La Catedral by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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La plaza había quedado desierta y en la obscuridad. No había más luz queel difuso resplandor de los astros esparcidos en el espacio como polvode oro. De la inmensa bóveda parecía descender una calma religiosa, unamajestad abrumadora que penetraba en el alma de aquellas gentessencillas. El infinito comenzaba a embriagarles con el mareo de sugrandeza.

—Vosotros—dijo Gabriel—tenéis los ojos cerrados para la inmensidad.No podéis comprenderla. Os han enseñado un origen del mundo mezquino yrudimentario, el que imaginaron unos cuantos judíos haraposos eignorantes en un rincón del Asia, y que, escrito en un libro, ha sidoaceptado hasta nuestros días. Ese Dios personal, semejante a nosotros ensu forma y sus pasiones, es un artesano de gigantesca talla que trabajaseis días y forma todo lo existente. El primer día «crea la luz» y elcuarto el sol y las estrellas. ¿De dónde salía, pues, la luz si aún nose había creado el sol? ¿Es que hay distinción entre una y otro...?Parece imposible que hayan podido aceptarse tales absurdos durantesiglos.

Los oyentes movían la cabeza en señal de asentimiento. El absurdo lesaparecía palpable, como siempre que hablaba Gabriel.

Si queréis penetrar en el cielo,—continuó Luna—, habéis de despojarosdel concepto humano de la distancia. El hombre todo lo mide por su tallay las dimensiones las concibe por el alcance de sus ojos. Esta catedralnos parece gigantesca porque bajo de sus naves somos como hormigas; ysin embargo, la catedral, vista de lejos, es una insignificante verruga;comparada con el pedazo de suelo que llamamos España, es menos que ungrano de arena, y sobre la superficie de la Tierra, es un átomo... nada.Nuestra vista nos hace considerar como alturas que dan el vértigotreinta o cuarenta metros. En este momento creemos estar muy altosporque nos hallamos cerca de los tejados de la catedral, y toda estadistancia vale tan poco para lo infinito como la indecisión de lahormiga que titubea sobre un guijarro, no sabiendo cómo descender.Nuestra vista es corta. Nosotros, que medimos por metros, que sólopodemos concebir distancias breves, tenemos que hacer un gran esfuerzode imaginación para abarcar el infinito. Aun así, se nos escapa, yhablamos de él muchas veces como de una expresión falta de sentido.¿Cómo haceros entender la inmensidad del mundo...? No creeréis, comocreían nuestros abuelos, que la Tierra está inmóvil y es plana, y que elcielo es una cúpula de cristal donde Dios hincó las estrellas comoclavos de oro y pasea el sol y la luna para iluminarnos. Sabréis que laTierra es redonda y gira en el espacio.

—Sí, algo sabemos de eso—dijo el campanero con acento de duda—. Asínos lo enseñaron en la escuela. Pero ¿realmente crees tú que se mueve?

—Porque en vuestra pequeñez de seres humanos no podéis sentir esemovimiento, porque a vuestra vista de topos microscópicos se escapa elinmenso engranaje del mundo, no dudéis de él.

La Tierra gira. Sinmoveros de donde estáis, en veinticuatro horas habéis dado la vueltacompleta al globo. Sin separar los pies del suelo corremos todoscuatrocientas leguas cada hora, velocidad que no alcanzan los trenes másrápidos. ¿Os asombráis? Pues aún corremos más sin saberlo.

Nuestroplaneta no sólo gira sobre sí mismo, sino que al mismo tiempo circula entorno del Sol a razón de cien mil kilómetros por hora. Cada segundorecorremos treinta mil metros. Jamás inventarán los hombres una bala decañón tan rápida. Vosotros vais por la inmensidad agarrados a unproyectil que marcha vertiginosamente, y engañados por vuestra pequeñez,creéis vivir inmóviles en una catedral muerta... ¡Y estas velocidades noson nada comparadas con otras! El Sol, a cuyo alrededor giramos, cae ycae en el vacío, llevando pegados por la atracción a sus flancos a laTierra y los otros planetas. Va por la inmensidad, arrastrándonos;marcha hacia lo desconocido, sin tropezar con otros cuerpos, encontrandosiempre espacio para caer con una rapidez cuyo cálculo da vértigos, yesto dura miles y millones de siglos, sin que él y la Tierra, que lesigue en su fuga, pasen dos veces por el mismo sitio.

Escuchaban todos a Gabriel con la boca abierta por el asombro. Sus ojosbrillantes parecían extraviados por el vértigo.

—Hay para volverse locos—murmuraba el campanero—. ¿Qué es pues, elhombre, Gabriel?

—Nada; como nada es también esta tierra que nos parece tan grande y quehemos poblado de religiones, Imperios y revelaciones de Dios. ¡Ensueñosde hormiga!, ¡menos aún! El mismo Sol, que nos parece inmenso comparadocon nuestro globo, no es más que un átomo de la inmensidad.

Eso quellamáis estrellas son otros soles como el nuestro, rodeados de planetassemejantes a la Tierra, y que por su pequeñez resultan invisibles.¿Cuántos son? El hombre perfecciona sus instrumentos ópticos, y conformeavanza en el campo del cielo, descubre más y más. Los que apenas semarcaban en el infinito se aproximan al inventarse un nuevo anteojo, ytras ellos surgen en la negrura del espacio otros y otros, y así por lossiglos de los siglos. Son incontables: están tan compactos como lasmoléculas del humo de una chimenea o del vapor de una nube.

Nuestrapequeñez infinita nos hace apreciar las colosales distancias que existenentre ellos. Unos son mundos habitados como el nuestro; otros lo fuerony ruedan solitarios en el espacio, esperando una nueva evolución de lavida; muchos están naciendo. Y sin embargo, todos esos mundos no son másque corpúsculos del humo luminoso de lo infinito. El espacio estápoblado de hornos que arden millones, trillones y cuatrillones desiglos, esparciendo luz y calor. La Vía Láctea no es más que una nube deastros que forman a nuestra vista una masa, pero que guardan entre sídistancias en las cuales podrían moverse tres mil soles como el nuestro,con todos sus planetas, sin tropezarse....

Gabriel recordaba la marcha de los sonidos y de la luz. Su rapidez erainsignificante comparada con las distancias de la inmensidad. El sol máscercano al nuestro estaba tan lejos, que para ir un sonido de nosotros aél necesitaría tres millones de años. El mismo sonido, para llegar a laestrella Polar, invertiría cuatrocientos mil siglos. ¡Y el pobre serhumano jamás podría viajar con la velocidad del sonido...!

Aquellos soles huían como el nuestro hacia lo ignorado, con vertiginosasvelocidades, pero estaban tan lejos, que transcurrían tres y cuatro milaños sin que la humanidad advirtiese que se hubieran movido en elespacio una distancia mayor que el tamaño de una uña. Las dimensiones delo infinito causaban la locura. El Sol era una burbuja de gas inflamado;la Tierra, una imperceptible molécula de arena.

El rayo luminoso de la estrella Polar necesita medio siglo para llegar anuestros ojos. Podía haber desaparecido hace cuarenta y nueve años, ysin embargo, verla aún en el espacio. Y esta estrella era de lasvecinas. El telescopio llegaba a alcanzar mundos tan remotos, que elrayo de luz llegaba hasta la lente después de un viaje de tres mil años.

Y todos estos mundos incontables nacían, se transformaban y morían comolos seres. En el espacio no había reposo, lo mismo que en la tierra.Unas estrellas se apagaban, otras brillaban macilentas, otras lucían conel estallido de vida de la juventud. Los planetas muertos disolvíanse enincendios de la materia para formar nuevos mundos. Era una renovaciónincesante de formas, en períodos de millones de millones de siglos, querepresentaban para su existencia lo que las limitadas docenas de años denuestra vida. Y más allá de las incalculables distancias, el espacio,siempre el espacio por todos lados, con nuevos torbellinos de mundos,sin límite ni barrera.

Gabriel hablaba en medio de un silencio solemne. Los oyentes cerrabanlos ojos, como si les atolondrase tanta grandeza y sintieran el mareo delas alturas. Seguían con la imaginación las descripciones de Gabriel. Suespíritu limitado quería poner un término al infinito; en su sencillez,se imaginaban tras las distancias incalculables una bóveda de materiafirmísima, con millones de leguas de espesor. Pero la obra fantásticaalgún término había de tener. ¿Qué había detrás de ella? Y la barreracreada por la imaginación caía repentinamente, y otra vez volaban por elespacio, siempre infinito, siempre con nuevos mundos.

Gabriel hablaba de ellos y de su vida con absoluta seguridad. Elanálisis espectral delataba en los astros la misma composición de laTierra. Si en nuestro átomo había surgido la vida, forzosamente existíatambién en los otros cuerpos celestes, aunque fuese con distintasformas. En algunos planetas se habría extinguido ya; en otros estaríapor nacer; pero seguramente aquellos millones de mundos habían tenido otenían una vida.

Las religiones, queriendo explicar el origen del mundo, palidecían y seachicaban ante la inmensidad. Eran como la torre de la catedral, quecubría con su mole una gran parte del cielo, ocultando millones ymillones de mundos. Y sin embargo, era de una pequeñez insignificante,comparada con la inmensidad que ocultaba; menos que la parteinfinitesimal de una molécula: nada. Así eran las religiones. Parecíangrandes porque estaban muy próximas al hombre, ocultándole lainmensidad. Cuando éste miraba por encima de ellas, abarcando con lavista el infinito, se reía de su soberbia de liliputienses.

—Entonces—preguntó tímidamente el viejo manchador, señalando a lacatedral—, ¿qué es lo que nos enseñan ahí dentro?

—Nada—contestó Gabriel.

—¿Y qué somos nosotros los hombres?—dijo el perrero.

—Nada.

—¿Y los gobernantes, las leyes y las costumbres de lasociedad?—preguntó el campanero.

—Nada, nada.

Sagrario fijó en su tío los ojos, agrandados por la contemplaciónprofunda del cielo.

—¿Y Dios?—preguntó con voz dulce—. ¿Dónde está Dios?

Gabriel púsose de pie. Su figura, apoyada en el balaustre de la galeríarecortábase negra y vigorosa sobre el espacio estrellado.

—Dios somos nosotros y todo lo que nos rodea. Es la vida, con susasombrosas transformaciones, siempre muriendo en apariencia yrenovándose hasta lo infinito. Es esa inmensidad que nos espanta con sugrandeza y no cabe en nuestro pensamiento. Es la materia, que viveanimada por la fuerza que reside en ella, con absoluta unidad, sinseparación ni dualidades. El hombre es Dios; el mundo es Dios también.

Calló un instante, para añadir con energía:

—Pero si me preguntáis por el Dios personal inventado por lasreligiones a semejanza del hombre, que saca el mundo de la nada, dirigenuestras acciones, guarda las almas clasificándolas por sus méritos ycomisiona hijos para que bajen a la tierra y la rediman, buscadlo en esainmensidad, ved dónde oculta su pequeñez. Aunque fueseis inmortales,pasaríais millones de siglos saltando de astro en astro, sin dar jamáscon el rincón que oculta su majestad de déspota destronado. Ese Diosvengativo y caprichoso surgió del cerebro del hombre, y el cerebro es elórgano más reciente del ser humano, el último en desarrollarse....Cuando inventaron a Dios, la Tierra existía millones de años.

VIII

En la mañana del Corpus, la primera persona que vio Gabriel al salir alclaustro fue don Antolín, que repasaba sus talonarios, alineándolossobre el borde de piedra de la balaustrada.

—Hoy es un gran día—dijo Luna queriendo halagar al Vara de plata—.Se prepara el gran ingreso: vendrán forasteros.

Don Antolín miró a Gabriel fijamente, como dudando de su sinceridad.Pero vio que no se burlaba, y contestó con cierta satisfacción:

—No se prepara mal la fiesta. Son muchos los que desean ver nuestrostesoros. ¡Ay, hijo!

¡Bien lo necesitamos! Tú, que te alegras de nuestromal, puedes estar satisfecho. Vivimos en horrible estrechez. Nuestrafiesta del Corpus vale poco, comparada con la de otros tiempos, y sinembargo, ¡cuántas economías hay que hacer en la Obrería para pagar loscuatro ochavos que cueste este extraordinario!

Quedóse silencioso largo rato don Antolín, mirando fijamente a Luna,como si acabara de ocurrírsele una idea extraordinaria. Al principiofruncía el seno, cual si la repeliese, mas poco a poco su rostro fueaclarándose con una sonrisa maliciosa.

—A propósito, Gabriel—dijo con un acento meloso que tenía algo deagresivo—. Recuerdo que, cuando lo del Monumento de Semana Santa, mehablaste de que necesitas ganar dinero para tu hermano. Hoy tienes unaocasión: poca cosa será, pero algo es algo. ¿Quieres ser de los quellevan la carroza del Sacramento?

Gabriel fue a contestar con altivez al malicioso cura: adivinaba suintención de molestarle.

Pero inmediatamente le tentó el deseo de venceral Vara de plata aceptando su proposición.

Quiso asombrarle accediendoa su disparatada idea. Además, pensó en que sería este sacrificio dignode la generosidad que con él tenía su hermano. Ya que no podía ayudarlecon grandes auxilios de dinero, demostraría sus deseos de trabajar. Losescrúpulos de amor propio desvanecíanse en él ante la esperanza dellevar a casa un par de pesetas.

—Tú no querrás—siguió diciendo el sacerdote con acento burlón—. Eresdemasiado «verde», y tu dignidad sufriría mucho paseando al Señor porlas calles de Toledo.

—Pues se equivoca usted. Como querer, sí que quiero; pero el trabajo esdemasiado pesado para un enfermo.

—Por esto que no quede—dijo don Antolín con resolución—. Lo menosserán diez dentro del carro, y los hay forzudos de verás. Tú irías paracompletar el número. Ya te recomendaría yo para que te guardasen ciertasconsideraciones.

—Pues trato hecho, don Antolín. Cuente usted conmigo. Yo estoy paraganarme un jornal siempre que se presente.

Acababa de decidirle su deseo de salir de la catedral, de pasar, sin quenadie reparase en él, por las calles de Toledo, que no había visto desdeque se encerró en el templo. Además, cosquilleaba fuertemente su vanidadla irónica situación que resultaba de ser él, con sus rotundasnegaciones religiosas quien pasease ante la muchedumbre devota el Diosdel catolicismo.

Este espectáculo le hacía sonreír. Casi era un símbolo. De seguro que el Vara de plata se regocijaba también, viendo en esto un pequeño triunfode la religión, que obligaba a sus enemigos a llevarla en hombros. Peroél lo consideraba de distinto modo: dentro del carro eucarísticorepresentaría la duda y la negación ocultas en el interior de un cultoesplendoroso por su pompa exterior, pero vacío de fe y de ideales.

—Quedamos de acuerdo, don Antolín. Dentro de un rato bajaré a lacatedral.

Se despidieron. Y Gabriel, después de digerir tranquilamente la lecheque le sirvió su sobrina, bajó al templo, sin decir nada a la familiadel trabajo que pensaba realizar. Temía la protesta de su hermano.

En el claustro bajo volvió a encontrarse con el Vara de plata. Hablabacon la jardinera, mostrándola escandalizado un haz de espigas con unacinta roja. Lo había recogido en la pila de agua bendita junto a lapuerta de la Alegría. Todos los años, el día del Corpus, encontrabaigual ofrenda en el mismo sitio. Un desconocido dedicaba a la iglesia elprimer trigo del año.

—Debe ser un loco—decía el sacerdote—. ¿A qué conduce esto? ¿Quésignifica este haz? ¡Si al menos fuese una carretada de gavillas, comoen los buenos tiempos del diezmo...!

Y mientras arrojaba con desprecio las espigas en un arriate del jardín,Gabriel pensaba con admiración en la fuerza atávica que hacía resucitaren pleno templo católico la ofrenda gentílica, el homenaje a laDivinidad de los primeros frutos de la tierra fecundada por el verano.

El coro había terminado y comenzaba la misa cuando Gabriel entró en lacatedral. La gente menuda comentaba a la puerta de la sacristía el granincidente de la fiesta. Su Eminencia no había bajado al coro niasistiría a la procesión. Decíase que estaba enfermo; pero los de lacasa sonreían recordando que en la tarde anterior había ido de paseohasta la ermita de la Virgen de la Vega.

Era que no quería ver alcabildo. Estaba en un acceso de furor contra él, y demostraba sudesprecio negándose a presidirlo en el coro.

Gabriel recorrió las naves. La concurrencia de fieles era mayor queotros días, pero aun así, la catedral parecía desierta. En el crucero,arrodilladas entre el coro y el altar mayor, veíanse varias monjas dealmidonadas y picudas tocas cuidando de algunos grupos de niñas vestidasde negro, con lazos rojos o azules, según el colegio a que pertenecían.Unos cuantos militares de la Academia, gruesos y calvos, oían la misa depie, apoyando el ros sobre el pecho de su guerrera.

En esta concurrenciadiseminada y distraída por la música, destacábanse las señoritas delColegio de Doncellas Nobles, jóvenes apenas entradas en la pubertad osoberbias mujeres en toda la amplitud del desarrollo femenil, quemiraban con ojos de brasa: todas con traje de seda negra, mantilla deblonda montada sobre la peineta y vistosos golpes de rosas, como damasaristocráticas de gracia manolesca escapadas de un cuadro de Goya.

Gabriel vio a su sobrino el Tato vestido con ropón de escarlata, comoun noble florentino, dando golpes en las losas con la vara para asustara los perros. Discutía con un grupo de pastores de la sierra: hombresnegruzcos y retorcidos como sarmientos, con chaquetones pardos y abarcasy polainas; hembras con pañuelos rojos y faldas mugrientas y remendadasque pasaban de generación a generación. Habían bajado de las montañaspara ver el Corpus de Toledo, y andaban por las naves de la catedral conel asombro en los ojos, asustados de sus propios pasos, temblando cadavez que rugía el órgano, como si temieran ser expulsados de aquel mágicopalacio igual a los de los cuentos. Las mujeres señalaban con un dedolos ventanales de colores, los rosetones de las portadas, los guerrerosdorados del reloj de la puerta de la Feria, las tuberías de los órganos,y quedaban inmóviles, con la boca abierta, en estúpida contemplación. Elperrero, con sus vestiduras rojas, les parecía un príncipe, y turbadospor el respeto, no lograban comprender sus palabras. Cuando el Tato amenazó con su bastón a un mastín que se pegaba a las piernas de susamos, aquella gente sencilla se decidió a salir del templo antes queabandonar al fiel compañero de su vida selvática.

Gabriel miró por la verja del coro. La sillería alta y la baja estabanocupadas. Era día de gran fiesta, y no sólo los canónigos y beneficiadosestaban en sus asientos, sino los sacerdotes de la capilla de los Reyesy los prebendades de la capilla Mozárabe, las dos pequeñas iglesias quevivían aparte, con tradicional autonomía, dentro de la catedral deToledo.

Luna vio en medio del coro a su amigo el maestro de capilla, consobrepelliz rizada, moviendo una pequeña batuta. En torno de él seagrupaban hasta una docena de músicos y cantores, cuyos sonidos y vocesquedaban ahogados cada vez que desde lo alto los acompañaba el órgano.El sacerdote dirigía con un gesto de resignación, mientras la músicaperdíase, débil y anonadada, en la soledad de las naves gigantescas.

En el altar mayor, sobre su cuadrada carroza, estaba la famosa custodiaejecutada por el maestro Villalpando: un templete gótico, primorosamentecalado, que brillaba con el temblor del oro a la luz de los cirios, y delabor tan sutil y aérea, que al menor movimiento estremecíase, meciendosus remates como manojos de espigas.

Iban llegando a la catedral los invitados a la procesión: señores de laciudad con traje negro; profesores de la Academia en traje de gala, contodas sus condecoraciones; oficiales de la Guardia civil con su uniformeque recordaba el de los soldados de principios de siglo. Por las navesavanzaban, contoneándose con ligeros saltitos, los niños vestidos deángeles: unos ángeles a la Pompadour, con casaca de brocado, zapatos detacón rojo, chorrera de blondas alas de latón colgadas de los omoplatosy una mitra con plumas sobre la peluca blanca. La Primada sacaba para lafiesta su vestuario tradicional. Los uniformes de gala de los servidoresdel templo eran todos del siglo XVIII, la última época de suprosperidad. Los dos hombres que habían de guiar la carroza iban conrizos empolvados y calzón y casaca negros, como los abates del últimosiglo; los pertigueros y varas de palo se adornaban con golillasalmidonadas y pelucas; el brocado y el terciopelo cubría a toda la gentede las Claverías, que apenas podía comer. Hasta los acólitos llevabandalmática de oro.

El altar mayor estaba adornado con los tapices del Tanto monta, losfamosos paños de los Reyes Católicas, con emblemas y escudos, regalo deCisneros a la catedral. El obispo auxiliar decía la misa, y él y susdiáconos ayudantes sudaban bajo las casullas y capas tradicionales,bordadas, recamadas, con gruesos y deslumbrantes realces, abrumadorascomo armaduras antiguas.

Conmovíase la catedral con la proximidad de la procesión. Sonaban laspuertas de las sacristías al abrirse y cerrarse con estrépito; iba lagente atareada de un lado a otro. En aquella vida reposada y monótona,el incidente anual de una procesión que había de recorrer varias callescausaba iguales trastornos y ocupaciones que una expedición aventurada apaíses lejanos.

Al terminar la misa, el órgano comenzó a rugir una marcha desordenada yruidosa, algo así como una danza salvaje, mientras se ordenaba laprocesión. Fuera de la catedral sonaban las campanas. La música de laAcademia había cesado de tocar un pasodoble en la misma puerta Llana, yse oían las voces de mando de los oficiales y el choque unísono de lasculatas al quedar inmóviles las compañías de cadetes.

Don Antolín, con su gran vara de plata y una capa pluvial de brocadoblanco, iba de un lado a otro, reuniendo a los empleados del templo.Gabriel lo vio aproximarse sudoroso y congestionado.

—A tu puesto: ya es hora.

Y lo llevó al altar mayor, junto a la custodia. Gabriel y ocho hombresmás se introdujeron dentro del armazón levantando un paño de los quecubrían sus costados. Habían de encorvarse dentro del artefacto. Sumisión era empujarlo para que se deslizara sobre las ruedas ocultas.

Aellos sólo les correspondía dar el impulso: fuera, los dos servidoresde peluca blanca y traje negro eran los encargados de los timonesdelantero y trasero, guiando la carroza eucarística por las tortuosascalles. Gabriel fue colocado por sus compañeros en el centro. Élavisaría cuándo había que detenerse o emprender la marcha. La custodiamonumental iba montada sobre una plataforma con un gran contrapeso;entre ésta y la carroza quedaba un palmo de espacio abierto, por dondeasomaba Gabriel sus ojos, transmitiendo las indicaciones del timoneldelantero.

—¡Atención...! ¡Marchen!—dijo Gabriel, obedeciendo a una señalexterior.

Y el carro sagrado comenzó a moverse con lentitud por el plano inclinadode madera que cubría los peldaños del altar mayor. Al pasar la verjahubo que detenerse. La gente se arrodillaba, y abriendo paso en ella donAntolín y sus varas de palo, avanzaban los canónigos con sus largasvestiduras rojas, el obispo auxiliar con mitra dorada, y las dignidadescon mitras blancas de lino sin adorno alguno. Se arrodillaron todos antela custodia, calló el órgano, y acompañados por el carraspeo de untrombón, entonaron un cántico adorando el Sacramento. El incienso seelevaba en nubecillas azules en torno de la custodia, velando el brillodel oro. Cuando cesó el cántico, volvió a sonar el órgano y la carrozapúsose de nuevo en marcha. Temblaba toda ella desde la base a lacúspide, y el movimiento hacía sonar como un cascabeleo de plata lascampanillas pendientes de sus adornos góticos. Gabriel caminaba agarradoa una traviesa del carro, con la vista fija en los timoneles, sintiendoen sus piernas el roce dé los que empujaban aquel artefacto semejante alos carros de los ídolos indostánicos.

Al salir de la catedral por la puerta Llana—la única del templo queestá al nivel de la calle—, Gabriel pudo abarcar con su vista toda laprocesión. Veía los jinetes de la Guardia civil rompiendo la marcha, lostimbaleros de la ciudad vestidos de rojo, y las cruces de las parroquiasagrupadas sin orden en torno de la manga de la catedral, enorme,pesadísima, como un globo cubierto de figuras bordadas. Después todo elcentro de la calle libre, flanqueado por dos filas de clérigos ymilitares con cirios; los diáconos con incensarios, asistidos por losángeles rococós que llevaban las navetas del asiático perfume, y loscanónigos con sus capas históricas de gran valor. A espaldas delSacramento se agrupaban las autoridades, y el batallón de los cadetescerraba la marcha, fusil al brazo, al aire las rapadas cabezas,meciéndose al compás de la marcha.

Gabriel aspiraba con delicia el aire de la vía pública. Él, que habíavisto las mayores capitales de Europa, admiraba las calles de aquellaciudad antigua después de su largo encierro en la catedral. Le parecíanpopulosas, y hasta experimentaba ese mareo que las grandes agitacionesmodernas causan en los habituados a una vida sedentaria.

Los balcones mostrábanse colgados con antiguos tapices y mantones deManila; las calles estaban entoldadas, con el pavimento cubierto por unacapa de arena para que la carroza eucarística pudiera deslizarse sobrelos agudos guijarros.

En las cuestas, la custodia avanzaba trabajosamente. Sudaban, jadeantes,los hombres ocultos en el carro. Gabriel tosía, con el espinazo doloridopor el encierro en la movible mazmorra, y la majestad de la marchaturbábase con las voces de mando del canónigo Obrero, que, convestiduras rojas y una vara en la mano, dirigía la procesión,reprendiendo muchas veces, por sus movimientos desordenados, a lostimoneles y a los que impulsaban el catafalco.

Aparte de estas penalidades, Gabriel estaba satisfecho de su escapatoriaextraordinaria a través de la ciudad. Reía pensando en lo que hubieradicho la muchedumbre arrodillada con veneración, de conocer al queasomaba sus ojos por debajo de la custodia. Aquellos oficiales de calzónblanco y peto rojo, que con la espada al costado y el bicornio sobre elmuslo escoltaban a Dios, tenían sin duda noticias de su existencia;alguno habría oído hablar de él, y tal vez guardaba su nombre en lamemoria como el de un enemigo de la sociedad. ¡Y el réprobo repelido portodos, refugiado en un hueco de la catedral, como las aves aventurerasque anidaban en sus bóvedas, era el que guiaba el paso de Dios por lascalles de la religiosa ciudad...!

A más de mediodía volvió la custodia a la Primada. Gabriel, al pasarjunto a la puerta del Mollete, vio adornados los muros exteriores conlos famosos tapices. Terminados los cánticos de despedida, lossacerdotes se despojaban rápidamente de sus vestiduras, buscando lapuerta a la desbandada, sin saludarse. Iban a comer más tarde que decostumbre; aquel día extraordinario turbaba su existencia. La iglesia,tan ruidosa e iluminada durante la mañana, despoblábase rápidamente,cayendo en el silencio y la penumbra.

Esteban se indignó al ver salir a Gabriel de la carroza eucarística.

—Te vas a matar: eso no es para ti. ¿Qué capricho ha sido el tuyo?

Gabriel reía. Sí, era un capricho, pero no se arrepentía de él. Habíadado un paseo por la ciudad sin ser visto, y su hermano tendría paraatender dos días a su manutención. Él deseaba trabajar, no serlegravoso.

El Vara de palo se enternecía.

—Pero borrego, ¿te pido algo? ¿Necesito yo otra cosa sino que vivastranquilo y te mejores?

Y como si quisiera corresponder a este sacrificio con otro que agradasea su hermano, al subir a las Claverías no puso la cara torva y habló asu hija durante la comida.

Por la tarde, el claustro alto quedó casi desierto. Don Antolín bajóapresuradamente con los talonarios, regocijándose al saber que eranmuchos los forasteros que le aguardaban. El Tato y el campanero sedeslizaron furtivamente por la escalera de la torre vestidos con susmejores ropas.

Iban a los toros. Sagrario, obligada al reposo parasantificar la fiesta, había pasado a la casa del zapatero. Mientr