y los cortesanos, los que viven a la sombra del trono,consideran un sacrilegio, un crimen digno de castigo, la menor alusión ala salud del monarca, como si éste no fuese un ser humano, puesto, comotodos, bajo la advocación de la muerte.

—No me preocupa la política—dijo el maestro de capilla—; lo mismo meimportan reyes que repúblicas: yo soy un súbdito del arte. No sé lo quela monarquía será en esos otros países que usted ha visto, pero enEspaña noto que es cosa muerta. Se tolera como una de tantas creacionesdel pasado, pero no inspira entusiasmo y nadie está dispuesto asacrificarse por ella.

Yo creo que hasta la misma gente que vive a susombra y tiene sus particulares intereses confundidos con los del tronosiente más el fervor en la boca que en el corazón.

—Así es, don Luis—dijo Gabriel—. Hace cerca de un siglo que lamonarquía murió en España. El último rey amado y popular fue FernandoVII. A tal pueblo, tal monarca. Después la nación se ilustró,emancipándose de las tradiciones, pero los reyes no han progresado;antes bien, han retrocedido, apartándose cada vez más de aquellatendencia reformadora y anticlerical de los primeros Borbones. Si hoy,al educar a un príncipe, dijeran sus maestros: «Queremos hacer de él unCarlos III», se escandalizarían hasta las piedras de palacio. LosAustrias han resucitado, como esas plantas parásitas que al serarrancadas reaparecen después de algún tiempo. Si en la vivienda de losreyes se buscan ejemplos del pasado, se recuerda a los cesaresaustriacos. ¡El olvido más completo para los primeros Borbones, quemataron moralmente a la Inquisición, expulsaron a los jesuítas yfomentaron la prosperidad material del país! Se reniega de la memoria deaquellos ministros extranjeros que vinieron a civilizar a España, siendomaestros de Aranda y Floridablanca. Jesuítas, frailes y clérigos ordenany dirigen, como en los mejores tiempos de Carlos II. Haber tenido porconsejero a un conde de Aranda, amigo de Voltaire, es una vergüenza delpasado, sobre la que se hace el silencio.... Sí, don Luis, dice ustedbien: la monarquía es cosa muerta. Entre el país y ella hay la mismarelación que entre un vivo y un cadáver. La secular pereza española, laresistencia a cambiar de postura, el miedo a lo desconocido que siententodos los pueblos estacionarios, son las causas de que aún continúe esainstitución que ni siquiera tiene, como en otras naciones, el éxitomilitar y el agrandamiento del territorio como justificaciones de suexistencia.

Con esto cesó la conversación aquella tarde en el cuartucho del músico.

Gabriel se vio atraído de nuevo por el afecto de sus admiradores de lasClaverías. Le acechaban, le seguían, doliéndose de sus ausencias. Nopodían vivir sin él, según declaraba el zapatero. Se habían acostumbradoa escucharle; sentían el afán de «ilustrarse», y rogaban al maestro queno los abandonara.

—Ahora nos juntamos en la torre—decía el campanero—. El Vara deplata ve con malos ojos nuestras reuniones, y hasta ha llegado aamenazar al zapatero con echarlo de las Claverías si continúan en sucasa las tertulias. Conmigo no se meterá: ya conoce mi carácter. Además,si él manda en el claustro, yo mando en mi torre. Soy capaz, si viene amolestarnos con su espionaje, de echarlo escaleras abajo. ¡El demoniodel avaro...!

Y añadía con expresión cariñosa, que contrastaba con su carácter rudo ytaciturno:

—Ven, Gabriel: te esperamos en mi casa. Cuando te canses de hacercompañía a tu sobrina y de oír a ese loco de don Luis, sube un rato. Nopodemos pasar sin tu palabra. Don Martín está entusiasmado desde que teoyó la otra tarde. Desea verte; dice que iría de un extremo a otro deToledo por escucharte. Quiere que le avise así que te decidas a reunirtecon los amigos; y eso que don Antolín, hablando con él, te puso de locoy de hereje que no había por dónde cogerte...

Él sí que es un bárbaro,que, después de estudiar una carrera, sólo sirve para vender papeletas yexplotar a los pobres.

Luna frecuentó las reuniones de casa del campanero. Acompañaba a susobrina gran parte de la mañana arrullado por el tictac de la máquina,que le producía una dulce somnolencia, viendo cómo la tela pasaba bajola aguja a pequeños saltos, esparciendo ese perfume químico de lostejidos nuevos. Contemplaba a Sagrario, siempre triste, entregada altrabajo con tenacidad taciturna. Cuando de tarde en tarde levantaba lacabeza para arreglar el hilo y su mirada se encontraba con la deGabriel, animábase su cara con una pálida sonrisa. En el aislamiento enque los había dejado la indignación del padre, sentían la necesidad deaproximarse, como si les amenazara un peligro. La enfermedad los unía.Gabriel lamentaba la suerte de la pobre joven, viendo cómo la habíadevuelto al mundo después de su fuga del hogar. Las consecuencias de sumal la martirizaban de vez en cuando con horribles dolores que ellaprocuraba ahogar. Si sonreía, sus dientes se mostraban ennegrecidos yrotos por la absorción del mercurio, entre unos labios de triste colorde violeta. Su cabeza se había despoblado en algunos puntos, ocultándosela calvicie bajo largos mechones de pelo rubio, restos de su pasadahermosura, que ella peinaba con arte. Su piel blanca y aterciopeladatenía manchas rojas, extrañas excoriaciones, que a veces se hinchabanformando abscesos. A pesar de esto, la juventud, con su fuerzaprimaveral, aún asomaba y florecía por entre estas ruinas de la antiguabelleza, dando luz a sus ojos y encanto a su sonrisa.

Muchas noches, Gabriel, al revolverse en su lecho sin poder dormir,tosiendo y bañado en frío sudor el pecho y la cabeza, oía en el cuartoinmediato los quejidos de su sobrina, tímidos, sofocados, para que en lacasa no se enterasen de sus dolores.

—¿Qué tenías anoche?—preguntaba Gabriel a la mañana siguiente—. ¿Dequé te quejabas?

Y Sagrario, después de varias negativas, acababa por confesar suspadecimientos.

—Son los huesos, que me duelen. Un dolor horrible que me espeluznaapenas me meto en la cama. Parece que me los arrancan pedazo a pedazo...Y usted, ¿cómo está? Toda la noche le oí toser: parecía que se ahogaba.

Y los dos inválidos de la vida se olvidaban de la propia dolencia parapensar en la del otro, estableciéndose entre sus almas una corriente deconmiseración amorosa, atrayéndose, no por el apasionamiento del sexo,sino por la simpatía fraternal que les inspiraba su desgracia.

Muchas veces, Sagrario alejaba a su tío. Le dolía verle inmóvil, a cortadistancia de ella, tosiendo dolorosamente, contemplándola como sihubiese hecho de ella un objeto de adoración.

—Levántese de ahí—decía alegremente la muchacha—. Me pone nerviosaverle siempre tan quietecito, haciéndome compañía, cuando usted lo quenecesita es vida y movimiento. Váyase con los amigos; en la habitacióndel campanero le estarán esperando. Luego hablan de mí, creyendo que soyquien le retengo en casa. ¡A paseo, tío! ¡A hablar de esas cosas quetanto le animan, y que los pobres oyen con la boca abierta! Tengacuidado al subir los escalones.

Despacito y con paradas, para que no leagarre el demonio de la tos.

Gabriel pasaba las últimas horas de la mañana en la habitación delcampanero. Las paredes, de antiguo enjalbegado, estaban adornadas congrabados amarillentos que representaban episodios de la guerra carlista,recuerdos de la campaña montaraz que años antes enorgullecía a Mariano,y de la que ya no hablaba ahora.

Allí encontraba Gabriel a todos sus admiradores. Hasta el zapaterotrabajaba por las noches para no privarse de esta reunión. Don Martín,el cura, subía también, recatándose para que no le viera el Vara deplata. Era una pequeña comunidad que se agrupaba en torno del apóstolenfermo con el fervor que inspira lo desconocido.

Gabriel contestaba a las preguntas de aquellos hombres, reveladorasmuchas veces de la simplicidad de su pensamiento. Cuando le acometía latos, le rodeaban, mostrando en sus rostros la alarma. Hubiesen querido,aun a costa de su vida, devolverle la salud. Luna, arrastrado por elentusiasmo, había acabado por relatarles su vida y sus sufrimientos. Elprestigio del martirio vino a hacer más ardoroso el fervor de aquellagente. Su apocamiento de hombres sedentarios, tranquilos y segurosdentro de la catedral, admiraba las aventuras y los tormentos de aquelluchador. Era para ellos un mártir de la nueva religión de los humildesy los oprimidos.

Además, su inocencia le convertía en una víctima de lainjusticia social, que odiaba cada vez más.

Para ellos no había otra verdad qué la palabra de Gabriel. El campanero,más rudo y silencioso que los otros, era, sin embargo, el más audaz enla conversación. Su entusiasmo por Gabriel, que databa de la niñez, sufidelidad de perro acompañante, le hacían caminar a saltos, aceptando deun golpe los ideales más lejanos.

—Yo soy lo que tú seas, Gabriel—decía con firmeza—. ¿No eresanarquista? Pues también seré yo eso.... Al fin, creo que siempre lo hesido. ¿No quieres que viva el pobre, que el rico trabaje, que cada unoposea lo que gane y que todos nos ayudemos? Pues eso es lo que yopensaba, a mi modo, cuando íbamos por el mundo con el fusil y laboina... En cuanto a la religión, que antes nos volvía locos, ahora metiene sin cuidado. Me convenzo, oyéndote, de que es algo así como unapamplina inventada por los listos para que los infelices nos conformemoscon las miserias de la tierra esperando el cielo. No está maldiscurrido. Al fin, los que mueren y no encuentran el cielo no vendrán aquejarse.

Un día, Gabriel quiso subir al departamento de las campanas. Era bienentrada la primavera, hacía calor, y el cielo, de un intenso azul,parecía atraerle.

—No he visto la Campana Gorda desde que era niño—dijo—. Subamos:contemplaré Toledo por última vez.

Y acompañado de sus admiradores, casi llevado en alto por ellos, subiólentamente la estrecha escalerilla espiral. Arriba, el viento tibiopasaba murmurando entre las grandes rejas que servían de jaulas a lascampanas. Del centro de la bóveda pendía la famosa Gorda, un vasogigantesco de bronce con todo un costado rajado por ancha grieta. Elbadajo que había hecho la rotura, cincelado y enorme como una columna,estaba debajo de ella, y otro más ligero ocupaba su cavidad para lostoques. Los tejados de la catedral, negruzcos y vulgares, extendíanse alos pies de Gabriel. Enfrente, sobre una colina, alzábase el Alcázar,más alto y enorme que el templo, como si guardase el espíritu delemperador que lo construyó. César del catolicismo, campeón de la fe,pero que ansiaba tener la Iglesia a sus pies.

La ciudad esparcía sus techumbres en torno de la catedral. Las casasdesaparecían entre el oleaje de torres, cúpulas y ábsides. Era imposiblevolver la vista a punto alguno sin tropezar con parroquias, iglesias,conventos y antiguos hospitales. La religión había absorbido al Toledoindustrioso de otros siglos, y aún guardaba bajo su caparazón de piedraa la ciudad muerta. En algunos campanarios ondeaba un banderín rojo conun cáliz blanco. Era la señal de que un nuevo cura había cantado suprimera misa.

—Nunca he subido aquí—dijo don Martín, sentándose al lado de Gabrielen unos maderos—

que no haya visto esas banderas. El reclutamientoeclesiástico no cesa jamás. Siempre hay ilusos para llenar sus filas.Los que sienten la fe son los menos; los más, entran en el mundoeclesiástico porque ven la Iglesia todavía triunfante y dominadora enapariencia y creen que dentro de ella les aguarda una carreraprodigiosa... ¡Infelices! Yo también fui conducido al altar, entremúsica y gritos oratorios, como si marchase al triunfo. El inciensoesparcía nubes ante mis ojos; mi familia lloraba de emoción viéndomenada menos que ministro de Dios. Y al día siguiente de todo este aparatoteatral, cuando se apagan las luces e incensarios y la iglesia recobrasu aspecto vulgar, la vida mísera y la intriga para ganarse el pan:¡siete duros al mes por aguantar a todas horas a unas pobres mujeres conel humor agriado por el encierro, vulgares como criadas de servicio, quepasan la vida averiguando en el locutorio lo que ocurre en la ciudad yfabricando porquerías dulces para obsequiar a los señores canónigos y alas familias protectoras de la casa...! ¡Y aún hay curas que envidian,que ladran de hambre contra mí por la dichosa capellanía de monjas, y metienen como un adulador del palacio arzobispal, no comprendiendo de otramanera que siendo tan joven haya pescado esta prebenda que me permitevivir en Toledo con siete durazos mensuales...!

Gabriel aprobaba con movimientos de cabeza las lamentaciones del cura.

—Sí; son ustedes unos engañados. La hora de las grandes fortunas dentrode la Iglesia pasó ya.

Los pobres muchachos que ahora visten la sotanasoñando con la mitra me causan el efecto de esos emigrantes que marchana países lejanos, famosos por largos siglos de explotación, y losencuentran más esquilmados aún que su propio país.

—Tiene usted razón, Gabriel; la época de la Iglesia dominante pasó ya.Aún tiene en sus ubres leche suficiente para todos; sólo que son muypocos los que se agarran a ellas y se hartan hasta reventar, mientraslos demás mugen de hambre. Hay para morir de risa cuando hablan deigualdad y del espíritu democrático de la Iglesia. Una mentira: enning