La Cuerda del Ahorcado-Últimas Aventuras de Rocambole: El Loco de Bedlam by Pierre Alexis Vizconde de Ponson du Terrail - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

index-217_72.png

index-217_73.png

index-217_74.png

index-217_75.png

index-217_76.png

index-217_77.png

index-217_78.png

index-217_79.png

index-217_80.png

index-217_81.png

index-217_82.png

index-217_83.png

index-217_84.png

index-217_85.png

index-217_86.png

index-217_87.png

index-217_88.png

index-217_89.png

index-217_90.png

index-217_91.png

index-217_92.png

index-217_93.png

index-217_94.png

index-217_95.png

index-217_96.png

index-217_97.png

index-217_98.png

index-217_99.png

index-217_100.png

index-217_101.png

index-217_102.png

index-217_103.png

index-217_104.png

index-217_105.png

index-217_106.png

index-217_107.png

index-217_108.png

index-217_109.png

Y le entregó una cartera henchida de pagarés y de banknotes.

En esto había llegado la noche.

Como a la sazón se hallaban en lo más fuerte del estío, el día habíasido en extremo caluroso.

Así aspiraban con avidez una ligera brisa que agitaba apenas las hojasde los árboles y refrescaba un poco la atmósfera.

Sir Evandale, después de haberse separado de su hermano, se habíaretirado a su cuarto, y, despojándose de una parte de sus vestidos, seechó por un momento en la cama.

Pero el estado de su espíritu no le permitía conciliar el sueño.

La ventana que daba frente al lecho había permanecido abierta.

La brisa movía blandamente un árbol que tocaba casi a esta ventana, peropasados algunos instantes, se agitó de pronto con tal fuerzaentreabriendo sus ramas, que sir Evandale se incorporó sobresaltado ysaltó vivamente del lecho.

Entonces, el follaje del árbol se abrió con violencia, y apareció unhombre que, ágil como un mono, saltó al alféizar de la ventana.

Aquel hombre era Nizam.

—Heme aquí, dijo.

—¡Ah! exclamó sir Evandale, tres días hace que os ando buscando.

—He estado ausente, respondió Nizam.

—¿Adónde habéis ido?

—A Londres.

—¿De veras?

—Y he vuelto hace dos horas.

—¿Y qué habéis ido a hacer a Londres?

—He ido a buscar a algunos amigos, con quienes tenía necesidad deentenderme.

—¡Ah! dijo sir Evandale estremeciéndose de nuevo.

—Sí, tenemos necesidad de ellos para que llegues a ser lord.

—Pero... ¿lo lograré positivamente?

Y la voz de sir Evandale temblaba de emoción.

—Positivamente.

—¿Y... muy pronto?

—Antes de un mes.

—Pero no mataréis a lord William, ¿no es verdad?

—No. Ya te he dicho que no morirá.

—¿Me lo juráis?

—Te lo juro.

—Está bien, dijo sir Evandale exhalando un suspiro.

Y en seguida añadió:

—Es decir... que pasará por muerto.

—Sí.

—¿Qué haréis pues de él?

—Quieres saber demasiado, hijo mío, respondió Nizam. ¡Más tarde! mástarde!

Y como asaltado de pronto por otra idea, se volvió a sir Evandale yañadió:

—¡Ah! ¿tienes algún dinero... algunas economías?... Necesito dinero.

—Precisamente he recibido hoy, dijo sir Evandale.

Y abriendo su escritorio, sacó de él la cartera que le había dado lordWilliam.

—Tomad, añadió.

Nizam abrió la cartera y tomó dos billetes de cien libras.

—Tengo bastante por el momento, dijo. Si necesito más, te volveré apedir.

Y dio un paso hacia la ventana, pero volviéndose de pronto añadió:

—Tom ha partido, ¿no es verdad?

—Sí, esta tarde.

—Entonces, dijo Nizam, cuyos ojos brillaron con un fulgor siniestro, hallegado la hora. Podemos obrar sin temor.

Y saliendo por la ventana, dijo aún antes de descolgarse:

—Duerme tranquilo... serás lord.

Y desapareció como una sombra.

XXVIII

DIARIO DE UN LOCO DE BEDLAM.

XIV

El calor era insoportable.

Serían las doce del día y el sol irradiaba sobre la tierra abrasada susrayos perpendiculares.

La campiña estaba silenciosa y desierta.

Los pájaros habían cesado de cantar.

Los labradores habían abandonado el arado y habían entrado los bueyes ensus establos.

No parecía sino que la tierra de Escocia se hallaba bajo el ecuador.

Y sin embargo, a aquella hora y bajo aquel cielo inclemente, se veía unaporción de gente acuadrillada, que caminaba con gran trabajo por uncamino de herradura, donde sus pasos levantaban una nube de polvo.

Aquellos hombres, que iban encadenados de dos en dos, con los piesdescalzos, la cabeza afeitada y cubiertos de harapos, eran presidiarios.

Triste convoy de ladrones y asesinos, condenados en los diferentescondados de Escocia y reunidos luego en la cárcel central de Edimburgo,eran conducidos en fin por etapas, bajo la custodia de tres capataces,hacia el puerto de Liverpool, donde debían embarcarlos para Australia.

Estos desgraciados caminaban lentamente, cubiertos de sudor y de polvo.

Unos se quejaban y gemían arrastrándose penosamente.

Los otros juraban y blasfemaban.

A veces sucedía que alguno de ellos, abrumado de fatiga, se echaba portierra, y se negaba a marchar.

Entonces uno de los capataces levantaba su bastón y le apaleaba sinpiedad.

El desgraciado exhalaba un grito de dolor y se volvía a poner en marcha.

—Teniente Percy, dijo uno de los capataces de aquella chusma,dirigiéndose a su camarada, que era evidentemente su superior, a juzgarpor el galón que llevaba en la manga de su uniforme, teniente Percy, ¿nopensáis en que sería ya tiempo de hacer un pequeño alto?

—¡Ya lo creo! respondió el teniente. ¿Estáis cansado, John?

—Tengo los pies hinchados.

—Yo, estoy rabiando de sed.

—¡Y pensar que no hay una gota de agua en este maldecido país!...

—Eso consiste, respondió el teniente Percy filosóficamente, en que lanieve que veis allá arriba en la cima de las montañas, no se haderretido todavía.

—Y es muy probable que no se derretirá jamás, respondió el capatazJohn.

—Lo que quiere decir, añadió Percy, que no hay que contar con ella.

—Esa es mi opinión. Pero ¡qué diablo! se me figura que no tardaremos enencontrar una villa, una aldea, una venta siquiera....

—A dos leguas de aquí tenemos la aldea de Pembleton.

—¡Ah! dos leguas, a esta hora de calor, es demasiado!

—Tranquilizaos, John, nos detendremos antes.

—¿Dónde?

—¿Veis aquella línea negra al horizonte?

—Sí; es un bosque.

—A cuya orilla corre un riachuelo.

—Bien. ¿Es allí donde vamos a hacer alto?

—Sin duda. Y aun descansaremos allí hasta la caída de la tarde.

—¿En vez de avanzar hasta la aldea de Pembleton?

—Sí.

—¡Por vida mía! que no comprendo ese singular capricho, teniente!

—En efecto, John, tengo el capricho de ganar cien libras esterlinas yde haceros ganar cincuenta.

El capataz, estupefacto, se quedó mirando al teniente Percy.

—La verdad, teniente, dijo en fin, ¿es que el sol os ha lastimado lacabeza?

—¿Por qué me preguntáis eso?

—¡Toma! añadió John, se me figura que os burláis de mí.

—De ningún modo, John.

—Pues ¿cómo podéis ganar por aquí cien libras?

—Ese es mi secreto.

—¡Ah!

—Y vos podéis contar con cincuenta.

—¿Yo?

—Sí, amigo mío, pero para eso es necesario hacer lo que después osdiré.

—¡Hablad! hablad! dijo John; ¡cáscaras! cincuenta libras! no ganamostanto por año.

—Cincuenta libras esterlinas, repitió el teniente Percy.

—Pero......

El teniente se sonrió y guiñó el ojo maliciosamente.

—Sois demasiado curioso, John. Un poco de paciencia.

Y el teniente Percy no pronunció más palabra.

Los presidiarios habían percibido también el bosque y lo miraban conansiedad.

—¡Perra canalla! les gritó el teniente, no jadeéis así ni saquéis lalengua..... ¡un poco de ánimo! Dentro de un cuarto de horadescansaremos, y tendréis agua para apagar la sed.

Esta promesa reanimó a aquellos desgraciados.

Iban en número de ocho encadenados de dos en dos, y atados a una cuerdaque les obligaba a ir en fila.

Detrás de la cadena marchaba una mula, que conducía por el ronzal otrocapataz, y sobre la cual iba un hombre echado como un fardo.

Aquel hombre, que apenas tendría veinte años, era un pobre presidiarioque habían tomado en el camino, sacándolo del hospital de la cárcel dePerth donde se hallaba.

Tenía el rostro embotado y cubierto de una lepra asquerosa, y su aspectoera tan repugnante, que el pobre diablo había venido a ser un objeto dehorror, hasta para aquellos hombres degradados que eran sus compañerosde infortunio.

Cuando la cadena hacía alto, la mula se quedaba atrás, y nadie hubieraosado acercarse a aquel infeliz, pues había corrido el rumor entreaquella gente de que la enfermedad de su compañero era contagiosa.

El capataz se ponía unos guantes para darle de beber o de comer.

Por lo demás, aquel desgraciado estaba casi idiota y no hablaba unapalabra.

¿Qué crímen había cometido?

Nadie lo sabía.

Todo lo que habían podido averiguar es que estaba condenado a ladeportación por cinco años.

Los presidiarios llegaron en fin a la entrada del bosque.

—¡Alto! ordenó el teniente Percy.

Pero, en vez de detenerse, los presidiarios se precipitaron hacia elriachuelo, por cuyo álveo corría un chorro de agua.

Allí, echados por tierra, bebieron ávidamente, y después que hubieronapagado la sed, los capataces les distribuyeron algunos alimentosgroseros, y el teniente Percy les dijo:

—Ahora, si tenéis sueño, podéis dormir a vuestras anchas.

Aquí permaneceremos hasta entrada la noche.

Con esto los desgraciados se acostaron dos a dos en la yerba a la sombrade los árboles, y media hora después todos dormían profundamente.

Pero el teniente Percy y su segundo el capataz John, no dormían por suparte.

Sentados en un ribazo, a notable distancia de aquella escoria humana,como ellos la llamaban, en vez de gustar las dulzuras del sueño,departían en voz baja.

—Sí, John, amigo mío, hay medio de ganar en el lindero de este bosqueciento cincuenta libras esterlinas..... ciento para mí, cincuenta paravos, decía el teniente Percy.

—¿Y qué hay que hacer para eso? preguntó John.

—Escuchad y lo sabréis. ¿No habéis notado que cuando nos detuvimos enPerth para hacernos cargo del presidiario que no puede andar, elalcaide de la cárcel me entregó un canuto de hoja de lata?

—Sí, el que lleváis colgado a la cintura.

—Este es en efecto.

—Bien, dijo John, ¿y qué?

—¿Sabéis lo que contiene?

—No, a fe mía. No me he atrevido a preguntároslo.

—Esta caja contiene una víbora azul.

—¿Y qué es eso?

—Un reptil de la India, grande como el dedo meñique.

—¿Y cuya picadura es mortal?

—No. Pero el veneno de esta víbora tiene una propiedad particular nomenos terrible.

—¡Ah!

—Hace hincharse el cuerpo, y especialmente el rostro, que se cubre deuna lepra asquerosa, al cabo de pocas horas, y el infeliz a quien elreptil ha inoculado su veneno, cae por más o menos tiempo en un completoidiotismo.

—Pero entonces, dijo John, ese desgraciado que viene en la mula, ¿hasido picado por esa víbora?

—Sí.

—¿Y como ha sucedido eso?

—Muy sencillamente. El carcelero la deslizó en su cama la antevísperade nuestra llegada a Perth. Ese pobre mozo era un vigoroso joven, sanode cuerpo y de espíritu; y ahora, ya lo veis, se ha convertido en unmiserable idiota, cuya vista causa horror.

—Pero hay una cosa que no me explico, dijo John, ¿por qué el carcelerode Perth ha cometido esa mala acción?

—Con el fin de ganar también por su parte otras cien libras.

—Ahora lo comprendo menos.

El teniente Percy se echó a reír.

—Hay por esos mundos de Dios, dijo, un hombre bastante poderoso paracomprar a todos los empleados de presidio de la libre Inglaterra.

—¡Ah! Y..... ese hombre.......

—¡Chito! dijo el teniente Percy, dentro de un rato os pondré alcorriente de todo.......

Y se levantó de pronto añadiendo:

—¡Esperad!

Un hombre acostado en la yerba a algunos pasos de distancia, y cuyapresencia nadie hubiera podido sospechar, levantó la cabeza en estemomento, y mirando al teniente Percy, le hizo un signo misterioso.

Aquel hombre era el Indio Nizam.

XXIX

DIARIO DE UN LOCO DE BEDLAM.

XV

El Indio Nizam se puso lentamente en pie, miró a los presidiarios queseguían durmiendo, y se adelantó con precaución.

Después observó con atención a los capataces y dirigiéndose a Percy, ledijo.

—¿Sois vos el teniente?

—Sí, el teniente Percy, respondió este.

—Bien. Yo soy la persona que os esperaba.

—Lo había adivinado, dijo el teniente.

—¿Me traéis el insecto?

—Sí, aquí está en esta lata.

Y el teniente Percy dio la caja a Nizam.

Este sacó entonces del bolsillo una cartera grasienta y tomó de ella dosbilletes de veinte y cinco libras cada uno.

—Aquí tenéis cincuenta libras, dijo, a cuenta de las ciento cincuentaprometidas.

—Bien, repuso el teniente, ahora espero vuestras órdenes.

—Pasaréis aquí el resto de la noche, dijo Nizam.

—Bueno.

—Después, mañana muy temprano os pondréis en marcha y haréis de nuevoalto en la aldea de Pembleton.

El teniente se inclinó en señal de asentimiento.

—Ya allí, simularéis una indisposición, y diréis a vuestra chusma quees necesario detenerse...

—¿Cuánto tiempo debo permanecer en Pembleton?

—No lo sé aún, repuso Nizam; eso dependerá de los acontecimientos. Porlo demás pienso que los desgraciados que ahí conducís no estarán muy deprisa.

—¡Oh! Ya lo creo que no.

—Y que si encuentran descanso y que comer y beber en Pembleton, estaránmuy satisfechos de permanecer allí un par de días.

—Sí por cierto, dijo Percy; con el tiempo canicular que hace sobretodo, esa canalla no marcha sino a palos.....

—Escuchadme, dijo Nizam interrumpiéndole; hay, allá arriba, cerca dePembleton, y al lado mismo de la verja del parque una posada que lindacon la carretera.

—¿Es allí dónde debemos detenernos?

—Sí. El posadero está ganado por mí. Albergará vuestros forzados en unacueva espaciosa, y dejará el resto de la posada para vos, vuestroscompañeros y el desgraciado idiota que conducís en una mula.

—Perfectamente, dijo el teniente Percy. ¿Y después?

—Después, os lo repito, contestó Nizam, esperaréis allí nuevasinstrucciones.

Y al decir esto, Nizam guardó cuidadosamente el canuto de hoja de lata,y se separó de aquellos dos hombres.

Los forzados seguían durmiendo.

En cuanto a su compañero, el pobre diablo que había sido picado por lavíbora azul, ese estaba acostado sobre la yerba cerca de la mula, ylanzaba gritos inarticulados.

Nizam desapareció a través de los árboles.

Aunque ya viejo, el antiguo segundón de la familia Pembleton seconservaba fuerte y ágil, y así, apenas se halló fuera del alcance de lavista, se echó a correr a todo escape.

Corría saltando zanjas y barrancos, y atravesaba la maleza, como un gamoperseguido por una jauría numerosa y ardiente.

Así llegó sin detenerse hasta unas tapias bastante elevadas, tapias queformaban la cerca de la posesión de New-Pembleton.

Pero como el parque tenía muchas leguas de contorno, la quinta sehallaba bastante lejos de aquel sitio.

Nizam escaló la tapia con una agilidad increíble y, saltando al parque,continuó corriendo su camino.

Al cabo de un cuarto de hora, se detuvo algunos instantes para tomaraliento.

Después dio algunos pasos aún y se detuvo de nuevo.

Seguramente, a juzgar por sus movimientos, Nizam buscaba alguna cosa oesperaba una seña.

Pero de repente pareció despertarse su atención, y echándoseprecipitadamente entre unas matas espesas, se acostó en ellas bocaabajo.

Aquella espesura se hallaba al lado de una de esas calles enarenadas quelos Ingleses trazan circularmente en sus parques y jardines.

Nizam prestó el oído, escuchando atentamente un ruido lejano.

Este ruido se fue aproximando, haciéndose cada vez más distinto, yentonces pudo comprender que lo ocasionaba el trote de muchos caballos,y el roce de las ruedas de un carruaje sobre la arena.

Inmóvil y reteniendo el aliento, Nizam miraba a través de la espesura.

Así pudo ver un gran landó abierto, tirado por cuatro caballos,precedido de un postillón y seguido por dos lacayos con librea roja,sobre dos vigorosos poneys de Escocia.

El landó pasó muy cerca de Nizam, y este pudo ver que iban en él lordWilliam, sir Archibaldo y su hija miss Anna, la prometida del herederode Pembleton.

El supuesto Indio permaneció echado en tierra hasta que se alejóbastante el carruaje.

Cuando juzgó que se hallaba a gran distancia, se levantó cautelosamentey siguió su camino hacia la quinta.

Ya descubría a través de los árboles las torrecillas blancas y losventanas ojivales, así como las blancas estatuas diseminadas en lasavenidas, destacándose sobre los cuadros de césped y el verde follajedel fondo; cuando Nizam se detuvo otra vez y fijó cuidadosamente suatención.

Un joven se hallaba sentado en un banco delante de la casa, y parecíaabsorto en la lectura.

Nizam echó una mirada en su rededor y, en vez de emprender de nuevo sucarrera, avanzó arrastrándose penosamente, como un hombre abrumado defatiga.

De este modo, se dirigió hacia el joven que estaba sentado y leyendodelante de la casa.

Sir Evandale, pues, era en efecto este, oyó sus pasos y levantó lacabeza.

—Una limosna por el amor de Dios, dijo Nizam con voz doliente,alargando la mano.

Sir Evandale le dio una corona.

Nizam echó una mirada furtiva en su rededor.

—Creo que estamos solos, dijo por lo bajo.

—Sí. Unos han partido y los demás duermen la siesta.

—Entonces podemos hablar.

Y el falso mendigo continuó en su posición respetuosa, permaneciendo depie delante del joven.

—¿Qué venís a decirme? le preguntó entonces sir Evandale.

—Que todo está pronto.

Sir Evandale se estremeció de pies a cabeza.

—Los presidiarios han llegado.....

—¡Ah!

—Y la víbora también.

Y diciendo esto, Nizam entreabrió la miserable hopalanda que le cubría,y enseñó el canuto de hoja de lata que llevaba suspendido al cuello.

—Sir Jorge, dijo entonces con profunda emoción el joven Evandale,requiero de vos de nuevo el solemne juramento que me habéis hecho.

—¿Cómo? exclamó Nizam.

—Juradme que la picadura de esa víbora no es mortal.

—¡Lo juro una y mil veces! dijo Nizam; pero si mi juramento no tebasta, baja mañana a la aldea de Pembleton.

—¿Para qué?

—Allí verás a los forzados y te enseñarán al pobre diablo a quien hapicado esa víbora. Entonces podrás convencerte de que a pesar de lamáscara de lepra que le cubre, está lleno de salud y de vida.

—Está bien; os creo.

—Ahora, prosiguió Nizam, ha llegado el caso de que recordemos elproverbio: Ayúdate y el cielo te ayudará.

—El infierno querréis decir, respondió Evandale con amarga sonrisa.

—Sea, no me opongo a ello, dijo Nizam.

—¿Y qué esperáis de mí? preguntó el joven.

—Díme, ¿tu hermano no ha ido a acompañar a sir Archibaldo y a missAnna?

—Sí.

—¿Cuándo volverá?

—Va a comer con ellos, y de consiguiente no volverá hasta muy tarde.

—¿Es posible ir de tu cuarto al suyo sin encontrar a nadie?

—Sí, pasando por la biblioteca.

—Entonces espérame esta noche en tu cuarto.

index-234_1.png

index-234_2.png

index-234_3.png

index-234_4.png

index-234_5.png

index-234_6.png

index-234_7.png

index-234_8.png

index-234_9.png

index-234_10.png

index-234_11.png

index-234_12.png

index-234_13.png

index-234_14.png

index-234_15.png

index-234_16.png

index-234_17.png

index-234_18.png